«El verano francés»: de viaje con James Salter
Desde Saint-Tropez hasta la Dordoña pasando por el Loira, James Salter comparte en esta fabulosa crónica los recuerdos, pasajes y lugares que le acompañaron durante una estancia de cuatro meses en el lado más soleado y provinciano de Francia. El relato, el cual reproducimos íntegramente a continuación, forma parte de «En otros lugares» (Salamandra), una exquisita colección de reportajes literarios que destilan la esencia de las relaciones humanas y el inexorable paso del tiempo; crónicas de viajes (desde los cementerios de París o el Japón de Mishima hasta el corazón de Colorado o el caos de los estudios de Hollywood pasando por los castillos del Loira, aquí presentes) marcadas por la melancolía y la belleza que tocan temas universales como el amor, la pérdida, la infidelidad y el anhelo. James Salter en toda su grandeza. «Bon voyage!»
Por James Salter
El escritor americano James Salter en París en 1999. Crédito: Getty Images.
Un año nos pusimos a buscar una casa en Francia, en la campiña. Cerca de un pueblo que tuviera uno o dos restaurantes y quizá una cancha de tenis. La Costa Azul está bien si te gustan los edificios de pisos, los coches y las secretarias tomando el sol semidesnudas en la playa de Niza al mediodía, pero a pesar de su esplendor, es un lugar cuyo atractivo ha causado su ruina.
La búsqueda se había detenido. El escritorio estaba cubierto de anuncios clasificados, listas ciclostiladas y trozos de papel garabateados, pero no se puede saber cómo es una casa a partir de una fotografía y una descripción, del mismo modo que no se puede saber cómo es una mujer por una fotografía que aparece en la página de sociedad. Acabamos yendo allí en pleno invierno para echar un vistazo. En un momento dado una amiga francesa telefoneó en nuestro nombre.
—¿Cómo es la casa? —preguntó.
—¿A qué se refiere? —respondió el dueño al otro lado de la línea.
—Me refiero a qué aspecto tiene. ¿Es vieja o nueva?
—¿Qué busca usted? —fue la respuesta cautelosa.
—Vieja.
—Pues sí, es vieja. Tiene diez años.
—Eso no es vieja.
—Puede que once —concedió el propietario.
Siempre me ha gustado la Francia provinciana, la de los pueblos y ciudades pequeñas. Me gusta su aspecto y lo que podría haber sucedido en ellos. Leemos a Colette, un fragmento inolvidable como «La pequeña Bouilloux», leemos a Flaubert o a De Montherlant o vemos las películas de Malle o Bresson y nos encontramos en un mundo angosto de pasión, estilo y corrupción. Al final de nuestra búsqueda teníamos cuatro casas que parecían prometer. Se encontraban en diferentes partes de Francia: una estaba en la costa entre Hyères y Saint-Tropez, otra en la Dordoña, la tercera era una casa enorme cerca del Loira y la última pertenecía a un pueblo y un departamento de los que nunca había oído hablar: el departamento era Gers y la antigua población galorromana se llamaba Lectoure. Como no lográbamos decidirnos por una de ellas, al final las alquilamos todas, cada una por un mes o un poco más. Los precios oscilaban entre 850 y 2.500 dólares mensuales, que fue lo que nos pidieron por la casa grande cercana al Loira. Fuimos a finales de abril —era primavera, pero todavía hacía frío— y volvimos para las últimas semanas de la temporada regular de béisbol profesional. El verano, ya legendario, había acabado.
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Entre Saint-Tropez y Hyères, la carretera principal sigue la costa. Pasado Le Rayol, nos desviamos y bajamos hacia el mar. Había árboles y maleza a ambos lados, una o dos casas y, justo antes de cruzar el sendero con derecho de paso por donde en otro tiempo circuló el ferrocarril, encontramos los postes de la entrada: Villa Santa Helena. La casa estaba en lo alto de la ladera. Las verjas del camino de acceso estaban cerradas. Encontramos las llaves debajo de un trozo de cerámica rota, tal como nos habían dicho, pero faltaba la de las verjas. Hubo que subir el equipaje por unos interminables escalones de piedra mientras se iba la luz. También descubrimos que no podíamos poner en marcha el calentador de agua.
A la mañana siguiente, la femme de ménage, una tal Madame Rignone, me dice que el jardinero tiene la llave que falta. Está segura de ello, pero no sabe dónde vive. «Il est Arabe», me explica.
