Salman Rushdie y la «fatwa» que puso precio a su cabeza: el primer día del resto de mi vida
Salman Rushdie gozaba de popularidad considerable cuando en septiembre de 1988 publicó su cuarta novela, «Los versos satánicos», inspirada libremente en la vida del profeta Mahoma. Finalista del Booker Prize ese año y elogiado como un ambicioso retrato de la experiencia inmigrante en la Inglaterra contemporánea, el libro fue considerado una blasfemia por las autoridades islámicas: el 14 de febrero de 1989, el líder espiritual iraní, el ayatolá Jomeini, emitió una «fatwa» contra Rushdie y ofreció una recompensa en efectivo por su asesinato. La condena fue mantenida incluso luego de la muerte de Jomeini meses después. Rushdie, de origen indio y educación británica, quedó bajo la protección de Scotland Yard y pasó a vivir en la clandestinidad bajo el nombre de Joseph Anton durante años. En 2012, publicó una extraordinaria autobiografía en tercera persona que ya desde el título, «Joseph Anton» (Literatura Random House), invitaba a conocer la compleja vida que se había visto obligado a tener. En su primer capítulo, que puede leerse a continuación, recuerda aquel día en que Jomeini emitió la «fatwa» y el temor constante a ser asesinado que lo persiguió desde entonces y hasta que fue apuñalado por un joven islámico el 12 de agosto durante una conferencia en Nueva York.
Por Salman Rushdie
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Crédito: Getty Images.
Más adelante, cuando el mundo estallaba en torno a él y los mortíferos mirlos se apiñaban en el trepador del patio del colegio, se enfadó consigo mismo por haber olvidado el nombre de la periodista de la BBC que le anunció que su antigua vida había terminado y una existencia nueva, más tenebrosa, estaba a punto de empezar. Lo telefoneó a casa por su línea privada sin explicarle cómo había conseguido el número. «¿Qué siente uno –preguntó la periodista– al saber que el ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte?» Era un martes soleado en Londres, pero esa pregunta extinguió la luz. Esto fue lo que él dijo, sin saber en realidad qué decía: «Uno no se siente bien». Esto fue lo que pensó: Soy hombre muerto. Se preguntó cuántos días de vida le quedaban y concluyó que la respuesta era probablemente un número de una sola cifra. Colgó el auricular y corrió escalera abajo desde su cuarto de trabajo en la estrecha casa adosada de Islington donde vivía. Las ventanas del salón tenían postigos y, absurdamente, los cerró y atrancó. Luego echó el cerrojo a la puerta de entrada.
Era el día de San Valentín, pero desde hacía un tiempo no se llevaba bien con su mujer, la novelista estadounidense Marianne Wiggins. Seis días antes ella le había dicho que no era feliz en su matrimonio, que «ya no se sentía a gusto con él», pese a que llevaban casados poco más de un año, y también él sabía ya que aquello había sido un error. En ese momento ella lo miraba con extrañeza mientras él, nervioso, iba de un lado a otro de la casa, corriendo cortinas, comprobando los pestillos de las ventanas, galvanizado todo él a causa de la noticia como si circulara por su cuerpo una corriente eléctrica, y tuvo que explicarle qué ocurría. Ella reaccionó bien: empezó a plantear qué debían hacer a continuación. Empleó la primera persona del plural. Eso fue una demostración de valor.
Mi otro yo
Llegó un coche a la casa, enviado por la CBS. Tenía una cita en los estudios de la cadena norteamericana en Bowater House, Knightsbridge, para una aparición en directo, vía satélite, en su programa de entrevistas matutino. «Debo ir –dijo él–. Es en directo. No puedo dejar de presentarme sin más.» Un rato después, esa misma mañana, tenía lugar el oficio conmemorativo por su amigo Bruce Chatwin en la iglesia ortodoxa de Moscow Road, en Bayswater. Menos de dos años antes él había celebrado su cuadragésimo cumpleaños en Homer End, la casa de Bruce en Oxfordshire. Ahora Bruce había muerto de sida, y la muerte llamaba también a su puerta. «¿Y el oficio?», preguntó su mujer. Él no tenía una respuesta para ella. Abrió la puerta de la calle, salió, subió al coche y se lo llevaron, y si bien él aún no lo sabía –razón por la cual no atribuyó un significado especial al momento de abandonar su hogar–, no regresaría a esa casa, donde vivía desde hacía un lustro, hasta pasados tres años, y para entonces ya no era suya.
