Juan José Millás y los restos de Nevenka Fernández
El 26 de marzo de 2001, Nevenka Fernández, concejala de Hacienda de Ponferrada (León, España), dimitió y acusó al alcalde, Ismael Álvarez, de acoso sexual. Sin embargo, el valor para contar públicamente lo que estaba sufriendo en silencio no tuvo un efecto lógico. Sí, la justicia falló a su favor y el acusado se vio obligado a renunciar su cargo (fue, de hecho, el primer político español condenado por acoso sexual), pero ella fue sometida a un juicio público y mediático paralelo que acabó forzándola a abandonar el país: amenazas, insultos, señalamiento y una huida a Londres que la alejó de su familia durante 20 años. A partir de entrevistas con la protagonista y del seguimiento del proceso judicial, el escritor Juan José Millás logró narrar en «Hay algo que no es como me dicen» (publicado originalmente en 2004) la crónica de este caso real de lucha contra el machismo e investigar al mismo tiempo los mecanismos por los que alguien se convierte en víctima y sin embargo consigue hacerse con los recursos internos para salir de esa situación. Aprovechando el estreno de la película de Icíar Bollaín «Soy Nevenka» (27 de septiembre de 2024 en cines), un filme que completa y complementa la reciente miniserie documental «Nevenka» (de 2021, está disponible en Netflix), en LENGUA publicamos el primer capítulo del libro de Millás, el cual ha sido relanzado ahora (septiembre de 2024) bajo edición de Alfaguara.
Por Juan José Millás
Nevenka Fernández en 2001. Fotograma del documental Nevenka, de Maribel Sánchez-Maroto (2021). Crédito: cortesía de Netflix.
Los restos de Nevenka
Esta es la historia de una mujer sensata que, cuando se dio cuenta de que todo lo que le habían contado era mentira, fue al juzgado, denunció los hechos y lo puso todo patas arriba.
La mujer, que se llama Nevenka Fernández, dejó de ser sensata el 26 de marzo de 2001, fecha en la que dimitió como concejal de Hacienda y Comercio del Ayuntamiento de Ponferrada y denunció por acoso sexual a su alcalde, Ismael Álvarez. Lo hizo públicamente, en un salón del ponferradino hotel Temple, donde los periodistas habían sido convocados a las once y media de la mañana. La curiosidad era enorme debido a los rumores que habían circulado desde que la concejal causara baja por enfermedad a finales del mes de septiembre anterior y desapareciera de la ciudad.
Durante esos seis meses se había dicho que permanecía en Madrid sometida a una cura de desintoxicación de drogas, pero también que había ingresado en una secta. Las habladurías corrieron de boca en boca y de mano en mano, pues tanto la historia de las drogas como la de la secta aparecieron en pasquines sin firma que se repartieron generosamente entre la población.
Nevenka Fernández estaba acostumbrada a comparecer en público, pero al entrar aquella mañana de marzo en el salón del hotel Temple junto a Adolfo Barreda, su abogado, y a Lucas Vázquez, su novio, se asustó. Jamás había visto una rueda de prensa tan multitudinaria. Había muchos periodistas locales a los que conocía y a los que saludó, aunque la mayoría de los rostros eran nuevos para ella. Vio cámaras de televisión y observó que el suelo estaba recorrido por cables que serpenteaban a lo largo de la sala. Se encontraba aturdida en parte por la carga emocional propia de un instante que había deseado y temido con semejante intensidad, pero también porque llevaba en pie desde las seis de la mañana, después de una noche rara, en la que los ansiolíticos y somníferos que utilizaba habitualmente solo habían hecho su efecto a medias. Durante los intervalos de insomnio visualizó una y otra vez la situación a la que se tenía que enfrentar al día siguiente y repitió mentalmente, hasta el hartazgo, el texto que pensaba leer ante los periodistas. Lo había escrito y reescrito mil veces, se lo sabía de memoria, pero le daba pánico bloquearse o echarse a llorar en medio de la lectura, pese a que apenas tenía cuarenta líneas de extensión. También había imaginado la reacción de sus padres, de sus abuelos y de sus amigos y enemigos ante la noticia, pues había preferido no decir nada a nadie, aunque luego, durante el viaje en coche desde Madrid a Ponferrada, no podría reprimir la tentación de telefonear a sus padres a través del móvil, para ponerlos sobre aviso. Cogió el teléfono su madre, que le preguntó:
—¿Estás segura de lo que vas a hacer?
