La muy catastrófica visita al zoo
«La muy catastrófica visita al zoo», de Joël Dicker
Es víspera de Navidad y la visita de la clase de Joséphine al zoo ha sido una catástrofe. Nadie sabe qué ha pasado exactamente y los padres de la niña están dispuestos a descubrirlo. Mientras la investigación avanza, comprendemos poco a poco que una catástrofe nunca llega sola, que las apariencias engañan y que los acontecimientos pueden tomar un giro que nadie imagina. A continuación, LENGUA publica las primeras de «La muy catastrófica visita al zoo» (Alfaguara, abril de 2024), la nueva novela de Joël Dicker, un libro «para lectores de 7 a 120 años» repleto de guiños sobre nuestra sociedad, la democracia, la educación inclusiva y el rol de los padres y de los maestros.
Por Joël Dicker

Prólogo
Consecuencias de una catástrofe
Durante años, en la memoria colectiva de la pequeña ciudad donde crecí perduró el impacto de los acontecimientos que tuvieron lugar en el zoo local un viernes de diciembre, pocos días antes de Navidad.
Y, en todos esos años, nadie supo la verdad de lo que realmente sucedió allí. Hasta que llegó este libro.
Ni siquiera yo, que fui una de las protagonistas de los hechos, hubiera imaginado nunca que algún día contaría todo aquello. Pero cambié de opinión cuando me di cuenta, siendo ya adulta, de que vamos desarrollando la lamentable tendencia a olvidarnos del niño que fuimos. Y eso que lo seguimos llevando dentro. Me había prometido a mí misma que algún día le pondría remedio y este libro es la ocasión de hacerlo. Por eso, aun a riesgo de desvelar todo lo que sucedió, he decidido contar dichos acontecimientos tal y como los viví por entonces, cuando aún era una niña.
Y es esa niña, a la que me complace presentaros, a quien cedo la palabra ahora.
Varios años antes
Capítulo 1
La teoría de las catástrofes
Esta noche me han castigado sin postre. Por culpa de lo que ha pasado en el zoo. Papá se ha tirado toda la cena repitiéndome:
—¡Es que no puede ser, Joséphine! ¡No puede ser!
Mamá, en cambio, no abría la boca. Me lanzaba miradas de desaprobación. Al final se limitó a decir:
—Mañana iremos al hospital a ver cómo está. Y, ahora, cómete las judías.
No me gustan las judías, pero me pareció que no estaba el horno para bollos. Así que me las zampé sin rechistar. Es lo que se llama ponerse de perfil bajo. Luego mamá decretó que me quedaba sin postre. Y eso sí que me dio pena porque de postre había bizcocho de zanahoria, que es mi bizcocho favorito. Me entraron ganas de llorar, pero me consolé pensando que seguramente a los compis de clase también los habrían castigado sin postre.
Después del incidente del zoo, todos los padres hablaron por teléfono. Oí a mamá empalmar una llamada con otra y repetirle a cada interlocutor:
—¡Es un disparate, un disparate! ¿Cómo ha podido suceder semejante catástrofe?
No sé muy bien lo que significa «disparate», pero, si tiene algo que ver con disparos, no puede ser nada bueno.
Cuando me hube terminado las judías, pregunté si podía levantarme de la mesa, puesto que estaba castigada sin postre. Pero mamá dijo que no, luego se fue a cortar una rebanada del bizcocho de zanahoria y me la puso delante.
—Puedes tomar bizcocho si nos explicas lo que ha pasado hoy en el zoo.
Eso se llama «chantaje», pero me mordí la lengua. Cogí el tenedor y dividí la rebanada de bizcocho en ocho pedacitos.
Una catástrofe nunca sucede de buenas a primeras: es el desenlace de una serie de sacudidas pequeñas que casi no se notan pero que, poco a poco, se convierten en un terremoto. Lo que había pasado hoy en el zoo también cumplía con esta regla: era la traca final de varias catástrofes sucesivas.
Mis padres querían explicaciones, pero para explicárselo todo había que explicar que la catastrófica visita al zoo pasó por culpa de la catastrófica función del cole que pasó por culpa de la catastrófica obra de teatro que pasó por culpa de la catastrófica visita de Papá Noel que pasó por culpa del catastrófico Santa Plas que pasó por culpa de la catastrófica clase de seguridad vial que pasó por culpa de la catastrófica clase de gimnasia que pasó por culpa de la catastrófica presentación en el salón de actos que, a su vez, pasó por culpa de una catástrofe inicial.
Y quizá habría que empezar contando esta primera catástrofe.
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Capítulo 2
Un lunes no tan normal
Un lunes por la mañana de finales de otoño, pocas semanas antes de Navidad, sucedió algo muy grave.
Como cada vez que se produce una catástrofe, nadie lo ve venir. Así que el lunes aquel se había disfrazado de día normal: sonó el despertador, me levanté, desayuné (cereales poniendo primero la leche y luego los cereales porque, si no, no ves cuánta leche pones), me lavé los dientes, me peiné, me vestí y mamá me llevó al cole en coche. Hasta ahí, todo como de costumbre.
