«Charlie Hebdo» y «el veto del asesino»: qué significa ser europeo en el siglo XXI
El 7 de enero de 2015, los hermanos Saïd y Chérif Kouachi irrumpieron en la redacción del semanario satírico francés «Charlie Hebdo» y asesinaron a doce personas. Los atacantes, que se identificaron como miembros de Al Qaeda en la península arábiga, justificaron el ataque como represalia por las caricaturas del profeta Mahoma publicadas por la revista, cuya sede está ubicada en París. Dos días después, los terroristas fueron abatidos por la policía tras una intensa persecución y en medio de una ola de manifestaciones en Francia y en todo el mundo en defensa de la libertad de expresión bajo el lema «Je suis Charlie». En este extracto del libro «Europa. Una historia personal» (Taurus), un ensayo de referencia que mezcla historia contemporánea, reportaje de investigación y memoria íntima, el periodista británico Timothy Garton Ash recuerda aquel episodio horrible para desarrollar una idea a la que él llama «el veto del asesino» («Si dices, dibujas, escribes o publicas esto, te mataremos»), un concepto que acuñó tras la fetua decretada contra Salman Rushdie en 1989 y que guarda relación con la defensa de los valores democráticos frente a la amenaza de la barbarie.
Ankara, Turquía. 11 de enero de 2005. Imagen tomada durante una manifestación de condena a los atentados contra Charlie Hebdo. Crédito: Getty Images.
El debate en el Guardian duró todo el día. Era el jueves 8 de enero de 2015 y la mañana anterior varios periodistas de la revista francesa Charlie Hebdo habían sido asesinados en sus oficinas de París por extremistas islamistas. Los criminales dijeron que se desquitaban de la publicación de unas viñetas satíricas de Mahoma en el semanario. Al salir de la redacción bañada en sangre, gritaron: «¡Hemos vengado al profeta Mahoma!». El personal y los colaboradores del principal periódico británico liberal de izquierdas nos preguntábamos si debería reproducir algunos de los dibujos.
Yo sostuve que sí. Nos gustaran o no, esas caricaturas a todas luces ofensivas eran noticia de portada. Los lectores deberían tener la posibilidad de formarse una opinión sobre ellas. Mediante el acto simbólico de reproducirlas, el Guardian manifestaría su solidaridad con los periodistas franceses asesinados y sus colegas. Demostraríamos sobre todo que la intimidación violenta no triunfaría. Desde la fetua decretada contra Salman Rushdie en 1989 nos enfrentábamos a lo que mi obra sobre la libertad de expresión me había llevado a denominar «el veto del asesino», que reza: «Si dices, dibujas, escribes o publicas esto, te mataremos». Debíamos dejar claro que el veto del asesino no se impondría.
Esgrimiendo esos argumentos, propuse en internet una «semana de la solidaridad», en la que una amplia gama de periódicos, emisoras de radio, canales de televisión y blogueros publicaran una selección de caricaturas de Charlie Hebdo —no solo las de Mahoma, sino también dibujos ofensivos de judíos y cristianos— con una introducción en la que explicaran por qué las reproducían. Cuantos más fuéramos, menor peligro correríamos. Si solo uno o dos diarios mostraban las viñetas, sufrirían ataques violentos. Mi llamamiento se publicó en periódicos que iban desde El País y La Repubblica hasta Gazeta Wyborcza y The Hindu. Fracasó de forma estrepitosa. A los directores les angustió la posibilidad de volver a publicarlas. Dean Baquet, jefe de redacción del New York Times, declaró que había «pasado la mitad del día» dándole vueltas. Cada publicación hizo lo que quiso cuando consideró oportuno: unos las reprodujeron y otros no.
Como el periodismo es un negocio muy competitivo, yo debería haberlo supuesto. Sin embargo, no me equivoqué al señalar la necesidad de una acción colectiva. El director del Independent ofreció esta reveladora explicación de por qué resolvió no seguir su deseo instintivo de reproducirlas: «En mi opinión, la decisión unilateral en el Reino Unido de ser el único periódico que siguiera adelante y las publicara habría entrañado un riesgo excesivo». Las oficinas del Hamburger Morgenpost fueron atacadas con un artefacto incendiario el día en que, unilateralmente, reprodujo algunas de las caricaturas.
