Raúl Zurita: poesía y Nuevo Mundo
«Hacemos literatura, música, pintura, porque no fuimos felices. Al final esa es la única razón de todos los libros que se han escrito, de todos los cuadros, de las sinfonías». Raúl Zurita, leyenda viva de la poesía en castellano, reflexiona en las siguientes líneas sobre la influencia del español («una lengua culpable y a la vez nutricia») en Latinoamérica, un universo «signado por la conquista y la evangelización, por la crueldad y las bienaventuranzas», un lugar donde escribir es «persistir en la metáfora de ese futuro posible». En el texto que sigue, un lúcido y conmovedor escrito incluido en «Ensayos reunidos» (Random House), se dan cita Sófocles, el Evangelio, Dante, el Inca Garcilaso, Guamán Poma, Vallejo, Arguedas, Huidobro, Neruda, apenas una muestra («capítulos entresacados») de una larga saga literaria y humanista cuyo desenlace es irrepresentable.
Por Raúl Zurita
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Raúl Zurita. Crédito: Lorena Palavecino.
Por mí se va en la ciudad doliente.
Por mí se va en el eterno dolor.
Por mí se va tras la perdida gente.
La justicia movió a mi alto constructor,
me hicieron la divina potestad,
la gran sabiduría y el primer amor.
Antes de mí nada creado se encuentra
sino lo eterno y yo eterno duro.
¡Dejen toda esperanza ustedes que entran!
Está allí, trazada en la entrada del infierno, en el tercer canto de la Divina comedia, pero como la deriva humana pareciera complacerse en lo más desolado de la ficción, esos versos han terminado por pertenecerle más al mundo que al poema. Desde el punto de vista de la erudición histórica probablemente no es más que un sentimentalismo, pero al recordar algunos de los episodios de la conquista de América he llegado a imaginarme que fue esa inscripción, más incluso que los mismos barcos españoles, la que precedió la llegada de Europa a estas tierras. En esa sentencia, el infierno dice de sí que antes no hubo cosa creada sino la eternidad y que, por tanto, ella es anterior a la creación del hombre y a la idea misma que le da sentido: el pecado. Esta paradoja encarna una cima de fatalidad que ha encontrado y sigue encontrando en los resumideros de nuestra historia su más desgarradora resolución. En el otro extremo, hacia el final del «Paraíso», Dante alcanza a vislumbrar a Dios y se da cuenta de que tiene el color del rostro del hombre, no de una cara en particular, sino el color de la faz del humano. Más allá queda la plenitud de lo inenarrable y el poema termina con la visión de las estrellas movidas por el amor. Insistiendo en ese sentimentalismo fuera de moda, también me ha parecido ver allí el anuncio del final de toda conquista.
En realidad, es la misma paradoja: los poemas arcaicos, tanto las primeras épicas como los profetas hebreos, habían ya entrevisto esa sombra de lo sacro que excede lo expresable, pero es con el Edipo en Colono de Sófocles, antes que con el cristianismo, cuando esa presencia alcanza el fulgor de la redención. Es la muerte de Edipo: nadie ha sufrido tanto y, como en un sueño, su fin contiene, al menos potencialmente, la frase más hermosa que jamás se haya escrito: «Y tenía en su rostro una expresión tal de paz y de dulzura que ningún mortal podría describirla».
Su muerte misma es entonces una epifanía, y lo que se nos dice de ella es que no hay palabra alguna para describir esa expresión de paz y de dulzura. Nunca nadie desde este lado de las palabras había llegado a ese albor de lo que ya está más allá del lenguaje. Luego, entre la belleza incolmable de esa redención y las estrellas dantescas aparecerán los testamentos bíblicos, Platón, la patrística, y el rigor de lo indecible irá poco a poco encontrando en el Viejo Mundo sus espejismos y encarnaciones concretas. Descendientes tardíos de esas encarnaciones hoy sólo pueden hablarnos a través de mitos e imágenes. Su elocuencia radica en que son las experiencias reales las que, de tanto en tanto, nos hacen volver a esas viejas imágenes en un retorno que es también una paradoja: el regreso al Nuevo Mundo, a un mundo que aún no nace.
