Cuando Valerie Solanas disparó a Andy Warhol: cronología de un intento de magnicidio
Brillante en sus estudios de psicología y mordaz en su activismo y escritura feminista, Valeria Solanas fue mucho más que la casi asesina del rey del arte pop. Los abusos sexuales que sufrió durante su infancia, así como una adolescencia marcada por la experiencia de la prostitución, la llevaron a defender la aniquilación del sexo masculino como el único remedio con el que podían contar las mujeres. Pero Solanas no disparó a Warhol (solo) por ser hombre, sino por haber extraviado —según él mismo le comentó— su manuscrito de «Up Your Ass» (que se podría traducir como «que te follen por el culo»), una obra de teatro firmada por Solanas que Warhol se habría comprometido a producir. Con todo, aquellos disparos fueron más letales para quien empuñaba el arma que para su objetivo directo, quien ni siquiera interpuso una denuncia. Sumida de nuevo en el oscuro mundo de las drogas, la mujer terminó sus días en un asilo benéfico. En las siguientes líneas, recogidas en el libro «Warhol. La vida como arte» (Taurus), el crítico de arte Blake Gopnik narra el que pudo haber sido el último día de vida del artista.
Por Blake Gopnik

Portada del Daily News del 4 de junio de 1968 en la que se informa del intento de asesinato de Warhol. En la imagen de la izquierda se ve al comisario de arte Mario Amaya con la camisa cubierta de sangre. Crédito: Getty Images.
La mañana del lunes 3 de junio de 1968, Nueva York era un lugar bastante insulso. La portada de The New York Times mostraba la mezcla habitual de noticias de finales de la década de 1960: una marcha contra la pobreza; la integración racial en las escuelas; problemas en Francia, Italia, Israel, Turquía... y, por supuesto, Vietnam. La ciudad en sí apenas merecía mención. Ni siquiera el clima tuvo nada especial: el pronóstico indicaba unas máximas típicas de mediados de los setenta, nubes y algún que otro chubasco.
Es probable que Warhol durmiera hasta tarde aquel día, por lo general solía hacerlo, y además, en ese momento tenía jet lag porque acababa de volver de filmar una película de surfistas (o algo así) en San Diego. En todo caso, tampoco tenía nada urgente que hacer aquel día, ni nada excitante previsto para aquella semana. No tenía cuadros que serigrafiar, el encargo de Sunset para los De Menil no había salido adelante, y el único trabajo cinematográfico pendiente que le quedaba era la edición de Lonesome Cowboys y del nuevo metraje de los surfistas. Hizo su habitual ronda de llamadas matutinas, incluso a Fred Hughes, que le contó que volviendo de Max's la noche anterior le habían atracado y robado su reloj favorito. Nueva York ya no era lo que había sido cuando Warhol se mudó allí, diecinueve años antes.
Nuestro artista se vistió, con un conjunto perfecto para su personalidad postmod de Union Square: pantalones holgados de pana ancha oscura, un jersey oscuro y un pañuelo claro que se ajustó bien al cuello, y una chaqueta de cuero entallada y de color castaño que había sustituido a la negra de motorista. («Como el resto del mundo llevaba cazadora negra de cuero, él se ponía una de cuero marrón», contaba Billy Name). Cogió su última bolsa de viaje gratuita, esta vez obsequio de Irish International Airways, y su fiel magnetófono Uher y se fue a comer con Bert Stern, un fotógrafo que es más conocido por los retratos que hizo de Marilyn Monroe en sus últimos días, pero que también había fotografiado a Edie Sedgwick. Después, inusualmente, Warhol fue caminando desde el centro hasta su nuevo estudio, donde estuvo charlando con el conserje antes de tomar el ascensor hasta el sexto piso y el destino que allí le esperaba.
