«Todos estamos solos en nuestra adicción»: auge, caída y ¿resurrección? de Hunter Biden
Hunter Biden, hijo del presidente de los EE. UU., ha conocido los extremos del éxito y la ruina. Ha sido directivo de una de las instituciones financieras más importantes del país y ha fundado multinacionales. También ha caído en las redes del alcohol y las drogas, adicciones provocadas por una serie de trágicos episodios personales que Donald Trump colocó —sin el menor atisbo de elegancia— en el escaparate de la opinión pública. Ahora, Biden Jr. narra estos episodios en sus memorias, «Cosas bonitas», de las cuales publicamos su prólogo (firmado por el propio Hunter) de manera íntegra.
Por Hunter Biden

Abril de 2016. Washington DC. El entonces vicepresidente de EE UU, Joe Biden, participa en la ceremonia anual del Premio al Liderazgo McGovern-Dole del Programa Mundial de Alimentos de EE UU. A su lado escucha su hijo Hunter. Crédito: Getty Images.
Por HUNTER BIDEN
Cuando, en noviembre de 2019, empecé a escribir este libro desde la calma relativa de mi despacho, me hallaba en medio de una tormenta política cuyas consecuencias alterarían el rumbo de la historia.
El presidente de Estados Unidos me calumniaba casi a diario desde el jardín sur de la Casa Blanca. Invocaba mi nombre en los mítines para arengar a sus bases. «¿Dónde está Hunter?» sustituyó a «¡Enciérrala!» como su lema publicitario predilecto. Si querías, incluso podías comprar una camiseta de ¿dónde está hunter? directamente en su página de campaña: veinticinco dólares, tallas de la S a la 3XL.
Poco después de que esa llamada a las armas se convirtiera en parte de su repertorio habitual, aparecieron simpatizantes con gorras rojas de MAGA (hace alusión al lema de campaña de Donald Trump Make America Great Again, «Hagamos a América grande otra vez») a la entrada de la casa que tenía alquilada en Los Ángeles con mi mujer, Melissa, en aquel momento embarazada de cinco meses. Gritaban con megáfonos y blandían carteles en los que yo aparecía como el protagonista de los libros ¿Dónde está Wally? Las gorras de color rojo sangre y los fotógrafos nos seguían en coche. Para ahuyentarlos, nosotros y algunos vecinos llamamos a la policía. Sin embargo, las amenazas —entre ellas un mensaje anónimo enviado a mi hija cuando estaba en la escuela para advertirle que sabían dónde vivía— nos obligaron a buscar un lugar más seguro. Melissa estaba aterrada, por ella, por nosotros y por nuestro bebé.
Me convertí en la encarnación del temor de Donald Trump a no ser reelegido. Este difundió teorías conspiratorias ya desmentidas sobre mi trabajo en Ucrania y China, a pesar de que sus hijos se habían embolsado varios millones en China y Rusia y de que su director de campaña estaba en la cárcel por blanquear millones de dólares desde Ucrania. Hizo todo esto mientras su política exterior en la sombra, encabezada por su abogado personal, Rudy Giuliani, se desarrollaba a la vista de todos.
Era una táctica bastante predecible, salida directamente del manual de estrategia de Roy Cohn, su mentor en las malas artes y gran mago del macartismo. Yo esperaba que el presidente ahondara mucho antes en lo personal para sacar provecho de los demonios y adicciones con los que he batallado durante años. Al principio, cuando menos, dejó esa táctica en manos de sus secuaces. Una mañana, mientras trabajaba en el libro, vi en la televisión a Matt Gaetz, un congresista de Florida y esbirro de Trump, leyendo un extracto de una revista que detallaba mi adicción y citando el informe del Comité de la Cámara de Representantes sobre el Poder Judicial relativo a la normativa sobre procesos de destitución.
—No quiero menospreciar los problemas de nadie con el consumo de drogas... —dijo Gaetz, sonriendo ante las cámaras mientras menospreciaba mis problemas con el consumo de drogas—. Repito, no estoy... juzgando las dificultades por las que pasa nadie en su vida personal —insistió mientras juzgaba mi vida personal.
Estamos hablando de una persona que fue arrestada por conducir el BMW de su papá bajo los efectos del alcohol y que más tarde logró que se retiraran los cargos misteriosamente. Lo que haga falta para mantener viva la narrativa de la telerrealidad.
Tampoco es que nada de eso importe en un clima político orwelliano en el que todo está patas arriba. Trump pensaba que si podía destruirme a mí, y por extensión a mi padre, lograría acabar con cualquier candidato decente de ambos partidos a la vez que desviaba la atención de su conducta corrupta.
¿Dónde está Hunter?
Cosas (no tan) bonitas
Aquí estoy. Me he enfrentado a cosas peores y he sobrevivido. He conocido los extremos del éxito y la ruina. Teniendo en cuenta que mi madre y mi hermana pequeña murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía dos años, que mi padre sufrió un aneurisma cerebral y una embolia que pusieron su vida en peligro cuando no había cumplido aún los cincuenta y que mi hermano falleció demasiado joven de un horrible cáncer cerebral, provengo de una familia forjada por la tragedia y unida por un amor extraordinario e inquebrantable.