El Guardian decidió no publicarlas. Alan Rusbridger, su director desde hacía tiempo, argumentó que el imperativo de la solidaridad no debería impulsarnos a orillar nuestros valores editoriales del buen gusto y la cortesía; eso sería en sí mismo una victoria para los asesinos. Más llamativo fue el caso del Jyllands-Posten, el periódico que en 2005 había publicado las conocidas como «viñetas danesas». Mientras que otros diarios daneses reprodujeron los dibujos de Charlie Hebdo, el Jyllands-Posten no lo hizo alegando su «singular posición» y la inquietud por la seguridad de su personal. El director que había encargado las viñetas de 2005, Flemming Rose, declaró en la BBC: «Hemos cedido». Y añadió: «La violencia da resultado. A veces la espada puede más que el lápiz».
Entretanto, la etiqueta de Twitter #JeSuisCharlie («Yo soy Charlie») empezó a propagarse en las redes sociales de todo el mundo. Yo la usé de inmediato. El domingo siguiente, en París, miles de pancartas y carteles proclamaban Je suis Charlie en una manifestación multitudinaria que se inició, con un simbolismo deliberado, en la plaza de la República. Estaban en juego los valores de la República francesa. La canciller alemana Angela Merkel, el primer ministro británico David Cameron y el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu se unieron a los líderes franceses que estaban en la cabecera, al igual que el rey Abdalá II de Jordania.
Desde la fetua decretada contra Salman Rushdie en 1989 nos enfrentábamos a lo que mi obra sobre la libertad de expresión me había llevado a denominar «el veto del asesino», que reza: «Si dices, dibujas, escribes o publicas esto, te mataremos».
La semana siguiente, la portada de Charlie Hebdo mostraba a un Mahoma lloroso que sostenía un letrero con el siguiente mensaje: «Je suis Charlie». Sobre su cabeza se leían las palabras «Tout est pardonné» («Todo está perdonado»). En una conmovedora rueda de prensa, su creador, Renald Luzier, uno de los pocos humoristas gráficos habituales de la revista que se habían salvado, reveló que él mismo había llorado después de dibujarla. «Al final —explicó— tuvimos la maldita portada. No era la que los terroristas querían que hiciéramos, porque no hay terroristas en ella. Solo aparece un hombre llorando. Un hombre llamado Mahoma».
El Guardian sí reprodujo esa imagen en su edición digital, con la advertencia de que algunos lectores podrían considerarla ofensiva. Entretanto había empezado a circular en las redes sociales una insidiosa contraetiqueta: #JeNeSuisPasCharlie («Yo no soy Charlie»). Solo unos años después era posible crear una pequeña biblioteca con los textos que interpretaban y discutían el significado de esas dos frases en apariencia tan simples: «Yo soy Charlie»; «Yo no soy Charlie».
Londres, Inglaterra. 11 de enero de 2005. Momento de una vigilia en Trafalgar Square, uno de los puntos en donde se concentraron multitudes en homenaje a las personas que murieron en los ataques terroristas de París. Crédito: Getty Images.
El atentado a Charlie Hebdo no fue solo un caso extremo ni un hecho aislado. La revista había reproducido las viñetas danesas en 2006, sus oficinas habían sido atacadas con un artefacto incendiario en 2011 y había publicado caricaturas más escandalosas de Mahoma en 2012. En una de ellas, la figura sagrada de los musulmanes aparecía de espaldas, a cuatro patas, desnuda, con los testículos y el pene colgando, una estrella sobre el culo y las palabras «Ha nacido una estrella». El número de Año Nuevo de 2015, que circulaba cuando los asesinos irrumpieron en la reunión editorial, mostraba en la portada a un barbudo yihadista con un AK-47 bajo las palabras «Todavía sin atentados en Francia». Ironía sobre ironía.
Al cabo de cinco años, en 2020, el juicio a algunos de los implicados en esa atrocidad y en un atentado contra un supermercado judío desencadenaría otra oleada de violencia. Un profesor llamado Samuel Paty fue decapitado por un asesino solitario tan solo por haber mostrado en clase un par de las viñetas de Mahoma de Charlie Hebdo. Paty las había enseñado con el único propósito de promover el debate sobre los límites legítimos de la libertad de expresión. Antes de mostrarlas había invitado a los alumnos que pudieran sentirse ofendidos a apartar la vista o salir del aula. El presidente Emmanuel Macron honró la memoria del docente en una ceremonia que tuvo lugar en la Sorbona. Ante el ataúd afirmó con actitud desafiante:
Defenderemos la libertad que usted enseñaba tan bien y proclamaremos el valor del laicismo. No renunciaremos a las caricaturas y los dibujos, aunque algunos se echen atrás. Brindaremos todas las oportunidades que la República debe a su juventud, sin discriminación alguna.