Ese mismo día, Valerie Solanas se había levantado temprano, en la habitación que fuera entonces su alojamiento, pues la habían echado del hotel Chelsea el octubre anterior. («Quería acabar con todos los hombres —declaró el gerente—. Sus actividades no cuadraban bien con el resto de inquilinos»). Dedicó un especial cuidado a su aspecto: se maquilló los ojos, se pintó los labios y se puso un vestido, todo ello casi inaudito para ella. Una de las primeras paradas que hizo fue en casa de su amiga May Wilson, una artista bohemia de sesenta y tres años del entorno de Ray Johnson que vivía en un estudio al lado del Chelsea. Desde hacía un tiempo, esta había dejado a Solanas que guardara una bolsa de «ropa sucia» bajo su sofá cama, y hacía bromas a sus amigos acerca de que en el interior podías distinguir el contorno de un arma. Una de las dos que guardaba, pues cuando arrestaron a Solanas aquella noche llevaba una Beretta automática de calibre 32 y también un revólver Colt de calibre 22. En la mesa de centro del estudio había una revista de arte en la que el hijo de Wilson había publicado no hacía mucho un artículo importante..., sobre un tal Andy Warhol.
La biografía definitiva
Desde allí, Solanas atravesó la ciudad hasta Brooklyn, para hacer una visita a otra bohemia llamada Margo Feiden, que con sus poco más de veinte años era la productora más joven que había estrenado en Broadway, y una de las pocas mujeres en hacerlo. Solanas, que al parecer ese día tenía todo tipo de negocios en mente, fue ver a Feiden sin cita previa y con la última versión de Up Your Ass en mano, para que se la produjera. Esta había salido a hacer un recado, y al volver se encontró a Solanas en la escalinata de su edificio, oliendo «fuerte» y vestida de manera extraña con un abrigo de invierno y guantes que ocultaban por completo su género. (Parece ser que las personas que sufren de psicosis a menudo se ponen más ropa de la necesaria). Nada de ello hizo dudar a Feiden, quien invitó a la extraña desconocida a entrar en su apartamento.
Las dos estuvieron hablando durante horas y, a Feiden, Solanas le pareció «fascinante»; irracional, sí, pero también profundamente inteligente cuando respondía a sus preguntas sobre SCUM «igual que si se hubiera preparado para presentar una tesis doctoral». Al final, le confesó que no pondría la obra en escena. «Oh, sí que lo harás —le respondió Solanas—. Ahora voy a pegarle un tiro a Andy Warhol y eso me hará famosa. Eso hará que la obra sea famosa y tú la producirás». Y blandió un arma para demostrar sus intenciones. «Es mejor que no lo hagas; no vayas a matarlo», dijo su anfitriona. Pero no tuvo ningún efecto. Cuando Solanas se fue, Feiden ha afirmado que intentó evitar el crimen y llamó a la comisaría del barrio de Warhol, a la del suyo, a las oficinas centrales y a la alcaldía, así como a su primo, que a veces se juntaba con el artista en Max's. (Solanas también se dejaba caer por allí, y es posible que los datos de Feiden los consiguiera a través del primo, porque ella no aparecía en la guía telefónica). Todo lo que esta encontró al otro lado de la línea de teléfono fueron policías incrédulos o gente que simplemente anotó el mensaje.
«Oh, sí que lo harás —le respondió Solanas—. Ahora voy a pegarle un tiro a Andy Warhol y eso me hará famosa. Eso hará que la obra sea famosa y tú la producirás». Y blandió un arma para demostrar sus intenciones. «Es mejor que no lo hagas; no vayas a matarlo», dijo su anfitriona. Pero no tuvo ningún efecto.
Solanas regresó a Manhattan y puede ser que, una vez allí, hiciera aun otra parada antes de ir a buscar a Warhol. Hay un apéndice al relato de ese día que cuenta que en algún momento apareció por Gramercy Place, donde vivía y trabajaba Girodias [Maurice Girodias, editor francés de la editorial Olympia Press], con intención de asesinar al hombre que consideraba cómplice de nuestro artista. En ese momento, el editor estaba de viaje en Montreal, y así se lo dijo a Solanas un asistente, según cuenta la historia, lo que la obligó a abandonar la idea de que él fuera su primera víctima.
