«El niño resentido», de César González
El 9 de julio de 2007 nevó en Buenos Aires por primera y única vez en un siglo. César González ya era mayor de edad y cumplía el segundo de los cinco años que pasaría preso por un asalto que terminó en secuestro. Criado en una villa marginal a las afueras de la capital por una madre «dealer» y una abuela evangélica que le enseñó a leer la Biblia, en «El niño resentido» consigue retratar una realidad cruda con una belleza que te deja sin aliento, en la que la supervivencia y la muerte se miran de frente. Sin filtro ni escrúpulos, el autor demuestra hasta qué punto la literatura puede salvar una vida a través de este wéstern criollo suburbano, auténtico y sensible, que contiene delincuencia y veneración, cadenas de oro y motos, heridos y muertos, balaceras y persecuciones, policías y ladrones. Y con su prosa despojada de moralidad, vindica su linaje y lanza un hechizo que también es un réquiem a sus amigos. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «El niño resentido» (Reservoir Books), la primera novela del cineasta, poeta, ensayista y productor musical César González, un huracán editorial que ha sacudido Argentina con más de 13.000 ejemplares vendidos.
Por César González

La mierda flota
El departamento quedaba en la planta baja de unos monoblocks deteriorados de tres pisos color bordó. Yo recién había cumplido cuatro. Mamá tenía veinte años, como mi tía Irene, la dueña de casa. Estaban sentadas a la cabecera de la mesa, al fondo del comedor, cortando, fraccionando y envolviendo con prolijidad la cocaína en unos pequeños rectángulos de papel glasé de colores brillosos.
Los compradores entraban y salían en segundos con eléctrica satisfacción. Aprovechando que la puerta estaba abierta, me escapé alborotado y sin que nadie se diera cuenta; a los pocos pasos caí en una cloaca sin tapa de un par de metros de profundidad. Fui hundiéndome y ahogándome hasta que una mano me aferró de los pelos y me sacó. Era Patri, una joven vecina que vivía cerca y que al verme caer salió corriendo a rescatarme. Tuvo que meter la cabeza entre la mierda y luchar a ciegas en la líquida oscuridad para encontrarme. Alertada por los gritos desesperados, mi madre corrió, me agarró y me puso boca abajo, me apretó el pecho una y otra vez para que largara toda el agua podrida. Vomité varias veces. En el baño y bajo la tenue presión de la ducha me refregó un largo rato tratando de sacarme el hedor de la piel. Luego me llevó al Posadas, un hospital gigante, a pocos metros del barrio. Salvado por la rápida intervención de una vecina y de la salud pública, volví con mi madre a casa. Ella cree que allí me volví asmático.
Aún sigo sin saber nadar.
Una isla
Nací en la Carlos Gardel, una villa al oeste del conurbano bonaerense, a solo cinco kilómetros de Capital, donde la desesperación por la pobreza hizo florecer una rica tradición delictiva. Diez hectáreas de angostos pasillos. Casas pegadas una al lado de la otra, enanas y precarias, de techos de chapa, paredes sin revocar y pisos de tierra. Alguna, como la mía, tenía patio y árboles; la mayoría no. El embaldosado de cerámica o la cubierta de membrana eran considerados de millonarios.
Al lado de este asentamiento estaba el complejo de monoblocks. Juntos, villa y monoblocks, formaban una isla de hacinamiento que se inundaba frecuentemente. Odiábamos la lluvia. Y odiábamos la obligatoria vida pública de la isla, donde no existía la intimidad, la calma contemplativa; un espacio común de privaciones y conexiones clandestinas a todo tipo de servicios.
En 2009 la urbanización mejoró notoriamente las condiciones materiales de la villa. Y eso hizo que la gente se aburguesara, pero persistieron ritos, costumbres, modos de ser, de hablar, de vestirse, una forma de euforia.
Los de afuera quedan obnubilados ante lo que ven y escuchan. Lo que al extranjero le fascina al nativo le resulta rutinario, lo que no quiere decir que se aburra; es entre la monotonía misma del barrio donde surge su particular belleza.
Pero a la vez es un ambiente que conspira contra la escritura y toda forma de interioridad. Acá adentro es difícil encontrar el silencio adecuado para una mínima concentración. Es imposible abstraerse del ruido histérico que sucede alrededor. A metros de la puerta de mi casa han caído pibes baleados y apuñalados, chocan autos y patrulleros luego de severas persecuciones. La sangre, el caos, la violencia policial y el aura de jóvenes destruidos respiran en mis ventanas mientras escribo esto. Me intimida la presencia de otros pibes que resucitan mi pasado. Me los cruzo todos los días a cualquier hora, haciendo sonar sus motos, paseándose brillantes y soberbios. Muchos de ellos van cayendo muertos; a otros, con suerte, se los llevan presos.
