Mi primera vez con Andy Warhol
«Swimming Underground: Mis años en la Fábrica Warhol» (Reservoir Books) es el relato de la actriz, pintora y escritora Mary Woronov, superviviente del período de la Fábrica de Andy Warhol a finales de los años sesenta. Seducida por el glamur decadente de la escena que giraba en torno al artista, Woronov dejó la universidad, apareció en numerosas películas de serie B, actuó en varias ocasiones con The Velvet Underground y se sumergió en la cultura de la droga que imperaba en el Nueva York más marginal. Desde el entusiasmo inicial por pertenecer a esta contracultura «hipster» hasta la absoluta pérdida del control debido a su adicción a las anfetaminas, la autora reconstruye un mundo en el que se dan cita desde Lou Reed y Nico hasta las «drag queens» del celebérrimo estudio artístico pasando por Valerie Solanas o John Cale. En este extracto que LENGUA publica a continuación, Woronov narra el día en que conoció a Warhol, quien la retrató con su cámara para una prueba de pantalla tras recomendación del poeta y fotógrafo Gerard Malanga, «el gancho de plata de un pescador muy diferente».
Por Mary Woronov
Desde la izquierda: la cantautora Nico, Mary Woronov, Andy Warhol y la modelo Susan Bottomly. Imagen de apertura: París, 22 de abril de 1986. Andy Warhol posa delante de su obra Estatua de la Libertad. Créditos: Getty Images.
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Hay algo más que puedo hacer desde mi silla. Puedo ver el futuro. Antes de volver a Cornell supe que aquello no era para mí y que alguien vendría y me sacaría de allí. Se llamaba Gerard Malanga, un poeta de Manhattan amigo de Murray, aunque muy distinto a él; el sexo no parecía interesarle. Gerard solo quería grabarme y grabarse conmigo, esa era su única pasión, y era devoradora. La primera vez que lo vi me pareció guapísimo, vestido de cuero negro con una cámara Bolex en una mano y un látigo en la otra. Obviamente le encantaba atraer todas las miradas. La vida era un escenario las veinticuatro horas del día; aunque no hubiera nadie, se comportaba como si lo estuviesen observando: daba escalofríos.
Gerard insistió en filmarme en una película que luego tituló Mary en el puente de Triphammer. Mientras caminaba por el puente me sentí como si estuviera yendo hacia el altar al encuentro de mi futuro esposo –no Gerard, sino la cámara–, y me gustó. Dejarme utilizar de esa forma era mucho más emocionante que aquellos viejos experimentos míos que ya no daban más de sí.
No volví a ver a Gerard hasta que en Cornell empezaron a mandar a mi clase de excursión a Manhattan para visitar estudios de artistas famosos como Rauschenberg y Oldenburg, aunque yo no pasé del de Warhol. El estudio de Andy se conocía como la Fábrica y, en lugar de las prístinas paredes blancas y las luces resplandecientes de otros estudios, era oscuro y de aspecto sucio, como si fuese subterráneo. La única luz era la que reflejaban las paredes cubiertas con papel de aluminio, que daban a todo una apariencia irreal y vacilante. Desde la penumbra, Gerard vino hacia mí ignorando a los demás y luciendo su pelo rubio y su descaro insolente. Me alegré de verlo y me sentí especial mientras me acompañaba a un pequeño sillón plateado.
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–Andy está haciendo una serie de pruebas de pantalla, los Screen Tests –me susurró al oído–. Solo tienes que mirar a la cámara durante quince minutos. Murray ya ha hecho una, ha estado genial. A ver si convenzo a Andy para que nos haga una a los dos juntos, podríamos montarla ahora mismo… –Vi cómo mis compañeros de clase desfilaban hacia el ascensor y emprendían el regreso a Cornell sin mí. De pronto se me antojaron extraños, y cuando sus caras desaparecieron al cerrarse las puertas de acero olvidé que alguna vez los había conocido.
Mirar fijamente a la cámara de Warhol durante quince minutos fue tan serio para mí como un bautismo, y después, igual que una conversa, no podía parar de hablar de que Andy era un genio; el modo en que cambiaban las expresiones de la gente en esos Screen Tests, convirtiéndolos en un estudio psicológico, la idea de conceder la inmortalidad a personas anónimas, el silencio ensordecedor que lo envolvía todo. De lo que no me di cuenta fue de que Gerard era el gancho de plata de un pescador muy diferente, y que yo había picado. Traía a montones de chicas a la Fábrica, todas guapas y entusiasmadas, pero no me importaba, estaba fascinada por ese subterráneo, y agradecida a su mensajero plateado por elegirme. Empecé a escaparme en el autobús Greyhound desde Cornell a Nueva York cada vez que podía.
Nueva York, mayo de 1966. Mary Woronov en el set de rodaje de Chelsea Girls, película experimental dirigida por Andy Warhol y Paul Morrissey. Crédito: Getty Images.
A Jane todas esas idas y venidas le parecían el no va más. Solo una persona trató de detenerme: Carl Bezzari. Cerrándome el paso con su adorada motocicleta, que se llevaba de viaje a México antes de incorporarse a un opulento bufete de abogados, quiso saber si lo estaría esperando cuando regresara, y si estaba dispuesta a renunciar a aquella gente de Warhol que me estaba volviendo dura y malcarada. Apartándolo de mi camino, le grité mientras me miraba asustado:
–¡No, tú no me dejas, me voy yo! Me voy a Nueva York a hacer películas con Andy Warhol, y esperar que vuelvas arrastrando tu patético culo no acaba de entrar en mis planes. De todos modos he conocido a alguien a quien no le importa que no me lo quiera follar, que solo quiere hacerme fotos, algo que para el cuerpo es rematadamente más fácil y desde luego igual de excitante. Y ya que estamos, a la mierda Cornell antes de que me tumben de nuevo, y a la mierda ser artista cuando puedo estar dentro del arte en las películas de Warhol, y ser inmortal en lugar de estar muerta y casada.
Seguí gritándome a mí misma hecha una furia mientras entraba en la estación de autobuses Greyhound de Ithaca por última vez. Abandonaba los estudios. Tenía que hacerlo: Warhol me había pedido que fuera con ellos a California, y un estúpido diploma universitario no iba a detenerme. Compré un billete a Nueva York y esperé… Las estaciones de autobús son tan solitarias, y siempre están heladas; son la prueba de fuego de la convicción de un viajero.
En el autobús intenté imaginar de nuevo el futuro tan claramente como lo había visto desde mi silla, pero los cristales estaban empañados; tan solo reflejaban las caras asustadas de mis animales, cada uno acurrucado en su caja de viaje negra, surcando a mi lado el paisaje anónimo. Miré absorta la autopista que se extendía ante mí hasta que el autobús fue una cámara que se tragaba la carretera negra como una cinta de celuloide, en la que los faros proyectaban las sombras de mi futuro. Seguí mirando hasta que tuve la certeza de que la gravedad se invertía y no íbamos hacia delante, sino que caíamos y nos hundíamos más y más bajo la tierra.
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