Chile, 11 de septiembre de 1973: crónica de un país en el abismo
El 11 de septiembre de 1973, desde el Regimiento de Telecomunicaciones del Ejército, Augusto Pinochet dirigió la sublevación contra el gobierno constitucional presidido por Salvador Allende. El bombardeo del palacio de La Moneda, todo un acto de guerra, la inmolación del presidente de la República y la derrota militar de la «vía chilena al socialismo» otorgaron una enorme dimensión internacional al golpe de Estado. La noche de aquel día, Pinochet, el almirante José Toribio Merino, el general Leigh y César Mendoza, general director de Carabineros, se constituyeron como Junta de Gobierno, en un país sitiado militarmente, bajo toque de queda y sometido al «estado de guerra interna». En las semanas siguientes, mientras la Junta clausuró el Congreso Nacional, cesó a todos los alcaldes y regidores, prohibió los partidos de izquierda y la CUT, intervino las universidades, ejecutó a centenares de personas y encerró a decenas de miles en campos de concentración a lo largo de todo el país, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, el Partido Nacional, la dirección del Partido Demócrata Cristiano y las organizaciones empresariales expresaron su apoyo incondicional a la dictadura. Cuando se cumplen 50 años de aquel atropello a la democracia, publicamos un extracto de «Pinochet. Biografía militar y política» (un libro escrito por el periodista Mario Amorós y publicado en 2019 por Ediciones B) a modo de crónica breve de las 24 horas de aquel 11 de septiembre de 1973, el día en que Chile cambió para siempre.
Por Mario Amorós
El general Augusto Pinochet (izquierda) posa con el presidente chileno Salvador Allende el 23 de agosto de 1973 en Santiago de Chile, poco después de que Allende lo nombrara jefe del ejército y apenas tres semanas antes del golpe de Pinochet que acabó con la vida de Allende. Crédito: Getty Images.
Según sus propias palabras, Pinochet no logró conciliar el sueño durante «la noche más larga» de toda su vida. Y posiblemente también una de las más solitarias: la tarde anterior había enviado a su esposa y sus dos hijos pequeños a la Escuela de Alta Montaña, en Río Blanco, a unos ciento veinte kilómetros al norte de la capital. Sobre sus espaldas pesaban cuarenta largos años de vida militar, de esforzada escalada de cada peldaño de su profesión, de recorrido por regimientos de Concepción, Valparaíso, San Bernardo, Iquique, la zona del carbón, Arica, Antofagasta, la Escuela Militar, la Academia de Guerra, los inolvidables años en Ecuador... y recaía también la incertidumbre de lo que sucedería al día siguiente en el país, desde que a las cinco y media se enviara desde la jefatura del Ejército un radiograma cifrado, con su firma, a todas las guarniciones con la orden de ocupar las intendencias y las gobernaciones a partir de las siete de la mañana.
A las cinco y media de la mañana se puso en pie y empezó a lavarse y vestirse. Una hora después, la campanilla del teléfono quebró la quietud del amanecer. Le llamaban desde la residencia de Tomás Moro, porque en aquellos minutos el presidente ya había sido informado de la sublevación de la Armada en Valparaíso. «Respondí como si se tratara de una persona que recién despierta y debo haber estado convincente, porque solo se me informó "que me iban a llamar más tarde"».
A las siete en punto llegaron a la casa los vehículos que debían llevarle al Regimiento de Telecomunicaciones del Ejército, en Peñalolén, en la periferia de Santiago. Este era el lugar donde estaban las redes primaria y secundaria de comunicaciones de su institución, desde allí se controlaban los nexos con todas las unidades. El oficial cuya «puntualidad exacta» fue ensalzada durante décadas por sus superiores en su hoja de vida, llegó diez minutos tarde aquella mañana a su puesto de mando. «Cuando ingresé al patio de los vehículos, salió a mi encuentro el general Óscar Bonilla, que estaba muy preocupado por mi retraso». Según había ordenado el día anterior, Bonilla debía asumir el mando del Ejército si él, por un motivo de causa mayor, no se presentaba. Pinochet se reunió con el personal que le había acompañado y con oficiales adscritos a la jefatura del Ejército para explicarles que el golpe de Estado ya estaba en marcha. Solo su ayudante, el mayor Zavala, que también lo había sido de Prats, se negó a sumarse, por lo que ordenó su arresto de inmediato y posteriormente fue marginado. Mientras tanto, Gustavo Leigh ocupó el «puesto dos», en la Academia de Guerra Aérea, y Merino permanecía en Valparaíso.