La niebla que rodea el episodio de Girodias parece haber terminado envolviendo también todo lo que sucedió durante el resto de aquel día. Aun así, es un hecho consolidado que, a última hora de la tarde, el cuerpo de Andy Warhol terminó atravesado por la bala de calibre 32 que Valerie Solanas disparó. Pero todos los incidentes que ocurrieron en el periodo inmediatamente anterior al propio hecho del disparo entraron pronto en una especie de universo Rashōmon, y cada testigo cuenta un relato diferente de lo ocurrido.
Parece que Solanas llegó al estudio de Union Square no mucho antes de la hora de comer (Hughes ha dicho que la vio en la acera cuando él salió a comer algo), y subió en el ascensor hasta el sexto piso en busca de Warhol. Morrissey le dijo que su jefe no estaba allí y le mintió, diciéndole que ya no volvería en todo el día. Solanas no se lo creyó y se marchó y volvió varias veces. Justo cuando estaba a punto de subir otra vez, apareció el propio Warhol a su lado, en la acera de en frente del Union Building, y se les unió también Jed Johnson, el último chico de los recados del estudio, que volvía de la ferretería.
Según Fred Hughes, los tres iban «charlando de buenas» cuando salieron del ascensor, que se abría directamente al nuevo estudio de Warhol. Al fondo estaba Billy Name, trabajando, como de costumbre, en el cuarto oscuro habilitado detrás de la sala de proyección. Morrissey estaba delante, junto al ascensor, haciendo tareas de oficina en uno de los grandes escritorios nuevos, y Fred Hughes no andaba muy lejos, estaba escribiendo una carta en el otro escritorio. Aún faltaban muchos meses para que este adoptara por completo su famoso estilo de Savile Row y entonces lucía el pelo largo, patillas y una camiseta mod de un verde fuerte. El comisario de arte y crítico Mario Amaya, que se había criado en Brooklyn pero tenía un recién adquirido acento británico, enredaba por allí cerca vestido elegantemente con traje y corbata. Acababa de llegar de Londres y llevaba un rato esperando a Warhol para mantener con él una reunión acerca de una posible exposición de sus Latas de sopa en el Reino Unido. Aquella primavera, el servicio de recortes de prensa de Warhol le había enviado la crítica que hiciera Amaya a su primera muestra individual en Londres, en la que calificaba la obra de Warhol de «gastada y sobreproducida», así que queda preguntarse cómo habría ido aquella conversación.

Andy Warhol en The Factory, su estudio de arte en Nueva York, el 5 de mayo de 1968, apenas un mes antes de ser disparado por Solanas. Crédito: Getty Images.
La presencia de Solanas tampoco pareció extrañar demasiado a nadie; en aquellos primeros días en Union Square, parece que era igual de habitual que en la calle Cuarenta y siete que la gente se dejara caer por allí. Warhol felicitó a Solanas por su aspecto tan arreglado, le presentó a Amaya, a quien la muchacha le pareció «inquietante, silenciosa, huraña y peculiar» y, por tanto, según dijo, bastante en la línea de casi todos los tipos de la Silver Factory a los que había conocido. Hughes le preguntó con sarcasmo si aún seguía escribiendo libros sucios. Morrissey admitió que le había mentido acerca de los planes que Warhol tenía para aquel día, y después, intentando quitársela de encima, estuvo tomándole el pelo y chinchándola mientras ella hacía lo mismo. Todo el mundo se rio con lo ingenioso del diálogo, contó Hughes, y entonces Morrissey se volvió hacia el teléfono, que había empezado a sonar en su nuevo escritorio. Era Viva, que preguntaba por Warhol, así que le pasó la llamada, salió por la puerta batiente de la sala de proyecciones y entró al baño, al fondo del todo del estudio. Jed Johnson había ido en la misma dirección para poner unos fluorescentes que acababa de comprar.
