La historia secreta del asesinato de Kennedy
Dallas, 22 de noviembre de 1963: John Fitzgerald Kennedy y el hombre que no supo reinar
«El asesinato de John Fitzgerald Kennedy, acontecido el 22 de noviembre de 1963, fue un cruel y traumatizante acto de violencia perpetrado contra un hombre, una familia, una nación; un acto en contra de toda la humanidad». Esta cita del Informe de la Comisión Presidencial sobre el Asesinato del Presidente Kennedy, documento firmado en septiembre de 1964, ejemplifica el profundo impacto que este crimen tuvo en la historia de Estados Unidos, un magnicidio que sigue generando debates y especulaciones: Kennedy, mientras viajaba en un desfile en Dallas, Texas, fue disparado desde un edificio cercano; a pesar de los esfuerzos médicos, falleció poco después. El crimen ha dado pie a numerosas teorías de la conspiración a lo largo de los años, pese a que la versión oficial establece que fue obra de un solo tirador, Lee Harvey Oswald, quien fue arrestado pero asesinado (por Jack Ruby, una figura no especialmente conocida del hampa estadounidense) antes de ser juzgado en un tribunal. Cuando se cumplen 60 años de aquel suceso, publicamos un extracto del libro «JFK. Caso abierto», de Philip Shenon; un texto centrado en los instantes inmediatamente posteriores al estruendo de los disparos, una crónica detallada de una jornada marcada por las mentiras y el miedo y en la que se dan cita Bobby y Jackie Kennedy, John Edgar Hoover, Lee Harvey y Marina Oswald y Lyndon B. Johnson, el hombre que tuvo que tomar el control en medio del caos.
Por Philip Shenon

«Liderazgo para los años 60». Afiche de campaña del candidato presidencial demócrata John F. Kennedy junto con su compañero Lyndon B. Johnson. Crédito: Getty Images.
Hospital Memorial Parkland
Dallas, Texas
Viernes 22 de noviembre de 1963
Lyndon Johnson creía en las conspiraciones. Esa forma de pensar había probado su valía a lo largo de una poco probable carrera política que lo había llevado de los matorrales del centro de Texas al Capitolio y ahora, sorpresivamente, a la Oficina Oval como el nuevo presidente. Sus antiguos colegas en el Senado consideraban que el cauteloso, sediento de poder, texano de 57 años tenía ojos en la espalda y que más valía que Dios amparara a quienes se atrevieran a acechar y a conspirar contra él. Johnson era capaz de cualquier cosa —mentir, lo menos— para lidiar con sus enemigos. Desde siempre, parecía capaz de adivinar cada vez que se incubaba un complot en su contra, lo cual permitía explicar la paranoia y el pesimismo omnipresentes y amenazantes que el político, de manera habitual, lograba esconder del ojo público. Con frecuencia se había sentido humillado durante sus tres años como vicepresidente, pero enmascaraba su abatimiento bajo capas de lo que algunos de los colaboradores de Kennedy describían con crueldad como su faceta de «tío Pan-de-elote», personificación del texano burdo, sobrado de sí mismo, que escupe al comer y que parecía tan fuera de lugar entre la gente sofisticada de Massachusetts.
Con razonable frecuencia, sus sospechas conspirativas probaban ser acertadas. Ahora, en Dallas, en sus primeros minutos marcados por el pánico como el trigésimo sexto presidente de Estados Unidos, estaba convencido de que el homicidio de su predecesor podía ser el primer paso de una conspiración comunista extranjera para derrocar al gobierno. Temía que su presidencia durara apenas lo suficiente para verse lanzar las ojivas nucleares que acabarían con el mundo.
«¿En qué momento nos alcanzarán los misiles?», recordaría después haber pensado para sus adentros aquella tarde. «Por mi mente pasó la idea de que si le habían disparado a nuestro presidente, ¿a quién le dispararían después?».
Lo aterrorizaba pensar que seguía su turno. Después de todo, él y Lady Bird Johnson habían formado parte de la caravana, en una limusina descapotable sólo dos autos detrás del vehículo del presidente. Una bala perdida podía haberlos herido también. John Connally, amigo cercano y protegido de Johnson, era uno de los pasajeros de la limusina de Kennedy y había sido gravemente herido. Durante las primeras horas no había certeza de si Connally sobreviviría al daño que le había causado una bala de rifle de 6.5 mm que le había perforado la espalda y había salido por su pecho.
