Emiliano Monge por Alejandro Vázquez Ortiz: «Justo antes del final» o cómo leer susurrando
«Justo antes del final» (Random House) es una poderosa novela sobre la memoria familiar y la construcción de los recuerdos en torno a la figura de la madre. Es, asimismo, la historia de una mujer que se enfrentó a su tiempo y a su mundo, pero también la historia de ese tiempo y de ese mundo: la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del siglo en el que estamos. Desde su publicación a mediados de 2022, el libro de Emiliano Monge no ha dejado de recibir elogios, llegando incluso a ser definido por el diario «El País» como «el paradigma de una nueva literatura». Las buenas críticas, tras el furor de la novedad, no cesan: en las siguientes líneas, es el escritor mexicano Alejandro Vázquez Ortiz, autor de la reciente «El corredor o las almas que lleva el diablo» (también de Random House), quien le rinde tributo a la obra de su compatriota: «Su prosa [la de Emiliano Monge] impele a a leer susurrando, para marcar, aunque sea en privado, cada silencio, cada intervalo de coma, de punto, de paréntesis que te va entregando al avanzar y recrea ese vaivén fascinante como de hipnosis».

Emiliano Monge en 2019, en una foto tomada durante el Festival Internacional del Libro de Edimburgo. Crédito: Getty Images.
Leer a Emiliano Monge siempre es un gusto. Su prosa, abundante en oraciones subordinas y ritmo, genera siempre en el lector una especie de trance. El sonsonete que trae siempre me recuerda al vaivén de los rezos en murmullos o a la forma en que algunos niños musitan mientras juegan. Porque eso es a lo que impele su prosa. A leer susurrando, para marcar, aunque sea en privado, cada silencio, cada intervalo de coma, de punto, de paréntesis que te va entregando al avanzar y recrea ese vaivén fascinante como de hipnosis.
Pero esto es solo una de las partes que celebro en los libros de Emiliano. Como escritor siempre me han interesado muchísimo los procesos y metodologías que utiliza cada a autor en su propuesta. Desmontarlos poco a poco para ver qué están haciendo detrás de las palabras. Y Justo antes del final me pareció interesantísima por ese motivo.
Desde que leí el primer capítulo quedé intrigado, su disposición, su propuesta. Al abrir el libro, el lector se encontrará con un acomodo llamativo en cada inicio de capítulo: un número romano (es decir el capítulo), un año de nuestro calendario. El tiempo desde donde se narra y el tiempo de lo narrado, y al final de cada uno de los segmentos, una especie de glosa histórica, comentarios a vuela pluma sobre hechos del mundo que ocurrieron tales años.
Primero creí lo más evidente: que era un álbum de recortes, o de fotos Polaroid, o un almanaque familiar. El narrador desvela la metodología: «concentrar cada año en un recuerdo» de la vida de su madre. Pero eso sería simplificar las cosas. Conforme avancé me di cuenta de que para comprender mejor la novela (que acaso lo que es la novela no es otra cosa que lo que mantiene finamente hilado todo el contenido antes descrito) tenía que separar y comprender los estratos temporales que intervienen en sus páginas. Y encontré tres tiempos diferentes (o si se quiere cuatro tiempos, aunque el cuarto sea un secreto).
El primero, el tiempo desde que se narra que va avanzando como avanzan los números romanos de los capítulos del I al LXX. Que es desde donde el narrador entrevista a su madre ya sus parientes, tíos y tías, que ofrecen perspectivas de los recuerdos. Este recuerdo, claro, es el segundo tiempo, el tiempo de lo narrado que inicia en el año 1947 y termina en el 2016. Estos tiempos se van dando cacería el uno al otro hasta ser uno solo. Y un tercer tiempo que aparece en forma de glosa histórica. Que quizá no es correcto llamar tiempo, sino lo correcto sería llamar punto de vista o percepción. Que habla del tiempo de lo narrado (es decir, de los años pasados) pero visto desde otro lugar. Primero desde el libro de recortes, desde la literatura: «Leerás que ese año…», pronuncia en cada glosa el narrador. Pero esa percepción se cristaliza, o mejor dicho nace en el capítulo XXXII o 1978. Entonces este juego de estratos de tiempos y puntos de vista es la que mantiene unidos todos los mecanismos que funcionan en la novela. Es decir, esto es la novela.