Es el vislumbre de lo no dicho, de un corazón sin palabras atascado en el centro mismo de la vida. En rigor, cualquier persona que haya experimentado alguna vez un sentimiento extremo de dolor o de angustia conoce ese corazón y sabe que hay cosas que jamás tendrán acceso al lenguaje, que nunca podrán alcanzar el umbral de las palabras, porque expresar es ya, al menos, oír el eco de la propia voz que responde. Porque el sufrimiento no tiene respuesta, y quien logra desde allí decir lo que le sucede es alguien que, aunque sea en el límite de la precariedad, ya ha optado por vivir. Sin embargo, análogamente, como en la paradoja del infierno, aquello que nunca llegará a las palabras, que jamás tendrá una expresión de ellas, constituye la base, el soporte de cualquier habla. Esa mudez innombrable entonces, eso que jamás podrá ser dicho, es lo que podemos llamar el «infierno» de toda poesía.
Pero cualquiera que haya tenido también una experiencia absoluta de amor, de ese encuentro infinito frente al otro, sabe de igual modo que cualquier cosa que se diga en ese instante —los perpetuos te amo o te adoro— está de más; sobra como las excrecencias de un estado de comunicación lamentable donde los treinta mil años que llevamos intercambiando gruñidos, gestos, palabras, se revelan como la historia del malentendido. Simétricamente, entonces, aquello que excede para siempre todo el lenguaje, ese amor que nos revienta, que nos arrasa, es lo que podemos llamar el «paraíso» de toda poesía. Entre ambos extremos nos resta el «purgatorio» de las palabras o, lo que es lo mismo, el largo itinerario de una cura: aquello que los hebreos llamaron la historia de la salvación.
Palabra de maestro
Herederos de esa historia, nos ha tocado a nosotros también ser la memoria viva de su condena. Los hispanoparlantes de este continente hablamos una lengua que guarda de una u otra forma en cada palabra, en cada giro, en cada una de sus letras el recuerdo de las condiciones en que esa lengua se impuso. Hablar es siempre hacer presente una historia, y ello no es privativo de nosotros; sin embargo, lo que particulariza lo sucedido en estos territorios es que la magnitud de esa imposición y sus consecuencias hicieron del mundo otro mundo que no tiene parangón en la historia humana. En los países americanos de habla castellana ejercer el lenguaje es repetir de manera constante las marcas que significaron la implantación de ese idioma entre nosotros. La historia que hemos ido levantando comienza así con un arrasamiento, y será la escritura la que vuelva siempre a ese origen. En cada párrafo de los primeros escritores de estas tierras —en los Comentarios reales del Inca Garcilaso de la Vega, en la Nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guamán Poma de Ayala o en La Araucana de Alonso de Ercilla— están ya contenidas las condiciones presentes de nuestra habla; y la endémica incapacidad de estos países para edificar proyectos sociales permanentes no es ajena a esa relación traumática con nuestra propia lengua. Singularmente, el primer acto con que aquí se instala esa lengua es el de un entierro. Tanto en los primeros balbuceos del castellano de Guamán Poma (quienquiera que haya sido), como en la magnificencia estilística del Inca Garcilaso, se muestran mundos colapsados, universos ya vueltos abstracciones, idealizaciones tardías, pero lo que se presenta sobre todo son muestras concretas.