El caso de Charlie Hebdo puso de relieve la cuestión de la violencia. Mientras la «guerra contra el terrorismo» de George W. Bush parecía cosa del pasado para unos Estados Unidos que vivían en gran parte libres de atentados de terroristas islamistas, Europa siguió sufriéndolos: un mercado navideño de Berlín; el metro y el aeropuerto de Bruselas; el puente de Westminster en Londres y un pabellón de conciertos en Manchester; Estocolmo, San Petersburgo, Barcelona. Francia fue atacada una y otra vez. Después de Charlie Hebdo les tocó a la sala Bataclan de París, al paseo marítimo de Niza, a la ciudad de Trèbes, a un sacerdote de ochenta y cinco años en Normandía y al profesor Samuel Paty. Los franceses vivían con el peligro cotidiano de los atentados terroristas del mismo modo que, en los años setenta y ochenta, los británicos habían vivido con las bombas del IRA, el Ejército Republicano Irlandés.
Un profesor llamado Samuel Paty fue decapitado por un asesino solitario tan solo por haber mostrado en clase un par de las viñetas de Mahoma de Charlie Hebdo. Paty las había enseñado con el único propósito de promover el debate sobre los límites legítimos de la libertad de expresión.
Casi todas esas atrocidades las cometieron hombres jóvenes que habían pasado la mayor parte de su vida en Europa; incluso muchos de ellos habían nacido allí. Al igual que después del 9/11, el 11M en España y el 7/7 en el Reino Unido, los europeos se preguntaron: ¿por qué lo hacen? Algunos analistas apuntaron a causas sociales en los barrios desfavorecidos donde muchos de esos jóvenes habían crecido. Los polemistas culpaban a un único «islam» indiferenciado. Quienes estudiaban el fenómeno de la radicalización de la segunda generación replicaban: pero ¿qué islam? ¿Sufí o salafista? ¿Wahabí o la rama barelvi? Se había animado a la generación de inmigrantes «trabajadores invitados» a venir a trabajar a Europa y luego se había dejado con toda despreocupación que vivieran de prestaciones sociales en zonas como Seine-Saint-Denis, en la banlieue de París.
Con idéntica despreocupación, Europa había permitido que al frente de muchas de sus mezquitas hubiera imanes formados en países como Turquía y Arabia Saudí, los cuales propagaban versiones muy conservadoras o radicales y combativas del islam. Peor aún eran los pseudoimanes autoproclamados, sin ningún cargo oficial, que vemos que tienen un papel fundamental en la biografía de muchos terroristas islámicos europeos. Cuando a los jóvenes ya radicalizados los enviaban a la cárcel por su primer delito, el centro penitenciario se convertía en una escuela de más radicalización a manos de reclusos extremistas islamistas endurecidos. Oriente Próximo en sentido amplio —Irak, Palestina, Afganistán, Argelia, Yemen, Libia— proporcionaba argumentos para la guerra santa y, por añadidura, lugares de entrenamiento terrorista cuando el nuevo recluta salía de la prisión.
Todos esos elementos se hallaban presentes en la biografía de los asesinos de Charlie Hebdo, los hermanos Chérif y Saïd Kouachi. Eran hijos de inmigrantes argelinos y tuvieron una primera infancia de pobreza e infelicidad. Su padre murió de cáncer siendo aún joven y su madre sucumbió al alcohol, las drogas y tal vez la desesperación suicida, de modo que los adolescentes huérfanos quedaron al cuidado de la asistencia social. Tras la invasión estadounidense de Irak, los muchachos empezaron a prestar más atención al islam. Un pseudoimán autoproclamado inició la radicalización de los hermanos. Influido por él, Chérif, el menor, proyectó un viaje a Siria, pero fue arrestado y pasó veinte meses en prisión preventiva en una cárcel francesa con muy mala fama. Allí, donde se suponía que el Estado debía mantenerlo a salvo, un reclutador de Al Qaeda lo preparó para que se convirtiera en terrorista. Tanto Saïd como Chérif estuvieron en un campamento islamista de Yemen, donde se les instruyó en el uso de las armas. Tras asesinar a los periodistas de Charlie Hebdo, los hermanos se identificaron como miembros de Al Qaeda en Yemen. El antisemitismo era otro ingrediente conocido en la mezcla. «Es por los judíos», dijo Chérif.
París, Francia. 7 de enero de 2005. Miles de personas acudieron a la Plaza de la República con pegatinas y carteles que decían Je suis Charlie (Yo soy Charlie), un lema destinado a mostrar solidaridad con las víctimas. Crédito: Getty Images.