Una de las primeras órdenes de Johnson como comandante en jefe iba dirigida, en específico, a impedir que él mismo fuera asesinado. Una vez confirmada la muerte de Kennedy, cerca de la 1:00 pm, Johnson dio instrucciones al secretario de prensa de la Casa Blanca, Malcolm Kilduff, para que aplazara los reportes a la prensa hasta que él y su esposa hubieran salido a salvo del Hospital Parkland hacia el aeropuerto Love Field de Dallas, donde el Air Force One esperaba desde la llegada de Kennedy esa mañana. Johnson temía que el asesino de Kennedy rondara aún las calles, al acecho. «No sabemos si se trata de una conspiración comunista o no», le dijo a Kilduff. El asesino podría estar «detrás de mí, como estuvieron tras el presidente Kennedy; no lo sabemos».
Después de un frenético trayecto a través de Dallas en un auto de la policía sin marcar y con la sirena apagada por indicación de Johnson para evitar llamar la atención hacia los pasajeros encorvados en el asiento trasero, el recién nombrado presidente llegó al aeropuerto y trepó rápidamente por la escalerilla del avión cerca de la 1:40 pm, hora de Dallas. (La diferencia de horario en Washington era de una hora, alrededor de las 2:40 pm.) Habían transcurrido aproximadamente 70 minutos desde que en Plaza Dealey habían resonado los disparos. Temerosos de que hubiera francotiradores escondidos en el aeropuerto, agentes del Servicio Secreto «se apresuraron a recorrer el interior antes que nosotros, cerraron las ventanillas y las dos puertas detrás de nosotros», relataría Johnson tiempo después sobre el episodio a bordo del avión.
A 60 años del magnicidio
Recordaría haber experimentado una ligera sensación de alivio al encontrarse dentro del regio avión presidencial, rodeado de la parafernalia del poder, incluidos teléfonos y otros equipos de comunicación que le habrían permitido entrar en contacto con casi cualquier persona del planeta en cuestión de minutos. Como siempre, la sola presencia de un teléfono era motivo de tranquilidad para Johnson. Pocos políticos trataban tantos asuntos por teléfono como Johnson; para él un aparato receptor era, al mismo tiempo, un instrumento de seducción política y un arma. Durante sus años en la presidencia, muchas de esas conversaciones fueron grabadas y transcritas, un secreto que pocos de sus interlocutores sabían.
Aunque los agentes del Servicio Secreto querían partir tan pronto como Johnson llegara a Love Field, éste no permitió que el avión despegara hasta que Jacqueline Kennedy estuviera abordo. La señora Kennedy, aún en el hospital, se había rehusado a retirarse sin el cuerpo de su esposo, hecho que había suscitado una pugna entre los agentes del Servicio Secreto y el responsable del servicio forense de Dallas. (Inicialmente, el forense solicitó que el cadáver del presidente permaneciera en esa ciudad para que se le practicara la autopsia, como lo exigía la legislación local; al cabo, los agentes prácticamente lo apartaron del camino de un empellón.) Los Johnson esperaron en Love Field otros 35 minutos llenos de tensión antes de que la carroza fúnebre Cadillac blanca como la nieve, que transportaba a la señora Kennedy y el ataúd de bronce, se estacionara junto a la aeronave.
Minutos antes de la partida, Sarah Hughes, juez federal de distrito de Dallas y una amiga de la familia Johnson cuya nominación a la judicatura federal había corrido por cuenta del entonces vicepresidente, se apresuró a abordar para celebrar la ceremonia de protesta. Johnson juró como presidente de pie, a un costado de una abatida señora Kennedy. El fotógrafo de la Casa Blanca que captó la escena abandonó a toda prisa el Air Force One antes de que se cerraran las puertas, con la instrucción de entregar la imagen a Associated Press y a otros servicios noticiosos tan pronto como fuera posible como una prueba para el mundo de la transición del poder presidencial. Minutos después, la aeronave aceleraba sobre la pista y remontaba el cielo en un ángulo que los pasajeros recordarían como casi vertical. Dos horas y 11 minutos después, aterrizaba en la Base Andrews de la Fuerza Aérea en Maryland.