Así, Garcilaso cierra cada capítulo de la Historia general del Perú, la segunda parte de sus Comentarios reales, con la narración de la muerte trágica de uno de los participantes en la guerra de la Conquista, y la obra termina con el relato de la ejecución del último descendiente del trono inca en la ciudad del Cuzco. El cortejo que avanza hacia el patíbulo está encabezado por un funcionario que enuncia a viva voz las culpas por las que se le condena a la muerte. Al escucharlo, el inca le pide al fraile que lo acompaña que le traduzca pues no entiende el castellano, la lengua bajo la cual lo van a matar (el capítulo es en sí impresionante, porque morir es siempre morir por razones expresadas en una lengua que no entendemos). Esa muerte reúne todas las muertes ocurridas por la lengua que hablamos y transforma la totalidad de los Comentarios reales, cada relato del antiguo esplendor incaico, cada detalle de sus templos, de sus construcciones, de sus costumbres, en los ornamentos fúnebres de unas exequias. Pero esas exequias serán, sobre todo, una condición futura, y la ejecución relatada por Garcilaso significará también, trescientos años más tarde, el sacrificio de los poemas de César Vallejo.
Paralelamente al Inca Garcilaso, Felipe Guamán Poma de Ayala (hoy está en fuerte discusión su identidad, pero eso cuenta para la iconografía de los nombres y de la historia, no para la poesía) recorre, en las postrimerías del 1500, el mundo andino escribiendo su Nueva corónica y buen gobierno, conocida también como Carta al rey, y en la cual le propone al rey de España la instauración de un orden nuevo que reconciliaría definitivamente los dos mundos: el incásico y el español. La inmediata pérdida y olvido de esa carta describe concreta, exactamente, el suicidio que trescientos sesenta años después cometerá José María Arguedas. El autor de Los ríos profundos y de El zorro de arriba y el zorro de abajo (que contiene un diario donde relata paso a paso el proceso que lo lleva al suicidio) muere el 28 de noviembre de 1969 de un pistoletazo en la sien por las mismas razones que hicieron que esa obra no llegara jamás a ningún rey y que, en cambio, fuese descubierta recién tres siglos más tarde entre los archivos de una biblioteca de Copenhague. Ningún mundo fue reconciliado, ni para Arguedas, y somos nosotros entonces los destinatarios de esa misiva. Al leerla, el lector es el monarca español. Al no atenderla repetimos la misma incomprensión, es decir, volvemos a condenar a Arguedas al suicidio y nos transformamos en los testigos cómplices de un doble asesinato.
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Raúl Zurita. Crédito: Lorena Palavecino.
Pero es en el origen de nuestra poesía donde esta empresa de rescate y sepultura encuentra su referencia más explícita. Son los cantos XX y XXI de La Araucana de Alonso de Ercilla. Allí, el poeta cuenta cómo una noche, de guardia después de una batalla con los araucanos —estos habían sido derrotados y el campo estaba cubierto de cadáveres—, ve deslizarse una sombra entre los muertos. En el momento en que va a descargar su espada se da cuenta de que es una mujer; su nombre es Tegualda y se encuentra allí buscando los restos de su amado Crepino.
Su primer impulso es matar; sin embargo, escucha su historia y finalmente es él mismo quien le entrega el cuerpo para que ella pueda llevárselo y enterrarlo junto a los suyos. La grandeza de este acto matricial, arquetípico, ya presente en la Ilíada y que cruzará el arco completo de las obras que se escribirán en nuestro continente, radica en que es el poeta mismo, Ercilla, el que permite realizar el acto del entierro. De allí en adelante la misión del poeta no será otra que la de darle sepultura, a nombre de sociedades que no han querido o no han podido hacerlo, a toda esa fila interminable de cuerpos que, caídos, victimizados, arrasados por y en la lengua que nosotros hablamos, continúan deambulando en el eje de nuestro idioma sin encontrar siquiera la sanción de un entierro. Tanto La Araucana como las obras del Inca Garcilaso y de Guamán Poma sintetizan una enorme literatura augural, representada por los cronistas y por los primeros escritores nativos, iniciando así nuestra pertenencia a este mundo. Por ellas un tipo de hombre en particular opta por su habla y comienza el itinerario de su cura. Lo que debe ser curado es la herida irredenta: la muerte sin exequias. Desde Garcilaso y Guamán Poma, entonces, hasta Vallejo y Arguedas; desde Ercilla hasta Neruda; desde los cronistas españoles e indígenas de la Nueva España hasta Fuentes, Rulfo o García Márquez, el recorrido de toda nuestra literatura ha mostrado las huellas de un idioma en que cada uno de los hablantes busca su salida en la promesa del Nuevo Mundo. Cada generación de escritores ha representado así una muerte y un renacimiento, enterradores de las víctimas al mismo tiempo que sacrificados ellos mismos al vislumbre de un sueño que no está. Pero son las obras de tres poetas —César Vallejo, Vicente Huidobro y Pablo Neruda— las que con mayor fuerza revelan el doblez del sacrificio y la redención.
