¿Para qué sirve creer en lo increíble?
Dos bigotes: Marcel Proust & Martín Caparrós por Rodrigo Fresán
¿En qué se parecen Marcel Proust y Martín Caparrós? En muchas cosas: ambos escribieron y escriben (muy bien) y leyeron y leen mucho (muy bien también); ambos vivieron en París (aunque el primero viajó casi nada y el segundo se la pasó viajando); ambos tuvieron obsesiones públicas y participaciones políticas (ya sea en el turbulento «affaire» Dreyfus o en los años más turbios de la historia argentina o en los problemas más actuales del mundo todo); ambos se preocuparon y se ocupan del misterioso arte del hacer y deshacer memoria en su obra y vida en libros magistrales; y -por último, pero no en último lugar- ambos supieron consagrarse y ser reconocidos y reconocibles como artistas del bigote propio. Rodrigo Fresán cuenta y da cuenta de todo esto en la carta desde Madrid de un día en el que visita al francés en un Museo y al argentino en un Ateneo mientras -antes que nada y después de todo- relee en voz baja y a solas y en voz alta y en excelente compañía, busca el tiempo perdido, y recupera algo de ese tiempo en su idas y sus vueltas.
Por Rodrigo Fresán

Dos bigotes: Proust y Caparrós. Crédito: Getty Images / D.R.
Días antes del 12 de abril de 2025 y del tren a Madrid, hablo por teléfono con Martín Caparrós; le confirmo que iré al homenaje que le ha organizado el entrepreneur todoterreno Edu Galán para ese mediodía de ese sábado en el Ateneo de la capital del reino de España; y le comento que escribiré para LENGUA una suerte de carta estilo The New Yorker a la que titularé Dos bigotes. Caparrós me pregunta entonces si el título de lo mío tiene que ver con la idea de que, en verdad, debe referirse o no (como con pantalones o tijeras o calzoncillos o gafas) como bigotes, en plural, al bigote singular. Como cada vez que se habla con Caparrós, la conversación deriva a otras cosas de la cosa. A la mención del bigote señero y aislado de Hitler y de, para mí, el único que bigote que sí podría considerarse múltiple y diverso: el bicolor de Charly García. Y, enseguida, por supuesto, a tantas otras cuestiones más o menos peliagudas. Pero no, le informo intentando volver a encausar el asunto: se titulará Dos bigotes porque la idea es aprovechar mi viaje a Madrid para visitar la muestra Proust y las artes en el Museo Thyssen y a unas pocas calles del Ateneo de Madrid, donde tendrá tiempo y lugar Mopi: Un rato con Caparrós y sus amigos. Después seguimos hablando de tantas otros temas que en verdad siempre son las mismas.
«Si nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria», ubica Proust en uno de sus hallazgos y casi al final en El tiempo recobrado.
«Somos, en general, un desperdicio de memoria, una historia esperando su olvido», recuerda Caparrós promediando su inolvidable Antes que nada.
Ahí están.
Allá voy.