Uno o dos días después oí el débil ruido de una azada por el sendero. Bajé para averiguar de dónde venía y vi a un anciano con gorra de golf, flaco pero de aspecto digno y piel oscura, trabajando. Me presenté y se adelantó para responder a mi apretón de manos. ¿Cómo se llamaba?, le pregunté.
—Ismael. —Era estrábico, y llevaba una barba de dos días.
No tenía la llave de la verja, dijo, debía de tenerla la femme de ménage. Le dije que ya se lo había preguntado y que ella creía que la tenía él.
—Non, monsieur —respondió él con dignidad. La llave, añadió, era un tema del que él no sabía nada de nada.
Volví a subir a la casa. Ismael. Mientras me iba se ladeó la gorra y le dio otros golpes de azada. Años atrás había sido un niño en el norte de África. Su madre y su padre estaban sin duda muertos, y él trabajaba en una ladera del sur de Francia. También trabajaba en otras casas. Resultó que llevaba treinta y ocho años en Francia. Conoció a la mujer que había hecho construir la casa y la había vendido a sus dueños actuales. Lo vi varias veces por el pueblo, casi siempre con otro hombre. Caminaban despacio por la carretera, como un par de jubilados.
Conoces esta casa, por supuesto. La has visto con la imaginación, vagamente; tiene pocos muebles, suelos de baldosas blancas y negras, una distribución un tanto extraña, manchas de humedad en los techos, vasos desiguales y un letrero escrito a mano sobre el inodoro en el que se lee ATENCIÓN y continúa con detalladas instrucciones de uso cuyo incumplimiento convierte a los inquilinos en «les premières victimes».
Hay terrazas, libros con las portadas onduladas por el agua, sillas de lona, y, abajo, en tres de sus lados la casa da al mar azul, inmortal, el mar de Grecia y Roma, el de Ulises, el mar más azul de la tierra.
Es una casa Bonnard, con un gran cuarto de baño como aquel en el que tantas veces pintó el artista a su mujer desnuda. El suelo de baldosas, frío por la mañana, la cocina sencilla, el salón con sus numerosas ventanas y puertas, el pequeño coche blanco en la entrada, las horas tranquilas..., todo puro Bonnard. Él pintó mientras el siglo pasaba dramáticamente por su lado; las guerras terribles, las crisis, las huelgas, las bancarrotas, nada de todo eso está presente en su obra. No hay contenido social, sólo emocional, y así es Villa Santa Helena, tranquila, sin vecinos a la vista.
Por la mañana entra la luz a raudales. El mar está en calma, como un espejo, y el cielo es de un azul perfecto. Podemos despertar aquí con la mujer de nuestros sueños o solos o con otras dos familias en la casa, y ésta sigue siendo hermosa. Nadie llama, nadie pasa a saludar. El Herald Tribune, apenas hojeado, está encajado entre los troncos cerca de la chimenea. Al otro lado de las altas puertaventanas oscurece, las primeras gotas de lluvia empañan el cristal. Por toda la casa flotan las notas de Chopin que suena en el tocadiscos. Calme, luxe, volupté...
Alrededor, en un semicírculo remoto, hay otras ciudades pequeñas: Saint-Tropez, Grimaud, Hyères, y más allá, como un diseño de Vauban, las poblaciones destacadas: Toulon, Draguignan, Saint-Raphaël. Reconforta pensar que ahí fuera hay algo. Después de una mañana de trabajo, podemos llevarnos a la playa una cesta con la comida y sentarnos bajo el sol cálido o ir a ver los yates de los ricos de las Bahamas en Saint-Tropez o las calles del casco antiguo de Hyères, que fue la primera ciudad del sur de Francia en atraer turismo de invierno, ingleses acomodados.
Lo preocupante son las noches, que pueden resultar amenazadoras en una casa aislada en tierra extranjera; noches sin televisión ni invitados para cenar, sin ni siquiera una buena lámpara para leer. Curiosamente, estas noches tediosas no llegan a materializarse. Se sirve la cena en el porche a las ocho y media o incluso más tarde, cuando el cielo aún no está oscuro, las copas de los pinos marinos se mecen suavemente debajo de nosotros, y la intensa luz plateada que precede al anochecer empieza a coronar las escarpadas colinas al oeste.
Stephanie, la au pair rubia, se aburre; es joven y le bulle la sangre en las venas. Un sábado por la noche se va a Le Lavandou. Los centros turísticos, fuera de temporada, son melancólicos: restaurantes vacíos, persianas bajadas, ni un alma en kilómetros a la redonda. Aun así se sienta en el segundo local en que entra y señala algo en el menú, y el pianista, al ver que no habla francés, se acerca y descubre que es estadounidense. Bueno, él también lo es. Ella conoce a una chica inglesa y a su novio francés, y acaba en una discoteca, la cuelan en la fila porque es guapa y la dejan entrar gratis. Dentro, la pista de baile está tan abarrotada que lo único que puede hacer es dar botes.