A las ocho en punto, este último lanzó su primera proclama y se arrogó de manera ilegítima del grado de comandante en jefe de la Armada que ostentaba Raúl Montero, quien había sido arrestado y estaba incomunicado. Entonces empezó el asedio militar a La Moneda, donde ya se encontraba Allende, desde el sur de la ciudad y, mientras algunos tanques con infantería atravesaron la calle Teatinos hasta situarse en la plaza de la Constitución, los miembros del GAP —la escolta personal del presidente— iniciaban la preparación de la defensa del palacio de gobierno.
El régimen del terror
Desde las ocho y media, la difusión de los primeros bandos firmados por los cuatro jefes golpistas —transmitidos por emisoras como Radio Agricultura— despejó para siempre la incógnita Pinochet y, aunque el general director de Carabineros, José Sepúlveda, permanecía leal, confirmó que su institución también estaba controlada por los facciosos. Cerca de las nueve, Allende ya era consciente de que no contaba con ningún regimiento, ni en Santiago ni en provincias.
De pie, sin dudar ni un solo momento, con el teléfono tomado con firmeza y un casco puesto, [Allende] improvisó el último mensaje que dirigió a su pueblo, en el que denunció la traición de los generales: «... Mis palabras no tienen amargura, sino decepción y serán ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieran (...)».
Moy de Tohá no ha olvidado la incredulidad que compartieron muchos chilenos durante las primeras horas ante una situación prácticamente desconocida. «La sensación de un golpe de Estado era algo muy lejano porque no teníamos esa experiencia salvo episodios puntuales como el de Viaux en 1969 o el Tanquetazo del 29 de junio anterior. Por tanto, aquella mañana hice cosas muy absurdas, como lavarme el pelo o ponerme rulos en la cabeza; pensaba que todo se arreglaría y que José vendría a comer». Se comunicó también con algunas esposas de altos funcionarios gubernamentales e incluso con varios mandos militares para intentar averiguar qué sucedía y, cuando supo por los bandos golpistas quién encabezaba la sublevación, se sintió aliviada porque creía conocerle. «Nunca nadie detectó los grados de crueldad que había en su cabeza. Pensaba que, como Pinochet estaba al frente del golpe, sería posible una negociación para una salida democrática que ni siquiera implicaría que Allende dejara la Presidencia, sino quizás solo algunas concesiones para lograr consensos... Todo esto por supuesto no lo reflexionaba, sino que eran intuiciones. Pensaba que al menos conocíamos a los golpistas. Ahí el único peligroso era Leigh, una persona muy fascista, pero competente y capaz; porque Merino era tan estúpido, presuntuoso y tontorrón como Pinochet, quien se fue con los golpistas por oportunismo, no por haber hecho un análisis de la situación, porque era una persona muy primaria. Era un militar común, corriente y opaco que alardeaba de su lealtad hacia el Presidente Allende, que le aplaudía cuando otros militares no lo hacían».
11 de septiembre de 1973: tropas del ejército chileno posicionadas frente a la azotea del palacio de La Moneda durante el golpe militar liderado por el general Augusto Pinochet que derrocó al presidente constitucional chileno Salvador Allende, quien murió en el ataque al palacio. Crédito: Getty Images.
Los acontecimientos transcurrían a una velocidad de vértigo. Los aviones de la Fuerza Aérea habían destruido las torres de emisión de Radio Portales y Radio Corporación y en cualquier momento podrían derribar las de Radio Magallanes. Por ello, el presidente se apresuró a telefonear a esta emisora, propiedad del Partido Comunista, para salir de nuevo, por última vez, al aire. De pie, sin dudar ni un solo momento, con el teléfono tomado con firmeza y un casco puesto, improvisó el último mensaje que dirigió a su pueblo, en el que denunció la traición de los generales: «... Mis palabras no tienen amargura, sino decepción y serán ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieran: soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino, que se ha autodesignado, más el señor Mendoza, general rastrero que solo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al Gobierno, también se ha autodenominado director general de Carabineros. Ante estos hechos, solo me cabe decirle a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen, ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos...».
