Vida y muerte en tierra sitiada
Una carta para la Franja de Gaza: de viaje por la memoria de un reportero de guerra
La situación entre Palestina e Israel sigue siendo extremadamente delicada, con intensos y devastadores enfrentamientos desde el 7 octubre de 2023, especialmente entre Israel y Hamas en Gaza, resultando en miles de muertes y desplazamientos masivos. Hoy, junio de 2024, ocho meses después de que estallará este nuevo episodio de violencia en la región (el último de una lucha muy duradera y sangrienta y que ha marcado la historia de Oriente Medio), la crisis humanitaria en la Franja de Gaza es severa, con una gran escasez de agua, alimentos y medicinas, y la comunidad internacional, incluida la ONU, ha pedido un alto el fuego con carácter inmediato. Sin embargo, el final de esta guerra se antoja muy lejano. De hecho, la historia nos hace pensar en que es posible que nunca se alcance una paz duradera en la zona. Si echamos la vista atrás, veremos que estamos en un callejón sin salida: en el siguiente extracto, un texto que forma parte del libro autobiográfico «Lecciones de una vida en guerra» (Plaza & Janés), viajamos con el reportero de guerra y documentalista Hernán Zin a la Palestina del año 2006, adonde acudió para entender y arrojar luz sobre las zonas más oscuras de una guerra que parece no tener fin.
Por Hernán Zin

Mural ubicado en Londres que rinde tributo a los periodistas palestinos Mohamed Al Masri, Ali Jadallah, Hind Khoudary y Abdulhakim Abu Riash. Crédito: Getty Images
Palestina, 2006
Con la cabeza envuelta en el típico pañuelo palestino, llamado kufiya, el joven que estaba a mi lado lanzaba piedras con una fuerza y una precisión que de haber nacido en EE. UU. podría haber tenido por delante una brillante carrera en la liga de béisbol.
Los militares israelíes que se encontraban en lo alto de la colina respondían a las piedras que tiraba este muchacho y tantos otros que me rodeaban, con bombas de humo y alguna que otra bala de goma.
La marcha había comenzado de forma pacífica. Niños, abuelos, mujeres. Todos protestando por ese nuevo trozo del muro que el Gobierno de Israel estaba erigiendo y que los iba a separar de amigos, familias y vecinos con los que habían compartido destino durante cientos de años.
El típico tira y afloja entre palestinos e israelíes en aquella época, desde que Ariel Sharon tuvo la brillante idea de mandar construir el muro que convertiría la vida de los locales en una ratonera de calles cortadas y puestos de control. Trayectos que antes duraban diez minutos ahora eran viajes de horas. Ese muro de la vergüenza en el que Banksy dejó algunos de sus grafitis más conocidos.
Los niños bajo un trozo de playa que se abre entre el hormigón.
La niña que vuela con globos hacia la libertad.
A medida que la marcha se acercaba a la colina donde estaban construyendo la nueva sección del muro, los jóvenes se fueron envalentonando. Hacía rato que venían recogiendo piedras. Cuando tuvieron a los soldados israelíes a poca distancia, empezaron a lanzarlas. Niños, ancianos y mujeres corrieron a protegerse. Solo nos quedamos en el medio mi amigo y fotógrafo Mushir, español hijo de palestinos, y yo.
Una de las bombas con gases nos pasó tan cerca de la cabeza que ambos nos lanzamos instintivamente al suelo. Si nos hubiese dado de lleno, habríamos terminado en el hospital.
—Deberías llevar casco —me dijo con enfado.
—Lo sé, pero es que tengo la cabeza demasiado grande.
Nos volvimos a poner de pie. Seguimos sacando fotos en medio de aquel ir y venir de proyectiles.
Me suena el teléfono. Es mi conductor.
—Israel acaba de lanzar un ataque sobre la Franja de Gaza.
—Joder. ¿Estás donde aparcamos?
—Aquí sigo.
—Vale, espérame que ya voy.
Le conté la situación a Mushir. Me dijo que, por favor, en Gaza sí usara el casco, que aquello no era una broma. Nos abrazamos y me fui corriendo hacia el coche, que me esperaba a un par de kilómetros de allí, donde había comenzado la manifestación.