Johnson juró como presidente de pie, a un costado de una abatida señora Kennedy. El fotógrafo de la Casa Blanca que captó la escena abandonó a toda prisa el Air Force One antes de que se cerraran las puertas, con la instrucción de entregar la imagen a Associated Press y a otros servicios noticiosos tan pronto como fuera posible como una prueba para el mundo de la transición del poder presidencial.
Aquella noche, mientras Jacqueline y Robert Kennedy esperaban en el hospital naval de Bethesda a que la autopsia concluyera, Johnson ponía manos a la obra para asumir el control con determinación. Sus colaboradores quedarían maravillados más tarde con la seguridad que mostró durante las primeras horas en el poder. Después de un trayecto en helicóptero de sólo siete minutos entre la Base Andrews y la Casa Blanca, hizo un breve acto de presencia en la puerta de la Oficina Oval, acaso al considerar que era una insolencia estar en ese despacho tan poco tiempo después del asesinato. Entonces atravesó una calle cerrada y entró en el antiguo Edificio de Oficinas Ejecutivas, donde se encontraban sus oficinas de la vicepresidencia, en las que llevaría a cabo reuniones y efectuaría una serie de llamadas telefónicas.
Recibió un informe militar del secretario de Defensa, Robert McNamara. Las primeras noticias eran tranquilizadoras. No había indicios de un avance militar soviético o de otros adversarios extranjeros después del magnicidio. A pesar de ello, las fuerzas armadas estadounidenses se mantendrían en alerta máxima de manera indefinida.
El reporte desde Dallas no era tan alentador. Aunque no había señales inmediatas de que Oswald tuviera cómplices, tanto el FBI como la CIA contaban con detalles alarmantes sobre su pasado, como su intento por renunciar a la ciudadanía estadounidense y desertar en pos de Rusia cuatro años antes. Desde su regreso a Estados Unidos en 1962, el FBI había seguido los pasos de Oswald y su esposa —rusa de nacimiento— de manera esporádica, pues sospechaba que pudieran fungir como agentes soviéticos. La CIA informó que había puesto bajo vigilancia a Oswald cuando éste estuvo en la ciudad de México en septiembre; sus razones para viajar no eran del todo claras.
En las reuniones de trabajo a las que convocó esa noche y al día siguiente con los colaboradores de mayor rango de Kennedy, Johnson se comprometió a dar continuidad a las políticas del gobierno de su antecesor e insinuó su intención de conservar a todo el gabinete; quería que la gente supiera que sus puestos estaban seguros. Johnson empleó las mismas palabras una y otra vez: «Los necesito a ustedes más de lo que los necesitaba el presidente Kennedy».
Desde sus primeras horas en el cargo, Johnson realizó esfuerzos que consideraba valientes para reconfortar y buscar la guía de Robert Kennedy. Pero si el nuevo presidente abrigaba cualquier esperanza de que la conmoción provocada por los eventos en Dallas pudiera suavizar la relación entre ambos, estaba equivocado. El fiscal general había aborrecido desde siempre a Johnson y la situación no cambiaría, incluso después de que Kennedy aceptara continuar al frente del Departamento de Justicia. A diferencia de su hermano mayor, quien siempre mostró un carácter excepcionalmente apacible, dispuesto a hacer las paces con sus adversarios, Robert Kennedy era capaz de enconos amargos, irracionales incluso. Parecía que la sangre le subía a la cabeza cuando lidiaba con hombres como Jimmy Hoffa, J. Edgar Hoover y, tal vez en mayor medida que todos, con Johnson. A puerta cerrada, lo describía como «mezquino, implacable, despiadado... un animal, en muchos sentidos». Kennedy estaba conmocionado, no concebía que Johnson —un hombre «incapaz de decir la verdad»— hubiera tomado el lugar de su hermano en la Casa Blanca.

Tras el asesinato de John F. Kennedy, el político y vicepresidente estadounidense Lyndon Baines Johnson presta juramento para convertirse en el 36º Presidente de los Estados Unidos. La viuda de Kennedy, Jacqueline Lee Bouvier Kennedy (más tarde Onassis) está junto a él a la derecha. Crédito: Getty Images.
