Aquel instante en que alguien gritó «¡quieto todo el mundo!»
El 23 de febrero de 1981, España vivió un episodio que marcaría su futuro: el intento de golpe de Estado. Esa tarde, las cámaras capturaron la imagen de un grupo de militares armados irrumpiendo en el Congreso de los Diputados, tomando como rehenes a los legisladores. En su centro, un hombre: el teniente coronel Antonio Tejero, apuntando con su pistola hacia los rostros de los representantes del pueblo. En «Anatomía de un instante» (publicado originalmente en 2009), Javier Cercas no solo narra el suceso, sino que lo disecciona, buscando entender las decisiones, los temores, las traiciones y las lealtades que se tejieron en ese instante decisivo. Porque más allá de las imágenes de tensión, lo que realmente dejó huella fueron los silencios, las decisiones cruciales y, sobre todo, las reflexiones de aquellos que, como Adolfo Suárez o el rey Juan Carlos I, se encontraron entre el miedo, la incertidumbre y una historia que aún estaba escribiéndose. Así, Cercas revela que el 23F fue más que una simple rebelión militar: fue una prueba de carácter, una definición de lo que significaba ser, en ese momento, un líder en un país recién salido de la dictadura. Para entender mejor aquel contexto que aún hoy retumba en nuestros días, en LENGUA publicamos la posdata del propio Cercas a la reciente reedición del libro a cargo de Random House (abril de 2024).
Por Javier Cercas

El golpista Antonio Tejero durante el asalto al Palacio del Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981. Crédito: Getty Images.
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En el año 2009, cuando este libro se publicó, muchos lo consideraron en España un libro antisistema, o poco menos: un libro que pretendía denigrar la figura entonces intocable de Juan Carlos I (y, por extensión, de la monarquía), a los políticos de la Transición y a la Transición misma; quince años después, este mismo libro es considerado por muchos un libro prosistema, o poco menos: un libro que pretende vindicar la figura ahora denostada de Juan Carlos I (y, por extensión, de la monarquía), a los políticos de la Transición y a la Transición misma. Los libros no cambian con el tiempo, pero sí su interpretación: pocas habrán cambiado tanto y tan rápidamente como la de éste; un cambio tal vez menos revelador sobre el libro mismo que sobre estos quince años de España, en los que hemos pasado de una visión celestial a una visión infernal de la Transición, ambas igualmente falsas. Dicho esto, no sé si hace falta añadir que ambas interpretaciones de este libro yerran: como cualquier libro que se respete un poco a sí mismo, éste sólo aspira a entender; entender no significa justificar: significa, si acaso, darse los instrumentos para no volver a cometer los mismos errores. A eso se dedica también la literatura.
Lo que Anatomía de un instante intenta entender es un gesto minúsculo realizado por tres hombres durante la tarde del 23 de febrero de 1981; intenta entender a esos tres hombres (y en particular a Adolfo Suárez), el golpe de Estado del 23 de febrero y el cambio de la dictadura a la democracia en la España de los años setenta y ochenta; también (o sobre todo), intenta entender a mi padre, que murió mientras yo escribía estas páginas. Este libro, en definitiva, intenta contar la historia de una aventura colectiva a través de la de varias aventuras personales: esa historia es la historia de la conquista de la democracia en nuestro país.
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Desde que se publicó este libro me lo han preguntado muchas veces: ¿dejaste algo por contar? Después de tres años trabajando a tiempo completo sobre la Transición y el golpe de estado del 23 de febrero, hablando con protagonistas y testigos, leyendo libros, consultando periódicos y noticieros, ¿averiguaste algo que no te atreviste a contar? ¿Qué sabemos ahora, cinco o diez o quince años después del golpe, que entonces no sabíamos? ¿Cuándo sabremos lo que nos falta por saber? ¿Cuándo conseguiremos despejar los enigmas que aún inquietan aquel día? ¿Cuál es el gran secreto del 23 de febrero?
