Las hermanas Brontë y la ferocidad de su tiempo: narrativa gótica contra el patriarcado
En el monumental ensayo «La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción» (Alfaguara, 2024), el escritor mexicano Jorge Volpi -Premio Alfaguara de Novela 2018- propone un viaje apasionante y original a la imaginación como origen y motor del mundo. Con un relato de más de 700 páginas que se extiende desde el «big bang» hasta hoy, Volpi reflexiona sobre cómo las ficciones -la ciencia, la filosofía, el arte, la literatura, la música, el teatro, la televisión...- nos permiten construir y reconstruir la realidad por medio del ingenio. Porque nos pasamos la vida entre ficciones, según explica Volpi, sin apenas darnos cuenta de que nosotros también lo somos. En el extracto del libro que LENGUA reproduce a continuación, el autor cavila sobre cómo fabricar sociedades en miniatura a través de la (vida y la) obra de las hermanas Brontë, cuya trayectoria estuvo profundamente marcada por su contexto socioeconómico: «Más allá de sus convenciones y su imaginería gótica, en sus mejores novelas las hermanas Brontë jamás dejan de criticar la ferocidad de su tiempo, en particular hacia quienes no se adecuan al modelo patriarcal: los pobres, los locos, los desheredados, los no blancos y sobre todo las mujeres».
Por Jorge Volpi
Retrato de las hermanas Brontë (desde la izquierda: Anne, Charlotte y Emily), por Patrick Branwell Brontë. Crédito: Getty Images.
Abres los ojos, cometes adulterio y te expulsan de la sociedad. Abres los ojos, cometes adulterio y te vuelves una paria. Abres los ojos, cometes adulterio y quedas destruida. Abres los ojos, cometes adulterio y mueres de consunción. Abres los ojos, cometes adulterio y mueres de tisis. Abres los ojos, cometes adulterio y mueres a causa del hambre y la fatiga. Abres los ojos, cometes adulterio y tu marido te asesina. Abres los ojos, cometes adulterio y la esposa de tu amante te asesina. Abres los ojos, cometes adulterio, asesinas a tu marido y eres ejecutada. Abres los ojos, cometes adulterio y te suicidas.
En 1847 se publican tres novelas destinadas a convertirse en lo que hoy llamamos clásicos: se titulan Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey y sus autores son Currer, Ellis y Acton Bell. En Londres nadie ha escuchado hablar de ellos y, pese a que el primero obtiene reseñas más favorables, el medio literario especula con que se trata de un solo escritor con varios seudónimos o que los tres libros han sido producto de la colaboración entre un hombre y una mujer. Cuando, semanas después, dos jóvenes de treinta y uno y veintisiete años se presentan ante el azorado editor, el misterio queda resuelto: las autoras son las hermanas Charlotte, Emily y Anne Brontë, hijas de un pastor de Haworth, un remoto rincón de Yorkshire. El insólito caso funda un mito moderno, reforzado con las tempranas muertes de las tres: Emily, en 1848 —el mismo año que su hermano Branwell—, Anne, en 1849, y Charlotte, en 1855. Antes, esta última había alcanzado a publicar otras dos novelas, Shirley (1849) y Villette (1853), y Anne, La inquilina de Wildfell Hall (1848).
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No habían pasado ni dos años de la muerte de Charlotte cuando la novelista Elizabeth Gaskell ya había publicado Vida de Charlotte Brontë (1857), basada en sus recuerdos personales y en la abundante correspondencia de su amiga; pese a tratarse de una de las primeras biografías rigurosas de su época, Gaskell silencia el amor de Charlotte por Constantin Héger o el affaire que mantuvo con su común editor, George Smith. Después vendrán numerosos textos dedicados a cada una de las hermanas o a la familia en su conjunto, como la ambiciosa The Brontës, de Juliet Barker (1994), así como piezas teatrales, películas y series sobre sus vidas, desde Predilección (1946), de Curtis Bernhardt, con Olivia de Havilland, Ida Lupino y Nancy Coleman, hasta Las hermanas Brontë (1979), de André Téchiné, con Marie-France Pisier, Isabelle Adjani e Isabelle Huppert, y donde Roland Barthes hace un cameo como el novelista William Makepeace Thackeray, o la más reciente, Emily (2022), de Frances O'Connor.