Cerca de las 7:00 pm, en su primera noche como presidente, Johnson telefoneó a J. Edgar Hoover. No fue precisamente una sorpresa: con toda probabilidad, Johnson esperaba que el director del FBI tuviera la información más reciente sobre la investigación en Dallas. Y había otras razones de peso para que Johnson se pusiera en contacto con Hoover esa noche: para recordarle al director del FBI sus años de leal amistad. A lo largo de las décadas que siguieron, con frecuencia caería en el olvido que en noviembre de 1963 la sobrevivencia política de Johnson estaba en duda a causa de una investigación por corrupción que avanzaba con rapidez y que involucraba a un cabildero de Washington que alguna vez había sido uno de los asistentes más cercanos de Johnson en el Senado. El FBI estaba a cargo de la supervisión de algunas partes de la pesquisa.
A Bobby Baker, el cabildero, se le conocía como «Pequeño Lyndon». Se le acusaba de sobornar a legisladores y de prácticamente regentear un autodenominado «club social» en Capitol Hill —el «Quorum Club»—, que de hecho tenía la doble función de prostíbulo de facto para miembros del Congreso y funcionarios de la Casa Blanca. El caso Baker había representado una amenaza tanto para el presidente Kennedy como para Johnson. La vida extramarital de Kennedy no era un secreto para Hoover, quien seguía muy de cerca las acusaciones contra Baker, entre ellas una que señalaba al cabildero como el facilitador para arreglar encuentros entre Kennedy y una belleza oriunda de Alemania del Este, quien se rumoraba era una espía comunista.
A puerta cerrada, [Robert Kennedy] lo describía [a Johnson] como «mezquino, implacable, despiadado... un animal, en muchos sentidos». Kennedy estaba conmocionado, no concebía que Johnson —un hombre «incapaz de decir la verdad»— hubiera tomado el lugar de su hermano en la Casa Blanca.
Durante la semana anterior al asesinato, Baker comenzó a revelar a cuentagotas sus secretos sobre Kennedy y Johnson al columnista Andrew Drew Pearson, la pluma más afamada y temida de Washington. La columna de Pearson, «El Carrusel de Washington», reproducida en diarios de todo el país, y escrita con la ayuda de su colaborador Jack Anderson, era una mezcla de política seria y chismorreos procaces sobre los poderosos, muchas veces completamente equivocados. Pearson tenía fuentes por doquier, incluidos asistentes de alto rango en la Casa Blanca, funcionarios del gabinete y otros en las más altas esferas del gobierno. Algunas de sus fuentes filtraban información a Pearson porque le temían; otras hablaban con él porque admiraban con sinceridad su valentía para exponer la corrupción y la hipocresía en Washington. Quepa decir en su favor que Pearson había sido uno de los primeros críticos del senador Joseph McCarthy.
Entre quienes admiraban a Pearson se encontraba el ministro presidente de la Suprema Corte, Earl Warren. De hecho, el columnista de 66 años de edad consideraba a Warren uno de sus amigos más cercanos y se ufanaba de ello por escrito. En tiempos en que la Corte de Warren era objeto de ataques en gran parte del país por sus resoluciones en materia de derechos y libertades civiles, el presidente de la Suprema Corte podía contar con Pearson para su defensa. Era tal su cercanía que con regularidad vacacionaban juntos. En varias columnas publicadas en septiembre Pearson escribió sobre el viaje en yate que había realizado aquel verano junto con los Warren por el Mediterráneo y el Mar Negro. Durante lo que fueron unas vacaciones de trabajo para Pearson, Warren estuvo presente cuando el columnista entrevistó al primer ministro soviético Nikita Kruschev y, después, al líder yugoslavo mariscal Josip Tito.
La tarde del jueves 21 de noviembre, menos de 24 horas antes del asesinato, Pearson se reunió con Bobby Baker en Washington. Fue su primera conversación frente a frente y el asistente del Senado metido a cabildero tenía trapos sucios que compartir. «Bobby confirmó el hecho de que el presidente se ha estado enredando con muchas mujeres», escribió Pearson en su diario personal. Una de las mujeres de Kennedy —una destacada asistente de Jacqueline Kennedy— «pedía a su casera que colocara micrófonos en su cama cada vez que Jack dormía con ella», escribió el columnista.