Tanto Trilce de Vallejo como Altazor de Huidobro y las «Alturas de Macchu Picchu» de Neruda constituyen los momentos más amplios desde donde se pueden entrever las señas de un futuro posible. Cada uno de ellos es un modo de padecer y revelar un idioma y cada uno de ellos encarna, también, un modo de hablar de nuestro continente. Leerlos es hoy, antes que todo, curar la herida de una lengua, reunir de nuevo sus fisuras y volver a levantar, desde las fosas de las palabras, la promesa despojada del Nuevo Mundo. La poesía de César Vallejo es el testimonio más extremo y profundo que la literatura hispanoamericana ha dado de ese despojamiento. En el poema España, aparta de mí este cáliz, Vallejo ve de forma textual «la letra en que nació la pena»:
Si cae —digo, es un decir— si cae
España, de la tierra para abajo, [...]
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto
Hasta la letra en que nació la pena!
Lo que nos está diciendo entonces es que, en estas tierras, la historia del dolor es inextirpable porque este se encuentra incrustado en las partículas mismas del idioma impuesto. Al escribir en castellano, Vallejo dio cuenta de ese derrotero y del desgarro radical que significa actuar en una lengua que es la única que se posee, y a la que, por tanto, se le tiene gratitud, pero que simultáneamente es el origen del aniquilamiento y de la muerte en vida a la que han sido condenados tantos. Su sufrimiento es entonces la historia, y su libro Trilce, el máximo testimonio de una devastación vuelta a exponer. Cada uno de sus poemas es, literalmente, un cuerpo sacrificado, y la alteración total de la sintaxis, los arcaísmos y neologismos, la furia de las mayúsculas y de los signos de exclamación, los puntos suspensivos, en fin, toda esa violencia permanente de cada palabra con la contigua, su enterramiento mutuo, sus chirridos son, decíamos, carnes torturadas, miembros encepados, cuerpos puestos en una posición de perpetua agonía. Será el lector entonces quien salvará esos escritos, quien se hará cargo de esas líneas quebradas, de esas palabras rotas para reacomodarlas un poco, para aliviarlas en algo de su sufrimiento. Sólo así quien lee puede leer; sólo ordenándolas un poco puede entender su sentido. La mirada del que lee recorre como si fuera una boca cada línea, cada herida de esos versos, curándolos, sacándolos de su agonía para que puedan vivir. El precio es que el lector cargue con la muerte que esos poemas contienen. Su redención es también la nuestra, y en la mirada metafórica de este texto las palabras que decimos encuentran así un horizonte. Vallejo vive. Sacándolo de la cruz en la cual se encepan sus palabras, el lector redime simbólicamente su propia agonía.
