La insólita y emocionante historia del batería ...
Supersubmarina antes de ser Supersubmarina: amigos, fiestas y música a toda tralla
Mucho se ha escrito del éxito y de la tragedia de Supersubmarina (de cómo llegaron a ser el grupo que encabezaba cualquier festival de música en España y de aquel maldito accidente de tráfico en agosto de 2016 que truncó su carrera y casi les cuesta la vida); pero no tanto de su origen: de su primer nombre, Inflamables; de los ensayos en el garaje de la casa de los padres de uno de los chicos (que empezaron siendo cinco), de los ahorros para comprar un equipo medianamente profesional, de los primeros conciertos en salas repletas de amigos y familiares... En el libro «Algo que sirva como luz» (Aguilar), el periodista y crítico musical Fernando Navarro narra, después de años de entrevistas con los cuatro protagonistas y todo su entorno, la bella y conmovedora historia de una banda llamada a ser generacional; en este breve extracto de la biografía, Navarro se centra precisamente en esos primeros meses, en aquellos días marcados por la ilusión, las expectativas, los sueños por cumplir... y la fiesta.
Por Fernando Navarro

Madrid, abril de 2024. Los miembros de Supersubmarina (desde la izquierda: Jaime, Juanca, José y Pope) posan en el Teatro Pavón, adonde acudieron para presentar Algo que sirva como luz. Crédito: Europa Press / Getty Images.
La música empezó a sonar de verdad en la vida de José y de sus amigos cuando dieron sus primeros conciertos. Inflamables era una nueva banda en Baeza. Corría 2005 y, después de algunos ensayos, José, Juanca, Pope, Jaime y Terry ya estaban listos para empezar a rodar sobre un escenario. Habían hecho los deberes y se habían gastado unas perras en adquirir mejores instrumentos. Juanca le había comprado con unos ahorrillos una batería vieja al padre de Manolito Tratos y José se había hecho con otra guitarra después de pedirle un préstamo de doscientos euros a su padre. Pope seguía con el Cagarrut, el alma de ese grupo dispuesto a hacerse un nombre más allá de los límites del pueblo. Jaime, por su parte, había podido apropiarse también de una guitarra mejor después de asegurar su permanencia en la banda. Aunque le habían dejado ensayar con ellos, no las tenía todas consigo, así que, por si acaso, se sacó un as de la manga: ofreció como nuevo local de ensayo la nave del estudio fotográfico de su padre y su tío. El garaje de la casa de los padres de José no podía mantenerse más como local. El ruido retumbaba por todo el inmueble y Lola, entregada a sus exámenes de Magisterio, no paraba de quejarse desde el piso de arriba, enfadada con el niño orquesta y sus amigotes. Por eso los cinco cogieron sus instrumentos y se mudaron al polígono industrial.
Como cualquier grupo primerizo, tocaron al principio para los colegas. Las actuaciones, caóticas y estridentes, iban acompañadas de amigos, alcohol y muchas risas. El nuevo local tenía un elemento que, a la postre, se convertiría en esencial: un sofá desvencijado y resistente. Como si fuera el mayor de los lujos, el sofá hacía de palco vip para ver los ensayos y los breves conciertos. Lo llamaron el sofá de la muerte, un trasto pordiosero sobre el que se sentó todo el mundo y se tumbaron los miembros de la banda para liarse con chicas o pasar resacas de campeonato.