La mejor respuesta que conozco a estas preguntas es la siguiente:
El gran secreto sobre el golpe de Estado del 23 de febrero es que no hay ningún secreto. Entiendo que la noticia decepcione, porque las mentiras suelen ser más atractivas que la verdad –de ahí en gran parte su éxito–, pero es lo que hay. El 23 de febrero de 1981 debe de ser el día de la historia de España sobre el que más sabemos, o como mínimo sobre el que más se ha escrito, pero en cada aniversario señalado del golpe –o simplemente cuando se tercia– aparecen los mercaderes del 23 de febrero anunciando a bombo y platillo el desvelamiento del nuevo gran secreto sobre el 23 de febrero. La realidad, la pura y simple y aburrida realidad, es que sobre aquella asonada militar conocemos lo esencial casi desde que el tribunal que juzgó a los golpistas dictó sentencia año y pico más tarde, el 3 de junio de 1982. ¿Significa esto que lo sabemos todo sobre el golpe? Por supuesto que no. Ese conocimiento absoluto no pertenece al ámbito de la historia, sino al de la ficción, o al de la mentira (que, en este punto como en otros, se parecen bastante a la ficción). Lo ha escrito el historiador Juan Francisco Fuentes: «No hay acontecimiento histórico que se preste a un revelado completo de sus luces y sombras»; quien interpela a un acontecimiento clave del pasado exigiendo Toda la verdad sobre él «no pretende, por lo general, que sepamos más, sino que sepamos menos mediante la sustitución de una historia veraz, pero incompleta, por una versión tergiversada o simplemente falsa puesta al servicio de una causa política. En esta nueva versión todo cobra sentido».
El golpe del 23 de febrero es el mito fundacional de la democracia española. Ahora bien, un mito es una mezcla de mentiras y verdades; es decir, una mentira, o una ficción. En este sentido –y en otros–, el golpe representa para los españoles más o menos lo que para los estadounidenses el asesinato de Kennedy.
Visto así, el golpe del 23 de febrero de 1981 viene a ser para la izquierda española lo que los atentados del 11 de marzo de 2004 para la derecha. La derecha o cierta derecha considera que no se sabe Todo sobre los ataques de Atocha, para poder difundir más o menos sottovoce que los verdaderos responsables de la carnicería no fueron los islamistas que la perpetraron, sino, en última instancia, los líderes del socialismo español –José Luis Rodríguez Zapatero y Alfredo Pérez Rubalcaba–, quienes buscaban dar un vuelco a las elecciones del 14 de marzo de aquel año y entregar la victoria a su partido (cosa que finalmente consiguieron); del mismo modo, la izquierda o cierta izquierda considera que no se sabe Todo sobre el 23 de febrero de 1981, para poder seguir difundiendo más o menos sottovoce que el verdadero responsable del golpe fue Juan Carlos I, que lo urdió o inspiró y alentó con el fin de legitimarse salvando la democracia y consolidando la monarquía (cosa que finalmente consiguió). Esta última teoría fue acuñada por los propios golpistas, a fin de defenderse ante el tribunal que los juzgó con el famoso argumento de la obediencia debida (ellos sólo acataban órdenes del Rey), y la ultraderecha la adoptó de inmediato; muy pronto, no obstante, la hizo suya también la ultraizquierda o la izquierda populista. Sobra decir que se trata de un bulo, pero no que su crédito extraordinario en nuestros días nos recuerda la inolvidable lección del doctor Goebbels: las mentiras, cuanto más gordas, mejor (sobre todo para quienes están deseando creérselas). La verdad es que, como la clase dirigente española casi al completo, el Rey cometió errores antes del 23 de febrero; errores graves, que propiciaron o facilitaron el golpe. Pero también es verdad que el Rey lo paró, entre otras razones porque era el único que podía pararlo: al fin y al cabo, era el capitán general del ejército y Franco había ordenado a los militares que le obedecieran como le habían obedecido a él. El bulo sobre los atentados de Atocha pretendía deslegitimar la victoria electoral socialista de 2004; el bulo sobre el golpe del 23 de febrero pretende deslegitimar la democracia actual: el llamado Régimen del 78.
En realidad, el golpe del 23 de febrero es el mito fundacional de la democracia española. Ahora bien, un mito es una mezcla de mentiras y verdades; es decir, una mentira, o una ficción. En este sentido –y en otros–, el golpe representa para los españoles más o menos lo que para los estadounidenses el asesinato de Kennedy. Primero, porque es el punto exacto donde convergen todos los demonios de nuestro pasado reciente; y segundo –y en cierto sentido como consecuencia de lo anterior–, porque, igual que no hay norteamericano que no tenga una teoría o no conozca un secreto del asesinato de Kennedy, no hay español que no tenga una teoría o no conozca un secreto o una clave oculta del 23 de febrero. ¿Qué es un español? Es alguien que tiene una teoría o guarda un secreto del 23 de febrero. Hagan la prueba y verán: se trata del único test infalible de españolidad.

Adolfo Suárez en una imagen tomada en Buenos Aires en 1981, año del golpe de Estado en España. Crédito: Getty Images.