Johnson estaba en la mira de Pearson por el caso Baker. Ese mismo domingo 24 de noviembre estaba previsto que la columna de Pearson tuviera como objetivo al vicepresidente por sus nexos financieros con el cabildero. En su diario personal, Pearson escribió que sería un «artículo bastante devastador» que involucraría a Johnson, Baker y posibles actos de corrupción en la asignación de un contrato por un avión de combate de 7 000 millones de dólares a General Dynamics, una empresa texana.
Si Johnson quería salir indemne del caso Baker y de cualquier otro tipo de información adicional que Pearson tuviera oculta en sus libretas podía tener la certeza —tanto antes como después de que se convirtiera en presidente — de que necesitaría la ayuda de Hoover.

Foto policial de Lee Harvey Oswald el 23 de noviembre de 1963. Crédito: Getty Images.
Johnson y Hoover eran amigos cercanos, cuando menos de acuerdo con los cínicos estándares de las amistades políticas en Washington. A lo largo de su carrera, Johnson había cortejado al director del FBI; al igual que todos en Washington, el texano entendía el valor del apoyo de Hoover. El director del buró era visto por millones de estadounidenses como el rostro de la ley y el orden; las encuestas de opinión mostraban que Hoover se mantenía como uno de los hombres con mayores índices de popularidad en el país, superiores a los de la mayoría de los presidentes a los que había servido. Johnson comprendía el riesgo, también, que Hoover podía representar para un político con secretos que ocultar. Estaba completamente consciente de que Hoover, de 68 años de edad, traficaba con los secretos —políticos, financieros, sexuales— de las figuras públicas y que existía la amenaza constante de que los secretos fueran destapados por orden o capricho de Hoover.
A lo largo de los años, los intentos de Johnson por trabar amistad con Hoover fueron serviles, en ocasiones incluso cómicos. En 1942 compró una casa en la misma calle donde vivía Hoover —mera coincidencia, insistió Johnson—, en un agradable barrio de la capital conocido como Forest Hills. Fueron vecinos durante casi 20 años. Hoover vio crecer a las dos hijas de Johnson y a veces desayunaba los domingos con su familia. «Era mi vecino cercano; y sé que quería mucho a mi perro», diría Johnson. El amor compartido del presidente y Hoover por los perros era uno de los ejes de su amistad. Cuando uno de los beagles de Johnson murió, en 1966, Hoover le obsequió otro. El presidente bautizó a su nueva mascota como «J. Edgar».
En mayo de 1964, seis meses después de verse impelido a la presidencia, Johnson firmaría una orden ejecutiva que exentaba a Hoover de la jubilación obligatoria cuando el director del FBI cumpliera 70 años de edad, al año siguiente. «La nación no puede darse el lujo de perderte», le expresó el presidente. Los motivos de Johnson no eran completamente patrióticos, como admitiría en privado, al reconocer que había mantenido a Hoover en su puesto en parte porque «prefiero tenerlo dentro de la tienda meando hacia fuera que fuera de la tienda meando hacia dentro».
En el transcurso de varias conversaciones en las semanas que siguieron al asesinato, Johnson le recordaría a Hoover —una y otra vez, casi al punto de la obsesión— su amistad. «Eres más que la cabeza del buró», le manifestó a Hoover durante una llamada telefónica a finales de noviembre. «Eres mi hermano y mi amigo personal y así ha sido por 25, 30 años... confío en tu juicio más que el de nadie en esta ciudad». Entrada la noche del día del asesinato, Johnson regresó a su hogar a dormir —menos de cuatro horas, recordaría— antes de dirigirse a la Casa Blanca, en el centro de la ciudad a la mañana siguiente. A diferencia de la tarde anterior, esta vez se instaló en la Oficina Oval para trabajar —un acto que indignaría a Robert Kennedy, a quien pareció prematuro que Johnson ocupara el espacio de trabajo que consideraba de su hermano—. Johnson le pidió a la secretaria de Kennedy, Evelyn Lincoln, que desocupara su escritorio en 30 minutos para dar paso a su propio equipo secretarial. Lincoln accedió, pero la petición la hizo romper en llanto.