Warhol ocupó la nueva silla de oficina estilo Eames que Morrissey había dejado libre y atendió la llamada de Viva. Amaya, resignado a seguir esperando, se puso a buscar un cigarrillo, pero el sonido de una serie de explosiones desvió su atención. Al principio creyó que llegaban de fuera, a cuenta de «algún francotirador chiflado de Nueva York», y Fred Hughes pensó que quizá las explosiones sonaban en las oficinas del Partido Comunista que había en el edificio. (A principios de aquel año, radicales de derechas habían sido sorprendidos poniendo bombas en una librería marxista de la misma manzana, que, en julio, voló por los aires). Amaya gritó: «¡Al suelo!», y Hughes y él se tiraron al suelo, desde donde oyeron gritar a Warhol: «¡Oh, Valerie, no, no!». Amaya levantó la vista y vio a Solanas de pie junto al artista empuñando su Beretta, «como las pistolas que salen en Dick Tracy. Iba a por él con todo». Falló el primer o segundo disparo (uno de ellos puede que diese contra el techo) y el artista se metió detrás de un escritorio para protegerse. Chocó con la pesada base de la mesa, estuvo a punto de despedazar su vieja cámara Bolex, y se golpeó la cabeza en el proceso. Solanas se acercó a Warhol, que estaba encogido de miedo en el suelo, y disparó de nuevo a quemarropa, a escasos centímetros de su cazadora de cuero; y con ese tiro sí que acertó, la bala lo atravesó y se hundió en el suelo de madera. «Las armas son muy rápidas —dijo Warhol, recordando aquel momento meses después—. Entra una persona con una pistola y no hay tiempo para pensar». Solanas disparó algunas veces más contra Amaya, que estaba en el suelo (eso demuestra que no había ningún motivo racional detrás del tiroteo): una de las balas le atravesó un pellizco de carne en la espalda y otra se hundió en un zócalo, un poco más lejos. Herido, pero muy levemente, el comisario de arte logró cruzar la puerta de la sala de proyección, pero rompió la cerradura al pasar y tuvo que mantenerla cerrada a base de fuerza bruta cuando Solanas intentó abrirla. Trató de entrar también en la pequeña oficina lateral donde Jed Johnson se había puesto a cubierto, pero este consiguió aguantar mientras veía el pomo girar.
Solanas estaba a punto de sumar a Hughes como tercera víctima, contó este, cuando el ascensor hizo un ruido tras ella y la llevó a acordarse de su existencia. Ella se giró para apretar el botón de llamada (el ascensor no aparece misteriosamente, como en el relato que contaría después Morrissey de oídas) y luego retomó la tarea de matar a Hughes. Según algunos relatos, este sobrevivió tan solo porque el arma automática se atascó cuando Solanas apretó el gatillo. Y el ascensor apareció y la sacó de allí antes de que pudiera probar suerte con el revólver.
Solanas se acercó a Warhol, que estaba encogido de miedo en el suelo, y disparó de nuevo a quemarropa, a escasos centímetros de su cazadora de cuero; y con ese tiro sí que acertó, la bala lo atravesó y se hundió en el suelo de madera. «Las armas son muy rápidas —dijo Warhol, recordando aquel momento meses después—. Entra una persona con una pistola y no hay tiempo para pensar».
Lo que dejó tras ella era el desastre. Warhol yacía en el suelo, desangrándose y gritando de dolor mientras intentaba llenar de aire el pulmón perforado. «¡No puedo! ¡No puedo!», decía, y se ahogaba sin lograr explicar qué es lo que no podía hacer. Fred Hughes, que estaba ileso, sacó su boy scout interior y empezó a hacerle el boca a boca, que no es exactamente el tratamiento recomendado cuando una víctima está consciente y todavía respira. Si esa persona tiene una herida en el pecho, la agonía está garantizada. «Mi vida no pasó por delante de mí ni nada —contaría luego Warhol, apartándose como siempre del cliché—. El dolor era demasiado».
