Felisa Pinto: el día que conocí a Picasso
El encierro pandémico llevó a Felisa Pinto, periodista argentina pionera en la crítica de moda, a volver la vista atrás y registrar cada momento de su vida. «Chic» (Lumen) recoge los recuerdos de aquella mujer que dedicó la adolescencia a leer revistas de moda extranjeras para empaparse del lenguaje y el ambiente que luego construyeron una reconocida carrera de éxito. Sus excepcionales crónicas sobre arte y tendencias—algunas recogidas en estas memorias— capturan un mundo exquisito de texturas y personajes sublimes. Siempre en contacto con músicos, escritores, diseñadores y demás figuras destacadas, Felisa Pinto tuvo ocasión de conocer y entrevistar a Pablo Picasso, protagonista incuestionable de las corrientes vanguardistas del siglo pasado. En las siguientes líneas, la periodista recuerda su encuentro con el malagueño.
Por Felisa Pinto
Encuentro de Felisa Pinto con Pablo Picasso, capturado por André Villers (fotógrafo personal del pintor).
Una candente tarde de agosto de 1963, en una disquería del Boulevard Saint-Michel entablé una conversación casual con un joven que buscaba el mismo disco que yo: Sketches of Spain, de Miles Davis. Ambos acabábamos de enterarnos de que Davis estaba en Francia y se disponía a dar algunos conciertos en un festival de jazz de Antibes. Ante mi sorpresa, Davis ya se había casado con Frances Taylor, una de las bailarinas de Katherine Dunham, de quien me había hecho amiga en Buenos Aires, en pleno fervor de la troupe en el Teatro Casino. Aquel muchacho que conocí en las bateas de la disquería se llamaba François Delaporte. Tenía veintidós años; yo, treinta y dos. Por su apariencia física, pelo rubio y ojos claros, y al vestir jeans que todavía no usaban los franceses, mi primera impresión fue que era un universitario norteamericano. Aquella tarde fue el comienzo de una amitié amoureuse profunda y apasionada, que duró hasta noviembre del mismo año, cuando yo emprendí el regreso a Buenos Aires y él partió a hacer la mili, como llamaban en Francia al servicio militar. Pero ninguno de los dos podía sospechar, la tarde en que nos conocimos y ya no nos separamos, que ese encuentro casual, totalmente inesperado, también sería el último engranaje que me permitiría viajar a Antibes y entrevistar a Picasso.
Antes de partir hacia Europa, mi segunda madre, Bebita Ferreyra, me había ofrecido cartas de recomendación para Henry Miller y para el fotógrafo de origen húngaro Brassaï —«el Ojo de París», como lo bautizó el propio Miller—, que vivían en la ciudad. Bebita sabía que yo viajaba haciendo mis primeras armas como periodista y que esas recomendaciones podían resultarme útiles. Munida de esas cartas fui a ver a Brassaï, quien se ofreció a contactarme con dos de sus amigos que vivían en el sur de Francia. Uno era el poeta Jacques Prévert; el otro, Pablo Picasso. Brassaï me informó, en cambio, que Henry Miller ya no vivía en Francia.
François me acompañó a Antibes en su Citroën 2 CV destartalado, típico de los jóvenes parisienses de aquella época. Ya era de noche cuando llegamos, después de un largo viaje, a la casa de sus padres, una familia de intelectuales que había vivido en Rabat, donde había nacido François. Eran íntimos de Prévert y me recibieron como si yo fuera amiga de toda la vida. Recuerdo especialmente los almuerzos en el jardín, cuando arreciaban los debates sobre política y filosofía entre Édouard Delaporte, pintor y arquitecto, y su hijo François, que por entonces empezaba a estudiar arquitectura. El tema predilecto entonces era analizar el pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin y de Jean-Paul Sartre. Los domingos al mediodía estábamos invitados a tomar pastis en casa de los Prévert. Pero el verdadero placer, para mí, fueron aquellas reuniones y poder gozar del arte de la conversación, que tan bien practican los franceses.
Asimilada por completo a ese grupo, finalmente conocí a Picasso en el museo de Antibes. En aquel entonces, él ya se había instalado en Mougins, cerca de Cannes, y solo bajaba a la costa para alguna gran ocasión. Con mucha menos frecuencia viajaba a París para visitar a su dentista, según me dijo. El día del encuentro, a las siete de la tarde, Prévert inauguraba su exposición de collages en el museo de la ciudad. El catálogo tenía un prólogo escrito por el propio Picasso. Allí conocí la intensidad, la excitación y la expectativa de una cincuentena de fotógrafos y paparazzi de Paris Match que habían sido expulsados de Mougins muchas veces y de los camarógrafos que jamás pudieron franquear las puertas de Notre Dame de Vie, la casa inaccesible del artista.
Picasso, con puntualidad española, llegó alrededor de las nueve, cuando yo había perdido la esperanza de conocer, aunque fuera de lejos, al monstruo sagrado. Bajó de un Rolls-Royce negro en compañía de Jacqueline Roque, su última esposa, vestido con shorts —hoy serían bermudas— color gris perla, camisa a lunares negros sobre blanco y zapatillas de tenis del mismo tono.