Como señala Juliet Barker, «lo que resulta sorprendente es que, pese a tanta actividad, las ideas básicas sobre las vidas de las Brontë no han cambiado. Charlotte es retratada como la sufriente víctima del deber, subordinando su carrera a las exigencias de su egoísta y autocrático padre; Emily es la niña salvaje y genial, profundamente misántropa, pero llena de compasión por su hermano perdido; Anne es la chica callada y convencional que, careciendo del espíritu rebelde, se adapta a las exigencias de la sociedad y la religión. Los hombres en sus vidas han sufrido un destino aún peor, culpados primero por la señora Gaskell, y desde entonces por las feministas, de impedir que las hermanas Brontë tuvieran una exitosa carrera literaria e incluso, a veces, solo por existir». En efecto, como afirma Lucasta Miller en El mito Brontë (2001), la leyenda de las tres hermanas mantiene los estereotipos contra los que ellas luchaban: ni Haworth era un lugar tan remoto y aislado como se piensa ni Patrick Brontë un tirano —procuró la mejor educación para sus hijas—, y desde luego las relaciones entre ellas tres y Branwell fueron mucho más complejas que los roles que la mayoría les ha asignado.
En mayo de 1846, Charlotte convenció a sus hermanas de publicar con sus propios fondos un libro que incluyese poemas de las tres: es entonces cuando inventan los seudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell. El librito no tuvo ningún éxito, pero las animó a proseguir sus aventuras literarias.
Como muestran los textos que nos han llegado de su infancia, desde pequeños los cuatro hermanos concibieron mundos fantásticos a partir del juego de doce soldaditos de madera que Patrick le regaló a Branwell en 1826. Un año después ya habían inventado el reino africano de Glass Town y, a partir de 1831, Branwell y Charlotte desarrollaron el imperio de Angria —ella prefería los escenarios románticos y él, las batallas—, en tanto Emily y Anne formaron Gondal, una isla en el Pacífico, vecina de Gaaldine, de corte más realista. El cómic de Isabel Greenberg Glass Town (2020) mezcla este paracosmos con las vidas de sus creadores. Hasta aquí, nada las diferenciaba de tantos niños que pasan buena parte de su tiempo en sitios imaginarios, pero pronto las tres hermanas comenzaron a escribir estas historias, primero en libros diminutos para uso de sus Jóvenes —el nombre colectivo de sus soldaditos—, y luego en revistas caseras, donde incluían tanto relatos como poemas.
A la izquierda, un retrato de Anne Brontë; a la derecha, uno de Emily Brontë, ambos pintados por su hermana Charlotte en 1834. Crédito: Getty Images
En mayo de 1846, Charlotte convenció a sus hermanas de publicar con sus propios fondos un libro que incluyese poemas de las tres: es entonces cuando inventan los seudónimos de Currer, Ellis y Acton Bell. El librito no tuvo ningún éxito, pero las animó a proseguir sus aventuras literarias; poco después, las tres escribieron sus primeras novelas: Charlotte, El profesor, que abandonaría para escribir Jane Eyre; Emily, Cumbres; y Anne, Agnes Grey. Pese a la influencia de las novelas románticas y góticas que leían por entonces, en sus relatos poco queda del universo fantástico de su niñez. La mayoría son textos más o menos realistas, con tramas escabrosas y siniestras, giros y resoluciones ex machina, descubrimientos y vericuetos que hoy definen a la ficción comercial, solo que, en sus manos, estos procedimientos lucen frescos e incontaminados. Las tres retoman episodios de sus propias vidas —el trauma de la muerte de sus hermanas mayores, la severidad del padre, el alcoholismo del hermano, los rigores de las escuelas clericales, sus amores secretos y la enfermedad que las acechaba—, pero reducirlas a una mera escritura autobiográfica, como varios de sus biopics, limita su misterio.
Cumbres Borrascosas fue calificada de depravada, violenta y tenebrosa; en el prólogo a la edición de 1850, la propia Charlotte afirma que la novela de su hermana Emily «es agreste y árida y nudosa como la raíz del brezo».
