Saramago. Sus nombres. Un álbum biográfico
Edición de Alejandro García Schnetzer y Ricardo...
«Nací [el 16 de noviembre de 1922] en una familia de campesinos sin tierra, en Azinhaga, un pequeño pueblo ubicado en la provincia de Ribatejo, en la margen derecha del río Almonda, a unos cien kilómetros al noreste de Lisboa. Mis padres se llamaban José de Sousa y Maria da Piedade. José de Sousa también habría sido mi nombre si el funcionario del registro civil, por iniciativa propia, no hubiera agregado el apodo por el que se conocía a la familia de mi padre en el pueblo: Saramago». A 100 años del nacimiento del premio Nobel portugués, echamos la vista atrás para regresar al lugar en que todo empezó. En los siguientes extractos, recopilados todos en «Saramago. Sus nombres. Un álbum biográfico» (Alfaguara, 2022), el propio José recuerda en libros, relatos, artículos y conferencias de corte «borgiano» cómo era aquella «freguesia» de su infancia, aquel concejo que vio crecer al pequeño Saramago y que hoy vive con la presencia del Nobel en cada calle, en cada casa, en cada historia.
Por José Saramago
José Saramago en una foto tomada en abril de 2006. Crédito: Luis Davilla / Getty Images.
Fue aquí, en Azinhaga, donde el viajero nació. Y para que no se crea que ha venido hasta aquí sólo por razones egoístas y sentimentales, irá a la ermita de San José, que tiene bellísimos azulejos azules y amarillos, ejemplares y trabajados, y techos admirablemente ornados. En sus tiempos de infancia, el viajero tenía miedo en este lugar: decían que enfrente de la puerta, atravesada en la carretera, había aparecido una noche una viga que no se sabía de dónde había venido, y queriendo un hombre, que regresaba a su casa, pasar por encima de ella, no lo consiguió, porque algo le tiraba de la pierna, y entonces se oyó una voz que decía: «Por aquí no se pasa», y el hombre se asustó y salió corriendo. Los escépticos de la aldea dijeron que el hombre iba borracho, declaración que el viajero entonces no aceptó, porque de aceptarla ya no tendría motivos para el miedo y el estremecimiento.
El viajero no se detendrá. La casa más antigua es una casa desierta. Quedan unos tíos, unos vagos primos, la gran melancolía del pasado personal: pensándolo bien, sólo el pasado colectivo es exultante. No vale la pena ir otra vez al río: ni siquiera es un muerto limpio. Allá abajo, cerca de la confluencia con el Tajo, parece que el agua se vuelve clara: es sólo porque corre sobre un fondo raso, de arena.
Viaje a Portugal, 1981
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Durante toda la infancia y también en los primeros años de la adolescencia, esa pobre y rústica aldea con su frontera rumorosa de agua y de verdes, con sus casas bajas rodeadas del gris plateado de los olivares, unas veces requemada por los ardores del verano, otras veces transida con las heladas asesinas del invierno o ahogada por las crecidas que le entraban puerta adentro, fue la cuna donde se completó mi gestación, la bolsa donde el pequeño marsupial se recogió para hacer de su persona, en lo bueno y tal vez en lo malo, lo que sólo por ella misma, callada, secreta, solitaria, podría ser hecho.
Dicen los entendidos que la aldea nació y creció a lo largo de una vereda, de una azinhaga, término que viene de una palabra árabe, as-zinaik, «calle estrecha», lo que en sentido literal no podría haber ocurrido en aquellos comienzos, pues una calle, sea estrecha, sea ancha, siempre será una calle, mientras que una vereda nunca será nada más que un atajo, un desvío para llegar más deprisa a donde se pretende, y en general sin otro futuro ni desmedidas ambiciones de distancia.
También ha desaparecido en un montón de escombros la otra, la que durante diez o doce años fue el hogar supremo, el más íntimo y profundo, la pobrísima morada de mis abuelos maternos, Josefa y Jerónimo se llamaban, ese mágico capullo donde sé que se generaron las metamorfosis decisivas del niño y del adolescente. Esta pérdida, sin embargo, hace mucho tiempo que dejó de causarme sufrimiento porque, por el poder reconstructor de la memoria, puedo levantar en cualquier momento sus paredes blancas, plantar el olivo que daba sombra a la entrada, abrir y cerrar el postigo de la puerta y la verja del huerto donde un día vi una pequeña culebra enroscada, entrar en las pocilgas para ver mamar a los lechones, ir a la cocina y echar del cántaro a la jícara de latón esmaltado el agua que por milésima vez me matará la sed de aquel verano.
Saramago. Sus nombres. Un álbum biográfico
Edición de Alejandro García Schnetzer y Ricardo...
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Lo que vemos de un árbol es sólo una parte, importante, sin duda, que nada sería sin sus raíces. Las mías, las biológicas, se llaman Josefa y Jerónimo, José y Piedade, pero hay otras que son sitios, lugares, Casalinho y Divisões, Cabo das Casas y Almonda, Tajo y Rabo dos Cágados, se llaman también olivos, sauces, chopos y nogales, balsas navegando en el río, higueras cargadas de frutos, cerdos que eran llevados a pastar, y algunos que, todavía lechones, dormían en la cama con mis abuelos para que no murieran de frío. De todo esto estoy hecho.
18 de junio de 2011. Lisboa, Portugal. La hija de José Saramago, Violante (izquierda), y su viuda, Pilar del Río, en una ceremonia durante la cual se depositaron las cenizas del escritor (fallecido un año antes en la isla española de Lanzarote) al pie de un olivo traído desde Azinhaga y trasplantado frente al lugar elegido como sede de la Fundación Saramago. Crédito: Getty Images.
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La emoción del viaje la sentí cuando era niño y cogía, en la estación de Rossio, normalmente solo, el tren que me llevaba de vacaciones a la estación de Mato Miranda, donde estaba mi tía Levira o, casi siempre, mi abuela Josefa esperándome. Eso sí, aquel tren lento que no llegaba nunca, traca-traca, traca-traca, traca-traca. La expectativa, la noche casi sin dormir por la excitación. Y, aunque aquello ya no representase ningún secreto para mí, lo vivía cada vez con la emoción de quien sabía lo que le esperaba: llegar a Azinhaga, entrar en casa de mis abuelos con su suelo de barro y quitarme los zapatos, que era lo primero que hacía. Sólo me los volvía a poner para regresar, ya con los pies un poco más grandes. Eso sí. El sentido del viaje, ir andando y descubriendo, sólo lo he tenido en Azinhaga.
UP-Magazine, diciembre de 2009
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Ricardo Reis bajó el cristal, miró hacia fuera. Una vieja, descalza, vestida de oscuro, abrazaba a un mozuelo flaco, de unos trece años, y le decía, Hijito, hijito, estaban los dos a la espera de que el tren se pusiera de nuevo en marcha para poder atravesar la vía.
El año de la muerte de Ricardo Reis, 1984
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Bien, por más increíble que les parezca, ese muchacho de trece años que se bajó del tren en la estación de Mato de Miranda en 1936 era yo. Es cierto que hoy, después de tantos años, me resulta imposible recordar si un señor con cara de médico y de poeta permaneció ahí mirándome mientras yo abrazaba a mi abuela, pero si Ricardo Reis declara haberme visto desde la ventanilla del tren, ¿quién soy yo para tener la audacia de afirmar lo contrario?
Algunas pruebas de la existencia real de Herbert Quain, 1999
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