La casa muerta: regreso a Chernóbil
En noviembre de 2016, tres décadas después de que ocurrió el peor accidente nuclear de la historia —que la Unión Soviética se esforzó en ocultar durante semanas, mientras la radiación alcanzaba todos los rincones de la Tierra—, Ucrania dio por terminada la construcción de un inmenso sarcófago de 32.000 toneladas para mantener encerrados durante otros cien años los residuos radioactivos. En estos fragmentos del texto inédito «Y las abejas dejaron de zumbar», Carmen G. de la Cueva vuelve sobre los pasos de la premio Nobel bielorrusa Svetlana Alexiévich y de su libro «Voces de Chernóbil» y recupera los recuerdos de aquel 26 de abril de 1986 en que los insectos ya no levantaron el vuelo: fueron los primeros en darse cuenta de que la radiación flotaba muda e invisible en el aire.
Una habitación en Chernóbil, con una máscara de gas y objetos que ya nadie podrá usar de nuevo a causa de la radiación que contienen. Crédito: Getty Images.
En su primer viaje a la zona de exclusión de Chernóbil, la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich vio un mundo familiar, unas tierras que conocía bien. El sol brillaba alegre en el cielo, los huertos estaban cubiertos de flores y se oía el murmullo del agua al correr por el río. A la vista, todo estaba como siempre: «La misma tierra, la misma agua, los mismos árboles... En ellos, tanto las formas como los colores, así como los olores, son eternos, y nadie será capaz de cambiarlos, ni siquiera un poco». Pero alguien le explicó que no podía arrancar las flores de la tierra, ni sentarse sobre la hierba, ni beber agua de los manantiales. Lo que sobrevive a la destrucción es solo aquello que resiste: la hierba, las flores silvestres, el canto de los pájaros. Ese primer día, al atardecer, observó cómo un pastor intentaba dirigir su vacada al río, y las reses, al acercarse al agua, daban media vuelta. El peligro estaba allí solo perceptible para los sentidos de los animales. La radiación no se podía ver ni tocar ni oler. «La muerte —explica Alexiévich— se escondía por todas partes. Una muerte con una nueva máscara. Con aspecto falso». Un mundo familiar que se desmoronaba. En su discurso de agradecimiento al Nobel de Literatura recordaba cómo la gente mayor que había sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial, de nuevo, era evacuada y miraba al cielo sin comprender nada: «El sol brilla... No hay ni humo, ni gas. No disparan. No parece una guerra. Pero volvemos a ser refugiados».
El 26 de abril de 1986 a la una y veintitrés minutos de la madrugada hubo una serie de explosiones en la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil que destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético. La central se encuentra situada cerca de la frontera bielorrusa, un país que hasta entonces poco lugar había ocupado en la historia. Al comienzo de Voces de Chernóbil, Svetlana Alexiévich recoge una serie de datos sobre Belarús (Bielorrusia) aparecidos en distintos medios que ayudan a entender la magnitud del desastre. Por ejemplo, en 1986, Belarús tenía diez millones de habitantes y era un país agrícola sin ninguna central atómica en su territorio. Pero después de la catástrofe nuclear, se perdieron cuatrocientas ochenta y cinco aldeas y pueblos, y setenta de ellos están enterrados bajo tierra como si la erupción de un volcán los hubiera sorprendido de repente: todo está tal y como lo dejaron sus vecinos y permanece intacto en la oscuridad.
Veinte años después de la explosión del reactor, según la información que recoge Alexiévich, uno de cada cinco habitantes de Belarús vivía en territorio contaminado. La escritora aporta datos más exactos: dos millones cien mil personas, de ellos, setecientos mil niños. En las regiones de Gómel y Moguiliov, la mortalidad ha superado a la natalidad en un veinte por ciento. Una cuarta parte de los bosques y más de la mitad de los prados en los márgenes de los ríos Prípiat, Dnepr y Sozh están en zonas radioactivas. La Unión Soviética envió a Chernóbil a unos ochocientos mil soldados y «liquidadores», hombres que se encargaban de apagar las llamas, matar a los animales y enterrarlo todo. La media de edad de estos hombres eran los treinta y tres años. Y desde 1990 hasta 2003 fallecieron ocho mil quinientos cincuenta y tres, un promedio de dos al día. Los datos son todavía más abrumadores entre la población civil: seis mil casos de enfermedades oncológicas por cada cien mil habitantes. La cifra ha aumentado en un setenta y cuatro por ciento después de la catástrofe. Trece de cada catorce personas que mueren tienen entre cuarenta y seis y cincuenta años. Casi nadie llega a viejo en Belarús.