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Jerusalén, 2006
En la habitación del hotel en que solía alojarme, sobre la peatonal Ben Yehuda, abrí el ordenador y me puse a escribir una carta. Se suponía que me la había enviado un conocido periódico español. En la misiva, decían que trabajaba para ellos y que tenía que entrar a la Franja de Gaza. Copié y pegué el logo de internet. La mandé a imprimir a la recepción.
Bajé a buscarla.
No era un Rembrandt, pero estaba bien.
Seguro que colaba.
Sobre la cama, desplegué las cuatro o cinco credenciales falsas que tengo de prensa. Las descargaba de una web, les ponía mi foto, las imprimía y las plastificaba. Así de sencillo. Seleccioné la que pareciera más seria. Una cuestión es una frontera africana, otra es el Gobierno de Israel.
Siempre he tenido que falsificar cartas, credenciales de prensa, permisos. A los burócratas no les entra en la cabeza que alguien decida ir motu proprio a una guerra. Lo que en la jerga periodística se llama freelance. Tampoco es que tenga mucho sentido, pero nada, es un oficio como cualquier otro.
En la previa a los viajes a países en conflicto, además de visitar la casa de cambio de divisa, me daba una vuelta por El Rastro. Allí cogía pines, camisetas, del Barcelona y del Madrid. Compraba cromos de Cristiano Ronaldo y Leo Messi. Imito a la perfección la firma de ambos. Con los dos tengo alguna historia, apócrifa, pero con un punto de verdad indispensable para que resulte verosímil. Resulta más fácil mentir cuando posees alguna referencia que es cierta. Mejor te sale la cara de póquer en un puesto de control militar o una aduana.
El fútbol es el lenguaje universal.
Y como me genera un interés similar al de las danzas tradicionales de Kazajistán, nunca he tenido problemas éticos en cambiar de escudo según perciba la afinidad de mi interlocutor.
—¿Messi? El mejor de todos los tiempos. Además, es mi amigo, hicimos juntos una película. Tengo aquí una foto autografiada que me regaló.
Se iluminan los ojos de quien recibe aquella burda falsificación como si le estuviera dando una estampita de la Virgen de Lourdes.
En realidad, no hice una película con Messi, pero sí que Jorge, su padre, tuvo la generosidad de cederme el nombre para un documental sobre la explotación de los niños en el fútbol: Quiero ser Messi.
Algo que los honra a ambos.
—Cristiano Ronaldo, el mejor del mundo.
—¿Cristiano? El mejor de todos los tiempos. Somos vecinos. Tengo aquí una foto autografiada que me regaló.
Como Madrid es una ciudad de un tamaño amigable, alejada del caos de urbes sobrepobladas como Bombay, Lagos o Los Ángeles, al vivir en el mismo barrio puedo perfectamente afirmar que somos «vecinos».
La verdad de las mentiras, como diría Vargas Llosa.
Lo importante era cruzar esa frontera.
¿Por qué?
Porque mi objetivo final gravitaba a kilómetros de altura sobre la línea que unos soldados, unos burócratas o unos colonizadores hubiesen decidido trazar en un paralelo, un río o una montaña. Iba a la guerra para amplificar la voz de las víctimas.
Punto.
Tenía todo el derecho moral a hacer lo que estuviera en mi poder para sortear esas lindes que eran de otros, no mías. Respondía a mi vocación. Y no iba a dejar que invento estúpido alguno me impidiera realizarla.

Mural en honor a la periodista Shireem Abu Akleh, asesinada por fuerzas israelíes el 11 de mayo de 2022 en Cisjordania. Crédito: Getty Images.
La noche anterior a la partida hacia Gaza casi no pude conciliar el sueño. No era por la culpa que sentía por haber falsificado una carta, sino por las noticias que llegaban desde allí y por el miedo que me invade antes de acercarme a la violencia.
Durante meses, comandos de Hamás habían estado cavando un túnel al sur de la Franja. Cuando estuvo terminado, salieron a la superficie en una misión suicida. Mataron a dos soldados israelíes y se llevaron secuestrado a un tercero: Gilad Schalit. Por el lado palestino, murieron cuatro combatientes.