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En el tren de ida (el vagón de tren casi tomado por los demasiado alegres muchachos rumbo a una despedida de soltero) intento leer la reciente edición del primer volumen (Por el camino de Swann) de En busca del tiempo perdido en Alfaguara y con traducción de Mercedes López Ballesteros. Otra nueva encarnación de la misma catedral de siempre lidiando con cómo traducir la primera frase o el título de este volumen. Yo entré allí por primera vez para ya nunca salir en la legendaria versión (ya incompleta en relación a las actuales) y traducida por Pedro Salinas & José María Quiroga Pla & Consuelo Bergés en Alianza / Libro de Bolsillo. Fue durante unas vacaciones en la sierra de Córdoba argentina, en un hotel sin teléfono ni televisor, que leí todos sus tomos en quince días en un ejercicio de profundísima inmersión lectora que seguramente jamás volveré a experimentar. Y de tanto en tanto lo revisito en una versión (más profusa que la de Alianza y ya incorporando tantos de sus paperolles y marginalia) en inglés, en Penguin, de principios de este siglo. Y hasta, de tanto en tanto, lo intento, comparándola, con la que habla francés (idioma que apenas susurro) en Gallimard / La Pléiade en dos volúmenes que tengo en mi biblioteca por el sólo placer y deber de tenerlos, como se tienen algunas medicinas salvadoras en el botiquín de primeros y últimos auxilios. En busca del tiempo perdido es un lugar al que siempre volver. Un museo al que jamás se acabará de rendirle culto y honores. Sí: habiendo entrado allí se comprende que todo ese tiempo de nuestras vidas que pasamos extraviados sin leer En busca del tiempo perdido –novela total sobre todas las cosas, libro que contiene todos los libros– fue, sin lugar a dudas, una pérdida de tiempo. El tiempo no era oro, el tiempo es tinta, descubrimos al comprender que hay un antes y un después de Proust en los estantes de nuestras existencias. Tener claro los placeres y los tormentos de haber cruzado semejante frontera: mi parte de lector supo entonces y sigue sabiendo que jamás voy a leer una novela mejor que ésta; mi parte de escritor sabe que nunca podré escribiré una novela así. Y, aún así, nos sentimos privilegiados miembros de un club que no acepta a cualquiera. Proust, con su falsa modestia, nos enseña a ser soberbiamente humildes. Su obra nos convierte en personas más grandes poniendo en evidencia nuestra pequeñez. Y la madeleine que Marcel hunde en su taza de té somos, siempre, nosotros. En busca del tiempo perdido es la novela que más exige de la participación del lector no por su longitud sino porque le pide al lector que se mude a vivir ahí adentro. Y mientras se lee a Proust –una vez que se ha terminado de leer a Proust, o se cree haberlo terminado– se descubre que miramos y experimentamos nuestra vida en forma diferente, nueva, mejor y, en ocasiones, más sabia y, por lo tanto, dolorosa. Proust es el virus, Proust es la droga. Sabemos que a partir de ahora somos adictos insalvables.
Y, claro, el haber entrado en dominio público ha determinado la contundente presencia de múltiples refacciones en innumerable en tantas editoriales que hablan español. ¿Tiene sentido que haya tantas? No demasiado para quién lo leyó pero, me digo, sí para quien aún lo tiene a Proust pendiente y por delante: porque un diferente formato y/o portada puede constituir el factor determinante para que, finalmente, alguien por fin se atreva a eso de irse a la cama temprano pero no para dormirse sino para despertarse más que nunca leyendo hasta muy tarde.
«En busca del tiempo perdido es un lugar al que siempre volver. Un museo al que jamás se acabará de rendirle culto y honores. Sí: habiendo entrado allí se comprende que todo ese tiempo de nuestras vidas que pasamos extraviados sin leer En busca del tiempo perdido –novela total sobre todas las cosas, libro que contiene todos los libros– fue, sin lugar a dudas, una pérdida de tiempo».
Así es como, desde entonces y hasta ahora, una de las tantas maneras de dividir a la humanidad podría ser la de (1) Los que leyeron a Proust; (2) Los que no lo leyeron; (3) Los que lo intentaron en vano; y (4) Los que sólo leyeron la primera parte, lo de la magdalena. Y se dicen que con eso alcanza y sobra. Y se ríen mucho con aquel sketch de Monty Phyton del concurso de resumir lo de Proust en 15 segundos sin sospechar que aún les falta el sonido de esa cucharilla y esa servilleta almidonada y esos adoquines desiguales en el patio de una fiesta y la revelación final de que el tiempo ha pasado, sí, pero se lo puede volver a hacer pasar haciendo uso de la «memoria involuntaria» siguiendo el modus operandi para mutar como el francés mutó de persona Proust a personaje Marcel: «A partir de cierta edad, e incluso si en nosotros se cumplen evoluciones distintas, cuanto más se convierte uno en sí mismo, más se acentúan los rasgos familiares (...). La imagen que los demás se forman de nuestros hechos y gestos se parece tan poco a la que nos hacemos nosotros mismos, como un dibujo a algún torpe calco, donde a un trazo negro correspondería un espacio vacío, y a un espacio en blanco un perfil inexplicable».