—Segura de lo que va a pasar, no. Segura de que quiero hacerlo, sí —había respondido Nevenka.
Lo último que escuchó de su madre antes de que se despidieran fue:
—Date la vuelta, hija, vuelve a casa.
«¿A qué casa?», se preguntó Nevenka.
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Durante los últimos meses había vivido como una refugiada en aquel piso de Madrid que pertenecía a la familia de su novio. No tenía casa, casi no tenía familia, no tenía nada, solo la necesidad de acabar con todo aquello que, en realidad, aunque entonces no podía ni imaginarlo, estaba a punto de comenzar.
La rueda de prensa se había anunciado ese mismo día, sobre las diez de la mañana, al poco de poner la denuncia, para que Ismael Álvarez no tuviera tiempo de reaccionar, pues Nevenka y su abogado temían que el alcalde boicoteara de un modo u otro el acto si conocía su existencia con mucha antelación. Cada uno de los movimientos llevados a cabo aquella mañana estaba planificado y medido al milímetro. Calcularon la hora de salida de Madrid para no llegar a Ponferrada ni pronto ni tarde. Adolfo Barreda, el abogado, iba en su propio automóvil, detrás del de Lucas, que conocía el camino. Nevenka, al lado de su novio, quitaba y ponía música para relajarse. No hablaba, nunca habla cuando necesita concentrarse en algo. Se detuvieron en la carretera para desayunar y ella tomó un té. Hicieron el resto del viaje sin parar y entraron los tres juntos en el Temple. Nevenka pasó por el baño y cuando salió se dirigieron a la sala abarrotada de periodistas.
Había en un extremo, elevada sobre una pequeña tarima, una mesa llena de magnetofones y micrófonos de radio a la que se sentaron Adolfo Barreda y Nevenka Fernández, que llevaba el pelo recogido. Iba sin maquillar, con unos pantalones negros y una rebeca oscura y grande, de punto grueso, algo desgastada. Parecía más un atuendo para andar por una casa sin calefacción en pleno invierno que para una comparecencia pública. Alguien del entorno del alcalde diría después que aquel modo de exhibirse, con una chaqueta «como de su abuela», era una escenificación. Desde luego, para la gente que había conocido a Nevenka, se trataba de un atuendo raro, pues la recordaban como una mujer que cuidaba mucho su aspecto. Pero no solo el atuendo era inhabitual en ella, sino la extrema delgadez, las ojeras, el cabello descuidado, y también el modo en que le temblaban las manos y el rictus de sus labios, que llevaba sin pintar.
(...) Se había dicho que permanecía en Madrid sometida a una cura de desintoxicación de drogas, pero también que había ingresado en una secta. Las habladurías corrieron de boca en boca y de mano en mano, pues tanto la historia de las drogas como la de la secta aparecieron en pasquines sin firma que se repartieron generosamente entre la población.
No era Nevenka, sino lo que había quedado de ella después de varios meses de terror.
El abogado saludó a la prensa y anunció que la concejal se limitaría a leer un comunicado y luego se retiraría.
—Si queréis hacer alguna pregunta —añadió—, os responderé yo.
Nevenka Fernández tomó el folio escrito entre las manos y comenzó a leer: «Buenos días. Os he convocado para que conozcáis que en el día de hoy presento mi dimisión como concejal del Ayuntamiento de Ponferrada».
Entonces se instaló en la sala un silencio extraordinario, que otorgó a la voz de la joven un valor inusual. El hotel Temple es una réplica del castillo de Ponferrada, levantado en el siglo XIII por los templarios. En las paredes de su interior, de piedra negra, aparecen las reglas de la orden escritas en caracteres góticos. Aunque intenta combinar la comodidad de un hotel de cuatro estrellas con una atmósfera medieval, lo cierto es que ha logrado reproducir la atmósfera medieval mejor que el confort de un hotel de esa categoría.