Los últimos días de mayo abre el pequeño restaurante de la playa que hay debajo de la ciudad. El mar cobra un brillo especial. Aparecen otras personas, alemanes e ingleses, blancos como el papel. El verano por fin está al caer.
El mar está en calma, como un espejo, y el cielo es de un azul perfecto. Podemos despertar aquí con la mujer de nuestros sueños o solos o con otras dos familias en la casa, y ésta sigue siendo hermosa.
A finales de mes fuimos a la Dordoña: campos ondulados, pueblos tranquilos, ríos vírgenes. La Dordoña es rural del mismo modo que lo era Francia antes: un gallo que corretea por la calle del mairie, bonitas casas a lo largo del río en Bouziers. Ver este río negro y misterioso desde el acantilado que se eleva por encima en Dômme es algo por lo que uno debe sentirse agradecido toda la vida, escribió Henry Miller. Fue aún más lejos. La Dordoña lo llenó de esperanza en el futuro de la raza, en el futuro de la misma tierra.
Villeréal, el pueblo más cercano, no es la Dordoña; le faltan unos cinco kilómetros para serlo. En realidad pertenece a Lot-et-Garonne. La casa era una antigua granja en una propiedad llamada Barbot, que es una clase de pez (mal escrito), un hombre que vive a costa de las mujeres o una mariquita; nadie sabe de por cuál de los tres significados le viene el nombre. El pueblo está a un kilómetro, y la única vecina es Cici, una esbelta yegua castaña que vive en un corral junto al río, el Dropt, que casi se puede cruzar de un salto.
La noche que llegamos buscamos un lugar para cenar. No eran ni las ocho y media, pero todo estaba cerrado. Bergerac, a media hora en coche, parecía la única opción, pero en el primer pueblecito de la Dordoña, Issigeac, encontramos un hotel con las luces encendidas. «Oui, monsieur», dijo la mujer que lo regentaba, por supuesto que podíamos cenar. Había más gente, el camarero llevaba una chaqueta blanca, y el comedor tenía manteles limpios. Nos dieron muy bien de comer y nos bebimos una botella de cuvée de l’hôtel, que suele ser un acierto pedir. Mientras volvíamos pensé que Miller tenía razón, hay esperanza.
Por la mañana fui al pueblo para averiguar si podía comprar algún periódico. Villeréal es una bastide y forma parte de un antiguo grupo de ciudades fortificadas, todas construidas sobre el mismo plano, con calles rectilíneas y una plaza central. Tiene unos mil trescientos habitantes. Entré en un establecimiento llamado Maison de la Presse, en el que había un expositor con periódicos franceses, y pregunté al tipo de detrás del mostrador, cuyo nombre supe más tarde que era monsieur Azaro, si tenía algún periódico extranjero. Me preguntó si quería uno holandés. Le dije que buscaba algo en inglés. ¿El Daily Express?, me ofreció. Podía pedirlo.
—¿Podría conseguir un ejemplar del Herald Tribune? —le pregunté.
—¿El qué?
Resultó que nunca había oído hablar del Herald Tribune y mucho menos visto un ejemplar. Le aseguré que era muy conocido, que se vendía en toda Europa. Me retó a encontrarlo en la lista de sus distribuidores, cosa que para su asombro hice, y me comprometí a llevármelo durante un mes si lo pedía. Me respondió que lo tendría el sábado, o el lunes a más tardar.
El sábado pasé por allí. En el mostrador había un joven distraído que resultó ser el hijo de Azaro. Éste salió de la trastienda.
—No ha llegado. Estará aquí el lunes. ¿Sabe dónde se imprime?
Yo no lo sabía, probablemente en París, respondí, pero también en otros lugares.
—Se encuentra por todo el mundo.
—¿Se imprime en Ginebra? —quiso saber Azaro.
—Imagino que también.
Al entrar en la Maison de la Presse el lunes por la mañana tuve un presentimiento. Al principio, Azaro fingió no verme. Me acerqué a él.
—¿Lo tiene? —le pregunté.
—No. No ha llegado. —Un silencio—. Creo que tienen dificultades para imprimirlo.