Y hago memoria y voluntariamente -hace ya unos cuantos años, antes de Antes que nada y para la revista ecuatoriana Mundo Diners- entrevisté/conversé a/con Martín Caparrós acerca de su persona y de su personaje. Y allí y entonces me dijo: «Ah, el personaje Caparrós… Por supuesto que los otros lo leen mal; si no pensara que se equivocan al leerme o reescribirme no podría pensar en los otros, ¿no? Primero me hace gracia cuando, efectivamente, descubro que existe un personaje Caparrós. Y después me hace aún más gracia encontrarme con que ese señor suele ser hosco y malhumorado y un poco intempestivo, cuando yo nunca me consideré así. Hay muchos blogs donde se sigue y se da cuenta de ese Caparrós ficticio. Un ser como de leyenda urbana. A mí me sorprende mucho que haya gente que se dedique a eso».
Ahora, en su libro, Caparrós propone y revela modales y metodología de su propia variedad de memoria involuntaria: «Así que en algún momento pensé que quizá valiera la pena construir unas memorias a la manera crónica: reporteando, entrevistando a personas –parientes, amigos, enemigos, viejos conocidos– que pudieran contarme historias de mi vida, y trabajar con eso, amalgamarlo en un relato. Entonces recordé la cantidad de veces que he escuchado a personas contando situaciones que me involucraban y que no recordaba en absoluto; cuántas, incluso, que sabía que no podían ser ciertas. Así que no. No digo que mis recuerdos sean precisos; digo que son míos, y que cada cual se arma los recuerdos que quiere. Eso es, supongo, una memoria, e incluso unas memorias».

Las bambalinas de Mopi. Un rato con Martín Caparrós y sus amigos. Crédito: cortesía de Rodrigo Fresán.
Pero, claro, la memoriosa relectura de Proust y de Caparrós no es sencilla en ese tren en el que esos muchachones se comportan más como gruesos hooligans condales que finos aristócratas parisinos. Y entonces -cambio de página, pero no de tema- leo en el suplemento Babelia de ese sábado crítica firmada por Javier Montes de la expo proustiana en el Thyssen que me prepara para una decepción que ya intuía (porque hace un par de años tuve la oportunidad y la suerte de pasarme y pasearme por los pasillos de la más que seguramente insuperable mega-muestra Marcel Proust: La fabrique de l'oeuvre en la parisina Bibliothèque Nationale de France) y que, por lo tanto, no fue del todo tal. Y, claro, sí de acuerdo con Javier Montes, el crítico de Babelia. Obligada a nutrirse -con la ayudita de algún préstamo de colega museológico- de los fondos del Thyssen, algunas decisiones/propuestas son un tanto arbitrarias: atmósfera mortecina y claroscuro -ese ya no tan nuevo tic y tara de la puesta en escena museológica- para cuadros un tanto menores a los que se quiere súbitamente proustianos. Y preliminares de vanguardias a las que Proust -conservador en sus gustos y revolucionario en sus páginas- difícilmente haya prestado atención y pasión. Y la inclusión un tanto forzada (más por temática que por cercanía) de lienzos de Rembrandt y de Delacroix y de Tintoretto y de Vermeer y de Monet que no hubiesen conmovido demasiado a Elstir. Y las alusiones a Venecia y a Sarah Bernhardt. Y el guiño cómplice a fetichistas-morbosos con esas túnicas marca Fortuny que, se supone, pertenecieron a ese francés. (Nota y recomendación: quienes deseen disfrutar del catálogo imposible de la totalidad del Mondo Proust pictórico y la recopilación de las doscientas obras mencionadas explícita o veladamente en la multi-novela, ahí está el libro de Eric Karpeles: Le Musée imaginaire de Marcel Proust: Tous le tableux de «À la recherche du temps perdu» en edición de Thames & Hudson). Y viendo todo eso se impone el volver a verse en ese retrato casi vampírico a la Anna Rice de Jacques-Emile Blanche que casi parece seguirte, mesiánicamente, con la mirada (y viéndolo verme pienso en que Caparrós no va a dejar un retrato así, pero que ya cuenta con esa estatua ecuestre cesárea o centuriónica que encargó y le regaló su amigo Jorge Lanata a partir de broma entre ellos de larga data).