No me voy a ningún sitio. No soy un souvenir ni una atracción secundaria de un momento de la historia, que es como intentan pintarme los caricaturescos ataques. No soy Billy Carter ni Roger Clinton, que Dios los bendiga. No soy Eric Trump ni Donald Trump Jr. Yo he trabajado para personas que no eran mi padre, he ascendido y caído solo. Este libro lo dejará bien claro.
Para que quede constancia:
Soy un padre de cincuenta y un años que ayudó a criar a tres hermosas niñas, dos de las cuales están en la universidad y una se licenció el año pasado en Derecho, y ahora tengo un niño de un año. Estoy graduado por la facultad de Derecho de Yale y por Georgetown, donde también he trabajado como docente en el máster de la Escuela de Relaciones Internacionales.
He sido directivo de una de las instituciones financieras más importantes del país (desde entonces adquirida por Bank of America), he fundado multinacionales y he sido asesor de Boies Schiller Flexner, que representa a muchas de las organizaciones más grandes y sofisticadas del mundo.
He formado parte del consejo de administración de Amtrak (nombrado por el presidente republicano George W. Bush) y he presidido la junta directiva del Programa Mundial de Alimentos (PMA) en Estados Unidos, una organización sin ánimo de lucro que participa en la misión más importante del planeta en la lucha contra el hambre. En mi condición de voluntario del PMA, he viajado a campos de refugiados y zonas devastadas por desastres naturales en diferentes lugares del mundo: Siria, Kenia y Filipinas. He estado con familias traumatizadas en casas hechas con contenedores de aluminio y después he informado a miembros del Congreso, o directamente a jefes de Estado, sobre la mejor manera de ofrecer una ayuda rápida para salvar vidas.
Antes de eso representé a universidades jesuitas. Contribuí a obtener financiación para clínicas dentales móviles en Detroit, una ciudad carente de servicios sanitarios, para programas de formación extraescolar en barrios de Filadelfia con pocos recursos y para un centro de salud mental destinado a veteranos necesitados y discapacitados de Cincinnati.
Adonde quiero llegar es a que he desempeñado trabajos serios para personas serias. No cabe duda de que mi apellido me ha abierto puertas, pero mis cualificaciones y logros hablan por sí solos. Era imposible que esos logros no se solaparan en ocasiones con las esferas de influencia de mi padre durante sus dos legislaturas como vicepresidente. Sin embargo, lo que sí juzgué erróneamente fue la idea de que Trump llegaría a presidente y, una vez en el cargo, actuaría con impunidad y sed de venganza para conseguir réditos políticos.
Eso es responsabilidad mía. Eso es responsabilidad de todos nosotros.
«He conocido los extremos del éxito y la ruina. Teniendo en cuenta que mi madre y mi hermana pequeña murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía dos años, que mi padre sufrió un aneurisma cerebral y una embolia que pusieron su vida en peligro cuando no había cumplido aún los cincuenta y que mi hermano falleció demasiado joven de un horrible cáncer cerebral, provengo de una familia forjada por la tragedia y unida por un amor extraordinario e inquebrantable.»
Y aún hay más:
También soy alcohólico y drogadicto. He comprado crack en las calles de Washington D.C. y lo he cocinado yo mismo en el bungalow de un hotel de Los Ángeles. He estado tan desesperado por beber que no podía recorrer la manzana que había entre la licorería y mi apartamento sin abrir la botella para echar un trago. En solo cinco años se rompió mi matrimonio, que había durado dos décadas, me apuntaron a la cara con armas de fuego y, en un momento dado, desaparecí del mapa para vivir en moteles Super 8 de cincuenta y nueve dólares la noche junto a la I-95, con lo que asusté a mi familia incluso más que a mí mismo.
Esta gran caída llegó poco después de que abrazara a mi hermano, Beau, el mejor amigo que he tenido nunca y la persona a la que más quería en el mundo, cuando dio su último aliento. Beau y yo hablamos prácticamente todos los días de nuestra vida. Aunque de adultos discutíamos casi tanto como reíamos, nunca acabábamos una conversación sin que uno de los dos dijera «te quiero» y el otro respondiera «yo a ti también».
Nunca me he sentido más solo que tras la muerte de Beau. Perdí la esperanza.
Desde entonces he salido de ese agujero oscuro y desolador. Tal desenlace era impensable a principios de 2019. Mi recuperación no habría sido posible sin el amor incondicional de mi padre y el perpetuo cariño de mi hermano, que ha persistido después de su muerte.
El amor que nos profesamos mi padre, Beau y yo, el amor más profundo que he conocido nunca, es la esencia de estas memorias. Es un amor que me permitió salir adelante estos cinco años rodeado de demonios personales y de las grandes presiones del mundo exterior, sin olvidar la furia desatada de un presidente.

El senador electo Joseph Biden corta su pastel de cumpleaños número 30 en una fiesta en Wilmington, el 20 de noviembre de 1972. Sus hijos, Hunter y Beau, esperan la primera pieza. Crédito: Getty Images.