En todo el tiempo que estuvimos en Villeréal nunca vi el Herald Tribune. Puede que se venda en todo el mundo, pero allí no. Más tarde alguien me contó otra anécdota sobre Azaro, en cuya tienda, además de periódicos, podían comprarse artículos de papelería, aparejos de pesca y material de caza. Fue algún tiempo después del accidente de Chernóbil, cuando la lluvia radiactiva se esparció por Europa. Había empezado la temporada de caza de aves y los clientes estaban comprando cartuchos de escopeta cuando alguien que leía los titulares comentó que el periódico decía que no era seguro comer aves de caza, debido a la posible radiactividad.
—No, no —les aseguró Azaro—, no hay ningún problema. Sólo hay que cocinarlos un poco más, eso es todo.
Me encantan las casas con chimenea, y nuestra granja tenía cuatro; además, la de la cocina era lo bastante grande para que una anciana se sentara cerca de las brasas, como hacían en otros tiempos. Las noches que refrescaba encendíamos un buen fuego. El gran cobertizo que había junto al granero estaba lleno de leña. El humo perfumaba el amplio patio de grava. Era junio y, al mismo tiempo, verano y otoño: el cielo luminoso del verano, el frío y los olores intensos del otoño.
Lo que uno ama de este país es el color, el cielo, los campos, las casas y los pueblos color crema. Los días son maravillosamente largos. Si no lo fueran estas casas resultarían lúgubres, porque, por muy sólidas y reconfortantes que sean, no son muy luminosas. Cuando anochece, los franceses cierran los postigos y no sale ni una pizca de luz. Hay oscuridad en las iglesias, en las calles, en el campo. En invierno puede ser deprimente, pero a nadie se le ocurre ir a la Dordoña en invierno.
Françoise, la mujer que nos alquiló la casa, había nacido en ella, como su madre, y su abuela. La granja pertenece a la familia desde 1812. Cultivan maíz y heno, pero también tienen varias hectáreas de viñedos. La madre, que es viuda, va al huerto casi a diario. Con pantalones, chaqueta de tweed y un sombrero de fieltro, se pasa horas agachada con las manos en la tierra. Sí, ella nació aquí, corrobora, en la habitación delantera, que era la de sus padres. Su hija nació en la habitación del fondo. Me pide que le lleve una botella vacía, y abre la puerta de una especie de almacén con el suelo de tierra y me da un poco de su propio vino de un gran barril de madera.
—Château Barbot —le digo.
—No exactamente. —Tiene un rostro sabio y honesto—. Pero no está mal. Ça passera.
La verdad es que el vino fue una de las pocas decepciones. Al final tuvimos que tirarlo por el fregadero
Nantes, 1826-1830. Crédito: Ashmolean Museum/Heritage Images/Getty Images.
En pleno verano fuimos al norte, al Loira, cerca de Chinon. El lugar que habíamos alquilado, enorme, digno y blanco, se llamaba Grandmont y era originalmente una abadía del siglo XII que Enrique II había regalado a los monjes. Se alza entre muros, campos y puertas derruidas. Después de estar más de seiscientos años en manos de la Iglesia, en 1790 se vendió a una familia de Saumur. Más tarde pasó a ser propiedad de un granjero que estuvo a punto de destruirla.
Aquí, cerca del Loira, que es el más bello de todos los ríos de Francia, uno se encuentra en el corazón de la historia. A menos de media hora hacia el este, cerca de Sainte-Maure, se alza la meseta caliza donde, en el año 732, Carlos Martel contuvo la aplastante oleada árabe que había arrasado España y podría haber ahogado a toda Europa. España estuvo ochocientos años conquistada.
Las piedras de la casa son así de antiguas, en los profundos vanos de las ventanas hay grabados nombres de siglos pasados, y las gruesas vigas de roble del techo están talladas a mano. La escala y la grandeza de las habitaciones, su atemporalidad, son una gozada. Alrededor se extiende el bosque de Sainte-Benôit. Hay senderos que lo atraviesan —uno empieza justo al otro lado de la carretera—, pero debemos tener cuidado con las víboras al caminar por ellos, dice el jardinero, monsieur Piffault. Son pequeñas, apenas del tamaño de un lápiz, y de color oscuro. A ellas también les gustan los montones de leña, no se atrevan a coger un leño, nos dice. Las vipères son venenosas, pero hay algo sobre ellas que conviene saber.
—¿Qué es?
—No les gusta, surtout, el ruido.
—¿El ruido?
—Les molesta. Huyen hasta cuando se acercan las ovejas. El ruido de la masticación las asusta.
Me lo creo, aunque no como una verdad absoluta. Nunca vemos ninguna víbora.
