El «cuchillo» de Salman Rushdie no corta, repara: la memoria contra la barbarie
Salman Rushdie tenía 41 años en 1988, cuando publicó su quinto libro, «Los versos satánicos», una obra inspirada libremente en la vida del profeta Mahoma. Finalista del Booker Prize y elogiado por la crítica, el título fue considerado una blasfemia por las autoridades islámicas. Así, el 14 de febrero de 1989, el líder espiritual iraní, el ayatolá Jomeini, emitió una fetua contra Rushdie y ofreció una recompensa por su asesinato. La condena fue mantenida tras la muerte de Jomeini meses después, lo cual provocó que Rushdie, de origen indio y formación británica, tuviese que vivir durante años en la clandestinidad -bajo el nombre de Joseph Anton- y el temor constante a ser asesinado. El 12 de agosto de 2022, Rushdie ya sumaba 75 años y estaba a punto de publicar su vigésimo primer libro, «Ciudad Victoria». Aquel día, Rushdie viajó a Chautauqua, en el estado de Nueva York, a pronunciar un discurso. Antes de su intervención, justo en el momento en que estaba siendo presentado, un hombre llamado Hadi Matar se abalanzó sobre él y le apuñaló en el cuello, en un intento de cumplir la amenaza que pesaba sobre el escritor desde hacía más de tres décadas. Rushdie quedó en condición crítica, conectado a un respirador y luchando por su vida; por fortuna, logró vivir para contarlo en «Cuchillo» (Random House, abril de 2024), unas reparadoras memorias cuyas primeras páginas publicamos en LENGUA a continuación.
Por Salman Rushdie

Fráncfort, Alemania, 20 de octubre de 2023. Salman Rushdie en una conferencia de prensa en la Feria del Libro de Frankfurt, adonde acudió para recibir el Premio de la Paz de la Asociación Alemana del Comercio del Libro. Crédito: Getty Images.
A las once menos cuarto del 12 de agosto de 2022, un soleado viernes por la mañana en el norte del estado de Nueva York, fui agredido y casi asesinado por un joven armado con un cuchillo poco después de subir yo al escenario del anfiteatro de Chautauqua para hablar de la importancia de mantener a los escritores a salvo de todo riesgo.
Yo estaba con Henry Reese, creador junto con su esposa, Diane Samuels, del proyecto Ciudad Asilo de Pittsburgh, que brinda refugio a una serie de escritores cuya seguridad corre peligro en sus países respectivos. Era de esto de lo que íbamos a hablar en Chautauqua Henry y yo: de la creación en Norteamérica de espacios seguros para autores extranjeros, y de mi implicación en los inicios de dicho proyecto. La charla formaba parte de una semana de actos en la Chautauqua Institution bajo el lema: «Más que un refugio: Redefinir el hogar norteamericano».
La conversación entre ambos no tuvo lugar. Como iba a descubrir enseguida, aquel día el anfiteatro no era un espacio seguro para mí.
Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda. No tengo ninguna herida en la espalda). Levanto la mano izquierda en un gesto de defensa. Él me hunde el cuchillo en la mano.
Después de eso me asesta varias cuchilladas más, en el cuello, en el pecho, en un ojo, en todas partes. Noto que me fallan las rodillas y me desplomo.
El jueves 11 de agosto había sido mi última velada inocente. Henry, Diane y yo habíamos paseado tan tranquilos por los terrenos de la institución y luego cenamos agradablemente en el 2 Ames, un restaurante sito en la esquina de la zona de parque que llaman Bestor Plaza. Rememoramos una charla que yo había dado en Pittsburgh dieciocho años atrás sobre mi papel en la creación de la red internacional de Ciudades de Refugio. Henry y Diane habían estado presentes y la charla les sirvió de inspiración para convertir Pittsburgh en otra ciudad-asilo. Empezaron por financiar una casa pequeña y patrocinar a Huang Xiang, un poeta chino que tuvo la idea de cubrir el exterior de su nuevo hogar con un poema suyo escrito en grandes caracteres chinos pintados de blanco. Con el tiempo, Henry y Diane ampliaron el proyecto hasta tener toda una calle de casas-asilo, Sampsonia Way, en el lado norte de la ciudad. Yo me alegraba de estar en Chautauqua para festejar lo que habían conseguido.
Lo que ignoraba era que mi asesino potencial se hallaba ya presente en el recinto de la Chautauqua Institution. Que había entrado valiéndose de una documentación falsa, con un nombre inventado a partir de los nombres reales de conocidos extremistas chiíes, y que, mientras nosotros íbamos a cenar y volvíamos luego a la casa en la que nos hospedábamos, él también estaba por allí, llevaba un par de noches merodeando por la zona, durmiendo mal, explorando el emplazamiento del atentado, elaborando un plan, sin que ningún guardia de seguridad ni cámara de vigilancia se percatara de su presencia. Podríamos habernos topado con él en cualquier momento.