«¿Qué siente uno –preguntó la periodista– al saber que el ayatolá Jomeini lo ha condenado a muerte?» Esto fue lo que pensó: Soy hombre muerto.
En Bodega Bay, California, los niños cantan en el aula una canción sin sentido. «She combed her hair but once a year, ristle-te, rostle-te, mo, mo, mo.» Fuera del colegio sopla un viento frío. Un solo mirlo desciende del cielo y se posa en el trepador del patio. La canción de los niños es un rondel. Tiene principio pero no fin. Da vueltas y vueltas. «With every stroke she shed a tear, ristle-te, rostle-te, hey bombosity, knickety-knackety, retroquo-quality, willoby-wallaby, mo, mo, mo.» Hay cuatro mirlos en el trepador, y llega un quinto. Dentro del colegio los niños cantan. Ahora hay centenares de mirlos en el trepador y millares inundan el cielo, como una plaga de Egipto. Ha empezado una canción para la que no hay final.
Cuando el primer mirlo baja a posarse en el trepador, parece individual, particular, específico. No es necesario inferir de su presencia una teoría general, un orden de cosas más amplio. Más tarde, cuando se ha desatado ya la plaga, para la gente es fácil ver ese primer mirlo como un augurio. Pero cuando llega al trepador, no es más que un pájaro.
En los años posteriores él soñará con esta escena, comprendiendo que su propia historia es una especie de prólogo: el relato del momento en que se posa el primer mirlo. Al principio, trata solo de él; es individual, particular, específico. Nadie tiende a extraer conclusiones de ello. Transcurrirán una docena de años y más antes de que la historia crezca hasta colmar el cielo, como el arcángel Gabriel de pie en el horizonte, como un par de aviones en pleno vuelo incrustándose en altos edificios, como la plaga de pájaros asesinos de la gran película de Alfred Hitchcock.
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14 de febrero de 2000: dibujos contra Rushdie en la prensa de Teherán un día después de que la propaganda islámica dijera que la fatwa contra el autor emitida en 1989 por el difunto ayatolá Ruhollah Jomeini seguía en vigor y que los musulmanes debían ayudar a cumplirla.
Crédito: Getty Images.
Ese día, en las oficinas de la CBS , él era la gran noticia de cabecera. En la sala de redacción y en varios monitores, la gente empleaba ya la palabra que pronto sería su cruz. La usaban como si fuera sinónimo de «pena de muerte», y él deseó precisar, pedantemente, que no era ese su significado. Pero a partir de entonces significaría eso para casi todo el mundo. Y también para él.
Fatwa.
«Comunico al orgulloso pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos –libro contra el islam, el Profeta y el Corán– y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten allí donde los encuentren.» Alguien le entregó una copia del texto mientras lo acompañaban al estudio para la entrevista. Una vez más su antiguo yo deseó plantear un reparo, ahora con relación a la palabra «condenados». Aquello no era una condena decidida por un tribunal que él reconociese como tal, ni con jurisdicción sobre él. Era el edicto de un viejo cruel, moribundo. Pero también sabía que los hábitos de su antiguo yo ya no servían de nada. Ahora tenía un nuevo yo. Era la persona en el ojo del huracán: no el Salman que sus amigos conocían, sino el Rushdie autor de Los versos satánicos, el título sutilmente distorsionado mediante la omisión del artículo Los inicial. Los versos satánicos era una novela. Versos satánicos eran unos versos que eran satánicos, y él era su satánico autor, «Satán Rushdy», la criatura cornuda que mostraban las pancartas enarboladas por los manifestantes en las calles de una ciudad lejana, el ahorcado con la lengua roja colgante en las burdas caricaturas que exhibían. Ahorcad a Satán Rushdy. ¡Qué fácil era borrar el pasado de un hombre y construir una versión nueva de él, una versión aplastante, contra la que parecía imposible luchar!
«No se preocupe demasiado –dijo el periodista–. Jomeini condena a muerte al presidente de Estados Unidos todos los viernes por la tarde».
