«Aranjuez», de Gilmer Mesa: territorio sentimental
Todo mapa es una representación del mundo que refleja la visión de quien lo dibuja, y el Mapa de las Lenguas no tiene fronteras ni capitales: trece libros, un año y un territorio común para la literatura de veintiún países que comparten un idioma con tantas voces y lenguas como hablantes. Invitados por LENGUA, los autores de la edición de 2024 exponen su geografía literaria y explican cómo ésta encaja en esta colección panhispánica global que presenta la mejor literatura en español. Aquí, Gilmer Mesa escribe sobre «Aranjuez».
Por Gilmer Mesa
Gilmer Mesa. Crédito: Julián Gaviria.
«Porque ahora he elegido (...) esta casa, para que esté en ella mi nombre para siempre; y mis ojos y mi corazón estarán ahí para siempre».
2 Crónicas 7:16.
Aranjuez también es ahora una novela pero siempre fue una casa grande con macetas y jardines de plomo, con habitaciones contradictorias, unas oscuras como fosas en donde se reveló la niñez adultándose a la fuerza, otras claras ventiladas con afecto, intercomunicadas, con una sala en la que, además de velar a los muertos, los padres atendían la visita de la tristeza y el desgano con guaros y tangos, mientras en el comedor los hijos jugábamos a ser mayores escuchando salsa y rock and roll para disimular que la comida era poca y mala, descifrándonos en baños dilatados de firmezas apuradas, porque el deseo apremiaba más que el aseo, y mientras las madres en la cocina hacían bíblicos prodigios de multiplicación sin la simoniaca ayuda celestial, rematada la casa en un solar feraz en maleza donde la mala hierba creció a sus anchas poblando las tapias, los techos, hasta conquistar la casa toda y donde nos apostábamos a ver la vivienda embreñada adivinada apenas por el tenue brillo de una bombilla amarrilla desteñida de uso. De ahí, de ese brillo mínimo entre matorrales surgen las historias que cuento en esa novela y en toda mi obra. Ese ínfimo fulgor es la sonrisa de mi madre cada mañana, que iluminaba unos días que amanecían cansados y que a fuerza de cariño hacíamos posibles; es el aroma de aguapanela que adelantaba una jornada dulce que se iba agriando a medida que la realidad tomaba consistencia, y entendíamos lo que era ser de donde éramos.
La primera vez que escuche el nombre de mi barrio tenía cuatro años y fue pronunciado por mi madre en una consulta de revisión médica de mi hermano menor, cuando le preguntaron dónde vivía y ella contestó con esa palabra: Aranjuez. Fue una revelación porque uno a esa edad no tiene discernimiento sobre dónde vive ni lo que eso implica, simplemente vive y ya y todo su mundo son las paredes que lo abrigan y las dimensiones que conocemos de tanto repasarlas, sin saber siquiera que son una casa, una cuadra o un barrio. Escuchar su nombre fue crearlo; ese día durante el regreso a casa observé por primera vez mi barrio y mi calle y supe que era de ahí, porque ahí había dicho mi madre que vivíamos y vivir era ser y también estar y desde ese día empecé a estar, es decir, a percibir cada cosa con ojos nuevos y fui recopilando información de ese territorio, vi las casas con fachadas más bonitas y más feas que la mía, vi calles respingadas o escuálidas distintas a la mía, vi aceras sin jardines ni árboles, vi esquinas plagadas de vírgenes, vi zapatos colgados en los cables de luz y empecé a respirar distinto, sin saberlo aún me estaba haciendo barrio, alimentándome de calle. Aquel día con esa palabra reveladora como título, sin saber que era una trama, un argumento, un personaje, ni siquiera sabiendo que había una cosa maravillosa llamada literatura, empecé a escribir esa novela.