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Uno de sus conciertos más antológicos fue en un macrobotellón. Invitaron a colegas y estos a su vez hicieron lo mismo con otros. Se podía apuntar quien quisiese, así que al final se juntaron unos trescientos chavales adolescentes en la nave industrial. El escenario se levantó sobre una tarima de madera en la que colocaron unos andamios de obra para sujetar y elevar la batería de Juanca, que sujetó el pedal del bombo con una pinza. De hecho, Juanca fue la estrella de ese concierto que él mismo más tarde calificaría de «apoteósico». Protagonizó el momento más celebrado de la noche cuando se bebió de un solo trago una maceta de cubalibre. La ovación tardó en apagarse. Las canciones sonaban estrepitosas, como cuchillos de metal en una batalla de varios frentes, pero todos se sentían alegres y desinhibidos gracias a que esa nueva banda del pueblo estaba allí, dándolo todo con pasión. El concierto apoteósico se ganó su calificativo por otros hechos extraordinarios que también acontecieron en él, como la sorpresiva aparición del padre y el tío de Jaime, trajeados y con sus cámaras fotográficas al hombro, después de una dura jornada de trabajo en un evento. No sabían nada de actuaciones ni de fiestas en el local. Se pensaban que los chicos tan solo estaban ensayando, así que, tras bajar las claquetas con determinación y sin miedo al alboroto, ambos escenificaron un enfado también apoteósico hasta que, en cuestión de unos minutos, quedara reducido a anécdota por la llegada de la Guardia Civil, que había sido alertada por unos viandantes que pasaron por la zona y se preocuparon por el jaleo. Para los agentes también la imagen debió ser apoteósica: dos adultos, trajeados de punta en blanco y con cara de malas pulgas rodeados de trescientos adolescentes borrachos. Insólito.
Como cualquier grupo primerizo, tocaron al principio para los colegas. Las actuaciones, caóticas y estridentes, iban acompañadas de amigos, alcohol y muchas risas.
Inflamables ya era una realidad. No eran The Rolling Stones, pero ya empezaban a hacer el cafre como si lo tuviesen ensayado. En un concierto cerca de una piscina en La Carolina estrellaron la furgoneta alquilada contra los contenedores de basura y reventaron el cristal. Otro día en El Congreso, el bar del polígono industrial que destacaba por sus grifos de cerveza visibles y modernos, dejaron los grifos sin una gota ya en la prueba de sonido y acabaron desnudos, regándose de agua con una manguera en la puerta del local de ensayo. Las actuaciones pronto se extendieron más allá de Baeza y los chicos visitaron otros pueblos tomando prestada la furgoneta del padre de José, que la adaptó para que pudiesen entrar los instrumentos. Pocos grupos rodaron más que ellos por los pueblos de Jaén. La aventura de ir de sitio en sitio les fascinaba. Se lo pasaban muy bien, mejor aún que como se imaginaron que sería salir de Baeza con todo el equipo. Llegaban a un sitio, probaban sonido, tenían un catering con apenas unas cervezas, unos frutos secos y algún sándwich y, sin haberse subido al escenario a dar el concierto, ya se sentían los reyes del mambo. Luego venía lo mejor: tocar. Un subidón de adrenalina que solo conocían bien aquellos que lo habían experimentado.

Los miembros de Supersubmarina reunidos para la presentación de Algo que sirva como luz, libro de Fernando Navarro que narra el recorrido de la banda. Crédito: Europa Press / Getty Images.
Sin embargo, toda banda que ya es una realidad y se foguea sobre escenarios pasa por dos puntos de inflexión. Dos peajes obligatorios para medir al grupo. Uno de ellos es el momento en el que se valora si todos sus integrantes están comprometidos con el proyecto y el otro consiste en determinar de forma definitiva si todos cuentan con las habilidades necesarias para avanzar. La primera suele resolverse más o menos bien y rápido, con alguna pelea o choque de intereses que demuestra quién debe bajarse del tren antes de que coja velocidad. La segunda es más compleja, un tema delicado que cuesta abordar con la víctima, es decir, con el miembro o los miembros que no están a la altura de lo que exige el crecimiento de la causa musical. Ambos dilemas suelen asaltar en un espacio de tiempo muy corto y a Inflamables, como a tantas bandas, les llegaron a la vez y reconocieron algo que no les gustó reconocer: Terry debía salir de la banda por el bien del grupo. Terry fue como Stuart Sutcliffe, que abandonó The Beatles antes de su éxito y se convirtió en el beatle perdido, el que se quedó por el camino.