No quiero utilizar su nombre aquí. Mi Agresor, mi Asesino potencial, el Alcornoque que hizo ciertas Apreciaciones sobre mi persona y con quien tuve un Altercado casi mortal de necesidad… me he visto pensando en él (supongo que es perdonable) como en un asno. Sin embargo, en este texto me referiré a él de manera más decorosa como «el A.». Cómo le llame yo en la intimidad de mi casa es solo de mi incumbencia.
Este «A.» no se molestó en informarse sobre el hombre a quien había decidido matar. Según propia confesión, apenas si leyó dos páginas de mis escritos y vio un par de vídeos de YouTube donde salía yo; con eso tuvo suficiente. De lo cual podemos deducir que, fuera cual fuese el motivo de la agresión, no tuvo que ver con Los versos satánicos.
La mañana del 12 de agosto desayunamos temprano con los promotores del acto en la soleada terraza del imponente hotel Athenaeum, en el recinto de la institución. A mí no me gusta desayunar mucho, solo tomé café y un cruasán. Conocí al poeta haitiano Sony Ton-Aimé, director de la cátedra Michael I. Rudell de las Artes Literarias en la Chautauqua Institution, que iba a ser el encargado de presentarnos. Se habló un poco sobre los males y las virtudes de comprar libros nuevos en Amazon. (Confesé que yo lo hacía a veces). Después atravesamos el vestíbulo del hotel y salimos a una plazoleta detrás de la cual estaba el backstage del anfiteatro. Una vez allí, Henry me presentó a su nonagenaria madre, una señora muy agradable.
Justo antes de salir al escenario, se me entregó un sobre que contenía un talón: mis honorarios por la charla. Me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta y llegó la hora de actuar: Sony, Henry y yo salimos a escena.
El anfiteatro tiene un aforo de más de cuatro mil personas. No estaba lleno, pero había mucha gente. Sony, desde un estrado en el lado izquierdo del escenario, nos presentó brevemente. Yo estaba en el lado derecho. El público aplaudió, muy generoso. Recuerdo que levanté una mano en señal de agradecimiento. Y entonces, con el rabillo del ojo derecho –la última cosa que iba a ver ese ojo–, vi a aquel hombre vestido de negro que corría en dirección a mí por el pasillo de la derecha de la zona de butacas. Prendas negras, pasamontañas negro. Embestía como un misil agazapado. Me puse de pie, mirándolo avanzar. No intenté echar a correr. Estaba paralizado.
Habían pasado treinta y tres años y medio desde la famosa sentencia de muerte dictada por el ayatolá Ruhollah Jomeini contra mí y todas las personas implicadas en la publicación de Los versos satánicos, y confieso que durante esos años había imaginado más de una vez a mi asesino viniendo hacia mí en algún lugar público exactamente de esa manera. De ahí que, al ver a aquel hombre corriendo en dirección a mí con malas intenciones, lo primero que pensé fue: «O sea que eres tú. Aquí estás». Dicen que las últimas palabras de Henry James fueron: «Bueno, por fin ha llegado, esa cosa distinguida». La Muerte venía a por mí, solo que yo no la encontré nada distinguida. Anacrónica, más bien.
Y lo segundo que pensé: «¿Por qué ahora? No fastidies. Si aquello pasó hace mucho… ¿Por qué ahora, después de tantos años?». El mundo había seguido su curso, aquel asunto tenía que estar ya cerrado. Y, sin embargo, como salido del túnel del tiempo, allí estaba aquel fantasma criminal dispuesto a todo.
Esa mañana no había guardias de seguridad en el auditorio –¿por qué?, ni idea–, de modo que nadie le salió al paso. Yo, mientras, allí de pie, mirando en dirección a él, clavado al suelo como un idiota, como un conejo paralizado por los faros de un coche.
Y entonces llegó a mi altura.
No vi el cuchillo, o, en todo caso, no tengo ningún recuerdo de ello. No sé si era largo o corto, si era de hoja ancha como un cuchillo de caza o bien estrecho como un estilete, si era de sierra como los de cortar pan o una navaja de resorte, o incluso un cuchillo de cocina vulgar y corriente que le habría robado a su madre. Da igual. La cuestión es que sirvió para lo que había de servir, aquel arma invisible, e hizo su labor.