Hasta ese momento me había conformado con la charla ingeniosa y el talento de Prévert. Recuerdo que tanto a Brassaï como a Prévert les había llamado la atención mi tipo físico, aindiado y sudamericano, que el sol del Mediterráneo había acentuado. La broma (¿o piropo?) que me hizo Prévert aquella tarde fue «a esta chica solo le falta una pluma». Cuando Picasso llegó al museo, Prévert corrió a recibirlo y después de un rato se acercó a mí y me llevó de un brazo hacia el pintor. «Oye, Pablo, ¿no te parece que a esta chica solo le falta una pluma?», le dijo luego de presentarme. Picasso se volvió para examinarme de pies a cabeza: «Efectivamente. ¡De qué raza eres, criatura! ¿De dónde has salido?», me dijo pasando del francés al español apenas supo que yo era argentina. La disquisición sobre mi origen tucumano-cordobés pareció interesarle más que los fotógrafos y reporteros que pugnaban por acercarse. Me llevó hasta una escalera más despejada y allí sentí sus ojos como carbones encendidos y comprendí su fama justificada de homme à femmes, expresión que no tiene equivalente en castellano y menos en el caso de Picasso, ya que se notaba que era un gran seductor, no necesariamente machista ni un Don Juan. Tenía, eso sí, debilidad por todas las mujeres, y sus interlocutoras lo sentían en cada uno de sus gestos.
Toda una vida
Al final del vernissage me invitó a Notre Dame de Vie: «Te vienes cuando quieras. Eso sí, nunca en la mañana. Yo duermo hasta pasado el mediodía y luego voy al mar. Pinto de noche. Es el único lujo que puede darse un ser humano, dormir hasta tarde en la mañana», me explicó con acento decididamente andaluz. Cuando su mujer, Jacqueline, se acercó a buscarlo, Picasso repitió la misma observación irónica sobre mí: «¿No te parece que a esta chica solamente le falta una pluma?». La mujer respondió seria y cabalmente, después de mirarme con atención y sin recurrir a ningún texto de antropología, como lo habría hecho cualquier otra francesa: «Sí. Es verdad».
Yo tenía el pelo liso y morocho, y llevaba puesto un vestido-túnica, simple pero vistoso, en algodón naranja y fucsia a rayas, de diseño propio, que acentuaba mi negritud del sol mediterráneo. Con ese colorido étnico que le llamó la atención a Picasso hice mi primera entrevista como corresponsal para Atlántida. En París había ido siempre a todos mis destinos con el fotógrafo francés que me había adjudicado la revista, salvo cuando François tomó las fotos para las entrevistas a Prévert, a Jean Lurçat y también a Yves Montand mientras jugaba a las bochas (la pétanque) en Saint-Paul-de-Vence. No fue así cuando visité a Picasso en Mougins. Aquella tarde estaba allí su fotógrafo personal, André Villers, quien con los años se transformado en una celebridad. Fue él quien me tomó la foto en que se me ve hablando con el pintor y que luego ilustró mi nota en la revista.
Me llevó hasta una escalera más despejada y allí sentí sus ojos como carbones encendidos y comprendí su fama justificada de homme à femmes, expresión que no tiene equivalente en castellano y menos en el caso de Picasso, ya que se notaba que era un gran seductor, no necesariamente machista ni un Don Juan. Tenía, eso sí, debilidad por todas las mujeres, y sus interlocutoras lo sentían en cada uno de sus gestos.
Picasso vivió en aquella casa de Mougins, a pocos minutos de Cannes, en 1936, con Dora Maar, y luego con Jacqueline desde 1961 hasta que murió a los noventa y un años en 1973. Era una construcción con vista a las colinas, en el casco antiguo del pueblo, con estética de características provenzales del siglo XVII, líneas suaves y sobrias que desde afuera evocan un paisaje toscano. El campanario data del siglo XII, y lo rodean cipreses y árboles tupidos. En 2017, la propiedad totalmente restaurada salió a remate con una base de veinte millones de euros. Cuando la visité, no tuve la impresión de estar en una casa lujosa. Picasso tampoco transmitía una imagen de opulencia. Era un astro, sí, pero un astro que huía del estrépito. «Dime, cómo es que te has venido desde tan lejos, desde la Argentina, y para qué», me preguntó cuando habíamos terminado la nota. Entonces le expliqué que lo hacía para ganarme la vida. Picasso sonrió y me dijo, con una mirada juguetona: «No te preocupes. Yo pinto para lo mismo».
*
El 22 de noviembre, mientras nuestro barco estaba entrando en el puerto de Montevideo, última escala del viaje, sonaron las sirenas. No entendíamos qué pasaba hasta que nos comunicaron que habían asesinado a John F. Kennedy en Texas. Bebita lloraba desconsolada. Quería bajarse del barco e irse a los Estados Unidos.
Apenas llegada a Buenos Aires supe que la nota a Picasso había sido publicada en Atlántida con el título Cita en Vallauris. El encuentro se había convertido en lo que hoy se llamaría trending topic, un comentario malévolo, entre periodistas y amigos que ironizaban y hasta sugerían que Pablo Picasso me había llevado a la cama y que yo habría cedido con tal de lograr la entrevista. Semejante hazaña solo había sido posible, según ellos, porque yo era una periodista joven, atractiva y, al menos en Europa, exótica.
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