Un año después, un estudio del Instituto Montaigne, un centro de investigaciones francés, mostró que una gran mayoría de los musulmanes franceses se sentían razonablemente a gusto en el país y jamás apoyarían puntos de vista radicales islamistas, y mucho menos empuñarían un arma. Un 30 por ciento de los encuestados declaró no acudir nunca a la mezquita y otro 30 por ciento solo iba en ocasiones especiales, como la fiesta del fin del ayuno. Sin embargo, fueron los actos de la minoría violenta los que dieron forma a un creciente debate sobre la identidad europea.
Cuando el presidente islamista turco Recep Tayyip Erdoǧan todavía intentaba abogar por la entrada de su país en la Unión Europea, la exhortó a demostrar que no era un «club cristiano». Precisamente un club cristiano era lo que durante más de mil años muchos europeos habían pensado que era su civilización respecto al islam. Europa era el hogar de la cristiandad y había que defenderla contra el «infiel», el «turco», el «moro». En el debate sobre el posible ingreso de Turquía a la Unión Europea todavía se perciben ecos de esa antigua versión de la identidad cristiana, aun cuando ni siquiera los europeos contemporáneos lograron ponerse de acuerdo para mencionar el cristianismo en el preámbulo de la propuesta de Constitución europea. Terroristas antimusulmanes de ultraderecha, como el noruego Anders Behring Breivik, recuperaron el vocabulario de la «cruzada».
Sin embargo, ese no fue el principal significado de «Charlie». «Charlie» simbolizó muchas cosas distintas para distintas personas, pero para unas pocas —si es que hubo alguna— simbolizó el cristianismo frente al islam. Para quienes se manifestaron bajo las pancartas de «Yo soy Charlie», incluido el rey Abdalá II de Jordania, «Charlie» representó sin duda la idea básica de que no debemos matar a los demás por lo que digan o escriban. Para la mayoría de los europeos, «Charlie» encarnó en general la defensa de los valores de la Ilustración, como la libertad de expresión, la tolerancia y el laicismo. En Francia simbolizó para muchos la versión concreta del laicismo francés, la laïcité, que el presidente Macron prometió apuntalar. Establecida por ley por primera vez en 1905 tras más de un siglo de encarnizado conflicto entre la Iglesia católica y los herederos anticlericales de la Revolución francesa, la laïcité exigía no solo la separación entre Iglesia y Estado, sino también la rigurosa exclusión de la religión de la vida pública.
«Charlie» simbolizó muchas cosas distintas para distintas personas, pero para unas pocas —si es que hubo alguna— simbolizó el cristianismo frente al islam (...). Para la mayoría de los europeos, «Charlie» encarnó en general la defensa de los valores de la Ilustración, como la libertad de expresión, la tolerancia y el laicismo.
Por lo demás, hubo otros significados más particulares. Para los humoristas gráficos, «Yo soy Charlie» fue una defensa de una tradición típicamente francesa de caricaturas escandalosas, que se remontaba al menos a los retratos del rey Luis Felipe como una pera y un orondo Gargantúa, que merecieron una temporada entre rejas a dibujantes cómicos del xix como Honoré Daumier. Para la mayoría de los periodistas de la revista y muchos de sus coetáneos, «Charlie» guardaba asimismo relación con el legado de 1968: no solo el laicismo, sino también el ateísmo, una amplia libertad de expresión, la libertad sexual y otras libertades relativas al estilo de vida. En suma, una versión sesentayochista de la Ilustración.
En su libro Asesinato en Ámsterdam, Ian Buruma plasma la especial preocupación de los sesentayochistas neerlandeses que en su juventud se habían librado por fin de la influencia de las iglesias cristianas que, en su opinión, sofocaban la vida del país, solo para ver cómo lo que consideraban una religión aún más intolerante se colaba por la puerta de atrás. Fue el estilo de vida ateo, libre y liberal de los sesentayochistas y postsesentayochistas lo que produjo una esquizofrenia cultural aguda en algunos musulmanes europeos de segunda generación: los que no son de aquí ni de allí. El cristiano tradicional practicante y socialmente conservador, más fácil de encontrar en Estados Unidos que en Europa Occidental, era mucho menos problemático para ellos. Fueron sobre todo esas versiones más radicales, ateas y liberales en lo social de #YosoyCharlie lo que algunos musulmanes europeos rechazaron con #YonosoyCharlie.
Tuiteé #YosoyCharlie sin dudarlo, pero ahondar en los numerosos significados de #YosoyCharlie suponía preguntarse nada menos qué significaba ser europeo en el siglo XXI.
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