Nueva York, 19 de agosto de 2022. La comunidad literaria de Nueva York se reunió en la Biblioteca Pública de Nueva York en solidaridad con Salman Rushdie una semana después de que fuera atacado. Crédito: Getty Images.
Dos noches antes de tomar el avión a Chautauqua, soñé que un hombre me atacaba con una lanza, un gladiador en un anfiteatro romano. El público pedía sangre a gritos. Yo rodaba por la arena tratando de esquivar los envites del gladiador, y gritaba a pleno pulmón. No era la primera vez que tenía ese sueño. En dos ocasiones anteriores, mientras mi yo del sueño rodaba frenéticamente por el suelo, mi yo real, el que dormía, gritando también, lanzó su cuerpo –el mío– fuera de la cama. El costalazo me hizo despertar en el suelo de la habitación.
Esta última vez no caí de la cama. Mi mujer, Eliza –la novelista, poeta y fotógrafa Rachel Eliza Griffiths– me despertó justo a tiempo. El sueño había sido asombrosamente vívido y violento. Me pareció un mal augurio (a pesar de que yo no creo en esas cosas); a fin de cuentas, la sala en la que estaba previsto que diera una charla era también un anfiteatro.
Le dije a Eliza: «No quiero ir». Pero había personas que dependían de mí –Henry Rose, para empezar, y el acto estaba anunciado desde hacía un tiempo, se habían vendido ya entradas– y además iban a pagarme bien por la charla. A la sazón, teníamos algunas facturas importantes que pagar; el sistema de aire acondicionado de la casa era muy viejo, podía estropearse cualquier día, y había que renovarlo, así que el dinero nos iba a venir muy bien. «Más vale que vaya», dije. La ciudad de Chautauqua se llama así por el lago del mismo nombre en cuyas orillas está enclavada. «Chautauqua» es una palabra de la lengua erie hablada por los indios erie, pero tanto dicha tribu como su lengua se extinguieron, de modo que no está claro qué significa la palabra. Podría ser «dos mocasines», o quizá «una bolsa atada en medio», o tal vez algo completamente diferente. Puede que aluda a la forma del lago en cuestión, o puede que no. Hay cosas que se pierden en el pasado, donde terminamos todos, la mayoría de nosotros olvidados.
La palabra me salió al paso por primera vez en 1974, más o menos por la época en que terminé mi primera novela. Aparecía en el libro de culto de aquel año, Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, de Robert M. Pirsig. Ya no recuerdo gran cosa de ZAMM, como se lo conocía por su título original inglés –tampoco me interesan mucho las motos ni el budismo zen–, pero recuerdo que me gustó aquella extraña palabra, como también la idea de los encuentros, o «chautauquas», en los que se debatían ideas en un marco de tolerancia, libertad y miras abiertas. El «movimiento chautauqua» se extendió por todos los estados desde la localidad del mismo nombre; Theodore Roosevelt lo calificó de «la cosa más americana de América».
Yo había hablado en Chautauqua anteriormente. Fue casi exactamente doce años atrás, en agosto de 2010. Recordaba bien el acogedor ambiente de claustro de la institución, las pulcras calles flanqueadas de árboles que rodeaban el anfiteatro. (Pero, para mi sorpresa, el de ahora era otro. El antiguo anfiteatro había sido demolido y construido de nuevo en 2017). En el interior de la institución, personas de cabellos blancos y mentalidad progresista formaban una comunidad idílica, viviendo en casas de madera cuyas puertas no se les antojaba necesario cerrar con llave. Pasar unos días allí fue como una vuelta atrás en el tiempo, a un mundo inocente que tal vez solo haya existido en sueños.
Aquella última noche de inocencia, la del 11 de agosto, me encontraba a solas frente a la casa para huéspedes contemplando la luna llena que rielaba con fuerza en las aguas del lago. Solo, arropado por la noche; la luna y yo, nadie más. En mi novela Ciudad Victoria los primeros reyes del imperio indio de Bisnaga aseguran ser descendientes del dios Luna y, en consecuencia, formar parte de la llamada «estirpe lunar», entre cuyos miembros se cuentan Krishna y el poderoso guerrero Arjuna del Mahabharata. A mí me gustaba la idea de que, en lugar de que simples terráqueos hubieran viajado a nuestro satélite en una nave curiosamente bautizada con el nombre del dios sol Apolo, hubieran sido divinidades lunares las que descendieran al planeta Tierra. Estuve un rato allí de pie, al claro de luna, y pensé en asuntos lunares. Por ejemplo, en la anécdota apócrifa de Neil Armstrong al poner el pie en la luna y decir por la bajo: «Buena suerte, señor Gorsky», porque, según parece, siendo apenas un muchacho en su Ohio natal, oyó discutir al matrimonio Gorsky por el deseo del señor G de que le hicieran una felación. La señora Gorsky, se dice, le respondió: «Pues tendrás que esperar a que el chico de al lado llegue a la luna». La anécdota, lamentablemente, no era verídica, pero mi amiga Allegra Huston había hecho una divertida película sobre el particular.