Chinon está a unos diez minutos por una carretera secundaria de un solo carril. Se encuentra junto a un río, el Vienne, que tiene fama de ser el más limpio de Francia. Chinon es la pequeña ciudad de Rabelais, de la que dijo: «petite ville, grand renom». Y allí tuvo lugar el incidente más famoso de toda la región, cuando Juana de Arco acudió a presentarse ante el rey y, en una sala abarrotada de gente, lo reconoció entre sus radiantes cortesanos. Iba disfrazado como uno de ellos. Ella nunca lo había visto antes, por supuesto. Es asombroso pensar que en aquella época, a menos que vivieras en un pueblo grande o una ciudad, sólo alcanzabas a ver a setenta u ochenta personas en toda tu vida.
En todas direcciones hay grandes castillos. Al oeste, Angers y Saumur; al norte, Ussé y Langeais; al sur, Les Ormes, Le Rivau, así como la ciudad que Richelieu construyó y que lleva su nombre; y al este los nombres más grandilocuentes de todos, Chenonceaux, Azay-le-Rideau, Amboise, Chambord.
Es un mes de julio soñoliento y pleno. Nos bañamos en el río ancho y caudaloso o regresamos del mercado al aire libre cargados de alcachofas del tamaño de melones, vino a quince francos la botella y quesos de todo tipo. Todo el mundo parece amable, hasta los perros; no parece haber uno solo de raza en todo el pueblo.
Lo que uno ama de este país es el color, el cielo, los campos, las casas y los pueblos color crema. Los días son maravillosamente largos. Si no lo fueran estas casas resultarían lúgubres, porque, por muy sólidas y reconfortantes que sean, no son muy luminosas. Cuando anochece, los franceses cierran los postigos y no sale ni una pizca de luz.
Finalmente volvimos al sur, a Lectoure, donde nos esperaba la casa amplia y sencilla del profesor de latín de la escuela del pueblo. Debajo del enorme castaño del jardín, de cuya rama cuelga una bombilla, hay una mesa larga de plástico blanco con los bordes redondeados. A esta mesa, situada a la sombra, nos sentamos mañana, tarde y noche. Las libélulas se desplazan lánguidamente por el suelo. La colada está tendida. La tierra desprende una bruma de agosto.
Lo que da valor a esta casa son las vistas. Nada más que campos de girasoles, praderas y bosques, y a lo lejos Lectoure, que se extiende a lo largo de la cresta de una colina como un maravilloso naufragio abandonado en una costa lejana. Las estaciones parecen pasar ante nuestros ojos, el otoño y sus lluvias, el invierno, la tan anhelada primavera. A través de ellas se alza contra el cielo la torre de la iglesia con su débil rastro de andamios. Parece casi italiana, con el hospital en un extremo, la catedral en el otro. Entre ambos hay un largo trecho de casas y muros anodinos que por alguna razón recuerda una costa extranjera. No es un lugar al que acuda la gente de moda. De vez en cuando se entrevé un rostro deslumbrante e insolente que recorre despacio la calle principal en coche, pero por lo general el nivel de excitación es el de un hombre al que observé un día intentando enseñar a un miná común a cantar la Marsellesa fuera de un café. Aun así, es un lugar extraordinario. En sus lindes es como un pueblo de pescadores sin mar. Lo que se extiende por debajo es vasto e inmutable. En el museo que hay al pie del ayuntamiento hay dientes de mastodonte bruñidos que parecen de marfil, monedas romanas, torsos de la antigüedad.
Casi a finales de mes vi en el periódico una fotografía de una playa casi vacía. Una pareja —la mujer en topless— estaba recostada cerca de sus bicicletas, mirando los últimos rayos del sol. Al fondo, cerca de la orilla, había un niño y una mujer con un vestido blanco. En el horizonte borroso, un solitario casco y una vela blancos. Finit en beauté, rezaba el titular refiriéndose al verano.
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Aquella tarde ella cruzó el césped hasta la mesita a la sombra donde yo estaba trabajando. Llevábamos allí cuatro meses y medio, y habíamos estado en todas partes, en el mar en Arcachon, en París, en Burdeos, en Cap Ferrat; nos habíamos sentado a leer en el jardín y habíamos paseado por los campos hasta el antiguo molino de un vecino, a diez minutos de distancia, para comprar pan hecho al fuego de leña; habíamos vivido con ropa de algodón y teníamos las manos oscuras por el dorso. Y quedaba una semana.
—Me encanta esta vida —dijo sin más.
No contesté. Al cabo de un momento asentí. Eso lo dijo todo.