Johnson recibió un informe cerca de las 9:15 am del sábado por parte del director de la CIA, John McCone, quien tenía más noticias alarmantes sobre Oswald: las actividades de estricta vigilancia de la agencia revelaban que durante su misterioso viaje a la ciudad de México Oswald había tenido contacto con diplomáticos tanto de la embajada soviética como de la cubana. Esa tarde, McCone llamó al secretario de Estado, Dean Rusk, para alertarlo sobre la situación en México, incluidas las posibles consecuencias diplomáticas de la detención de una joven mexicana, Silvia Durán, quien trabajaba en el consulado cubano y se había reunido en persona con Oswald. La CIA había solicitado el arresto.
Hoover le informó a Johnson —de manera correcta— que el rifle comprado por correspondencia había sido pagado con un giro postal por 21 dólares. «Es casi imposible creer que con 21 dólares se pueda matar al presidente de Estados Unidos», remató.
Cerca de las 10:00 am, Johnson volvió a hablar con Hoover; esta vez la conversación quedó grabada en el mismo sistema de cintas magnetofónicas que Kennedy usaba cuando fue presidente. Por razones que nunca se expusieron con claridad al Archivo de la Nación, que después recopiló las grabaciones de Johnson en la Casa Blanca, la cinta con la conversación de esa mañana con Hoover fue borrada, dejando solamente una transcripción autorizada oficialmente.
Al tomar el teléfono, Johnson no podía suponer sino que Hoover dominaba toda la información disponible sobre el asesinato. Finalmente, se trataba de una llamada en la que el director del FBI pondría al corriente al presidente de Estados Unidos sobre el homicidio —ocurrido un día antes— de su predecesor. En realidad, la transcripción de la conferencia telefónica, publicada décadas después, revelaría que el informe de Hoover fue un batiburrillo de desinformación. Como muchos de los subordinados de Hoover sabían, el director del FBI nunca estaba tan bien informado como pretendía estarlo; no siempre se tomaba la molestia de enterarse de todos los datos, ya que casi nadie tenía el valor suficiente para corregirlo. Era tan firme la determinación de Hoover de pasar por omnisciente, que con frecuencia caía en especulaciones o verdades a medias. Parecía incapaz de pronunciar la frase «no lo sé».
«Sólo quería informarte de una novedad que creo que es muy importante en conexión con este caso», comenzó Hoover. «Este hombre en Dallas» (Oswald) había sido acusado de la noche a la mañana del asesinato del presidente, pero «las evidencias que tienen en este momento no son muy, muy sólidas». Y agregó: «El caso, tal como se encuentra ahora, no es lo suficientemente sólido para conseguir una condena».
¿La evidencia no era lo suficientemente sólida? Ése fue el primer falso testimonio de Hoover durante la conversación, en apariencia, un intento de convencer a Johnson de que —fuese cual fuere la verdad— era imposible confiar en la investigación de la policía local de Dallas sin la supervisión estricta del FBI. Como Hoover y sus agentes apersonados en Texas sabían, la policía de la ciudad y el buró habían reunido ya una cantidad apabullante de pruebas sobre la culpabilidad de Oswald. Éste estaba bajo custodia y varios testigos podían identificarlo (posiblemente como el hombre del rifle en la ventana del Almacén de Libros Escolares de Texas, y ciertamente en la escena del asesinato de un agente de la policía estatal ocurrido pocos momentos después del magnicidio). El rifle de fabricación italiana identificado como el arma homicida —adquirido a vuelta de correo desde una armería de Chicago por un tal «A. Hidell», un alias al que Oswald recurría con regularidad, incluyendo la solicitud con apartado postal en Dallas— había sido encontrado en el almacén de libros. Por otra parte, al ser detenido, Oswald portaba una pistola que también había comprado bajo el nombre de «A. Hidell» a la misma armería por correo postal. Los indicios preliminares señalaban que era la misma pistola que había causado la muerte del oficial de policía J. D. Tippit. La billetera de Oswald contenía una identificación falsa a nombre de «A. Hidell» que mostraba su fotografía.