Pensé también en «La distancia hasta la luna», un relato de Italo Calvino perteneciente a Cosmicomics, acerca de una época en que el satélite estaba mucho más cercano a la Tierra que ahora y los enamorados podían alcanzarlo de un salto para sus citas lunares.
Y pensé en Billy Boy, de Tex Avery, los dibujos animados donde el pequeño macho cabrío se come la luna.
Mi cabeza funciona así, por libre asociación.
Al final me acordé también de Le voyage dans la Lune, la película muda de catorce minutos realizada por Georges Meliès, un clásico de los inicios del cinematógrafo (1902) sobre los primeros hombres que llegan a la luna en una cápsula con forma de bala disparada desde un cañón inmensamente largo, vestidos con sombrero de copa y levita y armados de paraguas. Es el momento más famoso de dicha película, el alunizaje.
Yo ignoraba por completo –mientras recordaba la imagen de la nave espacial hincándose en el ojo derecho de la luna– lo que el día siguiente le tenía deparado a mi propio ojo derecho.
Miro en retrospectiva a ese hombre feliz –yo– bañado en luz de luna estival un jueves de agosto por la noche. Se siente dichoso porque la escena es bella; y porque está enamorado; y porque ha terminado su novela –acaba de hacer lo último que se hace: corregir las galeradas– y las primeras personas que la han leído están entusiasmadas. La vida le sonríe. Pero nosotros sabemos lo que él ignora. Sabemos que ese hombre feliz junto al lago corre peligro de muerte. Y el hecho de que él no sepa nada hace que nuestro temor sea más grande aún.
A este recurso literario se lo conoce como prefiguración. Uno de los ejemplos más citados de ello es el famoso comienzo de Cien años de soledad. «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…». Cuando nosotros, como lectores, sabemos lo que el personaje ignora, quisiéramos advertirle. «Corre, Ana Frank, mañana descubrirán tu escondite». Al pensar en esa última noche de despreocupación, la sombra del futuro se topa con mi memoria. Pero yo no puedo advertirme a mí mismo: demasiado tarde para eso. Lo único que puedo hacer es contar la historia.
He aquí un hombre solo en la oscuridad, ajeno al peligro que ya se cierne sobre él.
He aquí un hombre que va a acostarse. Por la mañana, su vida cambiará. Él, pobre inocente, no sabe nada. Está dormido. El futuro se le viene encima mientras duerme.
Salvo que, cosa curiosa, es el pasado lo que vuelve, mi pasado abalanzándose sobre mí, no un gladiador de sueño sino un individuo con pasamontañas y cuchillo decidido a ejecutar una sentencia de muerte de hace tres décadas. En la muerte todos somos personas del ayer atrapadas para siempre en el pretérito; esa era la jaula en la que el cuchillo quería encerrarme.
No el futuro, sino el pasado redivivo, que pretendía hacerme retroceder en el tiempo.

Salman Rushdie en una fotografía tomada en enero de 2013 en Nueva Delhi, India. Crédito: Getty Images.
¿Por qué no luché? ¿Por qué no hui? Me quedé quieto como una piñata y dejé que él me destrozara. ¿Tan flojo soy que no pude hacer ni el menor intento de defenderme? ¿Tan grande era mi fatalismo que estaba dispuesto a entregarme sin más a mi asesino?
¿Por qué no hice nada? Otros, familia y amigos, han intentado responder por mí a esa pregunta. «Tenías setenta y cinco años. Él, veinticuatro. No habrías podido hacerle frente». «Seguramente ya estabas conmocionado antes de que él te atacara». «¿Y qué podías hacer? Él corría más que tú. Y tú no ibas armado». Y repetidas veces: «¿Dónde diablos estaban los de seguridad?».
No sé muy bien qué pensar ni qué contestar. Hay días que siento engorro, por no decir vergüenza, ante mi nula reacción, mi nulo intento de defenderme. Otros días me digo a mí mismo: «No seas estúpido, ¿qué te imaginas que podías haber hecho?».