Dos son multitud
Y hay una cosa más. Elemento fundamental, creo yo. Que no es otra cosa que la persona gramatical que Emiliano Monge eligió para Justo antes del final. La segunda persona acaso sea la menos usada en la literatura. Y su elección no puede ser casualidad. Antes bien, es, como siempre que se usa algo que no es muy común, siempre un reto y una complicación para el autor. Así que no podemos dejar de lado esa cuestión.
Y es precisamente esta segunda persona que me indica que esta novela no es (o mejor dicho, no solamente es): un álbum de polaroids o de recortes o almanaque de los recuerdos privados y los hechos históricos.
Leer a Emiliano Monge siempre es un gusto. Su prosa, abundante en oraciones subordinas y ritmo, genera siempre en el lector una especie de trance. El sonsonete que trae siempre me recuerda al vaivén de los rezos en murmullos o a la forma en que algunos niños musitan mientras juegan. Porque eso es a lo que impele su prosa.
Aún así, con estas dudas metodológicas que me fascinan, avanzo sobre el material. Sobre las anécdotas y biografía de la madre. Avanzo sobre su infancia recorrida por la violencia, el olvido, el maltrato. Avanzo sobre su juventud, son la rabiosa afirmación y rebeldía en los sesenta y setenta. Avanzo sobre su edad madura, en sus trances como madre, como esposa, como profesional. Y me dejo llevar por la historia (las historias) que aparecen aquí. Celebro el pacto de la literatura y la ficción. Tú cuentas, yo escucho, yo leo, yo avanzo. Yo quiero saber más.
Por lo que debo recordarme: quiero descifrar este libro. Quiero saber por que no solamente este libro es un álbum. ¿Qué más es? Debo decir aquí que yo soy un militante de la ficción. Por tanto, la pregunta sobre si esto que leo es verdad, es completamente ajena a mi interés como lector. ¿Estoy leyendo la vida de los abuelos, la madre, los tíos de Emiliano Monge? ¿Esto que leo es verdad? Son preguntas trampa. Nos sacan de las reglas precisas que el autor ha creado para nosotros. Y, por cierto, nos hace olvidar que las biografías, nuestros recuerdos, nuestras emociones, al verbalizarse también son ficción. Y no por ello son menos verdaderos.

Emiliano Monge. Crédito: Oswaldo Ruiz.
La novela es mi único territorio. Porque es el territorio desde el que se acerca el lector. Por lo que no debemos salir de ahí. Entonces vuelvo, claro: sobre la segunda persona. Sobre el tú. Siempre he creído que la segunda persona gramatical en la literatura es una especie de manual de instrucciones. Esto es, que cuando leemos un texto en esta voz gramatical, lo que hace es que nos entrega las instrucciones que debemos ejecutar como personajes: «Leerás que ese año…» tiene, además de la segunda persona, el predicado en futuro y casi en imperativo.
Entonces claro, el narrador no está hablando de él. Sino de mí. Ese mí que soy tú cuando el narrador narra.
Y es aquí donde entre el cuarto estrato temporal. Ese que dije que era secreto. Que no es otro que el tiempo desde que se lee. Porque claro, un manual de instrucciones solo tiene sentido cuando se ejecuta. Y el tiempo desde el que se lee, que no es otro que este tiempo desde el que hablamos y leemos y gozamos esta novela, es cuando se completa. Cuando se completa en mí que soy ese tú al que le habla el narrador.
Así que la vida narrada no es la vida, proeza, temor y temblor de la madre de Emiliano Monge, sino, siguiendo la regla de la segunda persona, es la mía. Mi madre.
Entonces comprendo y descubro: esta novela no es álbum ni almanaque. Esta novela es una matrioska y cada uno de estratos o puntos de vista que enumeré arriba son precisamente cada una de las hijas que engendran al siguiente, teniendo como punto final, como muñeca última, al lector que la lee y recrea la serie.