La respuesta del gobierno de Ehud Olmert, que años más tarde terminaría preso por corrupción, no por crímenes de guerra, fue desmesurada. Una vez más, el principio de la «proporcionalidad» que establece el derecho humanitario era ignorado sin rubor alguno.
Puso en marcha la operación Lluvia de Verano. Miles de soldados, tanques Merkava, aviones F-16, se lanzaron contra la paupérrima franja palestina. La mayor ofensiva de la historia en Gaza. Luego vendrían peores, como la de 2014, en la que también estuve, aunque la entrada no fue tan caótica como la que me esperaba ahora.
Después, la más terrible de todas, 2024.
Siempre con los niños como principales víctimas.
A la mañana siguiente, cogí mi carta falsa, mi carnet falso de periodista, y me fui a la oficina de prensa en castellano del Gobierno israelí. Necesitaba un documento especial para entrar a Gaza.
Tras esperar un periodo de tiempo que se me hizo eterno, me recibió la responsable de aquella oficina: Claudia, una israelí de origen colombiano. Mientras miraba mis papeles, me echó la bronca:
—Los medios españoles no son objetivos, lo que cuentan es siempre en favor de los palestinos. No dejes de comunicarte todos los días a este teléfono.
Me pasó un papel.
—Se llama Hernán, es el responsable de prensa del mando sur del ejército. Habla perfectamente español.
Original nombre.
Lo curioso del asunto es que, una vez en Gaza, cada vez que hablaba con Hernán, parecía un monólogo de Gila.
—Hola, Hernán.
—Hola, Hernán.
—Mira, tocayo, acaba de caer un misil cerca de la ciudad de Gaza. Ha impactado de lleno en una abuela y su nieto que iban en un burro. Ambos han muerto. ¿Alguna declaración?
—No tengo noticias. Dame unos minutos que averiguo.
A mi alrededor, los restos de aquella abuela, su nieto y el burro. Llega el marido de la mujer, que no puede dejar de llorar. Sus vecinos intentan consolarlo. Aparece una ambulancia de la Media Luna Roja.
Al rato suena mi teléfono móvil.
—Hola, Hernán.
—Hola, Hernán.
—Mira, me dicen por acá que son terroristas.
—¿La abuela y el nieto?
—Terroristas.
—Todah.
Que quiere decir «gracias» en hebreo.
—Todah.
Juro que así fueron todas nuestras conversaciones durante los tres meses que estuve en Gaza.
Pero le había dado mi palabra a Claudia.
Así que llamaba, aunque la respuesta era la misma o similar:
—¿Por qué han bombardeado una escuela de la ONU llena de refugiados?
—Porque estaban los terroristas de Hamás.
—Todah.
—Todah.
Por mi parte, encantado de que Claudia me estuviera regañando a causa de la supuesta parcialidad de los medios españoles. Eso hacía que no prestara demasiada atención a aquella carta que, a la luz del día, delataba bastante su dudosa procedencia.
Había pasado de un Rembrandt a un desdibujado Basquiat.
Para evitar suspicacias, me inventé una historia. También vale inventarse historias para tratar de cruzar una frontera.
Estaba de vacaciones en Israel cuando empezó la guerra. Me encontraba en la playa con mi mujer y mis hijos. Me habían jodido mis quince días de descanso.
Eso me hacía quedar bien con Claudia, pues soy un hombre de familia que pasa sus vacaciones en Israel, ambas flagrantes patrañas, y justificaba el estado de aquel documento.
Era culpa de la impresora.

Palestina, año 2024. Manifestación en la Basílica de la Natividad en Belén en conmemoración de un periodista asesinado por el ejército israelí. Crédito: Getty Images.
Apenas tuve el permiso en la mano, salí a la calle y corrí hacia la puerta de Damasco con los cuarenta kilos de bártulos que me acompañan a todas partes: un bolso lleno de cámaras, lentes, cargadores, algo de ropa; una mochila con el ordenador y los discos duros; y, colgando del otro brazo, el chaleco antibalas y el casco.
Sí, Mushir, el casco también.