Quien habla en Trilce también habla en el Altazor de Vicente Huidobro y, en un universo que ha alcanzado su paz, también hablará en las «Alturas de Macchu Picchu» de Pablo Neruda. El largo viaje de Altazor —ese ser que sabe adónde cae, pero que no sabe desde dónde cae— describe sobre todo el derrumbe de un idioma sobre sí mismo. El poema huidobriano es un volcamiento que va desde las esplendorosas cadencias e imágenes de los cantos primero y segundo —«¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?»— hasta la desintegración total de la lengua en el canto final. Allí la letra, la onomatopeya visual de las sílabas, se recorta sobre un blanco que pareciera decirnos que el verdadero poema es el que se yergue más allá del término del libro y que solamente allí, después de la demolición de las últimas palabras, quien ha leído comienza a construir el Altazor real. Al revés de Trilce, Huidobro construye la muerte para que al lector le quede sólo la posibilidad de reconstruir la vida. Para que este levante el poema desde el fin del poema, o, lo que es lo mismo, para que él, nosotros, incluso en los tiempos que vienen, pueda inventar las imágenes de un idioma y de un mundo renovados. El entusiasmo de Vicente Huidobro por un idioma que ha de nacer desde las ruinas de las lenguas muertas que hablamos es el mismo padecimiento de Vallejo pero con un signo opuesto. Sombras entonces de una condena primigenia, Huidobro y Vallejo revelan desde dos extremos la misma condición trágica de un idioma y de una historia que no logra la paz con sus hablantes y que se ve, por eso mismo, obligada a inventar su propia geografía, sus toponimias, sus relieves, cristalizando una naturaleza paralela al mundo que será siempre, en la escritura de ambos, una representación de lo inacabado de la muerte.
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Raúl Zurita. Crédito: Lorena Palavecino.
A fin de cuentas, es eso lo que Vicente Huidobro llamó «creacionismo». Sin embargo, ya el poema inaugural de Alonso de Ercilla denotaba esa carga al concebir la naturaleza como una escenografía que la misma pasión de vivir, es decir, la pasión de la Conquista, va levantando. Vendrá a ser en otro poema —las «Alturas de Macchu Picchu», segunda sección del Canto General de Neruda— donde los conquistados, respondiéndole a Ercilla, apelarán a un nuevo sentido de las palabras. La naturaleza inaugurada por La Araucana pasará ahora a ser el custodio de una reserva que antecede a todo acto de opresión, de conquista o de sometimiento, tal como se lee en los dos primeros versos del Canto General:
Antes de la peluca y la casaca
Fueron los ríos, ríos arteriales.
En «Alturas de Macchu Picchu» se despliega la gran marca de la obra nerudiana. Lo que allí se abre es la apelación a un futuro liberado que será sólo posible a partir de la reconciliación con el idioma que nuestra poesía levanta en un mundo nuevo y de una significación nueva, y su escritura constituye un hecho infinitamente más importante en la historia de la independencia de estas antiguas colonias que, por ejemplo, la batalla de Ayacucho. Hay que escuchar entonces el despliegue de las palabras en ese poema:
como una espada envuelta en meteoros
hundí la mano turbulenta y dulce
en lo más genital de lo terrestre.
Puse la frente entre las olas profundas,
descendí como gota entre la paz sulfúrica,
y, como un ciego, regresé al jazmín
de la gastada primavera humana.
Hay que oírlo, es semejante a un río que trajera arrastrando un montón de piedras hasta que en un momento las soltara de golpe, arrojándolas de tal forma que cada una cayera exactamente en el lugar que le estaba destinado desde siempre. En el único y perfecto lugar. Esa disposición de las palabras supone alcanzar una reconciliación absoluta, una redención total con la lengua, que hace que Neruda mismo no parezca un autor sino un destinatario, un mensajero a través del cual el idioma se celebra festejándose a sí mismo. «Alturas de Macchu Picchu» nos adelanta de esa forma un futuro de palabras; en ellas los hombres ya han purgado la muerte cumpliendo con las exequias fúnebres que esas mismas palabras les han impuesto. Esta marca presente del futuro es lo que hace de Neruda un poeta prometeico: su fe en el futuro no radica tanto en el hecho de haber sido un militante del Partido Comunista —Vallejo en su tristeza también lo fue— como en haber reconciliado el idioma con las huellas plurales de su tragedia. Por eso puede imaginar un mundo nuevo y escribir «Sube a nacer conmigo, hermano». En esa dimensión casi sacra Neruda abre el anticipo de una visión renacida de la persona y del territorio. En los últimos versos les pide a los muertos que hablen a través de su boca, que digan de nuevo, que vuelvan a la palabra:
Apegadme los cuerpos como imanes.
Acudid a mis venas y a mi boca.
Hablad por mis palabras y mi sangre.