Matrioska que engendra hijos y engendra madres. El hijo que se cristaliza en el capítulo XXXII (1978) y a la vez, desde este tiempo que se lee y me da, a mí lector, una madre. Una madre a la cual admirar, comprender, necesitar. Una madre compartida por todos los lectores, y claro, por Emiliano, que duele, que goza, que nos hace por momentos reír a carcajadas o reflexionar desde la orilla de las lágrimas. Una madre a la cual seguir e imitar. Con su humanismo militante. Humanismo que no es otra cosa sino la voluntad de romper con un ciclo de violencia, de abandono, de invisibilidad. Humanismo que dice: yo te cuido, yo te escucho, yo te quiero. Una madre que es el freno contra la inminente deshumanización. Y nos volvemos a dejar ir, en ese pacto, en esa madre compartida y celebrada, encontramos las razones, los testigos, los agudos recuentos de lo narrado y desde donde se narra: la lucha constante contra la violencia, contra la enfermedad, contra la locura. La afirmación enérgica de la vida.
El único humanismo que tiene arrastre y conciencia política de poder poner un freno a la deshumanización en estos días, en este país, es el feminismo. Y, claro, la primera experiencia de lo femenino (sea lo que esto sea) es la de la madre. De nuestra madre que es la que nos defiende, cuida y procura.
Ahora bien, y esto creo es lo mejor, con lo que me quedo de tanta riqueza, si no fuera poco lo dicho arriba. Y para mí aquí encontré la clave que hace florecer la novela: Es cierto que a la par que avanza cada capítulo, junto al punto de vista (la matrioska) de la madre y el de los tíos y tías, está siempre el punto de vista (la matrioska) del lector-narrador que como dijimos nace en el capítulo XXXII. Pero no abandona, extrañamente, el hábito de darnos noticias del mundo. Noticias que van desde las implementaciones tecnológicas, los avances médicos, los hitos culturales… Cada uno de estos hechos históricos, mezclándose de forma justa con la microhistoria de los personajes. Pero aquí había algo más: otra función. Otra elaboración del conflicto que en todo momento es lo que, de nuevo, genera esa tensión invisible que une la novela. A cada paso este recuento histórico nos habla de las guerras, de las pruebas atómicas, de la locura, de los dictadores, de la violencia, del terrorismo, de la depredación ecológica, de la muerte de las abejas, de la guerra contra el narco, etc.
¿No es acaso esta lista la personificación del caos, locura, muerte y violencia contra el que nuestra madre lucha siempre? El gran conflicto que hallamos en estas páginas es el de la deshumanización y el de la barrera militante y decidida en la que resiste nuestra madre.
Desde hace un tiempo tengo plena seguridad que el único humanismo que tiene arrastre y conciencia política de poder poner un freno a la deshumanización en estos días, en este país, es el feminismo. Y, claro, la primera experiencia de lo femenino (sea lo que esto sea) es la de la madre. De nuestra madre que es la que nos defiende, cuida y procura. Y esta defensa, militante, furibunda que esta madre (de Emiliano y de todos) hace hasta el final de los más dolorosos estragos de la enfermedad es ejemplar, arrebatadora y luminosa como el rayo.
Y al engendrarnos como hijos de varias madres, desde esta ficción, no puedo dejar de pensar en la mía. En mi madre. Como seguro los lectores que lean Justo antes del final no podrán dejar de pensar en la suya. En su vida, en su dolor, en su felicidad, en su locura y su capacidad de comprender todo y tanto.
Eso es lo más maravilloso de este dispositivo, de esta novela. Tener así, como Emiliano, durante un momento, un puñado de madres que son nuestras de las cuales aprender, sentir, comprender. Y con ellas poner, o pensar como poner, freno a la violencia y la locura, eso es el regalo que me llevo de Justo antes del final. Y por ello hay que dar las gracias y celebrar la vida encarnada en la memoria y las palabras de esta gran novela.
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