Sabía que en la puerta de Damasco había taxistas palestinos que te llevaban hasta la frontera con Gaza. Y así era. Tras negociar con varios conseguí uno que me ofreció un precio dentro de mi presupuesto, que era bastante lamentable. Algo habitual en los freelance. No sueles llevar seguro. El chaleco antibalas te lo prestan o lo alquilas. Mandas crónicas que los medios te pagan tarde y mal, si es que te pagan. De aquel conflicto, la Cadena Ser aún me debe una factura. Pero nada, la perseverancia que tengo para colarme en conflictos armados, o para conseguir que me abran ciertas puertas, no la tengo para perseguir a los que me deben dinero.
La distancia que separa a Jerusalén de la Franja palestina es de apenas ochenta kilómetros. Una hora de viaje en coche. Y de las fronteras que he cruzado en el mundo, quizá sea la de mayor desigualdad. Mucho más que la que separa a EE. UU. de México o a Europa del Magreb.
Aislada del resto del planeta por la valla que la rodea, Gaza vive en una suerte de lóbrego medioevo. Carros tirados por burros, montañas de basura, edificios decrépitos o reducidos a escombros por los misiles. Una especie de Calcuta bajo las bombas.
Jerusalén, con su lujoso hotel King David, su peatonal Ben Yehuda, su modernidad, sus turistas, te da la sensación de estar en cualquier ciudad de un país próspero y desarrollado. Bien situado en el siglo XXI.
La distancia que separa a Jerusalén de la Franja palestina es de apenas ochenta kilómetros. Una hora de viaje en coche. Y de las fronteras que he cruzado en el mundo, quizá sea la de mayor desigualdad.
Antes de partir, había desayunado con un amigo argentino, Meir Margalit, contrario a la ocupación como tantos otros israelíes con los que había hablado en aquellos días. La magnífica escritora Amira Hass, autora de Beberse el mar en Gaza, o el valiente periodista Gideon Levy, columnista del periódico Haaretz.
Meir me había dado un consejo:
—No cuentes lo que cuentan todos. Hazlo con esa pasión que tienes.
Era una recomendación inteligente. Ya que carecía de los recursos de los que gozan los grandes medios, debía buscar otro ángulo.
Estaba solo con mi cámara.
De hecho, logré entrar a Gaza antes que la BBC o la CNN. Como había combates en la frontera, alrededor de Beit Hanun, no nos dejaban pasar. Estábamos varados en el paso de Erez. En lo que parece ser una constante en mi existencia, el taxista se había marchado y me había dejado solo allí con el bolso, los equipos y el chaleco antibalas.
Cuando empezó a anochecer, los periodistas serios volvieron a sus hoteles de lujo en Ascalón o Jerusalén. Yo, que no tenía un duro, me recosté contra un muro mientras caían las bombas. Con las prisas, ni siquiera había cogido una botella de agua.
Un capitán israelí llamado Marc, de origen estadounidense, se apiadó de mí y me dejó cruzar la frontera en una pausa en los combates. Eso sí, antes de darme luz verde, me dijo:
—Mira que son chavales; si los terroristas disparan, ellos van a disparar, así estés tú en el medio.
Una aclaración muy tranquilizadora.
They are kids.
Son chicos.
Le di las gracias y tiré hacia Gaza cargado con mis bártulos.
La suerte estaba echada.
Alea iacta est.

Fotograma del documental Nacido en Gaza, de Hernán Zin.
De alguna manera, lo que me sugirió Meir Margalit era también lo que había estado haciendo hasta el momento.
No me gustaba tener que crear documentos apócrifos o hacerme el fan número uno de Cristiano Ronaldo, sobre todo por la incertidumbre que me generaba, pero carecía de los medios que tienen las cadenas de noticias internacionales o los periódicos de prestigio.
No contaba con un productor en Jerusalén que me gestionara los papeles para poder llegar y ponerme a trabajar sin mayores distracciones.
Tampoco tenía una red de fuentes fiables dentro de Gaza.
Mi único aliado era Kayed, que hacía de traductor, chófer y conseguidor de lo que le pidiera. A su lado viviría infinidad de odiseas. Momentos de dolor, risas, rabia, llantos, en esa guerra, que fue la primera sobre la Franja, y en las siguientes de 2008 y 2014.
