Más allá de las Air Jordan: Phil Knight y el celestial origen de Nike
Mucho se está hablando en estos días de «Air», la película de Ben Affleck que viaja a 1984 para mostrar el origen de la sociedad entre el por entonces novato Michael Jordan y la incipiente sección de baloncesto de Nike, un vínculo que revolucionó el mundo del deporte y la cultura pop con la creación de la icónica colección Air Jordan. Una colisión de talento e ingenio que cambió el rumbo de la firma de Oregón. Sin embargo, aquel no fue el primer gran golpe de suerte en la historia de Nike: en 1962, Phil Knight era un estudiante de la universidad de Stanford y tenía que presentar un trabajo para un seminario relacionado con espíritus emprendedores. Decidió hacerlo sobre calzado, ya que buscaba cruzar su interés por la empresa con su afición por el deporte en un producto con presumible recorrido comercial: las zapatillas de atletismo. Durante su investigación, Knight devoró todo cuanto encontró sobre importación y exportación, lo cual despertó su espíritu viajero: «¿Cómo voy a dejar mi huella en el mundo si no voy ahí fuera y lo veo?». Su primer destino fue Japón, cuyas cámaras copaban el mercado de la fotografía, un sector antes dominado por los alemanes, al igual que el de las zapatillas deportivas (consecuencia del poderío incuestionable de Adidas). Sin embargo, Japón sólo fue su primera parada: de allí saltó a Hong Kong, Filipinas, Vietnam, la India, Egipto, Turquía, Italia, Inglaterra... y Grecia, país en donde el destino le reveló el nombre de la empresa que terminaría fundando en enero del 64 y que hoy tiene una valoración estimada de unos 50.000 millones de dólares. En las siguientes líneas, un texto extraído de «Nunca te pares» (Conecta), el propio Knight recuerda algunos pormenores de su estancia en Europa y el celestial origen etimológico de Nike.
Por Phil Knight
Marzo de 1995. Phil Knight, fundador, presidente y director ejecutivo de Nike, posa junto a un par de zapatillas en una muestra dedicada a la marca deportiva. Al fondo, en el reflejo, se aprecia una escultura de Atenea Niké, la deidad que inspiró el nombre de la firma. Crédito: Getty Images.
(…) Fui a Florencia, y pasé varios días buscando a Dante, leyendo a Dante, el airado misántropo condenado al exilio. ¿La misantropía le vino antes o después? ¿Fue la causa o el efecto de su ira y de su exilio?
Permanecí un rato ante el David, impresionado por la cólera reflejada en sus ojos. Goliat no tenía ninguna posibilidad.
Viajé en tren hasta Milán, entré en comunión con Da Vinci, observé sus hermosos cuadernos y sentí curiosidad por sus peculiares obsesiones. Una de las principales, el pie humano. «Obra maestra de la ingeniería», lo denominó. «Una obra de arte.»
¿Y quién era yo para discutírselo?
Mi última noche en Milán fui a ver una ópera a la Scala. Desempolvé mi traje Brooks Brothers y lo llevé con orgullo entre uomini pertrechados con esmóquines a medida y donne embutidas en vestidos adornados con joyas. Todos escuchamos maravillados Turandot. Cuando Calaf cantó «Nessun dorma» —«¡Ocultaos, estrellas! ¡Al alba venceré! ¡Venceré! ¡Venceré!»— se me llenaron los ojos de lágrimas, y cuando cayó el telón me puse en pie de un salto. «Bravissimo!»
Fui a Venecia, pasé unos días lánguidos siguiendo los pasos de Marco Polo, y permanecí no sé cuánto rato ante el palazzo de Robert Browning. «Si obtienes simplemente belleza y nada más, tendrás casi lo mejor que Dios ha inventado.»