Lo cierto de esos versos es que se cumplen; su condena es que trágica, permanentemente se están cumpliendo. Neruda, al proponerse para sí ser un intérprete, nos muestra que ningún hombre al hablar es sólo uno. Que hablar es, precisamente, darles una nueva oportunidad a quienes nos han precedido para que vuelvan a tomar la palabra. Mirar, sentir, oír es siempre mirar por los ojos de los que han estado. La cordillera de los Andes, una montaña cualquiera, no es sino la suma de las miradas que la han visto, y cada cuerpo vivo, al verla, es saludado nuevamente por esos ojos muertos. Eso es lo conmovedor del mundo: cada grano de polvo, cada hierba, cada estepa, es el final de una cadena infinita de muertos donde se encuentran los que nos han precedido, a quienes nosotros al hablar, al ver, al oír —en suma, al ejercer la vida— les estamos dando una oportunidad de existencia nueva.
Ese también es el más allá al que apuntaba la muerte de Edipo y la narración dantesca. El infierno y el paraíso no les pertenecen ya a las palabras, porque su vacío está instalado en el corazón mismo de lo inenarrable. Ese vacío lo llenan nuestros cuerpos, y en el torrente de los poemas, de toda literatura, de cualquier palabra, somos nosotros, los que nos han precedido, toda la deriva humana, quienes buscamos las orillas de su nuevo nacimiento. De una resurrección general en la que está contenida toda la dimensión moral que explica el acto de escribir. Porque no se escribe sólo por un presente o por un devenir, se escribe, paradójicamente, para corregir la historia y entregarle así a un sinnúmero de hombres la posibilidad de un relato redimido. Es allí donde todos los derrotados, caídos, muertos y pertinentes del lenguaje humano vuelven a encontrar las palabras de sus destinos negados.
En este universo latinoamericano, entonces, signado por la conquista y la evangelización, por la crueldad y las bienaventuranzas, por una lengua culpable y a la vez nutricia, escribir es hoy persistir en la metáfora de ese futuro posible. Sófocles, el Evangelio, Dante, el Inca Garcilaso, Guamán Poma, Vallejo, Arguedas, Huidobro, Neruda, no son sino capítulos entresacados de una larga saga cuyo desenlace es irrepresentable.
No es mucho más.
Hacemos literatura, música, pintura, porque no fuimos felices. Al final esa es la única razón de todos los libros que se han escrito, de todos los cuadros, de las sinfonías. De tanto en tanto también nos asalta la dimensión de la noche: ese universo previo a la llegada de Europa que sólo puede reconstruirse como en los sueños y que, por ello mismo, se nos priva al día. El sueño del infierno, del purgatorio, del paraíso, nos habla entonces desde un corazón velado al que sólo podemos apuntar con las palabras, porque ellas, en estos escenarios escindidos, son en sí mismas un cierto exceso, una excrecencia del amor. En la última página de la Vida nueva, Dante habla algo de esto. En ella promete escribir un poema en el que dirá a Beatriz lo que no ha sido dicho de mujer alguna. Muchos años después concluyó la Divina comedia, pero para eso su amor tuvo que morir. Sin embargo, desde estos espacios sudamericanos nos es posible aún vislumbrar un recorrido inverso donde —abierto como una flor desde el fondo de nosotros mismos— podamos pasar no del amor a la muerte, no de la vida a la comedia, no de la promesa a una obra, sino de la comedia a la vida, de la obra a una promesa, del Viejo al Nuevo Mundo, a las orillas de esta tierra que a pesar de todo nos quiere. No es mucho más de lo que podemos resguardarnos; las derrotas del mundo han sido siempre un triunfo de la poesía y algún día es probable que los poemas dejen de ser necesarios porque habremos llegado a ser dignos del universo que habitamos. Es un sueño y no. Nada sobrevivirá allí de nosotros y, sin embargo, alguien lo verá. Y algo de nuestros ojos mirará también por esos ojos vivos. Entonces, ciegos de amor, como Edipo, habremos encontrado las palabras para expresar todo el dolor, la paz y la dulzura.
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