Fue en el interior de esa atmósfera donde la voz de Nevenka adquirió, pese a su fragilidad, un valor inexplicable, como si cada vez que pronunciara una palabra se quebrara un cristal.
A la izquierda, cartel promocional del documental Nevenka; a la derecha, póster de Soy Nevenka, película de Icíar Bolláin (2024) con Mireia Oriol en la piel de Nevenka Fernández. Crédito: D. R.
Tras una pausa, continuó leyendo: «Sé que durante los últimos meses han circulado todo tipo de rumores y comentarios malintencionados sobre mí. Sé que se han lanzado todo tipo de invenciones sobre las causas de mi baja, desde que había ingresado en algún tipo de secta a que había abandonado la ciudad porque estaba siendo sometida a una cura de desintoxicación.
»Nada de esto es cierto. Todo es absolutamente falso.
»Jamás, y digo jamás, he consumido drogas, y, por supuesto, jamás se me ha pasado por la cabeza formar parte de una secta.
»Los motivos que me han mantenido apartada de mi responsabilidad y que a continuación explicaré únicamente responden a una palabra: dignidad. Mi dignidad. Ella es la que me ha mantenido en pie en los momentos más críticos y la que me da hoy el valor para estar aquí.
»Tengo veintiséis años... y dignidad. Desde que prometí mi cargo como concejal he intentado esforzarme y trabajar al máximo por este Ayuntamiento y por sus ciudadanos. Durante los primeros meses, la relación con mis compañeros del grupo municipal y, más concretamente, con el alcalde fue fluida e incluso me atrevo a afirmar que, al menos por mi parte, llegó a ser de amistad.
»Muy pronto el alcalde de esta ciudad, Ismael Álvarez, quiso ir bastante más allá. Tras varios meses de sutil insistencia, lo consiguió. Poco después, aproximadamente en el mes de enero de 2000, y tras manifestar repetidamente a Ismael no tener claros mis sentimientos, la relación acaba. Es a partir de ese momento cuando empieza el infierno.
»Mi negativa provocó su acoso. Su actitud de presión se tradujo en notas manuscritas, mensajes en el teléfono móvil, cartas, comentarios verbales que prefiero no reproducir literalmente y un desprecio agresivo hacia mi trabajo. Este acoso y presión psicológica a la que fui sometida provocaron en mí un estado de ansiedad, tristeza y angustia grandes. Varios partes médicos lo atestiguarán en su momento. Estas, y solo estas, son las únicas razones que han motivado el que hoy presente mi dimisión.
»Quiero precisar que me gustaría que mi denuncia no fuese utilizada como un arma frente al partido político que he representado. Mi decisión nada tiene que ver con luchas políticas.
»He meditado mucho antes de tomar esta decisión. He pasado muchas noches sin dormir, tratando de encontrar la manera de olvidar lo ocurrido, pero no puedo. A pesar de saber que esta decisión puede hacer sufrir aún más a la gente que quiero; a pesar de saber que tal vez las consecuencias de esta denuncia pública signifiquen más mentiras y más miedo; a pesar de correr el riesgo de equivocarme... tengo veintiséis años y dignidad. Esta es la verdad; se la debo a quienes depositaron en mí su confianza: a los ponferradinos. Me lo debo a mí misma y se lo debo a todas las mujeres que ahora mismo pueden estar viviendo una situación tan terrible como la que yo he vivido. Por supuesto, ya he presentado la correspondiente denuncia judicial y espero que el tiempo haga justicia. Gracias a todos por estar aquí y gracias por escucharme».
«Los motivos que me han mantenido apartada de mi responsabilidad únicamente responden a una palabra: dignidad. Mi dignidad. Ella es la que me ha mantenido en pie en los momentos más críticos y la que me da hoy el valor para estar aquí».