Jane Eyre nació como una denuncia de las condiciones de los internados de su época; al mismo tiempo, narra la pasión de su protagonista por un hombre casado, un reflejo de la que sentía la propia Charlotte por Héger, a quien transforma en el rígido Edward Fairfax Rochester, poderosamente interpretado por Orson Welles en la adaptación de 1943 de Robert Stevenson con guion de Aldous Huxley y música de Bernard Herrmann. La idea de que mantenga encerrada en el ático a su primera esposa, Bertha Antoinetta Mason, refleja bien el destino de las mujeres rebeldes en el siglo xix, como afirman Sandra Gilbert y Susan Gubar en La loca del desván (1979). Más de un siglo después, Jean Rhys concibió Ancho mar de los Sargazos (1966), una precuela en torno a Antoinette, desde su infancia en Jamaica hasta que Rochester se la lleva a Inglaterra, le cambia el nombre y, al no poder controlarla, la encierra en el ático; en esta vuelta de tuerca feminista y poscolonial, deja de ser la enemiga de Jane y ambas mujeres, con su inusitada libertad imaginativa, resultan más bien equivalentes.
Charlotte Brontë. Crédito: Getty Images
Cumbres Borrascosas fue calificada de depravada, violenta y tenebrosa; en el prólogo a la edición de 1850, la propia Charlotte afirma que la novela de su hermana «es agreste y árida y nudosa como la raíz del brezo» y luego intenta disculparla de este modo: «He de confesar que Emily no conocía realmente a los campesinos entre quienes vivió más de lo que pueda conocer una monja a quienes pasan a veces delante de las verjas del convento». Y añade: «Rara vez intercambió una palabra con ellos. A eso se debe que lo que su mente captó de la realidad se limitara casi exclusivamente a los aspectos trágicos y terribles que suelen grabarse en la memoria al escuchar las crónicas secretas de cualquier vecindario. Su imaginación, que era un espíritu más sombrío que alegre, más fuerte que ligero, halló en tales rasgos el material para crear personajes como Heathcliff».
Hay quien ha visto Cumbres Borrascosas como la «mayor historia de amor de todos los tiempos», mientras para otros no deja de ser una historia de violencia en un sitio cuya aridez impide cualquier forma de vida. Las adaptaciones cinematográficas, desde la clásica de William Wyler (1939) hasta la más reciente de Andrea Arnold (2011), pasando por Abismos de pasión (1954), de Luis Buñuel, que traslada la acción a México —donde ha inspirado varias telenovelas—, muestran su lado más melodramático, si bien su trama se basa en la tragedia griega, con dos familias condenadas al infortunio (solo en la película de Peter Kosminsky, de 1992, con Ralph Fiennes y Juliette Binoche, aparece el final feliz de la novela).
Más allá de sus convenciones y su imaginería gótica, en sus mejores novelas las hermanas Brontë jamás dejan de criticar la ferocidad de su tiempo, en particular hacia quienes no se adecuan al modelo patriarcal: los pobres, los locos, los desheredados, los no blancos y sobre todo las mujeres.
Aún más dura que con Emily, Charlotte afirmó que La inquilina de Wildfell Hall tenía «fallas de ejecución, fallas artísticas» y que el tema del libro no se adecuaba al temperamento de Anne, a quien se le daban mejor «las descripciones y el pathos». Tras la muerte de su hermana, impidió que se reeditara y al parecer destruyó otro de sus manuscritos. Esta novela epistolar se centra en un personaje femenino de enorme fuerza: Helen Graham, la viuda que llega a Wildfell, esconde una penosa historia a cuestas; su marido, Arthur Huntington, es un hombre alcohólico y brutal, modelado sobre Branwell, y ella le ha cerrado la puerta en las narices: una escena que acaso inaugura la novela feminista. Adelantándose a su tiempo, Anne aborda algunos de los temas más urgentes de nuestra época: la adicción y la violencia de género.
Más allá de sus convenciones y su imaginería gótica, en sus mejores novelas las hermanas Brontë jamás dejan de criticar la ferocidad de su tiempo, en particular hacia quienes no se adecuan al modelo patriarcal: los pobres, los locos, los desheredados, los no blancos y sobre todo las mujeres. Como sostiene Terry Eagleton en Mitos de poder. Una lectura marxista de las Brontë (1975), parte del rechazo que sufrieron y de la fuerza que aún poseen radica en su denuncia de las relaciones de poder en la Inglaterra decimonónica, basadas en la explotación capitalista de la naturaleza y de los propios seres humanos.
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