¿Quién era Gata Cattana?
A muy corta edad, Ana Isabel García Llorente demostró un acercamiento inusual al arte, lo que eventualmente la llevó a convertirse en Gata Cattana: poetisa, rapera y feminista. Su conocimiento de la tradición literaria española le hizo adquirir una perspectiva única que, tras su muerte, aún persiste en canciones y poemas sobre feminismo, justicia y libertad.
Por Carmela García
Fotografía: Silvia de la Rosa.
Lo que más llama la atención al comenzar a investigar sobre la figura de Gata Cattana es la sonrisa que se adivina al otro lado del auricular en todas las llamadas. «Menuda era», «Por dónde empiezo». Gata Cattana es el alias tras el que se escondía, o mejor dicho, que portaba como espada, que no como escudo, Ana Isabel García Llorente. Se lo pusieron por sus ojos afilados, pero Gata resultó el mote perfecto: feroz, luchadora, «como que si te tiene que echar las garras, te las echa».
Nació en Aldamuz, Córdoba, en 1991 y ya desde muy pequeña apuntaba maneras. Tenía una imaginación tremenda, no era niña de muñecos, era de leer, de leer y de pintar. Su madre recuerda el pupitre que le compraron con dos años, de donde no había quien la levantara. Escribió desde siempre y, antes de saber juntar las letras, ya era curiosa y se bebía La enciclopedia de la Gallina Caponata. Ansiosa por conocer todo lo que la rodeaba, esas ganas de explicar el mundo y una imaginación brutal para llenar todo lo que solo podía intuir dejaban a sus profesores maravillados con su capacidad para contar historias.
Mientras aprendía a andar, empezó a dar sus primeros pasos en la música, iba a la escuela del pueblo a aprender solfeo y antes de eso ya se sabía las canciones de Disney de memoria. Con tres años, en Málaga, la llevaron a un karaoke. Agarrando fuerte el micro, se subió a cantar y, aunque no sabía leer, improvisando, hacía parecer que sí.
Alumna ejemplar en el colegio, atenta, buena pero muy normal, como nos cuenta en algunos de sus relatos, acabó el bachiller de letras sin grandes esfuerzos. Intrigada por el conocimiento humano, por la evolución del pensamiento, por el cómo hemos llegado hasta aquí, entre Historia y Lengua Española se decidió por estudiar Ciencias Políticas en Granada. Apasionada de la historia contemporánea, durante sus primeros cursos universitarios fue brillante.
Cuando se mudó a Madrid, dejó de sobresalir sin dejar de aprobar. «Pero si tú eres lista de sobra, que sabes que a poco que estudies ya sacas la mejor nota», le decía su madre. «Pero ¿de qué me sirven a mí todas esas matrículas? Aquí hay mucho que hacer. Yo lo que quiero es vivir», le contestaba ella. «Y menos mal que no me hizo caso», me confiesa ahora por teléfono.
La vida en la capital era más dura. La música, el máster, escribir, y aun así en dos meses ya conocía cada rincón de Madrid. Los museos, los parques, las plazas, todo lo que había que ver. Su madre recuerda ir de visita y no parar: «Madrid se lo pisoteaba to enterito, andando que le encantaba. Y era un gusto ir con ella, no hacía falta más. Fíjate, fíjate en esto, fíjate en aquello, esta fachada y este cuadro y esta estatua, todo, todo».
Se acuerda también de las fotos que tomaba, con un móvil de los que no las saca solo como los de ahora, uno de esos con tapa. A su madre la impresionaba, pero es que ella ya sabía dónde mirar y, sobre todo, cómo.
A Ana le hubiera gustado vivir de escribir, pero la música era su pasión y el flamenco, su género primigenio. Se empapó de cultura andaluza. Las palmas y los cajones le fascinaban. Investigó todos los palos y escuchaba todo el tiempo a la que ya siempre sería su artista favorita: Estrella Morente.
«Vine a ser espuma.»