Otra guerra
Desde el 26 de abril hasta el 6 de mayo de 1986, la radiación alcanzó todos los rincones de la tierra. En los días siguientes al accidente, fueron científicos suecos los primeros en detectar altos niveles de radiación en el aire. A comienzos de mayo, se descubrieron cantidades significativas de rutenio y yodo en todas las regiones de Canadá. Países como Kuwait, India y Japón también se vieron afectados. El cuarto bloque de la central se cubrió con decenas de toneladas de hormigón. La estructura resultante pasó a llamarse «el sarcófago» y debía mantener todo bajo control durante treinta años. En noviembre de 2016, se inauguró un nuevo sarcófago conocido como «el arca» que debería durar otros cien años.
Alexiévich nos pide que imaginemos «una casa sin habitantes, pero con sus enseres. Los muebles, la ropa, objetos que ya nadie podrá usar de nuevo nunca». Una casa donde sus habitantes han pasado toda una vida, el lugar de sus muertos. Esa casa muerta está en Chernóbil. Si por casualidad alguien, obviando todas las prohibiciones, pasea por el prado de enfrente a la hora tardía en que se hunde el sol y todo se vuelve pálido, como en los versos del poeta griego Yannis Ritsos, «a la hora en que todo parece perdido y todo parece posible», entonces podrá sentir cierta compasión por aquellos que vivían allí y que, resignados y con las manos manchadas de sombra, tuvieron que abandonarlo todo.
Ahora todo es silencio.
Alexiévich nos pide que imaginemos «una casa sin habitantes, pero con sus enseres. Los muebles, la ropa, objetos que ya nadie podrá usar de nuevo nunca».
Mientras la radiación lo empapaba todo, se produjo una oscura pausa, «un momento de mudez», como lo definió Alexiévich, en el que la gente tenía miedo. A todo aquel desastre le siguió un gran silencio. En aquellos meses de 1986, la hermana de la escritora agonizaba en un hospital de Minsk y ella pasaba el mayor tiempo posible a su lado. Uno de esos días la telefoneó una amiga sueca que le habló de un grave accidente en una central nuclear. Y tres meses después se encontró con el escritor Ales Adamóvich, quien le contó todo lo que sabía. Tres meses más tarde fue a visitar la zona. Lo que vio allí le recordó todo lo que le habían contado sobre la guerra, pero más extraño y doloroso si cabe. Un sueño, una pesadilla, quién sabe si un mundo paralelo.
«¿Qué guerra era aquella? —se preguntó—. Estábamos en Minsk bebiendo tranquilamente un café, mientras la Tercera Guerra Mundial, la guerra de Chernóbil, ya había comenzado. La radiación se cernía sobre nosotros, nos iba matando a todos, pero ni la veíamos ni la oíamos». Su deseo fue escribir un libro inmediatamente después de la catástrofe. Entonces vio cómo las ancianas se abrazaban a sus enseres sin entender por qué debían abandonar sus hogares si el sol brillaba y las amapolas florecían en los campos. Esa imagen fue la que hizo que Alexiévich comprendiera el profundo problema que tenían entre manos. No solo tenía que ver con la guerra o la muerte, sino con el fin de una cultura y la ausencia de respuestas para afrontarlo.
Tardó cinco años en encontrar el camino para hablar sobre Chernóbil y veinte años en escribir un libro que trataría sobre una nueva comprensión del mundo.
«¿Qué guerra era aquella? La radiación se cernía sobre nosotros, nos iba matando a todos, pero ni la veíamos ni la oíamos».
«En los primeros días nadie se imaginaba el peligro que entrañaba lo que acababa de suceder. Ni siquiera los científicos que fueron enviados en avión a Chernóbil lo concebían. De hecho, viajaron sin sus útiles de aseo. Les dijeron que había tenido lugar un accidente en la central nuclear y pensaron que viajarían hasta allí, echarían un vistazo, darían su opinión y se marcharían tan panchos. Éramos tremendamente ingenuos. La gente tomaba el sol y pescaba como si nada. En Rusia la vida humana no vale nada». Una noche, mientras hablaba sobre Tsiolkovski y Gorbachov, sobre Stalin y Hitler con los liquidadores de Chernóbil en su albergue, entró una mujer a dejar un tentempié en el centro de la mesa y Alexiévich vio las manchas rojas que, atisbadas en las muñecas, parecían cubrirle los brazos.
La escritora quiso saber qué ocultaba debajo de las mangas y ella le explicó que, diariamente, tenían que lavar a mano los monos de trabajo de los liquidadores. Nunca les llevaron las lavadoras prometidas y cada día frotaban y frotaban con sus propios dedos la radiación de aquellos trajes. Alexiévich se volvió hacia el jefe del grupo para preguntarle cómo podía ser aquello posible y él, lacónico y socarrón, dijo: «Bueno, las promesas son promesas, ya sabe». Y siguió con su cháchara filosófica, como si los problemas del mundo se resolvieran así. «Yo estoy segura de que, en esa situación, cualquier persona de un país occidental habría estado hablando de las lavadoras y no de las locas ideas de Tsiolkovski. Y en Occidente esos hombres hubieran tenido a lavadoras lavando sus uniformes y no a sus mujeres kamikazes».