Mi tiempo se agotaba. Mi hogar me reclamaba. Viajé apresuradamente a París, descendí bajo el suelo del Panteón, apoyé con delicadeza la mano en las criptas de Rousseau… y de Voltaire. «Ama la verdad, pero perdona el error.» Cogí una habitación en un hotel cochambroso, contemplé cómo una torrencial lluvia de invierno llenaba de agua el callejón que había debajo de mi ventana, recé en Notre Dame, me perdí en el Louvre. Compré unos cuantos libros en Shakespeare & Company, y permanecí un rato en el lugar donde dormía Joyce, y luego F. Scott Fitzgerald. Luego bajé lentamente por la orilla del Sena, y me detuve a tomar un capuchino en la cafetería donde Hemingway y Dos Passos se leían el uno al otro el Nuevo Testamento en voz alta. El último día me paseé por los Campos Elíseos, siguiendo el camino de los libertadores y pensando todo el rato en Patton. «No le digas a la gente cómo hacer las cosas; diles qué hacer y deja que te sorprendan con el resultado.»
De todos los grandes generales, era al que más le obsesionaba el tema del calzado: «Un soldado con zapatos es solo un soldado. Pero con botas se convierte en un guerrero».
«Just Do It»
Volé a Munich, me tomé una jarra de cerveza helada en la Bürgerbräukeller, donde Hitler dio un tiro al aire y lo empezó todo. Intenté visitar Dachau, pero cuando le preguntaba a la gente qué tenía que hacer para ir apartaban la mirada, afirmando que no lo sabían. Me dirigí a Berlín y me presenté en el Checkpoint Charlie. Unos guardias rusos de rostro inexpresivo ataviados con unos pesados abrigos examinaron mi pasaporte, me cachearon, me preguntaron qué negocios tenía en el Berlín Este comunista.
—Ninguno —respondí.
Me aterrorizaba que pudieran averiguar que había asistido a Stanford. Justo antes de mi llegada, dos estudiantes de Stanford habían intentado pasar de forma clandestina a un adolescente en un Volkswagen. Todavía seguían en la cárcel.
Pero los guardias me indicaron con un gesto que pasara. Anduve unas pocas calles y me detuve en la esquina de la Marx-Engels-Platz. Miré a mi alrededor, en todas direcciones. Nada. Ni árboles, ni tiendas, ni vida. Pensé en toda la pobreza que había visto en cada rincón de Asia. Esta era una clase distinta de pobreza, de algún modo más deliberada, más evitable. Vi a tres niños jugando en la calle. Me acerqué a ellos y les hice una foto. Dos niños y una niña, de unos ocho años. La niña —gorro de lana rojo, abrigo rosa— me sonrió. ¿La olvidaré alguna vez? ¿Y sus zapatos? Eran de cartón.
Luego viajé a Viena, a las trascendentales esquinas con olor a café donde Stalin y Trotski y Tito y Hitler y Jung y Freud vivieron en el mismo momento histórico, todos ellos merodeando por las mismas cafeterías llenas de vaho, y tramando cómo salvar (o poner fin) al mundo. Caminé sobre los mismos adoquines sobre los que caminara Mozart, crucé su grácil Danubio por el puente de piedra más hermoso que había visto nunca, me detuve ante las altísimas agujas de la catedral de San Esteban, donde Beethoven descubrió que estaba sordo: alzó la vista, vio a los pájaros salir volando desde el campanario, y para su horror… se dio cuenta de que no oía las campanas.
Michael Jordan circa 1985. En sus pies, la primera generación de zapatillas Air Jordan. Crédito: Getty Images.
Por último volé a Londres. Me dirigí rápidamente al palacio de Buckingham, a Speakers' Corner, a Harrods. Me concedí algo de tiempo extra en la Cámara de los Comunes. Con los ojos cerrados, evoqué al gran Churchill: «¿Me pregunta que cuál es nuestro objetivo? Puedo responder con una palabra. La victoria, la victoria a toda costa, la victoria a pesar del terror, la victoria… Sin victoria no hay supervivencia». Deseaba desesperadamente coger un autobús a Stratford, ver la casa de Shakespeare (las mujeres isabelinas llevaban una rosa de seda roja en la puntera de cada zapato). Pero ya no me daba tiempo.