Por lo demás, el 23 de febrero de 1981 es un día cebado de sentido; mejor dicho: lo que está cebado de sentido es el instante de ese día que este libro intenta explorar. El instante preciso en que, mientras los golpistas irrumpían en el Congreso ordenando a tiros que los parlamentarios se tirasen al suelo y todo el mundo se refugiaba de las balas bajo sus escaños, tres hombres se negaron a obedecer. Eran Adolfo Suárez, presidente del Gobierno; Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista; y el general Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno. Esos tres hombres habían sido, aparte del Rey, los artífices fundamentales del cambio de la dictadura a la democracia. Ninguno de los tres se había educado en la democracia y ninguno de los tres había creído en la democracia durante la mayor parte de su vida; llegado el momento de la verdad, sin embargo, ninguno de los tres dudó en jugarse la vida por ella. El 23 de febrero de 1981 concluyen dos siglos de intervencionismo militar, pero, en el instante en que aquellos tres hombres se conjuraron sin saberlo en ese gesto supremo de rebeldía, empieza de verdad la democracia en nuestro país y termina la Transición, en ese instante termina también el franquismo y, dado que la dictadura no fue la paz sino la guerra por otros medios (dado que la guerra no duró tres años sino cuarenta y tres), en ese instante termina de verdad la Guerra Civil.
Ése es el auténtico gran secreto del golpe de estado del 23 de febrero; un secreto que, como cualquier secreto valioso, estaba a la vista de todos, porque lo grabaron las cámaras de televisión: bastaba con saber mirar. En cuanto a los tres hombres, fueron debidamente triturados, sobre todo por los suyos, que los consideraron tres traidores: Gutiérrez Mellado, un traidor a sus compañeros de armas, los militares de Franco, que lo odiaron a muerte por convertir el ejército franquista en un ejército democrático; Carrillo, un traidor a sus camaradas comunistas, que no le perdonaron –y siguen sin perdonarle– que antepusiera la democracia a la República, declarando obsoleto el dilema monarquía-república; y Suárez, bueno, Suárez fue el peor de los tres, el Gran Traidor: un obsequioso arribista que les había prometido a los jerarcas del Régimen, con su juventud insultante, su ladina simpatía y su apostura kennediana, perpetuar el franquismo sin Franco, y que, en un visto y no visto, en menos de un año fulgurante, desmontó la dictadura, convocó las primeras elecciones libres en cuarenta años y montó la democracia o los fundamentos de la democracia. Los suyos los trituraron, a los tres, y durante muchos años los demás nos dedicamos a mirarlos por encima del hombro. Nadie, que yo sepa, les dio las gracias como es debido, no al menos en vida.
Así funciona la historia.
En ese instante termina también el franquismo y, dado que la dictadura no fue la paz sino la guerra por otros medios (dado que la guerra no duró tres años sino cuarenta y tres), en ese instante termina de verdad la Guerra Civil. Ése es el auténtico gran secreto del golpe de estado del 23 de febrero.
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Pero no es verdad: en este libro no lo conté todo; hay algo que dejé sin contar. Lo que dejé sin contar fue cómo se hizo el propio libro: eso que los cineastas llaman el making of. Italo Calvino escribió que, en ocasiones, contar en un libro cómo se hizo el propio libro constituye casi una obligación ética (lo que significa también una obligación estética: en literatura, ética y estética son equivalentes). Es algo que he intentado hacer a menudo en mis libros, y por eso he dicho alguna vez que escribo novelas de aventuras sobre la aventura de escribir novelas. Este libro es una excepción. Y quizá debería dejar de serlo.
Anatomía de un instante se escribió cuando muchos de los protagonistas de sus páginas estaban todavía vivos. Algunos se prestaron a hablar conmigo sin dificultad; hubo personas, en cambio –personas que coincidían con algunas de las más relevantes para la historia o para determinados aspectos claves de la historia–, a quienes tuve que perseguir durante meses o años, y algunas sólo aceptaron hablar finalmente conmigo con la condición inapelable de que no mencionase que había hablado con ellas; durante aquellos años conviví con la fragilidad de la memoria, con la fuerza de la mentira, con los espejismos de la vanidad, con la naturaleza tóxica del poder; muchas veces intentaron engañarme y, si no lo consiguieron (o me parece que no lo consiguieron), fue porque, cuando uno busca en serio la verdad, acaba encontrándola y porque, como dije antes, la verdad casi siempre está a la vista; me llevé sorpresas: hubo héroes que acabaron revelándose como villanos y villanos que acabaron revelándose como héroes; en una ocasión tuve miedo; al final, como siempre, comprendí que la virtud es secreta o no es.
Quizá debería contar algún día todo eso: al fin y al cabo, también forma parte de este libro. Quizá algún día lo contaré.
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