Leer: cuántos significados en una sola palabra
¿Qué significa «leer»? ¿A dónde nos lleva el origen de la palabra? ¿Qué dice de cada pueblo y el origen que esta palabra tenga en cada idioma? En «Etimologías para sobrevivir al caos. Viaje al origen de 99 palabras», Andrea Marcolongo se sumerge en ese placer infinito que es la etimología, donde las palabras no sólo tienen significado sino también historia.

Ilustración de Tenniel de la edición de 1890 de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Crédito: Getty Images.
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En 1944 los estudiosos Fritz Heider y Marianne Simmel, especialistas en el campo de la psicología cognitiva y del comportamiento, llevaron a cabo un experimento publicado ese mismo año en The American Journal of Psychology. Lo que observaron los dos investigadores fue lo que se llama habitualmente «ilusión de Heider-Simmel». Se mostró ante un grupo de voluntarios una secuencia en movimiento compuesta por dos triángulos y un círculo, todo ello contenido en un espacio en blanco, y luego se les pidió que describieran lo que habían visto. La totalidad de los individuos entrevistados contó que, en las figuras geométricas que se acercaban unas a otras y chocaban entre sí para luego alejarse, habían percibido sucesivos episodios de amistad y de amor, marcados por discrepancias, rivalidades, engaños y envidias. Hubo quien habló de héroes y de antagonistas, y quien se aventuró a describir la personalidad de los personajes imaginarios y sus problemas. Se trataba simplemente de dos triángulos y de un círculo, pero ninguno de los participantes en el experimento respondió: «Formas geométricas».
Todos somos dados a interpretar la realidad que nos rodea atribuyéndole emociones, deseos, objetivos, incluso biografías. Si algo a nuestro alrededor se mueve —y nos mueve—, inmediatamente necesitamos poner orden en lo que percibimos, dar sentido al caos. Y, gracias al poder de las palabras, transformamos la vida en narraciones que nos hacen sentir un poco más seguros y un poco menos perdidos.
«Cuéntame un cuento»: desde siempre ha sido el primer instinto —la primera necesidad— de los seres humanos. Para vencer el miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a los fantasmas, a la muerte: ¿acaso los niños no piden que les cuenten «cuentos» antes de dormirse, antes de que su madre apague la luz? Cuántos relatos lleva consigo el étimo de la palabra «leer» —en italiano leggere—, de la cual derivan «lectura» y «lector», «leyenda» y «lección».
El «libro», en cambio, no; etimológicamente procede del sustantivo latino liber, literalmente: «la delgada membrana entre la madera y la corteza de un árbol», que en otro tiempo se usaba para escribir. Se trata de un homógrafo del adjetivo liber, «libre», del que se diferenciaba solo por la duración de la vocal «i», breve en el primer caso y larga en el segundo. Y es uno de los lapsus que más sonrisas provocan (y que más vergüenza me hacen sentir) cuando hablo mi segunda lengua, el francés. ¡Cuántas veces no habré dicho —y cuántas todavía no diré— «je suis livre», «soy libro», en vez de decir «soy libre», «je suis libre»!
Una travesía cultural
En griego antiguo, el verbo λέγω (/légo/), que nos remite directamente al latín legere, significaba tanto «recoger» —amapolas en un prado, cerezas de un árbol— como «escoger» —igual que en una biblioteca, poniéndonos de puntillas, con la mano tendida hacia la estantería—, como «contar», «decir»; y por ese motivo, en presente, alterna a menudo con un verbo más complejo, φημί (/phemí/), que indica exclusivamente el acto de hablar.
La palabra para expresar el placer de la «lectura», proveniente de una raíz indoeuropea *lag-, enseguida pasó a ser panrománica, y no solo panrománica (con el añadido de alguna que otra curiosidad etimológica). Pues bien, si los franceses, al mismo tiempo que «devoran» con gusto un libro (ahí tenemos la necesidad de los seres humanos, la lectura como bocado bueno que llena la tripa hambrienta de cuentos), dicen lire, y los italianos, leggere, los españoles decimos «leer», los portugueses dicen lêr y los alemanes, lesen, maravilloso nos parece el lituano lèsti, que originalmente significaba «recoger con el pico». Lo mismo que hacen los lectores en una librería —auténtica tienda de golosinas para aquel que ama las historias y los cuentos—, que van planeando con la mirada mientras recorren de arriba abajo los estantes con la vista agudísima de un águila para llevarse el libro que, entre miles y miles de títulos, han «escogido».
De la misma raíz procede la cosa más preciosa que tenemos, la «palabra», derivada del griego λέξις (/léksis/). Y esta, a su vez, da origen al «léxico»: Λεξικόν (/leksikón/), forma neutra sustantivada de un adjetivo griego en la que se sobreentiende el sustantivo βιβλίον (/biblíon/), el «libro de las palabras». Y al mismo tiempo etimológico, el «libro de las historias». Y, sobre todo, «el libro de las elecciones».
Se hace obligatorio aquí citar el diccionario A Greek-English Lexikon, llamado también Liddell & Scott, Liddell-Scott-Jones, por el nombre de sus autores, y al que se hace referencia simplemente con la sigla LSJ, la abreviatura de sus apellidos. Se trata del diccionario más autorizado del mundo por lo que respecta a la lengua griega antigua, publicado por Oxford University Press por primera vez en 1819, y que ha llegado ya a la novena revisión/edición.
Subdividida en tres variantes, o mejor podríamos decir en tres «tallas», dada su voluminosa mole —The Little, The Middle y The Big o The Great Liddell—, la obra lleva aparejada, por si fuera poco, mira por dónde, una historia: el rector del prestigioso colegio Christ Church de Oxford e infatigable supervisor del diccionario (hasta el punto de que llegó a aprobar ocho ediciones en una sola vida), Henry Liddell, fue el padre de Alice, la niña que inspiró la novela fantástica del reverendo, matemático y escritor Charles Lutwidge Dodgson, más conocido por su seudónimo: Lewis Carroll.
Cuántos significados en una sola palabra, y en una raíz tan pequeña.
El de «leer» es uno de los étimos que siempre he preferido, porque, si se le sigue la pista hacia atrás y con atención, indica que, sin «palabras», no puede existir decisión alguna. Acabaríamos ciegos, seres primitivos, incapaces de decir las cosas, como en el célebre prólogo de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez: «El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo».
Contar lo que sentimos con palabras honestas y precisas como íntima elección; eso es lo que nos pide o, mejor aún, nos implora esta etimología. Asunción de responsabilidad: si el decir las cosas tiene el poder de hacerlas reales, ¿quiénes somos entonces realmente «en palabras», o sea, en hechos, o sea, en voluntad?
En el fondo solo es eso lo que significa «hablar», y al mismo tiempo «leer»: no ya comprar un libro que tendremos durante años en la mesilla hasta que esté cubierto de polvo, con la portada descolorida por el sol que se filtra cada mañana por los cristales de la ventana. Sino, en medio de miles y miles de grumos emotivos, saber «escogernos».
O sea, saber «expresarnos».
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