Pasé la última noche repasando mi viaje, tomando notas en mi diario. Me pregunté: «¿Cuál ha sido el momento álgido?».
«Grecia», pensé. «Sin duda, Grecia».
Cuando salí de Oregón, había dos cosas en mi itinerario que me producían una especial emoción.
Quería exponerle mi descabellada idea a los japoneses.
Y quería contemplar la Acrópolis.
Horas antes de embarcar en el aeropuerto de Heathrow, reflexioné sobre aquel instante, cuando alcé la vista hacia aquellas asombrosas columnas, y experimenté esa vigorizante conmoción que te produce toda gran belleza, pero unida a una potente sensación de… ¿familiaridad?
¿Era solo mi imaginación? Al fin y al cabo, me encontraba en la cuna de la civilización occidental. Tal vez solo quería que me resultara familiar. Pero no me parecía que fuera solo eso. Tuve algo claro: «Yo he estado aquí antes».
Y luego, al ascender por los escalones encalados, también: «Aquí es donde comienza todo».
A mi izquierda estaba el Partenón; Platón había visto cómo los arquitectos y los trabajadores lo construían. A mi derecha, el templo de Atenea Niké. Hace veinticinco siglos, según mi guía turística, había albergado un hermoso friso de la diosa Atenea, a la que se consideraba portadora de la niké, o victoria.
Esta era una de las muchas bendiciones que concedía Atenea. También recompensaba a los mediadores. Dice en la Orestíada: «Admiro… la mirada de la persuasión». Ella era, en cierto modo, la patrona de los negociadores.
No sé cuánto tiempo permanecí allí de pie, absorbiendo la energía y el poder de aquel lugar que marcó un hito en la historia. ¿Una hora? ¿Tres? No recuerdo cuánto tiempo después de aquel día descubrí la obra de Aristófanes, ambientada en el templo de Niké, en la que el guerrero le hace un regalo al rey: un par de zapatos nuevos. Tampoco sé cuándo me di cuenta de que la obra en cuestión se titulaba Los caballeros, en inglés Knights. Pero sí me acuerdo de que cuando me di la vuelta para marcharme me fijé en la fachada de mármol del templo. Los artesanos griegos la habían decorado con varias esculturas fascinantes, incluyendo la más famosa, en las que la diosa inexplicablemente se inclina hacia abajo… para atarse la correa de la sandalia.
Michael Jordan en el All-Star Weekend de la NBA de 1987. Las Air Jordan 2 le dan alas. Crédito: Getty Images.
(...)
24 de febrero de 1963. Mi vigesimoquinto cumpleaños. Crucé la puerta de Claybourne Steeet, con el pelo por los hombros y una barba de casi diez centímetros. Mi madre soltó un grito. Mis hermanas parpadearon como si no me reconocieran, o a lo mejor es que ni siquiera se habían dado cuenta de que me había ido. Abrazos, gritos, grandes carcajadas. Mi madre me hizo sentarme, me sirvió una taza de café. Quería que le contara todo. Pero yo estaba exhausto. Dejé la maleta y la mochila en el vestíbulo y me retiré a mi cuarto. Contemplé con ojos somnolientos mis cintas azules. «Señor Knight, ¿cuál es el nombre de su empresa?»
Me acurruqué en la cama, y el sueño cayó sobre mí como el telón de la Scala.
Al cabo de una hora me despertaron los gritos de mi madre: «¡A cenar!».
Mi padre, que había vuelto ya del trabajo, me abrazó en cuanto entré en el comedor. También él deseaba oír todos los detalles. Y yo deseaba contárselos.
Pero antes quería saber una cosa:
—Papá, ¿llegaron mis zapatillas?
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