El rey Carlos I negó la legitimidad de la sentencia dictada contra él. Eso no impidió a Oliver Cromwell exigir su decapitación.
Él no era rey. Él era el autor de un libro.
Miró a los periodistas que lo miraban a él y se preguntó si era así como miraba la gente a los hombres llevados a la horca o la silla eléctrica o la guillotina. Un corresponsal extranjero se acercó en actitud cordial. Él preguntó a ese hombre cuál era su opinión sobre las palabras de Jomeini. ¿Debía tomárselo en serio? ¿Era pura retórica, o entrañaba verdadero peligro?
«Ah, no se preocupe demasiado –dijo el periodista–. Jomeini condena a muerte al presidente de Estados Unidos todos los viernes por la tarde.»
Ya en el aire, cuando le preguntaron cuál era su reacción a la amenaza, contestó: «Lamento no haber escrito un libro más crítico». Se enorgulleció, entonces y ya para siempre, de haber dicho eso. Era la verdad. No tenía la impresión de que su libro fuera particularmente crítico con el islam, pero, como declaró esa misma mañana a la televisión norteamericana, a una religión cuyos líderes se comportaban así quizá no le venía mal alguna que otra crítica.
Cuando terminó la entrevista, le dijeron que había llamado su mujer. Telefoneó a su casa. «No vuelvas aquí –aconsejó ella–. En la calle hay doscientos periodistas esperándote.»
«Iré a la agencia –respondió él–. Llena una maleta y reúnete conmigo allí.»
Su agencia literaria, Wylie, Aitken & Stone, tenía su sede en una casa blanca estucada de Fernshaw Road, en Chelsea. No había periodistas acampados fuera –por lo visto, la prensa mundial consideraba poco probable que visitara su agencia en un día como aquel–, y cuando entró sonaban todos los teléfonos del edificio y todas las llamadas tenían que ver con él. Gillon Aitken, su agente británico, lo miró con cara de estupefacción. Hablaba por teléfono con Keith Vaz, parlamentario indio-británico electo por Leicester East. Tapó el micrófono del auricular y, en un susurro, preguntó: «¿Quieres hablar con este individuo?».
En esa conversación telefónica, Vaz dijo que lo ocurrido era «bochornoso, absolutamente bochornoso» y le prometió «todo su apoyo». Unas semanas más tarde fue uno de los principales oradores en una manifestación contra Los versos satánicos en la que se congregaron más de tres mil musulmanes y describió el acto como «uno de los grandes días en la historia del islam y Gran Bretaña».
No tenía la impresión de que su libro fuera particularmente crítico con el islam, pero, como declaró esa misma mañana a la televisión norteamericana, a una religión cuyos líderes se comportaban así quizá no le venía mal alguna que otra crítica.
Descubrió que era incapaz de pensar en el futuro, que no tenía la menor idea de cómo debía configurarse su vida en adelante ni de cómo hacer planes. Solo podía concentrarse en lo inmediato, y lo inmediato era el oficio conmemorativo por Bruce Chatwin. «Pero ¿de verdad crees que debes ir?», preguntó Gillon. Él tomó una decisión. Bruce había sido íntimo amigo suyo. «A la mierda –dijo–, iremos.»
Llegó Marianne, con una expresión un tanto enloquecida en los ojos, alterada aún por el acoso padecido a manos de los fotógrafos al salir de la casa del número 41 de St. Peter’s Street. Al día siguiente esa expresión aparecería en todos los periódicos del país. Un diario le dio nombre, en letras de cinco centímetros: la cara del miedo. Ella apenas dijo nada. Ni ella ni él. Subieron al coche, un Saab negro, con él sentado al volante, y cruzaron el parque hacia Bayswater. Se sumó al paseo Gillon Aitken, que, con semblante preocupado, encogió su largo y lánguido cuerpo en el asiento trasero.