Lo más cerca que he estado de comprender mi inacción es esto: las personas que son objeto de violencia experimentan una crisis en su comprensión de lo real. Niños yendo al colegio, fieles congregados en una sinagoga, gente comprando en un supermercado, un hombre en el escenario de un anfiteatro; todos ellos habitan, por decirlo así, una imagen estable del mundo. Un colegio es un centro de educación. Una sinagoga es un lugar de culto. Un supermercado es un sitio donde comprar. Un escenario es un espacio donde se actúa. Ese es el marco en que se ven a sí mismos.
La violencia hace pedazos esa imagen. De pronto, la gente desconoce las normas: qué decir, cómo comportarse, qué decisiones tomar. Ya no conoce la forma de las cosas. La realidad se disuelve para ser reemplazada por lo incomprensible. El temor, el pánico, la parálisis se imponen al pensamiento racional. «Regir» se vuelve imposible, pues en presencia de actos violentos las personas ya no saben qué cosa es «regir». La violencia las –nos– desestabiliza, o incluso trastorna. La mente ya no sabe cómo funcionar.
Aquella preciosa mañana, en aquel atractivo entorno, la violencia vino corriendo hacia mí y mi realidad se hizo pedazos. No es, pues, muy sorprendente que, en los pocos segundos que tuve, no supiese qué hacer.

Hadi Matar, el hombre acusado del intento de asesinato de Salman Rushdie, tras una audiencia procesal en el tribunal del condado de Chautauqua, en Mayville, Nueva York, el 18 de agosto de 2022. Matar se declaró inocente de los cargos que se le imputaban. Crédito: Getty Images.
Los primeros días tras el atentado, yaciendo en una cama de hospital con diversas partes de mi cuerpo sujetas mediante grapas metálicas, le decía con orgullo a cualquiera que me prestaba oídos: «Lo recuerdo todo, porque en ningún momento llegué a perder el conocimiento». Ahora tengo claro que eso no era verdad. Sí es verdad que fui más o menos consciente de cuanto me rodeaba y que no llegué a perder del todo el sentido, pero no que mi poder de observación funcionara con normalidad, ni mucho menos. A buen seguro esa confianza en mí mismo que traslucía mi afirmación era fruto de los poderosos calmantes que me estaban dando entonces: fentanilo, morfina, qué sé yo. Así pues, lo que sigue es un collage, un mosaico compuesto con piezas de mi memoria más comentarios de otros testigos y noticias aparecidas en la prensa.
Noté que me golpeaba muy fuerte en el lado derecho de la quijada, y recuerdo que pensé: «Me ha roto la mandíbula. Se me caerán todos los dientes».
Al principio creí que acababa de recibir un puñetazo de un profesional. (Más adelante supe que el hombre había tomado clases de boxeo). Ahora sé que en ese puño había un cuchillo. De mi cuello empezó a salir sangre a borbotones. Mientras caía al suelo, fui consciente del líquido que salpicaba mi camisa.
Acto seguido ocurrieron varias cosas. Todo pasó muy rápido y no estoy seguro de que fuera por este orden. Primero estaba la profunda herida de cuchillo en mi mano izquierda, que cercenó los tendones y casi todos los nervios. Hubo por lo menos dos cuchilladas más asestadas al cuello –una como si la hoja quisiera atravesarlo de parte a parte y otra en el lado derecho– y otra un poco más arriba, en la cara, también en el lado derecho. Si me miro ahora el pecho, veo una línea de heridas en el centro, dos tajos más en el lado inferior derecho y un corte en la parte superior del muslo derecho. Hay otra herida en el costado izquierdo de la boca, y luego una paralela al nacimiento del pelo.
Y la cuchillada en el ojo. Esa fue la peor, y la herida era profunda. La hoja penetró hasta el nervio óptico, lo cual quería decir que no había posibilidad de salvar la vista. Ese ojo no volvería a ver.
El individuo repartía cuchilladas al tuntún, clavaba y rajaba, como si el cuchillo tuviera vida propia y una idea fija, mientras yo, a merced de los golpes, iba cayendo hacia atrás; toqué suelo cargando todo el peso sobre mi hombro izquierdo.

Teherán, Irán, 14 de febrero de 1998. La portada de un periódico fundamentalista iraní publica una caricatura de Rushdie y la soga de un verdugo para conmemorar el noveno aniversario de la fetua religiosa que lo condena a muerte por supuestamente difamar al Islam. Aquel día, el líder del grupo religioso Khordad 15, el ayatolá Hassan Sanei, dijo que aumentaría la recompensa por Rushdie mientras la Unión Europea mantenía la presión sobre Irán para que revocara la sentencia de muerte. Imagen de la derecha: Islamabad, Pakistán, 22 de junio de 2008. Protestas después de que Rushdie fuese nombrado caballero por la reina Isabel II de Gran Bretaña. Crédito: Getty Images.