Tras la lectura de este folio escaso, echó el cuerpo hacia atrás, para mover la silla y abandonar la sala. La silla se levantó un poco sobre las patas posteriores, que, al desplazarse sobre la tarima, produjeron un sonoro arañazo que rompió, con la calidad de una tela al rasgarse violentamente, el extraño silencio que había acompañado a su declaración. Entonces, Nevenka Fernández se dio cuenta de que había estado hablando como desde el interior de una campana de vacío. No se bloqueó, pero tuvo que reprimir en dos o tres ocasiones un sollozo.
Abandonó la sala y salió a un callejón donde Lucas la esperaba dentro del coche. Los minutos que vinieron a continuación fueron los más tensos de la jornada.
Ponferrada es una ciudad de poco más de sesenta mil habitantes. Casi todo el mundo se conoce, pero, desde luego, todo el mundo conocía a Nevenka Fernández. Aunque el lugar no era muy transitado, cuando la gente la veía se detenía a observarla, preguntándose tal vez si aquella joven desmejorada era la concejal que llevaba seis meses de baja, según unos, porque había ingresado en una secta y, según otros, porque estaba haciendo una cura de desintoxicación de drogas en Madrid.
Lucas y Nevenka esperaban que el abogado saliera a continuación, pues habían quedado en regresar también juntos a Madrid. Pero los minutos se estiraban sin que Adolfo Barreda diera señales de vida. De hecho, tardó una eternidad en aparecer porque no había forma de poner fin a las preguntas de los periodistas. La ya exconcejal se agachaba en el interior del automóvil cada vez que pasaba alguien, para que no la vieran. Había salido del hotel temblando. Y no pudo dejar de hacerlo hasta que apareció Adolfo Barreda y se pusieron en marcha de regreso a Madrid. Entonces, a medida que se alejaban de Ponferrada, Lucas fue testigo de una transformación en Nevenka que no olvidará en su vida. Dice que poco a poco fue dejando de temblar, al tiempo que en su rostro comenzaba a dibujarse una sonrisa de placidez que él no le había visto jamás. Cuanto más se alejaban, más se acentuaba en ella esa sensación de paz interior.
—No recordaba —dice— una Nevenka tan guapa ni en los tiempos del CEU.
Ella, por su parte, recuerda aquellos instantes como uno de los pocos momentos de toda aquella sórdida historia en los que se sintió victoriosa. «Es indescriptible —me diría— lo que una siente cuando hace lo que tiene que hacer: las ganas de vivir y de luchar que te entran. A partir de ese momento, todo tiene sentido otra vez».
Nevenka Fernández en una imagen de 2021. Fotograma del documental Nevenka, de Maribel Sánchez-Maroto. Crédito: cortesía de Netflix.
Pararon a comer en Rueda. Ella pidió unas lentejas que le supieron a gloria y luego continuaron el viaje, que en total dura unas cuatro horas. En la radio del coche daban cada tanto noticias de la rueda de prensa. Decidieron apagarla al intuir que el asunto había hecho más ruido del previsto. Y es que, en efecto, había desbordado los límites de una noticia local para competir entre los titulares de las portadas nacionales.
Nevenka llevaba varios meses de tratamiento psicológico y psiquiátrico. Durante ese tiempo había recuperado la fortaleza mínima necesaria para hacer frente a la dimisión y a la denuncia, pero su equilibrio era todavía muy precario. A pocos kilómetros de Madrid, Adolfo Barreda, que los seguía en su coche, los telefoneó desde el móvil y les dijo que apagaran los suyos, que no contestaran a ninguna llamada, pues él no hacía más que responder a demandas de entrevistas de radio, prensa escrita y televisión. Lo habían localizado, entre otros muchos programas, de Crónicas marcianas. Cuando Nevenka escuchó aquello, sintió una punzada de miedo en el estómago, que es su parte débil.
A eso de las seis de la tarde llamó el abogado para informar de que todos los concejales del PP del Ayuntamiento de Ponferrada habían firmado un manifiesto a favor del alcalde. Nevenka no se lo podía creer.
—¿Todos? —preguntó incrédula.
—Todos —insistió Adolfo Barreda.