Tan lamentable era lo nuestro, que Kayed ponía las letras «TV» con cinta adhesiva en el capó de su Daewoo Lanos para evitar que nos cayera un misil Hellfire de un helicóptero Apache o de un dron (era el primer conflicto en el que vi el uso masivo de aviones no tripulados).
Avanzábamos a paso de tortuga hacia donde estaban los combates, por miedo a que nos confundieran con un comando del brazo armado de Hamás o de la Yihad Islámica. No queríamos terminar como aquella pobre abuela y su nieto.
Sin embargo, Kayed cogía el móvil y me conseguía lo que quisiera. Parecía tener el número de teléfono de los dos millones de habitantes de la Franja de Gaza.
La voluntad sobre los recursos.
Estábamos en las mismas.
Quizá por eso formamos un buen equipo.
Durante los meses que pasé en la guerra de 2006, hasta logré entrar a los túneles que conectan al territorio palestino con Egipto. Un acceso que pocos periodistas habían conseguido. Reportaje que vendería a varios medios internacionales y que me ayudaría a costear aquella larga estancia.
Es otra gran lección que me dejó la guerra: convertir tus falencias en virtudes. Tus debilidades en tus fuerzas.
La noche anterior a la partida hacia Gaza casi no pude conciliar el sueño. No era por la culpa que sentía por haber falsificado una carta, sino por las noticias que llegaban desde allí y por el miedo que me invade antes de acercarme a la violencia.
De esta premisa surgió la idea de la película Nacido en Gaza, que rodé en 2014. No tenía capital para excesivos alardes técnicos, así que contando con la ayuda de Kayed, solo con mi cámara, mis lentes y mis micrófonos, retrataría historias mínimas, que creasen puentes de empatía.
Como parte de la estrategia, había decidido que rodaría con drones, en el mar y en cámara lenta. Quería romper el punto de vista. La frontalidad con la que había narrado mis historias hasta el momento. A la cantante Bebe, que era mi pareja y a la que tanto debo, le fascinó la idea. Así que me llamaba por las noches para asegurarse de que no me apartara del plan establecido.
—¿Seguro que estás grabando como me has prometido?
A ver quién se anima a decirle que no.
Además, ella también era productora de la película. Puro corazón, generosidad, con un talento de otra galaxia, había invertido dinero de su propio bolsillo para ayudarme a financiar los viajes y el sueldo de Kayed.
Cuando me tocaba grabar en el mar Mediterráneo, los reporteros que estaban alojados en el hotel me miraban con absoluta incredulidad. Bajaba a desayunar en bañador, camiseta de tirantes y chanclas. Una toalla sobre el hombro. Unas gafas de buceo colgando del cuello.
Vacaciones en la guerra.
La carcasa para la cámara me la había prestado mi hermano de sangre Sergio Carmona. Como soy un ser humano privado de la más mínima habilidad cuando se trata de labores manuales, me resultó imposible evitar que el agua se colara dentro.
De esta manera me metía en el mar junto al pequeño Mohamed, un hijo de pescadores que se había visto obligado a recoger basura para alimentar a su familia.
Con miedo a que nos cayera un misil, sin casi llegar a ver lo que estaba rodando, luchando para que el agua que entraba en la carcasa me permitiese hacer foco y para que la corriente no me arrastrara de regreso a España, lo grababa mientras él nadaba y el sol se perdía en el horizonte.
Así surgió una de las secuencias más conmovedoras que he hecho nunca, en la que Mohamed dice:
«Yo quiero al mar. He nacido en el mar. Me gustaría poder estar siempre en el mar, nadando y viviendo en él. Olvidarme de todos los problemas a mi alrededor y seguir viviendo en el mar».
No solo en la guerra sino en nuestra cotidianeidad, la pregunta es: ¿Qué me juega en contra? ¿Qué falencias tengo? ¿Qué puedo hacer para que se ponga a mi favor?
En este sentido, las fronteras físicas son un claro obstáculo cuando vas a una guerra. Pero hay, en este lado de la lotería de los códigos postales, otra serie de barreras conceptuales, jerárquicas, normativas, sobre lo que sea que quieras hacer, que en ningún caso te deben empujar a ver solo tus debilidades.
No puedes realizar un documental sin ayuda, sin haber estudiado cine, casi sin dinero, en solo tres meses y en un lugar como Gaza.