Algunos de los presentes –aferrados a su imagen del mundo y reacios a mirar lo que estaba pasando en realidad– pensaron que todo aquello era una especie de performance concebida para enfatizar los problemas a que se exponían los escritores y que ahora pasaríamos a debatir.
El propio Henry Reese, que continuaba sentado, necesitó unos segundos para ajustar su propia realidad. Pero luego entendió que el hombre iba «a por todas» y vio que yo sangraba. Lo que pasó a continuación fue puro heroísmo.
Henry afirma que actuó «por instinto», pero yo no lo tengo claro. Henry, igual que yo, tiene setenta y tantos años, mientras que el A. tenía veinticuatro, iba armado y solo pensaba en matar. No obstante, Henry cruzó el escenario a la carrera y lo agarró. Yo creo que sería más exacto expresarlo así: «Actuó según lo mejor de sí mismo». O sea, metiéndose en el personaje. Su valentía es una consecuencia de la persona que Henry es.
Al instante, varios miembros del público obraron también conforme a lo mejor de sí mismos. No sé cuántas personas exactamente corrieron a ayudar, pero, desde donde me encontraba, fui consciente de un montón de cuerpos que bregaban por inmovilizar a mi proyecto de asesino, pese a que él era joven, empuñaba un cuchillo ensangrentado y no era fácil de neutralizar. De no ser por Henry y los demás, yo ahora no estaría escribiendo todo esto.
No les vi la cara ni sé cómo se llaman, pero fueron los primeros en salvarme la vida. Así pues, aquella mañana en Chautauqua experimenté, casi simultáneamente, lo peor y lo mejor de la naturaleza humana. Esto es lo que somos como especie: llevamos dentro tanto la posibilidad de asesinar a un desconocido casi sin motivo –esa capacidad del Yago de Shakespeare que Coleridge denomina «maldad inmotivada»– como el antídoto para esa enfermedad: valor, abnegación, inclinación a prestar ayuda a un viejo tirado en el suelo.
Y al final, según creo, apareció un agente de la ley y se llevó detenido a mi casi asesino. De eso no me enteré. Tenía otros asuntos entre manos.
Un arma de fuego puede disparar desde lejos. Una bala puede recorrer un largo trecho para tender un puente entre asesino y asesinado.
Un tiroteo es acción a distancia, pero un ataque con cuchillo tiene un no sé qué de intimidad; el cuchillo es un arma de proximidad y los crímenes que comete son encuentros íntimos. «Aquí me tienes, cabrón –le susurra el cuchillo a su víctima–. Te estaba esperando. ¿Me ves? Estoy justo delante de tu cara. Hundo mi filo asesino en tu cuello. ¿Lo notas? Toma, un poco más, y con propina. Estoy aquí mismo. Justo delante de ti».
Según lo publicado por la prensa, el ataque duró veintisiete segundos; en veintisiete segundos –si uno es de mentalidad religiosa– se puede recitar entero el padrenuestro. O, pasando de la religión, se podría leer en voz alta un soneto de Shakespeare, el que habla de un día de verano, quizá, o bien mi preferido de todos ellos, el número 130: «No son soles los ojos de mi amada». Catorce versos de pentámetros yámbicos, octava y sexteto; es lo que duró ese momento de intimidad que compartimos el A. y yo y que no volverá a repetirse. «Intimidad entre desconocidos». Es una expresión que he empleado a veces para describir esa cosa jubilosa que acaece en el acto de leer, esa feliz unión de las respectivas vidas interiores de autor y lector.
Pero en esta otra unión no hubo asomo de dicha. O quizá la hubo para el A. No en vano había dado con el blanco que buscaba; el filo de su cuchillo penetraba, repetidas veces, en el cuerpo del blanco, y el agresor tenía motivos sobrados para pensar que su empeño se había saldado con éxito y que se hallaba en el escenario de la historia por haberse convertido en el hombre que hizo realidad una amenaza de décadas atrás.
Sí. Yo me inclino a pensar que él seguramente se sintió feliz durante nuestro breve encuentro íntimo.
Pero luego me lo quitaron de encima y lo inmovilizaron. Veintisiete segundos de fama y se acabó. El A. volvía a ser un don nadie.

Londres, 18 de enero de 1991. Salman Rushdie posa en su casa en Islington con copia de Los versos satánicos, el libro que provocó la emisión de la fetua por parte del ayatola Jomeini. Crédito: Getty Images.