Hoover le informó a Johnson —de manera correcta— que el rifle comprado por correspondencia había sido pagado con un giro postal por 21 dólares. «Es casi imposible creer que con 21 dólares se pueda matar al presidente de Estados Unidos», remató. Hoover se entregó entonces a una serie de afirmaciones falsas. Le informó a Johnson que se habían encontrado documentos que contenían el seudónimo Hidell en «la casa donde él vivía, la de su madre» (falso: Oswald no había visto a su madre durante más de un año). El rifle, le aseguró Hoover, había sido «encontrado en el sexto piso del edificio desde donde había sido disparado» (cierto) aunque «las balas se dispararon desde el quinto piso» (falso), «donde se hallaron tres casquillos» (falso). También le notificó que, después del asesinato, Oswald huyó hacia un cine en el lado opuesto de la ciudad, «donde se había enfrentado a tiros con el oficial de la policía» y fue capturado (falso: Tippit fue abatido a varias calles de distancia del cine).
Johnson preguntó: «¿Han establecido más datos sobre la visita a la embajada soviética en México en septiembre?».
Hoover respondió con una aseveración que, al ser revelada años después, ayudaría a desatar una generación entera de teorías conspiratorias. Aun cuando la información que la CIA le habría entregado a Hoover era incompleta y contradictoria, el director le aseguró al presidente que alguien se había hecho pasar por Oswald en la ciudad de México y luego le insinuó que Oswald había tenido quizá un cómplice. En específico, Hoover aseguró que el viaje a México era «un aspecto confuso por la siguiente razón: aquí tenemos la cinta y la fotografía del hombre que estuvo en la embajada soviética usando el nombre de Oswald». Hoover se refería a una imagen captada por una cámara de vigilancia de la CIA que mostraba a un hombre —la CIA había afirmado que en un principio creyó que podría tratarse de Oswald— fuera de la embajada soviética en la ciudad de México. «Esa fotografía y la cinta no corresponden ni con la voz ni con el aspecto de este hombre. Dicho de otro modo: al parecer hay una segunda persona que estuvo en la embajada soviética». Con base en información que él debería haber sabido que era incompleta, Hoover estaba dando a entender que había habido una conspiración para matar a Kennedy que implicaba a un doble de Oswald que había entrado y salido recientemente de una embajada soviética y que había estado teniendo tratos con agentes soviéticos.

El presidente estadounidense John F. Kennedy (izquierda), la primera dama Jacqueline Kennedy (de rosa) y el gobernador de Texas, John Connally, viajan en una caravana desde el aeropuerto de Dallas hasta la ciudad. Instantes después, John Kennedy fue asesinado. Crédito: Getty Images.
Aunque muchos de los datos de Hoover eran incorrectos, tenía razón en una cosa. El FBI tenía motivos de sobra para poner en tela de juicio la competencia de la policía de Dallas. Al día siguiente —domingo 24 de noviembre—, su ineptitud permitió que Oswald fuera asesinado cuando estaba a punto de ser trasladado del cuartel de policía a la cárcel del condado. El malogrado traslado en el estacionamiento ubicado en el sótano del cuartel policiaco fue atestiguado por una multitud de reporteros, fotógrafos y equipos con cámaras de televisión. Pese a que durante la noche tanto el FBI como la policía de Dallas habían recibido por teléfono amenazas de muerte dirigidas a Oswald, las medidas de seguridad adoptadas fueron tan inadecuadas que Jack Ruby pudo abrirse paso entre los reporteros mientras portaba un revólver Colt Cobra calibre .38. Le disparó a Oswald a centímetros de distancia, frente a las cámaras de televisión que transmitían en vivo.
Oswald fue llevado a toda prisa al Hospital Parkland y tratado en la misma sala de urgencias donde el presidente Kennedy había muerto dos días antes. A la 1:07 pm fue declarado muerto.
Pese a que durante la noche tanto el FBI como la policía de Dallas habían recibido por teléfono amenazas de muerte dirigidas a Oswald, las medidas de seguridad adoptadas fueron tan inadecuadas que Jack Ruby pudo abrirse paso entre los reporteros mientras portaba un revólver Colt Cobra calibre .38.
Entre las decenas de millones de estadounidenses que fueron testigos de la ejecución televisada de Oswald ese día se encontraba el decano de la Escuela de Leyes de Yale, Eugene Rostow, un influyente demócrata cuyo hermano, Walt, había sido consejero asistente de seguridad nacional de Kennedy. El decano Rostow decidió que tenía que actuar. Percibió —al instante, como diría después— que el asesinato de Oswald socavaría la confianza pública en el gobierno, posiblemente durante generaciones enteras. La ciudadanía, en su opinión, se vería despojada de la «catarsis y la protección emocional» de un juicio que resolviera las preguntas sobre la culpabilidad de Oswald y la interrogante fundamental de si tenía o no cómplices. En la televisión, los analistas ya especulaban que el asesinato de Oswald obedecía a la necesidad de silenciarlo antes de que expusiera la existencia de una conspiración.