Guardias armados vigilan a los atacantes mientras el presidente chileno Salvador Allende abandona el palacio presidencial de La Moneda durante el golpe militar. Crédito: Getty Images.
Algunos minutos después, hacia las nueve y media, el almirante Patricio Carvajal le ofreció la posibilidad de abandonar el país en avión junto con su familia y sus colaboradores más cercanos, pero se negó. Si aquel día miles de ciudadanos escucharon los sucesivos mensajes del presidente de la República por radio, no pudieron conocer las órdenes que Pinochet transmitió sino hasta el 24 de diciembre de 1985, fecha en que la revista Análisis publicó la transcripción de la grabación que les entregó un radioaficionado. Cuando Patricio Carvajal le confirmó que sabían por el edecán naval que era cierto que Allende estaba en La Moneda, respondió: «Entonces hay que estar listo para actuar sobre él. Más vale matar la perra y se acaba la leva». Y minutos más tarde, bramó: «Rendición incondicional, nada de parlamentar... ¡Rendición incondicional!». Su interlocutor, de nuevo Carvajal, tomó nota: «Bien, conforme. Rendición incondicional y se le toma preso, ofreciéndole nada más que respetarle la vida, digamos». Pinochet aclaró su instrucción: «La vida y se le... su integridad física y enseguida se le va a despachar para otra parte». «Conforme. Ya... o sea que se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país», quiso precisar Carvajal. «Se mantiene el ofrecimiento de sacarlo del país... pero el avión se cae, viejo, cuando vaya volando», advirtió el jefe del Ejército, quien empezaba a sentirse claramente el amo y señor de la situación.
Poco después de las diez y media de la mañana, el coronel Roberto Guillard leyó por radio el bando n.º 5 de la Junta militar, que declaró depuesto al gobierno constitucional por «quebrantar» los derechos fundamentales, destruir la unidad nacional «fomentando artificialmente una lucha de clases estéril y en muchos casos cruenta» y poner en peligro «la seguridad interna y externa del país». «Por todas las razones someramente expuestas, las Fuerzas Armadas han asumido el deber moral que la patria les impone de destituir al Gobierno que, aunque inicialmente legítimo, ha caído en la ilegitimidad flagrante, asumiendo el poder por el solo lapso en que las circunstancias lo exijan...».
Cuando Patricio Carvajal le confirmó que sabían por el edecán naval que era cierto que Allende estaba en La Moneda, [Pinochet] respondió: «Entonces hay que estar listo para actuar sobre él. Más vale matar la perra y se acaba la leva».
A las doce menos diez, dos Hawker Hunter del Grupo n.º 7 de la Fuerza Aérea, con base en el aeropuerto de Carriel Sur, en Concepción, empezaron a bombardear La Moneda. Los cohetes Sura, de fabricación suiza, perforaron los muros, explotaron en casi todas las dependencias y pronto el aire se tornó irrespirable porque los gases lacrimógenos asfixiaban a los resistentes, quienes por orden de Allende se habían tendido en el suelo, se cubrían la cabeza y se protegían unos con otros. Se distribuyeron las escasas mascarillas antigás existentes e intentaron continuar el combate, aunque las tropas de infantería comandadas por el general Javier Palacios iniciaron el asalto, mientras los tanques disparaban contra las ventanas, en medio de las llamas y del derrumbamiento de techos y pisos. Hacia las dos de la tarde, el presidente Allende puso fin a su vida en el Salón Independencia. Minutos después, el general Palacios comunicó a sus superiores: «Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto».
Entre las cinco y las seis de la tarde, una ligera lluvia cubrió Santiago de Chile y dibujó un cielo pálido, grisáceo, muy acorde con las circunstancias. Entonces, la mayor parte de los detenidos de La Moneda —colaboradores del presidente, miembros de su escolta y diecisiete agentes de la Policía de Investigaciones— fueron trasladados en dos autobuses de la Armada, arrodillados, con las manos en la nuca y de espaldas al conductor, al Regimiento Tacna, situado entonces a apenas ocho cuadras del centro. El cuerpo de Allende fue llevado al Hospital Militar, donde le practicaron una autopsia. Y la mayoría de los ministros y exministros fueron conducidos a la Escuela Militar, donde hacia las siete de la tarde llegaron los integrantes de la Junta.
Salvador Allende. La izquierda chilena y la...
La izquierda chilena y la Unidad Popular