La avenida Marconi
La avenida lateral a la villa miseria era como pasear un pedazo de carne ante los hocicos de unos perros hambrientos. Si se escuchaba el chillido de unas cubiertas, no había mucho que pensar: le estaban robando a un auto en la esquina de mi casa.
Había disparos, los autos descarrilaban, volcaban, se estrellaban contra alguna pared o pasaban por arriba de los pibes. Podía ocurrir que el emboscado justo fuera un policía de civil o portara un arma y que terminara matando a algún pibe.
El pasillo donde con mi hermano Leo, amigos y primos solíamos jugar a las bolitas o a la pelota desembocaba en la avenida. De repente aparecían los pibes chorros y cruzábamos el destartalado portón. Nos subíamos a alguno de los árboles que había en el patio de nuestro hogar para ver con más claridad la salvaje secuencia. Sin importar la velocidad a la que venían, los pibes salían al cruce de los autos apuntando con sus armas hacia el puesto del conductor. Si no frenaban, los pibes sabían esquivarlos como toreros. En muchos casos salían a robar sin armas y lograban su cometido con un pedazo de fierro envuelto en una remera. «Los paracoches», les decían. Robaban, sobre todo, gracias a su comportamiento teatral. Sabiendo manipular cada detalle del cuerpo. Como tigres que nacieron sin oro y no paran hasta conseguirlo. Por eso casi todos los coches frenaban. Era tan asidua esta actividad, tan recurrente para tantos pibes, que ni siquiera la presencia policial lograba amedrentarlos. Si había un patrullero haciendo guardia, los pibes se alejaban a la distancia que les brindara el tiempo suficiente para frenar un auto y sacarle todo lo posible antes de que el patrullero llegara hasta ellos.
Dos madres
Mi madre, Carla Nazarena Moreno, nació el 6 de mayo de 1972. Ni ella ni su madre, Genoveva, se criaron con un padre y ninguna terminó sus estudios primarios. La Naza me dio a luz a los dieciséis en una sala del edificio monumental del Posadas. Para entonces ya estaba cansada de recibir golpes y maltratos de quien en términos biológicos y legales figura como mi padre: Julio César González, que era diez años mayor que ella.
¡Sos igual a tu papá!, me decía mi mamá cuando se enojaba conmigo y eso me humillaba hasta el suplicio. Porque yo no quería parecerme en nada a ese cobarde, aunque de cara evidentemente lo éramos. Tuvo razón al odiarme tanto tiempo. Veía en mi rostro a su verdugo. Convertía mi parecido físico en una semejanza absoluta.
A los pocos meses de mi nacimiento volvió a quedar embarazada, pero de otro hombre, al que apodaban Nene. En agosto del 90 dio a luz a mi hermano Leo. Luego, en el 91, nacería mi hermana Daiana, hija de mi padre. En el 94, Melanie, hija del mismo padre que Leo. El próximo sería Joel en 1998, hijo de otro: Culacha.
Siempre vivimos en la casita de mi abuela Genoveva, nacida en Salta en 1945, quien arribó a muy temprana edad a Buenos Aires y nunca más regresó a su provincia, ni siquiera de visita. Mi abuela siempre se dedicó al trabajo de limpieza; fue rotando por distintos lugares hasta que encontró un empleo fijo en una textil, donde mantuvo su puesto de encargada de limpieza por más de treinta años. Se jubiló con la mínima porque la empresa la mantuvo casi hasta el último día en la informalidad. Ella es una de las fundadoras de lo que primero fue un asentamiento y luego la villa Carlos Gardel. Ya desde que era muy pequeño la recuerdo yéndose a trabajar en las primeras horas de la mañana y volviendo muy tarde, a veces de noche. Su humilde salario saciaba el hambre voraz. Su dinero era el único que había, alcanzaba para muy poco y encima cada vez éramos más, porque con nosotros vivía mi tía Flavia, su otra hija, menor que mi madre y que también pariría por primera vez a los dieciséis.
Junto con ella nos encargábamos de todas las tareas del hogar porque mi abuela no estaba en todo el día y mamá se la pasaba en lo de Irene.
Linyera
Cuando tenía cinco años mi mamá dejó definitivamente a mi papá, es decir, lo echó de casa, donde el hombre insistía en permanecer. De los pocos recuerdos agradables que tengo junto a mi progenitor están casi todos relacionados con el fútbol, escuchando algún partido de Racing por la radio o alguna que otra vez que me llevó a la cancha. Cuando íbamos, recuerdo que antes del partido me hacía mendigar las monedas necesarias para poder comprar las entradas.
Una vez me llevó a ver el debut de Maradona como director técnico de Racing, en la cancha de Ferro. Mi padre me subió a sus hombros y mis ojos se encandilaron ante un Diego que renegaba mientras sus rulos flameaban majestuosos a lo lejos. Antes, mirando el Mundial de Estados Unidos, habíamos sufrido desconsolados cuando se complotaron para sacarnos a Diego por un falso doping. El luto se había adueñado de todo. Miramos el siguiente partido contra Rumania, por los octavos de final, como si estuviéramos en un velorio. Una neblina espectral se había expandido por todos lados. Recuerdo su llanto, el mío y el de todos los vecinos.