Por supuesto, es una historia de amor de los Biden, lo cual significa que es complicada: trágica, humana, emocional, imperecedera, sumamente trascendental y, en última instancia, redentora. Continúa pase lo que pase. A menudo, mi padre dice que Beau era su alma y que yo soy su corazón, lo cual es acertado.
He pensado con frecuencia en estas palabras, pues guardan relación con mi vida. Beau también era mi alma. He aprendido que es concebible vivir sin alma mientras el corazón siga latiendo. Sin embargo, averiguar cómo vivir cuando te han arrancado el corazón, cuando está tan sumamente apagado que te ves comprando crack en plena noche detrás de una gasolinera de Nashville (Tennessee), o anhelando las pequeñas botellas de licor del minibar de tu hotel mientras te encuentras en un palacio de Amán con el rey de Jordania, es un proceso más problemático.
Aún hay millones de personas instaladas en ese lugar oscuro que yo habitaba, o en uno mucho peor. Puede que sus circunstancias sean diferentes y sus recursos, mucho más escasos, pero el dolor, la vergüenza y la desesperanza de la adicción son iguales para todos. Yo viví en esos moteles llenos de consumidores de crack. Me juntaba con «esa» gente, rastreaba las calles con ellos y me agarraba unos colocones de la hostia con ellos. Por eso comprendo perfectamente a las personas que luchan solo por llegar de un momento al siguiente.
No obstante, incluso en los peores momentos de mi adicción, cuando acababa en los sitios más miserables, encontré cosas extraordinarias. Recibí la generosidad de personas a las que la sociedad considera parias. Finalmente comprendí que todos estamos conectados por una humanidad común, e incluso por un Creador común.
La mía es una trayectoria inverosímil en quienes hacen una confesión de esta índole. Lo entiendo, creedme. Sin embargo, por desesperada, peligrosa y lunática que suela ser esta trayectoria, también está llena de conexiones básicas y alentadoras.
Quiero que aquellos que siguen viviendo en el agujero negro del alcoholismo y la drogadicción se vean reflejados en mis penurias y hallen esperanza en mi huida, al menos hasta la fecha. Todos estamos solos en nuestra adicción. No importa cuánto dinero tengas, quiénes sean tus amigos o de qué familia provengas. Al final, todos tenemos que enfrentarnos a ella por nosotros mismos: primero un día, luego otro y luego el siguiente.
Y quiero poner de relieve, con honestidad, humildad y no poco asombro, que el amor familiar fue mi única defensa eficaz contra los numerosos demonios a los que hice frente.
«He comprado crack en las calles de Washington D.C. y lo he cocinado yo mismo en el bungalow de un hotel de Los Ángeles. He estado tan desesperado por beber que no podía recorrer la manzana que había entre la licorería y mi apartamento sin abrir la botella para echar un trago.»
Escribir este libro no fue fácil. A veces fue catártico; otras, un detonante. En más de una ocasión me he levantado de la mesa mientras plasmaba recuerdos sobre mis últimos cuatro años deambulando por la jungla del alcoholismo y la adicción al crack, unos recuerdos demasiado imponentes, demasiado inquietantes o todavía demasiado cercanos y que no me daban tregua. Hubo veces en las que literalmente temblaba, se me encogía el estómago y me sudaba la frente de una manera que me resultaba demasiado familiar.
Trabajando en las primeras partes de este libro, cuando aún no llevaba ni un año sobrio, el crack seguía siendo lo primero en lo que pensaba al despertar. Me convertí en una especie de recreador de una guerra febril, repasando meticulosamente los rituales de mi adicción, sus patéticos pasos uno tras otro, pero sin drogas y con Melissa durmiendo a mi lado. Extendía el brazo hacia la mesita situada junto a la cama buscando un trozo de crack. Me imaginaba encontrando uno e introduciéndolo en una pipa, llevándomela a los labios, encendiéndola con un mechero y experimentando una sensación de bienestar total y absoluto. Era lo más atractivo y tentador...
«Por supuesto, es una historia de amor de los Biden, lo cual significa que es complicada: trágica, humana, emocional, imperecedera, sumamente trascendental y, en última instancia, redentora. Continúa pase lo que pase. A menudo, mi padre dice que Beau era su alma y que yo soy su corazón, lo cual es acertado.»
Entonces tomaba conciencia y paraba. Melissa se despertaba y daba comienzo un nuevo día libre de todo aquello. Mi padre me llamaba desde algún acto de la campaña para las primarias en Iowa, Texas o Pensilvania. Mi hija mayor me llamaba desde la facultad de Derecho en Nueva York para volver a preguntarme si había leído el trabajo que me había enviado para que lo repasara. Un halcón, provocador, bromista y hermoso, revoloteaba sobre el desfiladero que se atisba desde mi ventana, y yo solo podía pensar en Beau. Por muy lejos que hubiera llegado, los malos tiempos siempre parecían andar al acecho.
Esta es la historia de mi viaje, desde allí hasta aquí.
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