En la otra punta del estudio, Morrissey no había oído los tiros, pero cuando Amaya apareció sangrando en la puerta de la sala de proyección, entendió que algo muy malo estaba pasando. Ambos salieron juntos a la luminosa sala principal y descubrieron el caos absoluto que había provocado Solanas.
Billy Name, por su parte, contó que él había oído una especie de golpe, pero que al principio no quiso abrir la puerta del cuarto oscuro para no estropear el trabajo que estaba haciendo. Cuando finalmente salió, «Andy estaba tumbado en un charco de sangre. Me acerqué a él, lo tomé en brazos y me puse a llorar». Warhol confundió los sollozos de Name con risas y le dijo: «Billy, no me hagas reír, me duele demasiado». Le aplicaron servilletas de papel para que absorbieran un poco de sangre, y Hughes llamó a la policía y a una ambulancia.

4 de junio de 1968, un día después del tiroteo. La actriz y dramaturga Valerie Solanas, de 28 años por aquella, grita a la multitud mientras la escoltan al cuartel general de la policía. Fue procesada por intento de asesinato y posesión de un arma. Crédito: Getty Images.
Justo en ese momento, por la más extraña de las coincidencias, fue Gerard Malanga quien salió del ascensor, empapado por un chaparrón que acababa de caer. Unos días antes, en un arranque conciliador, Warhol había accedido a darle cincuenta dólares para enviar por correo publicidad sobre una primera muestra de las películas de Malanga, y el poeta se había acercado a recoger el dinero. Con él iba un grupo de sus amigos del centro de la ciudad, entre ellos Al Hansen, el padre de Bibbe Hansen y un artista audaz a quien Warhol admiraba desde había mucho tiempo. Hansen dejó escritos los detalles de la escena que se encontró:
Se abrieron las puertas y aquello era una locura: Mario Amaya de un lado a otro con la espalda de la camisa llena de sangre, detrás del escritorio del fondo asomaban las piernas de alguien, y a la derecha, un brazo. Fred Hughes y Jed estaban de rodillas, sosteniendo la mano de ese alguien, con lágrimas en los ojos. Mario enseñaba su espalda ensangrentada y preguntaba, con mucha gravedad, por encima del hombro: «¿La tengo dentro? ¿La tengo dentro? [...]».
«¿Quién es el otro?», pregunté señalando con la cabeza hacia el escritorio. Y flipé, así de lejos de mi imaginación estaba la cosa. Paul Morrissey contestó: «Es Andy —¡Andy!—. ¡Esa bollera fea de Valerie Solanas se ha presentado aquí con una pistola y le ha disparado!».
¡Mierda! Me planto junto al escritorio de un salto. Fred Hughes: «Se está muriendo y no hay ambulancia. ¿Dónde están los médicos, la policía?». Andy estaba allí tendido, con ese aspecto que tiene la gente cuando le pegan un tiro y está muy mal, como un perro o un gato enfermo: le temblaban los párpados. «¿Hace cuánto que habéis llamado?». No había mucha sangre. No se oían sirenas. Billy Linich estaba de pie, mirándolo y llorando. Jed le secaba la frente con ternura. Andy Warhol estaba tirado en el suelo del estudio, en medio de un charco de su propia sangre y con agujeros de bala en el cuerpo.