Y, de salida, esa foto del muerto recién hecho tomada por Man Ray quien acudió el 18 de noviembre de 1922 al 44 de la rue Hamelin a pedido de Jean Cocteau, junto al flamante cadáver de Proust, reportó que allí también yacía el manuscrito del resto aún inédito de À la recherche du temps perdu sobre la repisa de la chimenea y dirá, en sus memorias, que la recámara le recordaba al camarote del Capitán Nemo y que «esa pila de papeles seguía viva, como relojes en las muñecas de soldados muertos». Antes, en 1913 y a propósito de Por el camino de Swann, Cocteau había declarado el que seguramente sea el mejor blurb de la historia de la literatura: «No se parece a nada que conozca y me recuerda a todo lo que admiro».
«La voluntad de la memoria y las memorias de Martín Caparrós en Antes que nada se parecen a todo lo que se parece un libro de Caparrós (por lo tanto a algo admirable) y recuerda que Caparrós, en principio y finalmente, sólo se parece a sí mismo».
Y, bueno, la exposición no es genial, pero tampoco está mal y siempre se disfruta de la proximidad de lo proustiano; y hay mucha gente y, en la multitud, se distinguen los comentarios en francés de ceja enarcada y los suspiros en todos los idiomas de quienes, seguro, se dicen si esta visita les ayudará, finalmente, a atreverse a zambullirse para arrojarse de lleno y sin vuelta a la flotante lectura de la oceánica ópera magna.
Y entonces ser memorables.
La voluntad de la memoria y las memorias de Martín Caparrós en Antes que nada se parecen a todo lo que se parece un libro de Caparrós (por lo tanto a algo admirable) y recuerda que Caparrós, en principio y finalmente, sólo se parece a sí mismo. Escribí sobre ello largo y tendido, para Cuadernos Hispanoamericanos, aquí y, al leerlo, se me hizo imposible no recordar aquello que entre ilumina y recomienda y ordena Proust en lo suyo. Eso de que «a los trastornos de la memoria van ligadas las intermitencias del corazón»; y que por lo tanto «tal como hay una geometría del espacio, existe una psicología del tiempo, en la que los cálculos de una psicología plana dejarían de ser exactos porque no tomarían en cuenta el Tiempo y una de las formas que adopta, el olvido»; y que así «En un libro que quisiera contar una vida, habría que usar en oposición a la psicología plana que se suele emplear, una especie de psicología del espacio », por lo que «un escritor tendría que preparar su libro minuciosamente, con continuos reagrupamientos de fuerzas, como una ofensiva, soportarlo como una fatiga, aceptarlo como una regla, construirlo como una iglesia, seguirlo como un régimen, vencerlo como un obstáculo, conquistarlo como una amistad, sobrealimentarlo como a un niño, crearlo como un mundo, sin prescindir de esos misterios que probablemente sólo tienen explicación en otros mundos y cuyo presentimiento es lo que más nos conmueve en la vida y en el arte».
En Antes que nada, Caparrós obedece y honra las instrucciones de Proust (a quien menciona al pasar; Proust, obviamente, no menciona a Caparrós aunque, seguro, lo contiene a partir de muchas ideas en común en cuanto al arte de mirar atrás con vista al frente). Y en lo suyo -puntuado por los extremos de la enfermedad y sucesivas muertes que no llegaron a serlo pero que sí le obligaron a verse desde afuera más interiormente que nunca- ofrece la más vital y vivísima de las vidas. Eso que se conoce como una vida envidiable, envidia que -aunque para muchos suela ser lo contrario, me enorgullezco levemente de esto- se hace más soportable y hasta agradecible cuando ha sido vivida por un amigo.
Y el acto en el Ateneo de Madrid va de eso y vine por eso.

A la izquierda, retrato de Marcel Proust por el pintor Jacques-Emile Blanche. A la derecha, arriba, detalle de la muestra Proust y las artes del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza; abajo, la estatua ecuestre que Jorge Lanata le regaló a Martín Caparrós. Créditos: Getty Images / cortesía de Rodrigo Fresán.
Festejar la salud de una vida bien vivida a los ojos y la voz de amigos de Mopi (apodo de Caparrós cuya origin story se revela en la página 32 de Después de todo) a partir de fragmentos extraídos a las 655 páginas de su autobiografía. Libro que vale la pena (pero nunca penita) que produce por momentos y vale más que la alegría que despierta de la primera a la última página.