Dotada con buen oído y una voz dulce y armónica, tanteó desde muy joven el mundo de la música profesional. A los dieciséis formaba parte de un grupo de flamenco en el que cantaba maravillosamente: «Aquí pongo la Era». También formó uno con su amiga de la infancia, otra Ana, al que llamaron Cattana por una mezcla de cat (gata) y «Ana», y en honor al cual apellidó su nombre artístico, que luego se convertiría en un arma.
En el mundo del rap la introdujo su prima. Poesía y música, todo encajaba. Intentaba mezclar, como otros han hecho después, los ritmos de sus raíces con las bases más innovadoras, llenando las canciones con sus letras revolucionarias. Y su madre le decía: «Pero, niña, con lo bien que tú cantas y te vas a meter en eso que es na más que hablar». Gata lo tenía claro: «En el flamenco voy a ser una más, mamá, pero en el rap soy la caña».
Algo antes de consagrarse como rapera, o quizá justo entonces, empezó a transformar la poesía en rap y viceversa en las sesiones de micro abierto en las que participó desde 2014 alrededor de toda España. No dejaba indiferente a nadie. Fue finalista de muchas y llegó a ganar alguna, pero lo más importante es que ahí comenzó a hacer llegar su mensaje a más gente. Fuerte, segura, con esos ojos rasgados buscaba y encontraba en el lenguaje de todos la belleza necesaria para decir lo que nadie hasta entonces. Simple, claro y directo al corazón de los que la vieron actuar alguna vez —recitando o cantando— y que no podían sino asentir y aplaudir frente a tal derroche de talento y verdad.
A los veintitrés, después de haber acabado los estudios y haber vendido contratos de luz un tiempo para ganarse la vida, se decidió a apostar en serio por la música. Conoció a Carlos Esteso y Aenegé y empezó a grabar con ellos. En 2011, fichó por la compañía Taste the Floor. Amiga de Juancho Marqués, colaboró en su canción «De la Tierra» en 2016 y su voz no pasó desapercibida. Ahí la descubrieron muchos, que se declararon fans al escuchar Ancla, su primer disco, y se sumaron definitivamente a su ejército con este último, Banzai, en el que Gata Cattana volcó todo lo que tenía. «Como una liberación total de lo que llevo dentro, como el grito de los samuráis antes de la batalla», adelantaba ella misma en una entrevista. En marzo, antes de la salida del disco, ya intuía la potencia de lo que estaba haciendo y se lo dijo a su madre: «La he liao, mamá, la he liao parda».
Y su madre le decía: «Pero, niña, con lo bien que tú cantas y te vas a meter en eso que es na más que hablar». Gata lo tenía claro: «En el flamenco voy a ser una más, mamá, pero en el rap soy la caña».
A Gata le gustaba estar rodeada de gente, sus amigos eran lo primero. Era abierta, simpática y tenía facilidad para conectar. Destacaba, pero no a propósito, sencillamente todo el que la conocía se enganchaba a ella. El primer día que sus padres la dejaron en Madrid, paseando sola por la ciudad, oyó música hip-hop que salía de un local y, sin dudar, se acercó a los que estaban fuera. Les contó que eso a ella le gustaba, que quería entrar en ese mundo, y la retaron: «Pero ¿tú eres capaz de subirte ahí y cantar?». Con el mismo desparpajo con que se inventaba las canciones en aquel karaoke de Málaga, se subió. Una de las chicas que la escuchó aquella noche no la olvidaría nunca y, tiempo después, cuando se dio cuenta de que los ojos rasgados y sinceros que había visto eran de Gata Cattana, quiso contarle a su madre esta anécdota.