Un parque de diversiones de Prípiat abandonado en 1986. Crédito: Getty Images.
Un año después del desastre nuclear, alguien le preguntó por qué no escribía. Todos escribían sobre Chernóbil y, precisamente ella, que conocía bien la zona, que hundía sus raíces en la tierra blanca de Belarús, guardaba silencio: «Yo no sabía cómo escribir sobre esto, con qué herramientas, desde dónde enfocarlo. Si antes, cuando escribía mis libros, me fijaba en los sufrimientos de los demás, a partir de entonces mi vida y yo nos convertimos en parte del suceso. Se fundieron en una sola cosa y no había manera de mantener una distancia».
¿Cómo contar la catástrofe? ¿Cómo contar la vida de aquella gente que entendía Chernóbil no como metáfora del fin del mundo, sino como el fin mismo de su vida tal y como la conocían?
Podría haber escrito un libro más, uno de esos que contaran el cómo, el qué y el cuándo sin pararse a ahondar en el dolor del alma eslava. Hubo algo que la detuvo, «la sensación de misterio», confesaba, la impresión como un rayo que lo atravesaba todo —conversaciones, temores, cotidianidad—. «Sencillamente, ya no bastaba con los hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a penetrar en el significado de lo que acontecía. Estábamos bajo el efecto de la conmoción. Y yo estaba buscando a esa persona conmocionada».
Al comienzo de Voces de Chernóbil, Svetlana Alexiévich se entrevista a sí misma a propósito de su libro y de su escritura. En su literatura su propia voz tiene poca cabida porque está contenida en las de los otros.
Pero, como en unas breves y certeras notas en los márgenes, fuera del tiempo y del espacio de las cosas, la autora se toma un tiempo para explicar a los lectores la vocación de su búsqueda: «Me dedico a lo que he denominado la historia omitida, las huellas imperceptibles de nuestro paso por la tierra y por el tiempo. Escribo y recojo la cotidianidad de los sentimientos, los pensamientos y las palabras. Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario: tanto las inhabituales circunstancias como la gente».
Han pasado treinta y tres años desde la catástrofe y los radionúclidos siguen diseminados por los bosques, en las orillas del río, en las paredes de todas esas casas muertas, en las raíces de los pinos y en los pozos subterráneos. Los radionúclidos, desde el punto de vista del hombre, son eternos, como la literatura de Alexiévich. Pasado, presente y futuro están contenidos en su escritura. «¿Qué somos capaces de entender? —se pregunta—. ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo?». Chernóbil fue una catástrofe del tiempo.
¿Cómo contar la catástrofe? ¿Cómo contar la vida de aquella gente que entendía Chernóbil no como metáfora del fin del mundo, sino como el fin mismo de su vida tal y como la conocían?
Un viejo apicultor le contó a Alexiévich que, cuando salió al jardín la mañana del 27 de abril de 1986, notó que faltaba algo, un sonido del que sentía su ausencia. Aquello que faltaba era el zumbido de las abejas.
Las abejas se habían dado cuenta de que la radiación caía sobre ellas y no levantaron el vuelo en mucho tiempo. Las abejas dejaron de zumbar y los hombres seguían con su vida como si no ocurriera nada porque nada supieron de lo terrible que fue aquella explosión hasta mucho tiempo después. ¿Y las lombrices? Un par de pescadores le confesaron a la escritora que esperaban una explicación por la televisión. Las lombrices estaban a salvo. Habían agujereado la tierra en profundos hoyos y permanecían escondidas allí abajo. Ellos cavaron y cavaron sin encontrar ni una sola lombriz para ir a pescar y no entendían nada. ¿Cómo podían salvarse ellos?
«En la tierra de Chernóbil —confiesa Alexiévich— uno siente lástima del hombre. Pero más pena dan los animales».
Cuando la zona muerta se desalojó, los habitantes habían dejado sus vidas allí, sus casas, sus trastos y hasta a sus animales.
¿Qué es lo que quedó? Los llamados «cementerios de animales». Cuenta Alexiévich cómo en las aldeas vacías entraban los soldados y cazadores a matar a los animales a tiros. Los animales acudían al oír las voces humanas, desconcertados ante tanta mudez, y ellos los mataban allí mismo. «El recuerdo más insoportable que guardo de Chernóbil era ver a los hombres abandonar los bosques contaminados dejando atrás a los animales. Más tarde los soldados se encargaron de matarlos y enterrarlos en gigantescas tumbas después de someter los cuerpos a tratamiento biológico. Los soldados entraban en las aldeas y los animales corrían al llamado de sus voces. Aún no sabían que los hombres los habían traicionado».
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