Justo antes de las 3:00 pm, Rostow telefoneó a la Casa Blanca para hablar con Bill Moyers, un ministro bautista de 29 años de edad oriundo de Texas que había cambiado el púlpito por la política y que se convertiría en uno de los subordinados de mayor confianza de Johnson. Rostow urgió a Moyers a transmitirle el mensaje al presidente de que era necesario establecer una comisión con amplias facultades para investigar «el caso completo del asesinato del presidente». En la conversación, grabada en cinta magnetofónica, Rostow se refiere a Oswald sólo como «ese cabrón».
«En esta situación, con el asesinato de ese infeliz, mi sugerencia es que se asigne en el futuro inmediato una comisión presidencial de ciudadanos de gran renombre, bipartidista y por encima de los intereses políticos, sin ministros de la Suprema Corte, pero con gente como Tom Dewey», aconsejó Rostow, en alusión al ex gobernador republicano del estado de Nueva York. Sugirió que la inclusión del ex vicepresidente Richard Nixon podría ser considerada. Rostow recomendaba «una comisión de siete o nueve personas... tal vez Nixon, no lo sé».
Rostow le dijo a Moyers que una comisión podría ser la única vía para que la ciudadanía quedara convencida de la verdad de cuanto había acontecido, y seguía aconteciendo. «Porque la opinión mundial, y la estadounidense, están tan agitadas ahora por la actuación de la policía de Dallas, que no creerán nada». Moyers fue de la opinión de Rostow y prometió que haría del conocimiento del presidente la sugerencia.
Johnson desechó al principio la idea de integrar una comisión federal; su instinto le decía que dejara la investigación en manos de las autoridades estatales en Texas. (Los funcionarios de la Casa Blanca y el Departamento de Justicia estaban sorprendidos de que el asesinato de un presidente no fuera, en esos tiempos, un delito de orden federal. Si Oswald hubiese estado vivo, habría sido juzgado de acuerdo con la legislación de homicidios de Texas.) Como texano, Johnson confiaba más que sus propios asistentes en la capacidad de la procuración de justicia de su estado natal para hacerse cargo de las consecuencias del asesinato. Le confió a un amigo que no le complacía la idea de que un grupo de «entrometidos» de Washington se aparecieran en Texas para determinar quién era el responsable de un homicidio ocurrido en las calles de Dallas.
Hubieron de pasar cuatro días más, pero Johnson cambió de opinión. Las teorías conspiratorias, sabía, comenzaban a propagarse sin control. Asesinado Oswald, escribiría Johnson, «la indignación de una nación se convirtió en escepticismo y duda... La atmósfera estaba viciada y tenía que ser purificada». Al cabo, el presidente adoptó el modelo propuesto por Rostow, con una diferencia notable. El decano de Yale tenía la firme convicción de que los ministros de la Suprema Corte no debían participar en las indagatorias; entre los juristas e historiadores de la Corte, era un hecho generalmente aceptado que la reputación de la misma se había manchado en años anteriores cada vez que sus miembros participaban en investigaciones externas. Johnson, sin embargo, insistía en lo contrario. Según dijo, él solamente consideraba a un candidato para encabezar la comisión: el ministro presidente de la Suprema Corte, Earl Warren.
«La comisión debía ser bipartidista y me pareció que necesitábamos un presidente republicano cuyas aptitudes judiciales y ecuanimidad fueran irrefutables», escribiría Johnson. Apenas conocía a Warren, pero estaba al tanto de que el ministro presidente era un republicano al que respetaban, e incluso apreciaban, muchos de los aliados demócratas del presidente, así como muchos de los corresponsales de prensa, entre ellos el poderoso, incluso amenazante, Drew Pearson. «Yo no era cercano al ministro presidente», escribiría Johnson. «Nunca habíamos pasado 10 minutos a solas, pero para mí, él era la personificación de la justicia y la equidad en este país».
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