Además de hacer esta evaluación interna del grupo, el empuje definitivo llegó desde fuera. Primero fue con un concierto que la banda dio en el Pub Brasil de Beas del Segura, un pueblo de la provincia de Jaén. El dueño del lugar los contrató una vez y les ofreció repetir. La segunda vez que tocaron Terry no pudo asistir y se tuvo que poner José al micrófono. El dueño les confesó que había sido mucho mejor concierto que el anterior y que José, hasta entonces solo guitarrista, era más cantante que Terry. Aquella apreciación era conocida por todos, incluso por el propio Terry. Era tres años mayor que José y Juanca y un chico guapo y con carácter, pero estaba en el grupo para ligar y divertirse más que para intentar hacer carrera. La actuación del Pub Brasil empezó a poner en la mente de los otros cuatro la posibilidad de prescindir de su cantante hasta entonces, un hecho que se consumó después de grabar su primera maqueta con el dinero que consiguieron de dos patrocinadores: la empresa del padre de Juanca y el Burladero, una tasca cercana al paseo de la Constitución a la que solían ir a beber con los amigos.
Pachi García Alis, el productor de la maqueta grabada, les aseguró que era preferible sacar a Terry fuera de la banda si querían mejorar. Por tanto, los cinco pasaron a ser cuatro para la grabación de la segunda maqueta y José se erigió definitivamente como nuevo cantante. Terry se tomó la decisión con deportividad y bastante mejor de lo que los demás preveían. «Chino es mejor vocalista», afirmó Pachi, otra vez a los mandos de la producción.
(...) En esa maqueta ya se podía leer el nuevo nombre del grupo: Supersubmarina. José, Juanca, Pope y Jaime tomaron la decisión de cambiarlo para romper con el pasado de la otra formación, para dar un aire nuevo al rumbo que habían tomado sin Terry y con José como cantante y compositor.
Esta segunda maqueta, que se financió con un crédito de seis mil euros que el padre de José pidió a La Caixa en nombre del grupo, era la buena, la que fueron vendiendo a tres euros en las actuaciones, los botellones y las fiestas en casas y locales de Baeza. «Venga, tío, déjate tres eurillos de nada para ayudarnos. Es más barato que una copa en un bar», soltaba José con sorna a sus amigos y otros conocidos en las congregaciones nocturnas y fiesteras cerca del Muro. En esa maqueta ya se podía leer el nuevo nombre del grupo: Supersubmarina. José, Juanca, Pope y Jaime tomaron la decisión de cambiarlo para romper con el pasado de la otra formación, para dar un aire nuevo al rumbo que habían tomado sin Terry y con José como cantante y compositor. Supersubmarina era el título de una canción que había escrito José y que habían grabado en esa segunda maqueta. Llegó medio en broma una tarde de ensayo y les sonó tan bien que lo usaron ya definitivamente en el concierto que dieron en el Burladero, su cuartel general. Fue la primera actuación sin Terry.
De esta forma, José, sin abandonar su labor de guitarrista, se quedó también con el micrófono. «No he tenido nunca formación de cantante, pero todos estaban convencidos de que debía ser yo. Cuando cantaba en la ducha, pensaba que no era tan bueno», decía con una sonrisa y encogía los hombros. Era un gran cantante. Sorprendió a Juanca, Pope y Jaime y a todo aquel que lo escuchaba por primera vez. Tenía una voz muy versátil que encajaba a la perfección con el pop-rock que ya se dejaba distinguir en las canciones que él mismo componía. Se centró tanto en el grupo que desatendió sus obligaciones musicales regladas y suspendió la prueba de partitura para entrar en el Conservatorio de Córdoba, porque, como él mismo decía, se la sudaba ya la música clásica. No dejó de estudiar porque su padre lo convenció para que no se descentrase tanto y se preparase al menos para ingresar en la carrera de Magisterio, como su hermana Lola. Pero José quería rock. Quería guitarras eléctricas y letras que llegasen al corazón de la gente. Deseaba con todas sus fuerzas liderar una banda que, por un instante, pudiese recordar a Héroes del Silencio. Por qué no. Supersubmarina podía ser esa banda.
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