Así, Edu Galán seleccionó fragmentos/temas (Cortázar, la paternidad, Perón, la cocaína, Claudio López Lamadrid, Saer, la política militante, la Argentina, el fútbol, Marta Nebot...) que repartió entre los convocados Mar Abad, Darío Adanti, Miguel Aguilar, Carlos Alberdi, Juan Diego Botto, Jorge Carrión, Carlos Cué, Montserrat Domínguez, María Jesús Espinosa, Soledad Gallego-Díaz, Enric González, Fernando González 'Gonzo', Alex Grijelmo, Manuel Jabois, Antonio Lucas, Marta Nebot, Pere Ortín, Marta Peirano, Javier del Pino, Manolo Solo, Alejo Stivel, Juan Villoro, Fernando Rapa, Miguel Rellán, Ana Romero, Maruja Torres y, a la distancia, Manuel Vicent y el aquí firmante y espero no olvidarme de nadie. En cualquier caso -ensemble entre musical y camaleónico- todos los que estuvieron allí como feliz y más admiradas que admirables piezas de un súbito y efímero y ateniense Museo Caparrós. «Se han reunido equivocadamente a mi alrededor y en este lugar que tiene un peso enorme para mí», dijo Caparrós para empezar y recordando que alguna vez su abuelo le dio dinero para hacerse socio y que se lo gastó en otra cosa y, décadas después, cumplió el deseo/mandato del padre de su padre y hoy es, además de invitado y anfitrión, socio orgulloso de serlo. «No suele ser el temor lo que define mis frases, pero hoy la emoción me hace temer y temblar entero. Muchas gracias, compañeros, muchas gracias, mis queridos. Me han dado felicidá de esa que, cuando se da, nunca cae en el olvido», rimó cerrando la velada y abriendo la barra libre en un muy proustiano salón à côté del escenario del Ateneo.
«Festejar la salud de una vida bien vivida a los ojos y la voz de amigos de Mopi a partir de fragmentos extraídos a las 655 páginas de su autobiografía, libro que vale la pena (pero nunca penita) que produce por momentos y vale más que la alegría que despierta de la primera a la última página».
Y, sí, hubo momentos graciosos y emocionantes y largas ovaciones a sala llena (más amigos y fans en esa platea de look tan vintage y finisecular XIX-XX) hasta que las manos dolieron de placer. A mí me tocó leer algo relativo a su abuelo, a la muerte no presenciada pero sí imaginada (y por lo tanto experimentada) por Caparrós del abuelo de Caparrós. Y ahí se lee y ahí leí: «Lo recuerdo, en cambio, sentado en su sillón, muriéndose en ese sillón –en una imagen que, por supuesto, nunca vi. Supongo que la memoria es eso: armarse historias, componer imágenes. Ser verdadero sin ser realista».
Dicho y hecho.
Y pocas cosas más seguramente irreales (e incluso olvidables) que aquello a lo que invita el edificio-sede-templo de la Cientología a unos pocos metros del Ateneo de Madrid. Allí, los discípulos de L. Ron Hubbard seducen al paseante con test gratuito de personalidad definidor y definitivo que promete algo así como el conocimiento absoluto sobre uno mismo, sobre «el verdadero tú» (pero, seguramente, sin acudir a ninguna voluntariosa y memorable metodología proustiana-caparrosiana). Entonces llueve más que en la Biblia y la tentación de buscar refugio e iluminación ahí dentro no es mucha pero sí tiene su punto, sus puntos suspensivos. Afortunadamente, el tren de regreso ya enciende sus motores en Atocha (de regreso, ya hay crónica de Rodrigo Naredo sobre el Caparrós Fest en El País, ya todo eso es memoria) y no hay tiempo que perder y -antes que nada y después de todo- ya se sabe, siempre se supo: para conocerse a uno mismo es que están esas virtuales y virtuosas máquinas del tiempo.
Los libros grandes, los grandes libros.
Los libros de Proust y de Caparrós y de tantos otros singulares bigotes o plural bigote que anda o andan por ahí a la espera de que uno atuse o despeine sus páginas.
Una historia del presente