Recuerdo estar tendido en el suelo mirando el charco de sangre que manaba de mi cuerpo. «Cuánta sangre –pensé. Y luego-: Me estoy muriendo». No fue una cosa dramática, ni siquiera especialmente horrorosa. Probable, más bien. Sí, eso era a todas luces lo que estaba ocurriendo. Fue una sensación neutral, por decirlo así.
Es raro para cualquiera poder describir una experiencia de muerte casi inminente. En primer lugar, diré lo que no pasó. No hubo nada sobrenatural, ningún «túnel de luz», ninguna sensación de elevarme de mi yo corpóreo. De hecho, diría que nunca me he sentido tan fuertemente conectado a mi cuerpo. Mi cuerpo se estaba muriendo y quería llevarme consigo. Era una sensación intensamente física. Más tarde, fuera ya de peligro, me preguntaría quién o qué pensaba que era el «yo» que estaba en el cuerpo pero no era el cuerpo, eso que el filósofo Gilbert Ryle llamó una vez «el fantasma dentro de la máquina». Nunca he creído en la inmortalidad del alma, y lo que me pasó en Chautauqua parecía confirmarlo. El «yo», quienquiera o lo que fuera que fuese, estaba desde luego al borde de la muerte junto con el cuerpo que lo contenía. Yo había dicho a veces, medio en broma, que nuestro sentido de un «yo» no corpóreo tal vez significaba que poseíamos un alma mortal, un ente o conciencia que llegaba a su fin junto con nuestra existencia física. Ahora, la verdad, pienso que quizá no era broma del todo.
Mientras yacía en el suelo no estaba pensando en nada de eso. Lo que ocupaba mis pensamientos, y se me hacía difícil soportar, era la idea de morir lejos de las personas que amaba, en compañía de desconocidos. El sentimiento que más me abrumaba era el de una profunda soledad. No volvería a ver a Eliza. No volvería a ver a mis hijos, ni a mi hermana, ni a sus hijas.
«Que alguien les avise», intentaba yo decir. Ignoro si alguien me oyó o entendió lo que decía. Mi propia voz me sonaba lejana, un graznido entrecortado, confuso, inexacto.
Veía como a través de un espejo opaco. Oía, pero vagamente. Había mucho ruido. Era consciente de estar rodeado por una serie de personas que se inclinaban hacia mí, gritando todas al mismo tiempo. Una ruidosa bóveda de seres humanos cercando mi cuerpo supino. Una campana, por usar la terminología gastronómica. Es decir, como si yo fuera el plato servido en una bandeja –crudito, saignant– y ellos me mantuvieran caliente, con la tapa encima, por decirlo así.
Necesito hablar de dolor, porque sobre este tema mis recuerdos difieren sensiblemente de lo que recuerdan quienes estaban allí conmigo, un grupo de personas entre las que se contaban al menos dos médicos que formaban parte del público. Esas personas les dijeron a los periodistas que yo estaba «aullando de dolor», que no paraba de preguntar «¿Qué me pasa en la mano? ¡Me duele mucho!». Lo curioso es que en mi recuerdo no hay ningún registro de dolor. Puede que el shock y la perplejidad minimicen la percepción del sufrimiento, no lo sé. Es como si se hubiera producido una desconexión entre mi yo «de puertas afuera», el que aullaba, etcétera, y mi yo «de puertas adentro», que estaba de algún modo separado de mis sentidos y, pienso ahora, cerca del delirio.
«Red Rum es murder leído de derecha a izquierda». «Red Rum, un caballo, ganó tres veces el Grand National de obstáculos». «Años 73, 74 y 77». Esta es la clase de tonterías aleatorias que brotaban entre mis oídos. Pero también oía algunas cosas que se decían más arriba de mi cabeza.
–Cortadle la ropa para que podamos ver dónde están las heridas –gritó uno.
«Oh –pensé yo–, mi bonito traje Ralph Lauren».
Y llegaron las tijeras (o una navaja, no tengo la menor idea), y mis prendas fueron abandonando mi cuerpo; había cosas que la gente debía atender con urgencia. Había cosas que yo necesitaba decir.
–Mis tarjetas de crédito están en ese bolsillo –murmuré, convencido de que alguien estaría prestando atención–. Las llaves de casa están en el otro.
Oí que un hombre decía: «Qué importa».
A continuación otra voz: «Claro que importa, ¿es que no sabes quién es?».
Estaba moribundo, así que qué importaba, la verdad. No esperaba tener que usar llaves de casa o tarjetas de crédito.