Su madre y su hermana menor vivían en Karachi. ¿Qué sería de ellas? Su hermana mediana, distanciada de la familia hacía tiempo, vivía en Berkeley, California. ¿Estaría ella a salvo allí? Su hermana mayor, Sameen, su «gemela irlandesa», residía con su familia en un barrio periférico del norte de Londres, Wembley, no lejos del gran estadio. ¿Qué debía hacerse para protegerlos? Su hijo, Zafar, de solo nueve años y ocho meses, estaba con Clarissa, su madre, en su casa del 60 de Burma Road, a un paso de Green Lanes, cerca de Clissold Park. En ese momento el décimo cumpleaños de Zafar se le antojó lejísimos. «Papá –había preguntado Zafar–, ¿por qué no escribes libros que yo pueda leer?» Eso le recordó un verso de «St. Judy’s Comet», una canción de Paul Simon compuesta a modo de nana para su hijo de corta edad. Porque si no puedo dormir a mi niño con una canción… en fin, tu famoso papá queda como un tonto. «Buena pregunta –había contestado él–. Tú déjame acabar este libro con el que estoy ahora, y escribiré uno para ti. ¿Trato hecho?» «Trato hecho.» Así que había terminado el libro y este se había publicado, y quizá ahora no tendría tiempo de escribir otro. Nunca debe incumplirse una promesa hecha a un niño, pensó, y a continuación, con la cabeza dándole vueltas, agregó la estúpida apostilla: Pero ¿es la muerte del autor una excusa justificada?
Los asesinatos ocupaban su pensamiento.
Descubrió que era incapaz de pensar en el futuro, que no tenía la menor idea de cómo debía configurarse su vida en adelante ni de cómo hacer planes.
Cinco años antes había viajado con Bruce Chatwin por el «centro rojo» de Australia, donde tomó nota de una pintada en Alice Springs que rezaba RÍNDETE, HOMBRE BLANCO, TENEMOS RODEADA TU CIUDAD, y subió a duras penas al Ayers Rock mientras Bruce, que estaba orgulloso de haber llegado recientemente hasta el campamento base del Everest, trepaba a toda marcha por delante de él como si ascendiera por la más ligera cuesta, y escuchó a los lugareños hablar del llamado caso del «bebé del dingo», y se alojó en un cuchitril llamado motel Inland. Precisamente en ese motel, un año antes, un camionero de treinta y seis años especializado en largos recorridos, Douglas Crabbe, a quien se le había negado una copa porque ya estaba borracho, empezó a insultar al personal del bar, y cuando lo echaron embistió el bar con su camión, y acabó con la vida de cinco personas.
Crabbe prestaba declaración en un jurado de Alice Springs por esas fechas, y fueron a escucharlo. El camionero vestía indumentaria formal, mantenía la mirada dirigida al suelo y hablaba en voz baja y uniforme. Insistió en que no era propio de él obrar así, y cuando se le preguntó por qué estaba tan convencido de eso, respondió que conducía camiones desde hacía muchos años y «cuidaba de ellos como si fueran sus propios…» (aquí se produjo un breve silencio, y la palabra no pronunciada en ese silencio podría haber sido «hijos»), y destrozar prácticamente un camión era algo del todo ajeno a su manera de ser. Los miembros del jurado se pusieron visiblemente tensos al oírlo, y quedó claro que Crabbe había perdido la causa. «Pero no cabe la menor duda de que dice la verdad, eso desde luego», susurró Bruce.
La mente de un asesino atribuía más valor a los camiones que a los seres humanos. Cinco años más tarde era muy posible que hubiera personas dispuestas a ejecutar a un escritor por sus palabras blasfemas, y la fe, o una peculiar interpretación de la fe, era el camión que apreciaban más que la vida humana. Esa no era su primera blasfemia, se recordó él. Su ascensión al Ayers Rock con Bruce ahora estaría prohibida. El Rock, devuelto a los aborígenes y llamado ahora de nuevo por su antiguo nombre, Uluru, era territorio sagrado, y a los excursionistas ya no se les permitía subir.
Fue en el vuelo de regreso tras ese viaje a Australia, en 1984, cuando empezó a comprender cómo debía escribir Los versos satánicos.
El imán había arrastrado a su país a una guerra inútil con el país vecino, y había muerto toda una generación, centenares de miles de jóvenes de su país, antes de que el viejo le pusiera fin. Necesitaba algo para volver a unir a los fieles y recuperar su apoyo, y lo encontró en un libro y su autor.