Hansen decidió ir en busca de un médico, preguntó en el edificio y, después, se dirigió a un teléfono público de la calle para pedir ayuda, pero se encontró que estaba ocupado por un tipo que estaba difundiendo la noticia del tiroteo. Cuando finalmente encontró una cabina libre, en la esquina, no tenía dinero suelto. Consiguió que le prestaran un centavo y llamó al Departamento de Policía, pero el teléfono sonó ocho veces sin que nadie lo cogiera. (El servicio 911 de Nueva York, el primero del país, se inauguró exactamente cuatro semanas después). En ese momento, entraron varios coches de policía en Union Square, uno de ellos chocó contra un taxi. Hansen les hizo un resumen de lo que había sucedido y les dio una descripción de Solanas, después volvió a subir. «Andy tenía aspecto de estar hundiéndose. Jed seguía arrodillado a su lado, sosteniéndole la mano. Podía morirse en cualquier momento y no hay nada como tener una mano a la que agarrarse en una situación como esa».

Andy Warhol en The Factory, en enero de 1968. Crédito: Getty Images.
Cuando por fin llegó la ambulancia, unos veinte minutos después del tiroteo, el personal sanitario no pudo hacer mucho. En aquella época tenían muy poca formación médica. Terminaron colocando al artista, gravemente herido, en una silla de ruedas plegable y, por misteriosas razones, bajándolo a pie seis tramos por las zigzagueantes escaleras. Aún con la chaqueta de cuero llena de agujeros de bala, Warhol perdió el conocimiento y lo metieron en la ambulancia. Amaya se subió con él y se dirigieron al hospital Columbus, a apenas seis manzanas de distancia. El conductor quería que le dieran quince dólares por encender la sirena. Amaya le dijo que le pagaría Leo Castelli. (En 1968, un jefe de residentes de Columbus dijo luego que toda la historia de la sirena era «un disparate anecdótico»).
Cuando se dio cuenta de que ya empezaba a congregarse una gran multitud de curiosos y reporteros, Malanga pensó que tenía que contárselo a Julia Warhola antes de que la noticia le llegara por canales más crueles. La pobreza casi termina frustrando su buena acción: Paul Morrissey le dio dinero para que tomara un taxi, pero Malanga se fue en metro. «Me quedé con el dinero», ha contado luego. Justo cuando Julia Warhola abría la puerta de la casa de Lexington Avenue, el poeta oyó que sonaba el teléfono; llegó a cogerlo justo antes que ella. Era una amiga de la anciana que la llamaba para decirle que había oído por la radio que habían disparado a Warhol. Malanga le contó una mentira piadosa, que su hijo había tenido un accidente en el estudio y, tras soportar los interminables preparativos de la anciana para ir a la ciudad, finalmente consiguió meterla en un taxi hacia el hospital.
Viva fue la segunda de las antiguas warholianas en llegar al lugar de los disparos. Cuando hizo su llamada a Warhol, aún ileso, estaba en un elegante salón de belleza del centro de la ciudad, cerca del MoMA. Se estaba tiñendo el pelo para un papel en Cowboy de medianoche, una nueva película de falso underground que tenía una escena ambientada en el estudio de un Doppelgänger de Warhol, y quería comentar con el verdadero artista su papel en la película. «Estaba hablando por teléfono con Andy —le explicó unas horas después a un periodista—. Oí los disparos, cuatro o cinco. Pero el sonido era como un látigo, así que pensé que solo estaban de broma». Le llevó un tiempo, y otro par de llamadas al estudio, darse cuenta de que todo era real, y entonces corrió a Union Square. Salió del metro y se encontró con la misma escena callejera de caos en la que Malanga se había visto sumido. Los que estaban allí mirando gritaban: «Mira, es su mujer», a medida que Viva se abría paso entre ellos y subía al estudio. Para entonces, la ambulancia ya se había marchado, la policía estaba desmantelando la escena del crimen y ella decidió ir tras de Warhol al hospital. Fred Hughes y Jed Johnson no pudieron acompañarla, ya que la policía los mandó a declarar a comisaría como «testigos materiales», que quería decir, contó luego el primero, «que lo habíamos hecho Jed y yo». La policía los sometió a un interrogatorio toda la noche y se negó a darles noticias de Warhol. Detuvieron también a Paul Morrissey y Billy Name, pero solo durante una hora, pues en realidad no habían presenciado los disparos. En algún momento, Viva apareció también por la comisaría para contar lo que había oído cuando estaba al teléfono con Warhol.