Era un borracho interminable. Hablaba y su aliento a vino barato te noqueaba. No trabajaba y para colmo ni siquiera era ladrón, pero siempre tenía plata para alcohol. No nos daba nada y buscaba conformarnos con algún juguete roto que encontraba cirujeando. Me tocó un padre linyera y que le pegaba a mi mamá. Sus acciones y su aspecto me ubicaban muy abajo en la jerarquía callejera y me hacían blanco fácil de todas las burlas.
Don Segundo y doña Tomasa
Cuando finalmente mi mamá lo echó, se mudó con sus padres a dos metros de nuestra casa, un verdadero aguantadero en el que mi abuelo —otro borracho descollante— organizaba todo tipo de juegos clandestinos y mediaba cuando estallaban las peleas. Eran tardes de chamamé y damajuanas, costumbres de Santiago del Estero, Tucumán, Corrientes y Chaco, de donde provenían la mayoría de las familias. Muchos de los gallos utilizados en las riñas luego terminaban hervidos en cacerolas o asados en parrillas al aire libre, que alimentaban a una gran cantidad de personas, entre las que estábamos mis hermanos y yo. A mi abuelo le decían don Segundo, como a Sombra. Era un enano carismático y divertido, de piel dura y oscuro marrón. Le encantaba analizar partidos y jugadores de fútbol conmigo.
Gallos, patos, cerdos, ovejas y pavos rondaban a los apostadores que jugaban al truco sentados en troncos de árboles alrededor de una mesa en el centro del patio de tierra apisonada. A un costado siempre había una olla hirviendo animales o una parrilla encendida con carne encima. Transcurrían distintos juegos a la vez: dados, riñas, naipes. El alcohol barato no paraba de circular y compartirse.
A medida que pasaban las horas, a los asistentes se les iban torciendo las bocas, se meaban encima, vomitaban o dormían en el piso. Más de una vez tuve que despertar a mi padre y ayudarlo a incorporarse.
Antes de morir de diabetes a los setenta años, a Segundo le fueron amputando el cuerpo de a retazos: un dedo del pie, luego el pie, la pierna, la otra pierna y los dos brazos. Siendo solo un torso, mantuvo la picardía hasta su último suspiro.
Cuando eso ocurrió, mi abuela doña Tomasa —de plebeyos orígenes italianos— se mudó junto con el resto de mis tíos y primos a General Rodríguez. En las pocas imágenes que conservo de ella va rengueando y sonriendo sin dentadura, disfrutando de la parafernalia de su alocado aguantadero.
Las excursiones
Junto con mi hermano Leo y otros pibes más grandes empujábamos un enorme y pesado carro de madera y ruedas de acero con cierta resonancia a las carretas de la época colonial que dibujábamos en la escuela. Salíamos al terminar las clases y los fines de semana desde muy temprano en la mañana. Recorríamos muchos kilómetros por los barrios de clase media abriendo bolsas de basura, recolectando botellas de vidrio y cobre, aluminio, cartón, bronce, los materiales que se venden más rápido. Después de varias horas de caminata quemábamos los cables con cobre, que largaban un horrible olor tóxico, y llevábamos lo recolectado a un galpón. La suma recibida rondaba siempre entre los dos o tres pesos para cada uno. Pero más allá de la importancia de conseguir algo de dinero, salir a cirujear representaba una gran aventura, conocer lugares remotos y fantásticos. La villa siempre se miraba para adentro, por eso el salir con el carro era como habitar un sueño; mis ojos brillaban ante esos chalets y solía imaginarme viviendo en alguno. A veces tocábamos timbre para pedir donaciones, muchas veces nos regalaban ropa usada, electrodomésticos rotos o algo para comer. Era normal que en medio de las caminatas se nos apareciera un patrullero, nos diera la voz de alto, los oficiales nos revisaran y maltrataran un poco, nos llenaran de preguntas, nos tomaran los datos para dejarnos ir con la irrevocable condición de volver urgentemente a la villa y dejar de merodear la zona.
Otra forma de hacer unas monedas era revisando los autos robados que traían los pibes más grandes. Como justo en la esquina de casa había una calle de tierra bastante ancha, esta funcionaba como uno de los lugares predilectos para el abandono de los autos robados. Eso nos daba la ventaja de meternos antes de que llegaran los adultos. De lo contrario, debíamos conformarnos con lo que ellos habían desestimado: restos de cables que contenían cobre o alguna parte con aluminio. Obviamente todo esto sucedía a espaldas de mi abuela, en el horario en que ella trabajaba, y cuando mi tía Flavia estaba estudiando o escuchando rock junto con sus amigas.
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El niño resentido, de César González, sigue aquí.