Después fui creciendo y ampliando la información sobre mi entorno: llegaron el afuera y, con este, los amigos y mis primeros afectos de exteriores que definirían gran parte de lo que escribo; el aprendizaje de códigos implícitos que solo da la calle. Descubrí que el territorio no era mío únicamente, ni siquiera nuestro, porque ese plural entrañaba un singular insólito: entre más extenso el terreno más límites tenía pero menos propietarios y esos límites estaban decretados desde siempre; mis papás los fijaban en la acera, mis amigos en la cuadra y los dueños en el barrio. Había que andar con cautela y escondido para traspasarlos, cuidándose de no molestar a quienes los impusieron, pero también empecé a entender el afecto extensivo que traspasaba las paredes de mi casa, que en otras casas habitaban otras gentes con cobijas similares a las mías y también había otros desabrigados y que me sentía bien en la compañía de unos y otros y que me gustaban sus modos, sus dinámicas y sus historias y empecé a pasar más tiempo afuera que adentro vinculándome con esa expansión, hasta que me llegó la hora de salir del barrio y ahí vi las dimensiones reales del mundo y por primera vez sentí el desamparo, sentí miradas extrañas, afiladas de desprecio. Ya conocía las de la rabia, el amor, el daño, pero desconocía las de la indiferencia y el rechazo y supe que había gente de otros lados a quienes les molestaba de donde soy solo por ser de ahí, sin conocerme y sin conocer el sitio mío, y tuve que aprender a vivir con mi sitio encima a veces como sino y a veces como adarga.
Luego llegó la literatura, cuando más opaca estaba mi casa y me abrió la puerta de otras casas y por sus hendijas entreví cosas que nunca había visto; vi que la muerte que oscureció mi casa era la penumbra total que venía oscureciendo cosas y casas desde siempre y que era el tema de la literatura que a mí me interesaba y me di a consumir historias como quien busca a tientas una vela que ilumine una trocha sombría por la que hay que cruzar, protegiendo la lumbre cuando había amago de tempestad; encontré que caminar esa senda era mejor que llegar al otro lado pero que necesitaba avivar el fuego contando mi propia historia y, al rebujar en mi casa, tropecé con la muerte carcomiendo los cimientos y supe que no podía dejar que tumbara mi casa en vano y que si contaba la historia de quienes la habitaban antes de su llegada, de cómo nos queremos, de cuánto nos extrañamos y de lo mucho que la odiamos no iba a ganar así tumbara la casa, porque la muerte crea límites y destrozos y hace geografía. El afecto borra esos límites, repara y hace historia.
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Me aventuré a relatar la perdida en mi vida y el momento en que la muerte aparecía sonriente desguazando mi casa cuando asesinaron a mi hermano, el amor más grande de mi alma en una novela que se llama La cuadra. Escribiéndola sentí el fuego abrasador que se liberaba con cada letra, cada renglón y cada página y decreté que mientras tuviera fuerzas iba a escribir. Continué con la revisión general de la muerte en este territorio, amplificando la pregunta mientras ampliaba la búsqueda, y fui hasta los orígenes del conflicto, la médula del rencor y el podre infecto de su tufo en mi familia materna, que recopilaba los estragos que propiciaba la muerte de generación en degeneración en una familia y que, como el país, se caracteriza por amar lo que espanta y espantar lo que ama, fui a buscar de dónde venía tanta connivencia con la muerte. Su reiterativo impulso destructor, sus triunfos y nuestra predisposición al daño, a este compendio de atrocidades y cariños contradictorios lo llamé Las Travesías y fue mi segunda novela.
Y ya instalado en esto de contar historias que me permitieran transitar un pasado que tallaba, me decanté por la vida simple de gente llana que había nutrido mi existencia, con la que compartí el apuro y la belleza, el sudor y la sangre vertida, el espasmo y la tragedia, la locura y la risa en el mismo territorio que conocía de memoria —que es lo mismo que desconocer, porque lo que conoce y conserva la memoria es un caldo espeso que se adoba más de deseos que de exactitudes, siendo apenas la versión imprecisa y pálida de hechos que somos incapaces de revisar, sin la pátina de la ficción que ennoblece lo factual hasta hacerlo admisible y probable, instalándonos en una realidad paralela y posible en la que no gobierna la muerte, al menos no siempre—. Con la literatura como pretexto intenté revisar las vidas de gente que tuve a mi lado todo el tiempo y que para mí eran capitales, pero que no había encontrado reflejada en las letras sino de una manera tangencial, arquetípica y despectiva en libros y autores, que fungiendo de irreverentes demostraban un arribismo extremo, en el que