Burzaco, Borges y Adrogué: Claudia Piñeiro al encuentro de Jorge Luis
Conformado por decenas de textos publicados a lo largo de los años en distintos medios y formatos (desde notas y columnas de opinión hasta discursos públicos pasando por escritos personales y autobiográficos que hablan de la infancia, la familia, los maestros o la maternidad), «Escribir un silencio» (Alfaguara) es un libro que reúne por primera vez los textos de no ficción de Claudia Piñeiro. Porque además de escribir novelas, cuentos, guiones de series y de películas y obras de teatro, la autora argentina es una delicada observadora de la realidad. En el texto que LENGUA reproduce a continuación, un artículo titulado «Burzaco, Borges y Adrogué» y que fue publicado en origen en la revista «La mujer de mi vida», Piñeiro viaja a su adolescencia para narrar cómo fueron sus tres encuentros (metafóricos o físicos) con Jorge Luis Borges.
Por Claudia Piñeiro
Jorge Luis Borges en una imagen tomada en octubre de 1982. Crédito: Getty Images.
No sé si recorrer cien kilómetros ida y vuelta por el conurbano bonaerense se puede considerar «viajar». Pero me gusta la definición de viajar que da Tennessee Williams en El zoo de cristal: «... el tiempo es la distancia más larga entre dos lugares». Y sí es así, ir a Adrogué o a Burzaco es, para mí, viajar. Viajar hacia mi niñez, hacia mi adolescencia, hacia los lazos familiares, hacia la amistad para toda la vida. Yo nací en Burzaco, y decir Adrogué-Burzaco es como decir Caballito-Flores, o Corrientes-Resistencia. Cercanía y contradicciones. Lo mismo y lo bien distinto.
Fui hace unas semanas a Adrogué porque la Secretaría de Cultura de Almirante Brown organizó un ciclo de homenajes a Jorge Luis Borges. Borges solía pasar sus veranos allí. Un tiempo antes la misma Secretaría había empapelado las calles empedradas con carteles al estilo western «Buscado», donde se apelaba a que quien tuviera cualquier material fotográfico o documental relacionado con el escritor lo sumara a la iniciativa. Así aparecieron fotos de las más variadas con vecinos de la zona. Y hasta una escritura perdida y nunca registrada que testifica que la casa que la leyenda urbana le atribuye a su familia sobre la Plaza Brown, en diagonal a la Municipalidad, perteneció efectivamente a su madre, y avala así lo que tantas veces escuché decir en mi barrio: que en esa casa Borges escribió «Hombre de la esquina rosada».
En medio de los homenajes mi tarea era participar de una mesa con Guillermo Martínez, Hugo Salas y Osvaldo Quiroga donde hablaríamos de Borges y lo que significaba para cada uno de nosotros. Cualquiera de los tres mencionados sabe mucho más de Borges que yo, lo que me amedrentaba. Me aboqué entonces al hecho de haber crecido con esa figura omnipresente y la frase «acá vivió Borges» escuchada a repetición.
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La primera vez que oí su nombre fue en el 68. Yo era muy chica, estaba en la escuela primaria y, por supuesto, no sabía quién era. Goyo Montes, a quien sí conocía porque su familia iba al Club Social de Burzaco igual que la mía, participaba en Odol pregunta, un programa de preguntas y respuestas que nadie dejaba de ver en aquella época, y su tema era Jorge Luis Borges. Cacho Fontana decía: «¡Minuto Odol en el aire!», aparecía el sonido del segundero y el mundo se detenía mientras un chico un poco más grande que yo acertaba respuesta tras respuesta. Con el tiempo supe que Goyo fue al programa con un objetivo claro: ganar el dinero suficiente para poder comprarse un caballo, porque los animales eran su pasión. Cuando terminó la temporada ya había ganado los trescientos mil que necesitaba y no pensaba presentarse al año siguiente. Pero su padrino lo convenció y finalmente ganó el millón. La noche de la victoria volvió a su casa y lo esperaba el pueblo entero festejando como se festeja un mundial de fútbol, o como esperan hoy al ganador de Gran Hermano o de La Voz en su ciudad natal: haciendo caravana y tocando bocina por Esteban Adrogué, la calle principal de la ciudad.
La segunda vez que supe de Borges fue en algún momento de mi adolescencia, no recuerdo el año pero hacia fines de los setenta o principios de los ochenta, aún en dictadura. Se corrió la voz de que el escritor venía a dar una charla a un salón de fiestas que estaba al lado de mi colegio. A esa altura, aunque no lo había leído demasiado, ya sabía bien quién era. Si Borges venía a pocas cuadras de mi casa yo tenía que ir, a pesar de que mi padre me quisiera convencer de lo contrario porque no le simpatizaban sus manifestaciones políticas. Las sillas de plástico que habían distribuido formando filas no alcanzaban para tanta gente. Con unas amigas tomamos por asalto un lugar privilegiado: en el piso, sobre las baldosas frías, entre la primera fila y Borges. Todo iba bien hasta que dijo algo que recuerdo así: «Adrogué y Temperley son lugares de gente bien, Burzaco y Turdera son lugares de orilleros». Me indigné, una indignación adolescente y febril, miré a mi alrededor buscando la complicidad de algún otro indignado pero a nadie pareció importarle como a mí. ¿Cómo este hombre sentado en una casa de fiestas de Burzaco nos viene a decir a nosotros orilleros? Que piense lo que quiera, pero que no nos lo diga en la cara. Quise pararme e irme, pero ese lugar entre Borges y las sillas de plástico era una trampa de la que no era posible salir con discreción. Traté de conformarme pensando que como estaba ciego debía creer que la charla era en Adrogué.
El tercer encuentro con Borges fue cuando años después lo abordé con más profundidad que una lectura apurada en el colegio secundario, para cumplir con la consigna de clase. Tardíamente, yo ya estaba en la Facultad. Los primeros cuentos que me impactaron fueron los que más tenían que ver con ese mundo entre mágico y filosófico que le es tan propio: «El Aleph», «Las ruinas circulares», «El inmortal». Pero fue cuando llegué a cuentos como «La intrusa», «Hombre de la esquina rosada», «El sur» o «El otro», que me reconcilié definitivamente con él. O mejor dicho, que abandoné mi ignorancia para, por fin, entenderlo. Porque leyendo esos cuentos en los que aparecen orilleros, pulperías, gauchos, matones y niños bien, me di cuenta de que lo que dijo aquella vez en aquel salón de fiestas de Burzaco, lejos de ser un insulto, era un elogio. Y ya no tuve dudas de que, puesto a elegir, Borges habría preferido ser un orillero que un niño bien. Al menos por un rato.
El destino le tenía reservado un lugar diferente.
En la ficción, él se procuró el otro.
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