«El fin de la Gomorra moderna»: la última fiesta celebrada en Studio 54
En «La fiesta prometida» (Lumen, 2024), la precuela de la muy celebrada «La viuda Basquiat», Jennifer Clement viaja a su memoria para llevarnos a un mundo en el que la complicidad entre amigos y la improvisación ante lo inesperado son claves revolucionarias. De la mano de las presencias fantasmagóricas de muchos artistas y escritores, como Julio Cortázar, William Burroughs, Frida Kahlo y Jean-Michel Basquiat, la presidenta de PEN Internacional, la organización de escritores más antigua y grande del mundo, despliega lo mejor de sus habilidades verbales para recrear una época previa al establecimiento del neoliberalismo. En este extracto que LENGUA publica a continuación, el capítulo titulado Tetraciclina, Clement se vale de su amigo Hal Ludacer, «la criatura más hermosa de Nueva York», para recordar el ocaso del mítico club Studio 54 en un relato en el que se dan cita desde los B-52's o los Ramones hasta Andy Warhol o Divine.
Por Jennifer Clement
Nueva York, circa 1970. Desde la izquierda: Jerry Hall, Andy Warhol, Debbie Harry, Truman Capote y Paloma Picasso durante una fiesta celebrada en Studio 54. Crédito: Getty Images.
Era más bello que Marlene Dietrich o Björn Johan Andrésen, que interpretó a Tadzio en Muerte en Venecia de Visconti.
Hal Ludacer era la criatura más hermosa de Nueva York. Lo conocí el primer mes de mi primer año en la ciudad. Yo trabajaba en la recepción de Brittany Hall y una noche él llegó como un caballero, llevando en sus brazos el cuerpo inerte de una joven que se había desmayado por las drogas y el alcohol. Llevó a la chica a su habitación y la cuidó. Lo adoré inmediatamente.
Hal y yo nos volvimos inseparables. Era alto y vestía unos vaqueros negros y estrechos con una camisa blanca fajada. A veces usaba maquillaje y delineador de ojos negro. Para el acné casi inexistente que imaginaba en su rostro, vivía a base de tetraciclina y tomaba estas pastillas todo el día como si fueran caramelos de menta.
Mi vestimenta consistía en una estética de princesa punk muy femenina. Tenía vestidos negros y una falda de tafetán negra muy ancha, que la costurera me había hecho en México y que crujía cuando yo caminaba. Parte de este look incluía tres tiras de perlas falsas que me ataba en el cuello y las muñecas. Me pintaba los labios con lápiz labial rojo cereza o rojo negro.
Algunas noches a la semana íbamos al Studio 54 y luego al Mudd Club. Tomábamos una larga siesta nocturna y luego nos levantábamos y nos alistábamos. Hacíamos esto para ser los últimos en llegar a todas partes. Los porteros de las discotecas siempre nos dejaban entrar.
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Hal y yo teníamos nuestra manera única de bailar juntos. Mientras todos los demás se movían frenéticamente por la pista de baile con los B-52’s o los Ramones tocando en vivo, él y yo nos quedábamos casi completamente quietos, moviéndonos muy ligeramente. El hombro izquierdo de Hal subía y bajaba con las puntas de los pies hacia adentro. Mis caderas solo se balanceaban ligeramente en un movimiento circular. Nuestro baile era un baile de estatuas.
A Hal le gustaba comprarme regalos. Me dio un par de guantes de color rosa antiguos que me cubrían el largo de los brazos. Me compró un collar de falsos diamantes y una pulsera de diamantes de imitación con forma de una cadena de hojas. Hal me regaló el álbum Chelsea Girl, de Nico, de 1967, que escuchábamos todo el tiempo.
Aunque salíamos mucho, Hal y yo éramos realmente solitarios, y por eso fuimos tan buenos amigos: estábamos solos entre la multitud, vigilando la soledad del uno y del otro. Después de que terminaba la noche (ya mañana), regresábamos a mi apartamento y dormíamos juntos en mi cama como niños que toman una siesta después del KoolAid y las galletas.
Studio 54, Nueva York. 31 de diciembre de 1978. Diana Ross y Steve Rubell, copropietario del club, durante la fiesta de fin de año. Crédito: Getty Images.
