Edward Hopper por Mark Strand: hay soledad en «Aves nocturnas»
En la historia del arte del siglo XX hay muy pocos pintores tan reconocibles y comentados como Edward Hopper. Su obra refleja la extrañeza de nuestro entorno cotidiano y urbano. Y a pesar de que sus pinturas constituyen ya parte de nuestro imaginario colectivo, hay en su callada belleza mucho silencio que pugna por ser verbalizado. Aquí es donde Mark Strand ensaya sus variaciones en torno a la obra del maestro estadounidense con penetrante lucidez y una aguda capacidad de observación. En el libro «Hopper», el poeta, ensayista y traductor británico viaja al origen del hipnótico misterio que late en las telas del pintor: «Los cuadros de Hopper trascienden el mero parecido con la realidad de una época y transportan al espectador a un espacio virtual en el que la influencia de los sentimientos y la disposición de entregarse a ellos predominan». En las siguientes líneas, un texto extraído de esta colección de ensayos editada por Lumen, el propio Strand ofrece una visión íntima y fuera de la norma de una de las pinturas más célebres del artista neoyorquino: «Aves nocturnas».
Por Mark Strand

Aves nocturnas, 1942. The Art Institute of Chicago. Crédito: Getty Images.
En Aves nocturnas hay tres personas sentadas en lo que debe de ser una cafetería 24 horas. El lugar está situado en una esquina e iluminado toscamente. Aunque ocupado, un camarero vestido de blanco mira a uno de los clientes. Este, sentado junto a una mujer de aspecto distraído, lo mira a su vez. Otro cliente, de espaldas a nosotros, dirige su mirada hacia la zona en que se encuentran el hombre y la mujer. Se trata de una escena con la que cualquiera pudo haberse topado hace cuarenta o cincuenta años, paseando de noche por Greenwich Village, en Nueva York, o por el corazón de cualquier ciudad del nordeste de los Estados Unidos. No hay nada amenazador, nada que sugiera que el peligro acecha a la vuelta de la esquina. La tranquila iluminación interior de la cafetería derrama densidades de luz sobre la acera adyacente, estetizándola. Es como si la luz fuese un agente purificador, puesto que no hay rastros de suciedad urbana. La ciudad, igual que en la mayor parte de la obra de Hopper, se hace presente en un sentido formal, más que realista. El elemento dominante de la escena es la gran ventana a través de la cual vemos el interior de la cafetería; esta abarca dos terceras partes del lienzo, conformando una figura geométrica, un trapecio isósceles que establece la direccionalidad de la pintura con relación a un punto de fuga que no puede ser visto, y que ha de ser imaginado. Nuestra mirada viaja a lo largo de la superficie del cristal, desplazándose de derecha a izquierda, atraída por los lados convergentes del trapecio, la baldosa verde, el mostrador, la fila de taburetes —que pareciera el rastro de nuestros pasos— y el resplandor amarillo del neón que brilla en el techo. No se nos lleva al interior de la cafetería, se nos conduce por uno de sus costados. La claridad súbita, inmediata, de muchas escenas que registramos al pasar nos absorbe, aislándonos momentáneamente de todo lo demás, y después nos permite continuar nuestro camino; en Aves nocturnas, sin embargo, no se nos deja escapar tan fácilmente. Los lados largos del trapecio se inclinan uno sobre el otro, pero jamás llegan a juntarse, y dejan al espectador a medio camino.
Retratos íntimos
El punto de fuga, final del viaje o paseo de quien mira, es un lugar inalcanzable e irreal situado fuera del lienzo, en el exterior de la pintura. La cafetería es una isla de luz que distrae a quien sea que pase por ahí —en este caso nosotros— del destino final del viaje; esta distracción puede ser entendida como una salvación, porque un punto de fuga no es solamente el lugar donde las líneas convergentes se encuentran, sino también el lugar donde dejamos de ser, el final de nuestros trayectos individuales. Mirando Aves nocturnas quedamos suspendidos entre dos imperativos contradictorios: uno, gobernado por el trapecio, que nos apremia a seguir adelante, y el otro, dominado por la imagen de un lugar iluminado en medio de la ciudad oscura, que nos incita a permanecer.
En este caso, igual que en otros cuadros de Hopper en los que las calles o las carreteras juegan un papel importante, no hay coches a la vista. No hay nadie con quien compartir lo que vemos, nadie ha llegado antes que nosotros. Nuestra experiencia será enteramente nuestra. La soledad del viaje, junto con nuestro sentimiento de pérdida y de pasajera ausencia, se harán inevitablemente presente.
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