la gente que me interesaba retratar aparecía no solo como marginales (que lo somos), sino como mezquinos, sinvergüenzas y criminales per se y yo que desde que leo aprendí a subrayar los márgenes de los libros, me aplique a escribir un libro de márgenes subrayadas, en los que la periferia fuera el centro y lo marginal protagonizara su propio relato, me impuse hablar de gente al margen, de aquellos que se fugaron del tiempo, viviendo a destiempo, que pasaron su vida esperando la suerte, que sudaron todos los días, que mataron las ganas para que estas no los mataran, que abandonaron, traicionaron, malquerieron pero también amaron a ultranza, con tenacidad en la entrega, que se jugaron la vida en efecto por los afectos; gente sin el brillo reflectivo por impulsar grandes gestas, bañados por el fulgor refractario de las hazañas propias y familiares; personas que no aparecían en libros de historia oficial como motores de la ciudad industrial que se industrializó a su costa, con sus manos, y que después fueron despedidos por viejos; que no impulsaron la aviación y nunca montaron en avión porque se transportaban en zorras, abriendo a machete caminos que no conducían al mar sino a sus casas, senderos de regreso, no de idas; gente que no habló ni habla otros idiomas y el propio les quedó chico para expresar sus ubérrimas menguas y se inventaron germanías que solo entienden sus iguales; gente que solo entrega cartas en el remis porque es un juego honroso donde el rey y la reina valen lo mismo que el bufón, siempre y cuando tengan el mismo corazón; gente desempleada a la fuerza y otros por vocación; gente que no hace política con sus saberes ancestrales sino que ayuda a otra gente que como ellos cree en los poderes de la naturaleza; gente vencida pero invencible; gente sin árbol genealógico en internet porque lo taló el olvido, la evasión, la deserción o la muerte; habitantes de un territorio que no alumbró la alta cultura porque cada tanto nos cortaban la luz y tuvimos que aprender a calentarnos con abrazos y luego a balazos, en un territorio hostil y agradable, solidario y avaro, sórdido y preclaro, definidos por un oxímoron constante que nos agrisa el paso y la sonrisa. Mientras repasaba sus vidas sin saber a qué asirme para transformar esas leyendas en literatura, vino la muerte con su impetuosa y nefanda presencia a indicarme el orden mientras se engullía a bocados de olvido a mi padre, dejándolo yermo de recuerdos, navegando en ciénagas de desmemoria y, mientras yo atestiguaba su deriva, me invadió una rabia sorda y mala como su locura y echándonos un pulso descubrí que el afecto paterno era el impulso y motivo de esta novela y que, contando a mi padre y su vida buena, historiaría la vida de tantos otros padres y sus bregas y la historia del padre de todas las historias que era el barrio y que así lograría empatar ese pulso con la muerte porque sus finales no acabarían con ellos, teniéndolos en un libro que espero dure más que su vida que ya no es y que la mía, que pronto dejará de ser. Poner en palabras las voces que se acallaron por falta de boca, construir desde su silencio arcano un grito audible que trascienda su muerte y nos conmine a seguir es lo que modestamente quise hacer en esa novela, para que los muertos no mueran en vano y no del todo, a ellos, los antiguos portadores de esas voces, les doy mis inútiles gracias, a ellos y a ese barrio con macetas y jardines de plomo, que es mi vida y mi obra.
Coda
No debería extrañarme a estas alturas por que me pidan escribir este artículo sobre mi última novela y que por cruces de correos, demoras y mi natural tendencia a posponer todo, terminara de escribirlo hoy, justo hoy cuando se cumplen 33 años de haber enterrado a mi hermano mayor; su muerte fue el suceso que dio origen a una nueva realidad para mi vida y dio vida a mi obra, demostrando una vez más que la ficción y la realidad tienen bordes muy finitos que se cruzan a través del afecto, del recuerdo, del arte y de la vida, que en este caso y el de la novela que nos ocupa son lo mismo.
Mapa de las Lenguas es una colección panhispánica global que presenta la mejor literatura de veintiún países que comparten el idioma. Pero es, sobre todo, un itinerario de viaje por trece de los libros que el año pasado tuvieron mayor trascendencia en su país de origen y que, a lo largo de 2024, recorrerán el resto del ámbito del español.
Adentrarse en la obra de estas trece voces es transitar un territorio físico, tangible, pero también un espacio moral, intelectual, anímico, político y sociocultural. La lectura de un autor contemporáneo de cualquier país de habla hispana es una ventana a una forma de expresarse y escribir en español, pero también un modo de tomarle la temperatura a las preocupaciones y los anhelos de cada uno de esos lugares.