Conocí a Andy Warhol una noche con Hal, que ya lo conocía, en Studio 54. Saludó a Hal y le deslizó la mano por el frente de los pantalones y lo toqueteó, lo cual era algo que hacía cuando quería. Me sentí muy protectora con Hal porque otros carcamales lo molestaban todo el tiempo; como solo tenía diecisiete años, un año más joven que yo, era vulnerable a esta extraña propiedad que los hombres mayores parecían sentir que tenían sobre su cuerpo. Andy era el peor. Realmente acosaba a Hal, como si su fama y fortuna le dieran el derecho de hacerlo. Nos manteníamos alejados de Andy tanto como podíamos.
Warhol tenía frases que solía utilizar como fragmentos de sabiduría, como el de que la vida solo tiene atmósfera cuando es un recuerdo. Hal me explicó una vez que parte del misterio de Andy, o incluso de su percepción de inteligencia, tenía mucho que ver con el hecho de que nunca respondía una pregunta. Andy se quedaba absolutamente callado o respondía con una de sus respuestas de cajón.
Entre 1983 y 1984, Jean-Michel Basquiat dibujó sobre platos de cerámica cuarenta y cinco retratos de artistas, divertidos, tristes e implacables. Debajo del que hizo de Andy, Jean-Michel escribió «boy genius» («niño genio»), con lo que expuso la crueldad sardónica de Warhol. En el texto introductorio de un libro de retratos sobre estos platos de Jean-Michel, Francesco Clemente escribe que los retratos expresan «el silencio sublime de Cimabue, los alcances de los últimos collages de Matisse, la mirada implacable de Picasso, la máquina sexual gráfica de Keith Haring, la utopía pastoral totalmente estadounidense de Andrew Wyeth, el machismo pictórico de Larry Rivers, el vacuo temor a la muerte de Francesco Clemente, la mirada extática de Maripol, la austeridad de Louise Nevelson, el espíritu de corte diamantino de Jasper Johns, el hambre de fama de Julian Schnabel».
Studio 54, Nueva York. 31 de diciembre de 1978. Desde la izquierda: Halston, Bianca Jagger, Jack Haley, Jr, Liza Minnelli y Andy Warhol. Crédito: Getty Images.
La última fiesta celebrada en Studio 54 se llamó «El fin de la Gomorra moderna». Tuvo lugar el 2 de febrero de 1980, la noche antes de que Steve Rubell e Ian Schrager fueran a la cárcel por fraude fiscal. Hal y yo fuimos a la fiesta, en la que los meseros vestían solo ropa interior de Calvin Klein y repartían cocaína gratis en botecitos de plástico negros, de los que se usaban para guardar rollos fotográficos. Los meseros decían: «Toma, polvéate la nariz». Había barra abierta y «I Will Survive», de Gloria Gaynor, sonaba una y otra vez. Steve Rubell cantó «My Way».
Hal y yo estábamos allí porque esa noche era el único lugar para estar en la Tierra.
Hal y yo fuimos a la primera proyección en Nueva York de la película Poliéster, de John Waters, en la que Divine tenía el papel principal. En el estreno en el Waverly, en el West Village, nos dieron tarjetas de rascar y oler para que pudiéramos oler lo que estaba sucediendo en la película, ya que al personaje de Divine, Francine Fishpaw, le obsesionaban los olores domésticos. Cuando un número parpadeaba en la pantalla, el público sabría qué oler en la tarjeta.
Esta es la lista:
Rosas
Flatulencia (trasero no alterado)
Pegamento para aeromodelismo
Pizza
Gasolina
Zorrillo
Gas natural
Olor a coche nuevo
Zapatos sucios
Aromatizador
Divine, aunque casi siempre actuaba como una persona femenina y le encantaba estar vestida de mujer, se identificaba como un hombre. Divertido y dulce y cruel, siempre estuvo en la frontera entre la risa y el llanto. Una noche me regaló su antiguo abrigo negro de piel de visón, que usé durante todo el invierno de 1981. Lo perdí cuando se me cayó de las manos mientras subía a un taxi después de bailar la mayor parte de la noche con «You Make Me (Mighty Real)», de Sylvester. Andaba yo tan borracha y drogada que no podía coordinarme para agacharme y recoger el abrigo, así que lo dejé allí en la fría acera de cemento donde, en mi mente, todavía yace para siempre, una puerta más abajo de Paradise Garage en la King Street.