Ana se sentía cómoda encima del escenario. Su mensaje era claro y siguió siendo el mismo en toda su obra: feminismo, justicia y libertad. Y siempre asentado sobre unos pilares muy sólidos: su tierra, Andalucía, la mitología y cultura clásicas —sobre todo griega y egipcia— y la realidad de nuestra época. Lo que está pasando en el mundo. Leía a Lorca, a Neruda, a Espronceda y escuchaba a La Mala Rodríguez y a Rafael Lechowski. La mezcla parece extraña, pero ella consiguió generar unos versos llamativos y un estilo cargado de referencias históricas que, traídas al presente, cobran más sentido que nunca.
Tanto en sus poemas como en sus canciones, trataba de demostrar que la lucha por los derechos no acaba ni cambia. En más de una entrevista declaró que, para ella, Quevedo y Góngora eran más raperos que muchos de ahora. E iba más allá, decía que los raperos eran los poetas del presente, y quizá tuviera razón. Ella se consideraba poetisa —así, en femenino y con mayúsculas— y consiguió que su mensaje calara en jóvenes de varias generaciones. En 2018, en la gala de los premios a la música independiente, su madre salió a recoger el premio cuando ganó y al escritor y bloguero Holden Centeno le impresionó ese ímpetu por mantener vivo el legado de su hija. «Quería más que nada que su mensaje no muriese nunca.»
Comenzó a investigar y descubrió que Gata se había autopublicado un libro en 2016, La escala de Mohs, lo encontró y devoró sus poemas. Efectivamente, eran dignos de ser difundidos. Estaban a otro nivel literario a pesar de la juventud de Ana, eran profundos, metafóricos. Que alguien de su generación mostrara tanto interés por la cultura clásica española y la utilizara para denunciar la situación política con tanta fuerza no podía pasar desapercibido. Estaba creando un estilo brutal, directo, atemporal. Él lo vio claro, aquella chica podía convertirse en una de las voces más importantes del feminismo en España, de un feminismo sano, con un mensaje claro y encaminado por la vía correcta. Se decidió a ayudar a su madre y creó una agencia literaria sin ánimo de lucro para representarla. No le costó mucho que la editorial Aguilar reeditara su primer libro en 2019 y que, al año siguiente, colaborando siempre con su madre, se publicara uno inédito con todos los textos y poemas que Gata no tuvo tiempo de sacar a la luz.
Ana se sentía cómoda encima del escenario. Su mensaje era claro y siguió siendo el mismo en toda su obra: feminismo, justicia y libertad.
Los fans que arrastra Gata Cattana son enérgicos, activos, no se quedan quietos o callados. Su música no solo les acompaña en los malos momentos, también les inspira a salir a la calle, a tomar parte en la lucha. Así, sus versos y letras llenaron las pancartas de los dos últimos 8M —especialmente en Madrid y Andalucía— con los que muchas salieron a reivindicar un mundo mejor. Eso también forma parte de su mensaje: arriba, más alto, más fuerte. No quedarse muda ante las injusticias, sino crecerse ante ellas.
Había estudiado literatura, conocía a los y las poetas modernos y supo interpretar y relanzar el mensaje que todos mandaban: que la poesía es un arma, utilízala.
Hoy hay murales y grafitis que son auténticas obras de arte ocupando orgullosos las fachadas de Córdoba y Granada y es fácil encontrar su nombre pintado en cualquier rincón de Madrid, reivindicándola. Una forma de plasmar toda una lucha, con solo dos palabras.
Ella siempre quiso trascender. En sus versos y sus canciones, increíbles por premonitorias, decía sin pelos en la lengua que su arte no moriría nunca y, sin duda, lo ha conseguido. Sus palabras no caducan.
Que te recuerden con cariño si fuiste buena es fácil. Que tu obra siga tan vigente como el día que la concebiste, no tanto. Ana se adelantó a su tiempo buscando alcanzar una sociedad mejor que, aún hoy, sigue habitando en el futuro. Al final, la pregunta sobre la identidad de Gata Cattana se responde sola: su tierra, su música, sus versos, su mensaje, su familia, sus amigos y su ejército de fans. Gata Cattana no era ni fue, ES.