¿Quién lo dice?
Los cánones establecidos por la industria audiovisual.
Mandadle saludos de mi parte.
Nacido en Gaza no solo ganaría docenas de premios, sino que llegaría a ser uno de los documentales más vistos a nivel mundial en Netflix.
Una película que estuvo en los cines a los tres meses de haberse comenzado a grabar, que me llevó a compartir nominación con Wim Wenders y su magnífica La sal de la tierra, en los Premios Platino.
En las gradas de la ceremonia, el equipo de esa producción que había recaudado más de un millón de euros. A su lado, con la impostada sonrisa de los que saben que van a perder por goleada, Bebe y yo, responsables de una película que tenía un presupuesto de doce mil euros.
Con un obstáculo añadido: antes de que estallara la guerra en Gaza me había comprometido con Canal Plus para hacer un reportaje sobre la violencia en Honduras. Esto me obligó a pasar, en un mismo plano secuencia, de Tel Aviv a Tegucigalpa.
Por el día filmaba los cuerpos descuartizados por la mara Salvatrucha. Por la noche me hinchaba a café para editar lo que había grabado deprisa, con miedo y corriendo de un lado a otro durante la ofensiva israelí.
La pasión que, con tanta sabiduría, Meir Margalit me había alentado a usar para contrarrestar mis carencias.
Algo que llevaba años viendo en mis viajes y que sin duda también me había inspirado: la voluntad de todas esas personas que no se dejan vencer, que siguen adelante con lo que tienen a mano, contra viento y marea.
El conductor del Congo que arregla el motor de su coche con unos alambres. El adolescente que, con una gran sonrisa, intenta vender cometas en una calle de Kabul. El taxista que sigue saliendo a trabajar en San Pedro Sula, aunque la mara Salvatrucha lo haya amenazado de muerte por no pagarle la mordida del mes. La familia de refugiados sudaneses que, con unas cañas, un poco de barro y unos plásticos de la ONU, se monta una vivienda en cuestión de horas. La madre que se pone a barrer la entrada apenas está construida. Sus hijos, que hacen girar un viejo neumático al que empujan con un palo, que se regalan el lujo de seguir jugando a pesar de todo.
Premios, estrenos, ruedas de prensa, resultan minúsculas hazañas del ego y la vanidad en comparación.
Ellos son los únicos que tienen mérito en esta historia.
Fronteras, himnos, banderas, religiones, ¿qué lógica tienen en una línea temporal de miles de millones de años? ¿En un universo infinito del que apenas somos un punto casi invisible?
Había sido un aliciente en este proceso, la necesidad que sentía de que el mundo escuchase la voz de los niños que había grabado en Gaza antes de que la rueda informativa y nuestra escasa capacidad de atención se desviasen a otros temas.
Un trabajo que ya había hecho con las mujeres violadas en el Congo, Sudán, Bosnia y Uganda, con las víctimas de Al Shabab en Somalia, como lo haría al año siguiente con quienes sufrieron los horrores del ISIS en Siria.
Para mí no hay bandos ni banderas.
Solo están los que causan las guerras y los que las sufren.
Ahí se encontraba otra fortaleza que equilibraba mis carencias: la profunda convicción de que no somos más que unos primates 2.0 agarrados con las uñas a un planeta que da vueltas por un universo cuyas dimensiones y sentido escapan a nuestra capacidad de compresión.
Las lindes que nos han sido impuestas y que hemos asumido como propias carecen de razón de ser si las observamos desde la perspectiva del tiempo y el espacio.
Fronteras, himnos, banderas, religiones, ¿qué lógica tienen en una línea temporal de miles de millones de años? ¿En un universo infinito del que apenas somos un punto casi invisible?
Estas creaciones tienen el mayor de mis respetos si te ayudan de alguna manera, pero no cuando sirven para confundirnos, para separarnos y enfrentarnos, en beneficio de unos pocos.
Somos todos uno.
Somos lo mismo.
Esos primates desconcertados.
Hasta el día en que no asimilemos esto, lo incorporemos y ejercitemos, seguiremos abocados a la niebla de la guerra, la injusticia y el sufrimiento.
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