Montó en su coche con Marianne, y de pronto, allí solos, el silencio se les antojó un peso opresivo. No encendieron la radio, conscientes de que las noticias rebosarían odio. «¿Adónde vamos?», preguntó él, pese a que los dos conocían la respuesta. Hacía poco, Marianne había alquilado un pequeño apartamento en un sótano de la esquina sudoriental de Lonsdale Square, en Islington, no lejos de la casa de St. Peter’s Street, en principio con el pretexto de usarla como lugar donde trabajar, pero en realidad debido a la creciente tensión entre ellos. Muy pocas personas conocían la existencia de dicho apartamento. Les proporcionaría espacio y tiempo para evaluar la situación y tomar decisiones. No parecía haber nada que decir.
Marianne era una excelente escritora y una mujer hermosa, pero él había empezado a descubrir en ella cosas que no le gustaban.
Cuando ella se mudó a la casa de él, dejó un mensaje en el contestador de Bill Buford, amigo de él y director de la revista Granta, para anunciarle que había cambiado de número. «Quizá reconozcas el nuevo número –proseguía el mensaje, y después, tras lo que Bill consideró una pausa alarmante, añadía–: Ya lo he pillado.» Él le había pedido matrimonio en el estado sumamente emotivo posterior a la muerte de su padre en noviembre de 1987, y las cosas no continuaron yendo bien entre ellos por mucho tiempo. Sus amigos más íntimos –Bill Buford, Gillon Aitken y el colega norteamericano de este, Andrew Wylie, la escritora y actriz guyanesa Pauline Melville– y su hermana Sameen, que siempre había mantenido con él una relación más estrecha que nadie, habían empezado a admitir que Marianne no les caía bien, que era lo que hacían los amigos cuando la gente estaba a punto de romper, claro está, y por tanto, pensaba él, parte de eso debía desecharse. Pero él mismo la había descubierto en alguna que otra mentira, y eso le había dado que pensar. ¿Qué opinión tenía ella de él? Se irritaba a menudo y tenía la costumbre de mirar al vacío por encima del hombro de él cuando le hablaba, como si le dirigiera la palabra a un fantasma. A él siempre lo había cautivado su inteligencia y su ingenio, y eso seguía presente, así como la atracción física: la ondulada melena de color castaño rojizo, la sonrisa americana de sus labios carnosos. Pero ella se había convertido en un misterio para él, y a veces pensaba que se había casado con una desconocida. Una mujer oculta tras una máscara.
Era media tarde, y ese día sus dificultades personales le parecían intrascendentes. Ese día se manifestaban en las calles de Teherán multitudes enarbolando pancartas en las que se veía su rostro con los ojos arrancados, lo que le confería el aspecto de uno de los cadáveres de Los pájaros, con las cuencas de los ojos picoteadas, sanguinolentas, ennegrecidas. Ahora ese era el tema dominante: la tarjeta del día de San Valentín, sin ninguna gracia, enviada por aquellos hombres barbudos, aquellas mujeres con velo y aquel viejo mortífero que, agonizando en su habitación, realizaba ese último esfuerzo para alcanzar una gloria macabra y criminal. Cuando el imán llegó al poder, asesinó a muchos de quienes lo habían ayudado a alcanzarlo y a todos aquellos que no eran de su agrado. Sindicalistas, feministas, socialistas, comunistas, homosexuales, prostitutas, y también a sus propios lugartenientes. Los versos satánicos incluía un retrato de un imán como él, un imán transformado en un monstruo cuya boca gigantesca devoraba su propia revolución. El verdadero imán había arrastrado a su país a una guerra inútil con el país vecino, y había muerto toda una generación, centenares de miles de jóvenes de su país, antes de que el viejo le pusiera fin. Declaró que aceptar la paz con Irak era como ingerir un veneno, pero lo ingirió. Después de eso los muertos clamaron contra el imán y su revolución pasó a ser impopular. Necesitaba algo para volver a unir a los fieles y recuperar su apoyo, y lo encontró en un libro y su autor. El libro era obra del diablo y el autor era el diablo, y eso le proporcionó el enemigo que necesitaba. Ese autor acurrucado en aquel piso de un sótano de Islington con la esposa de la que ya estaba medio distanciado. Ese era el diablo necesario para el moribundo imán.
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