Pero ahora, en retrospectiva, oyendo el cascajo de mi voz insistir en esas cosas, las cosas mundanas de mi vida diaria, creo que una parte de mí –un trozo de «yo» peleón, escondido en alguna parte– no tenía previsto morir y estaba decidida a utilizar de nuevo esas llaves y esas tarjetas, sobre cuya existencia la parte mía de puertas adentro insistía con toda su fuerza de voluntad.
Una parte de mí que me decía: «Vive. Vive».
Quiero dejar constancia de que lo recuperé todo: tarjetas, llaves, reloj, dinero en efectivo, todo. No me robaron nada. No recuperé el cheque que había guardado en el bolsillo interior. Estaba manchado de sangre y la policía se lo quedó como prueba. También se quedaron con mis zapatos, por la misma razón. (Varias personas me han preguntado por qué me extrañaba tanto que ninguna de mis pertenencias hubiera desaparecido. ¿Por qué iba nadie a robar en tan terribles circunstancias? Bien, supongo que a veces estoy más desencantado de la naturaleza humana que quienes me lo preguntan. Me alegro de que mis sospechas fueran infundadas).

Beirut, Líbano, 26 de febrero de 1989. Mujeres vestidas con chador negro y niños sostienen carteles con la proclama «Estamos listos para matar a Rushdie». Crédito: Getty Images.
Alguien me presionaba el cuello. Con el pulgar, un dedo gordo que se me antojó gordo de verdad. Presionaba la herida de mayor tamaño para impedir que me desangrara. El dueño del pulgar iba presentándose a cuantos le prestaban atención. Dijo ser bombero jubilado y que se llamaba Mark Perez. O quizá era Matt Perez. Fue el siguiente de las numerosas personas que me salvaron la vida. Pero yo, en aquel momento, no pensaba en él como el bombero jubilado que era, sino como un dedo gordo que me apretaba el cuello.
Alguien –imagino que un médico– estaba diciendo: «Levántenle las piernas. Hay que hacer que la sangre fluya hacia el corazón». Y noté unos brazos que me ponían las piernas en alto. Me encontraba en el suelo con la ropa hecha jirones y las piernas apuntando al cielo. Como el rey Lear, no estaba «en plenas facultades mentales», pero sí lo bastante consciente como para sentirme… humillado.
En meses sucesivos habría muchas humillaciones más, por el lado de la anatomía. Cuando las heridas son graves, la privacidad del cuerpo queda aparcada, uno pierde la autonomía sobre su yo físico, sobre el barco en que navega. Y uno lo permite porque no le queda otra alternativa. Uno entrega la capitanía del barco para que no se vaya a pique. Uno permite que otras personas hagan lo que les plazca con el cuerpo de uno –hurgar, drenar, inyectar, coser, inspeccionar la desnudez del paciente– para mantenerlo con vida.
Me subieron a una camilla. De la camilla a otra con ruedas. Me sacaron rápidamente de la zona del backstage hacia el helicóptero que aguardaba en el exterior. Durante este proceso, el pulgar (Matt o Mark Perez) no se movió de sitio; siguió presionando la herida que tenía yo en el cuello. Una vez en el helicóptero, Pulgar y yo hubimos de separarnos.
«¿Cuánto pesa usted?».
Estaba empezando a perder el conocimiento, pero entendí que la pregunta iba dirigida a mi persona. Incluso en el lamentable estado en que me encontraba, me dio vergüenza contestar. En los últimos años había engordado de manera alarmante. Sabía que necesitaba bajar unos veinticinco kilos, pero eso era mucho y yo no había estado por la labor. Y ahora tenía que decir en voz alta la vergonzosa cifra.
Solo pude hablar a trompicones: «Noven. Tayocho».
El helicóptero era un abejorro amarillo y negro sin puertas y con un estricto límite de peso máximo. No había sitio allí dentro para don Pulgar, Mark o Matt Perez. Otro dedo, u otra persona, ocupó su puesto. Yo ya no percibía nada con claridad.
Estábamos volando. Eso sí lo supe. Sentí el aire bajo el aparato, el movimiento, la imperiosa actividad a mi alrededor. El aterrizaje fue tan suave que ni me enteré de que estábamos otra vez en tierra. Sensación de gente corriendo. Deduzco que me aplicaron una mascarilla anestésica, porque después de eso… nada.
OTROS CONTENIDOS DE INTERÉS:
Salman Rushdie y la «fatwa» que puso precio a su cabeza: el primer día del resto de mi vida
Cuando Valerie Solanas disparó a Andy Warhol: cronología de un intento de magnicidio
De la Revolución Islámica al asesinato de Mahsa Amini: los primeros días de un país secuestrado
El verdadero legado de Al Qaeda
Una historia persa del bien y del mal (según Marjane Satrapi)