Llegaron a Madrid a primera hora de la tarde. Estaban asustados, pero contentos todavía. Se atrincheraron en el piso de los padres de Lucas, situado cerca de la calle Islas Filipinas, en las inmediaciones de las instalaciones del Canal de Isabel II, y entonces se acabó la paz interior y comenzó el bombardeo. El teléfono no paraba de sonar, casi siempre con malas noticias. A eso de las seis de la tarde llamó el abogado para informar de que todos los concejales del PP del Ayuntamiento de Ponferrada habían firmado un manifiesto a favor del alcalde. Nevenka no se lo podía creer.
—¿Todos? —preguntó incrédula.
—Todos —insistió Adolfo Barreda.
Entonces cogió el teléfono y llamó a María Gutiérrez, Marujina, una de las concejales firmantes, amiga de la familia y confidente suya, una mujer, en fin, que estaba al tanto de todo. Nada más descolgar el teléfono y reconocer la voz de Nevenka, Marujina dijo a gritos:
—¿Tú sabes lo que has hecho?
—Pero ¿tú sabes lo que él me ha hecho a mí? —respondió perpleja Nevenka.
—¡Yo no sé nada, no sé nada! ¡Nada! —gritaba Marujina como una loca.
Nevenka no podía creerlo. Por un momento pasaron por su cabeza todos aquellos meses de terror. Uno de los problemas de las víctimas de acoso es que se sienten culpables en lugar de víctimas. Pues bien, ahora que por fin había logrado restablecer el orden verdadero a la realidad, ahora que había conseguido poner palabras a lo que le ocurría, una amiga de toda la vida, que había fingido apoyarla cuando Nevenka le confesaba sus problemas con el alcalde, la devolvía de súbito al papel de culpable. La exconcejal se quedó sin palabras. Entonces cogió el teléfono Lucas, que la llamó sinvergüenza y colgó. Telefonearon los abuelos desde Ponferrada, la abuela llorando. Telefoneó también Sonia, la hermana de Lucas, que les dijo que se habían metido en un follón. El novio de Sonia les aseguró que no tenían ni idea de lo que habían hecho. Luego les preguntó si se lo habían pensado. Nevenka recuerda a Lucas dando gritos al teléfono:
—¿Cómo que si nos lo hemos pensado? Llevamos meses sin hacer otra cosa.
Luego Sonia volvería a telefonear para disculparse, pero el daño ya estaba hecho. El mensaje general era que tenían un problema. Los pocos apoyos que hasta ese momento habían considerado seguros se vinieron abajo. No habían imaginado ni aquel espanto ni aquella espantada general. El mazazo definitivo fue la llamada de un directivo de Begar, una empresa constructora que había hecho a Nevenka una oferta de trabajo que ahora retiraba, atemorizado por la repercusión pública de su denuncia. Se daba el caso de que el dueño de esta empresa, José Luis Ulibarri, era también accionista de Ferroser, la empresa a la que el Ayuntamiento de Ponferrada había otorgado la concesión del servicio de aguas de la ciudad. No era preciso ser un paranoico para imaginar que las presiones habían comenzado a actuar apenas unas horas después de la denuncia. Nadie estaba interesado en la verdad, sino en las consecuencias que podría acarrear la publicación de la verdad. No se soportaba que la víctima abandonara su papel de víctima, porque eso descolocaba todo en las cabezas y en la realidad.
Nevenka había contado con aquel trabajo en Begar para rehacer su vida y, de súbito, se encontraba literalmente en la calle, viviendo de la solidaridad de Lucas y de la familia de Lucas, a la espera de un juicio que, según muchos, y debido a las influencias políticas del denunciado, tenía muy pocas posibilidades de ganar.
La segunda avalancha de llamadas provino de aquellos que conocían a Nevenka, pero que no sabían nada de ella desde mucho tiempo atrás: compañeros de la carrera, que había estudiado en Madrid, amigos del CEU, familiares lejanos. A todos había que ponerles en antecedentes de la situación, pero era más fácil encontrar una pizca de solidaridad en estas personas, a las que el asunto no concernía emocionalmente, que en las cercanas.
De aquellas horas, Nevenka Fernández solo recuerda el sentimiento de desorientación, de caos, de preguntarse a sí misma dónde se había metido. Lucas y ella acabaron el día abrazados, llorando, como dos huérfanos.