Cuando por fin llegó la ambulancia, unos veinte minutos después del tiroteo, el personal sanitario no pudo hacer mucho. En aquella época tenían muy poca formación médica. Terminaron colocando al artista, gravemente herido, en una silla de ruedas plegable y, por misteriosas razones, bajándolo a pie seis tramos por las zigzagueantes escaleras. Aún con la chaqueta de cuero llena de agujeros de bala, Warhol perdió el conocimiento y lo metieron en la ambulancia.
En la planta de arriba del hospital, los cirujanos trabajaban como locos, cortando y cosiendo, para salvarle la vida al artista. Abajo, el vestíbulo se convirtió exactamente en el tipo de escena que hubiera imaginado un mal guionista.
La anciana Warhola interpretaba a una babushka, con un pañuelo en la cabeza, llorando, profiriendo lamentaciones y rezando por su «buen chico religioso». Al final, los médicos la sedaron.
Los amigos y seguidores de Warhol revivieron la antigua Silver Factory en la sala de espera, para deleite de la prensa reunida. Malanga, vestido a la última moda hippie, con una camisa bordada abierta que dejaba a la vista su varonil pecho, que llevaba cubierto por toda una variedad de collares. Su rostro lo enmarcaban unas tupidas patillas dignas de Elvis en Las Vegas, y se había enrollado un largo pañuelo de seda al cuello, como una especie de poeta del sur de París. Viva iba vestida con ropa de ante de la que colgaban flecos por todas partes y llevaba los ojos enmarcados por pestañas postizas. Otros warholianos, principales y secundarios, se paseaban con camisas de gasa y sin sujetador, chaquetas de cuero, gafas de sol y hasta, en un caso, un tapón de bañera con su cadena como complementos de joyería. A pesar del engalanamiento, a quienes eran realmente cercanos de Warhol se los veía agotados y traumatizados.
También estaban Brigid Berlin, Taylor Mead, Leo Castelli e Ivan Karp, quien mantuvo a los reporteros entretenidos con una «charla preciosa, interesante y fluida sobre la obra de Andy». Ingrid Superstar también hizo acto de presencia, y llevaba fotos de ella y el herido juntos, así como de ella enseñando sus famosos pechos perfectos. Rod La Rod, en el vestíbulo, derramaba lágrimas por su examante.
«¿Cuántas lágrimas, cuántos cocodrilos?», se preguntó una periodista que presenció la escena.
Ultra Violet, que no era conocida por haber desperdiciado jamás la oportunidad de ser fotografiada, llegó más tarde que los demás, después de haberse arreglado: llevaba un traje de Chanel, medias de rejilla blancas y un peinado altísimo estilo Upper East Side, del que le colgaban algunos rizos sobre las sienes. «Apareció en el hospital con pinta de ir a una sesión de fotos de Vogue —le contó Viva a Warhol en una nota maliciosa que le envió unas semanas después—. Debió de pasarse al menos tres horas vistiéndose y maquillándose». Las hordas de reporteros aburridos, que esperaban noticias del herido, tuvieron que contentarse con las declaraciones de Ultra Violet: «Andy se las veía con una especie de emocionalidad underground. Puede ser peligroso [...]. Igual ella estaba enamorada de Andy. ¿Quién sabe?».
John Wilcock, uno de los fundadores de Village Voice que había viajado una vez con Warhol y la Velvet Underground, hizo una afirmación que resultó profética: «Andy es el tipo de tío que, si no se muere en el acto, no se muere». Después de que un publicista dijera que el hospital tenía «la segunda mejor unidad de cuidados intensivos de la ciudad», apareció el director médico con noticias del quirófano: Warhol tenía un 50 por ciento de posibilidades de sobrevivir, estimación que, claro está, resultó equivocada en un 50 por ciento.
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