Mi cole se llama colegio Picos Verdes. Es un colegio especial. Se llama «colegios especiales» a los coles a los que llevan a los niños que no van a los otros coles. A mí me gusta mi cole. Es un cole muy pequeñito porque solo hay una clase. Es como un pabellón grande de tablones. Mamá dice que es muy cuco. Yo diría más bien que es muy guay. Tiene un vestíbulo grande que además sirve de ropero. De un lado está el aula, y del otro, la sala de juegos. También hay una cocina pequeña y justo al lado están los servicios. Nuestro patio de recreo es un jardín con flores rodeado de una valla de madera que no debemos cruzar nunca, a menos que vayamos con nuestros padres o nuestra profe, la señorita Jennings. Alrededor hay un parquecito con algunos juegos para niños y bancos en los que se puede ver a señoras mayores sentadas mientras sus perritos hacen caca. Es obligatorio recoger las cacas de perro, pero muchas veces las señoras hacen como que no se enteran de que su perro ha hecho sus necesidades. Cuando el conserje del colegio las pilla, se les acerca hecho una furia y les manda recoger la caca a la de ya. Entonces las señoras mayores ponen cara de fastidio y de asco, se sacan del bolsillo una bolsa de plástico y limpian la cagarruta. Luego sujetan la bolsa con la punta de los dedos como si la caca fuese a tirárseles encima y ponen caras raras. Nosotros nos tronchamos de risa.
Justo al lado del parque está el cole de los niños normales. Ahí es donde van todos los demás niños, menos nosotros. Es un edificio grande de ladrillo con un patio amplio de cemento y, pegada a él, una pista deportiva gigantesca. Desde el cole especial se puede ver el cole normal. Allí hay muchos niños, mientras que en el nuestro solo somos seis. Le he preguntado a mamá si algún día yo podré ir al cole de los niños normales. Me ha dicho que probablemente no, pero que me quiere tal y como soy.
Lo más alucinante del cole especial es la señorita Jennings, nuestra profe. Es la más estupenda de todas las profes. Es paciente, encantadora, inteligente y dulce. También es muy guapa. Siempre viste muy bien y lleva el pelo bien peinado. Todo el mundo la adora.
La segunda cosa más alucinante del cole especial, después de la señorita Jennings, son mis cinco compis de clase, que son todos chicos.
Está Artie, que es hipocondriaco, o sea, que siempre se cree que tiene todo tipo de enfermedades. Para él no es muy práctico, pero para nosotros es gracioso porque se pone a chillar muerto de miedo cuando se piensa que tiene alguna enfermedad. De mayor, Artie quiere ser médico para curarse él solito, porque dice que cuando vas a la consulta de otros médicos te arriesgas a que te contaminen en la sala de espera, que está atiborrada de enfermos. En eso no le falta razón.
Está Thomas, que es superbueno en kárate porque su padre es profe de kárate. (Para ser bueno en kárate, tener un padre profe de kárate es una ventaja). De mayor, Thomas quiere ser profe de kárate como su padre.
Está Otto, cuyos padres viven cada uno en una casa distinta. Eso se llama «divorciados». Mamá me contó que la gente se divorcia cuando el papá y la mamá ya no tienen ganas de dormir en el mismo cuarto. Creo que, cuando yo sea mayor, también seré divorciada porque odio compartir cuarto.
Otto lo sabe todo sobre todo. Por su cumple siempre pide enciclopedias y diccionarios. Le encanta explicar las cosas y conoce palabras complicadas como «suimanga», «casuística» o «queloide», que es una palabra que hemos aprendido todos gracias a Artie. De mayor, Otto quiere ser conferenciante.
Está Giovanni, que siempre va con camisa, incluso para jugar fuera. Sus padres son muy ricos (o sea, que tienen mucho dinero) y, por lo visto, cuando eres rico tienes que ir siempre con camisa. Yo de mayor espero no ser rica porque odio llevar camisa. En casa de Giovanni tienen un camarero de restaurante. Es de lo más práctico. En la nuestra, cuando acabo de comer, tengo que llevar el plato al fregadero. Pero en la de Giovanni no se mueve nadie. Un día me invitó a comer a su casa: estábamos sentados a la mesa y el camarero nos puso los platos delante y luego lo recogió todo. Mamá dice que se llama «mayordomo», pero en casa de Giovanni lo llaman Bernard. De mayor, Giovanni quiere trabajar en la empresa de su padre, que es la misma que creó su abuelo. Por lo visto, eso se llama una «empresa familiar». Significa que se la van turnando.
Está Yoshi, que no habla nunca. Pero jamás de los jamases. Es mi compi favorito. No necesitamos hablar para entendernos. Yoshi tiene un montón de tocs. Significa que siempre tiene que comprobarlo todo diez veces. A veces incluso más de diez. Por ejemplo, un día se pasó toda la mañana comprobando que sus zapatos seguían estando en el ropero del cole. A Yoshi le encanta la plastilina y hace unos objetos preciosos. Tiene una mesa en un rincón de la clase donde se le ocurren proyectos sensacionales. De mayor, Yoshi quiere ser escultor.
Y por último estoy yo: Joséphine. Parece ser que entiendo las cosas demasiado rápido. A mí no me parece que sea un problema, pero por lo visto sí que lo es. O sea, que hay al menos una cosa que no entiendo. De mayor quiero ser inventora de palabrotas. Es una idea que me chivó mi padre.
Un día, papá leyó en el periódico un artículo sobre la familia de Giovanni. Su empresa familiar por turnos se dedica a fabricar papel higiénico. Y, según papá, con el papel higiénico ganan mucho dinero. Mientras leía el artículo, exclamaba:
—¡Papel higiénico, qué genialidad! ¡Un producto que se consume a diario en el mundo entero, que siempre va a hacer falta y que no se puede sustituir con ninguna tecnología!
Así que pensé que para mi profesión tendría que buscar algo parecido para fabricarlo. Y entonces papá le dijo a mamá:
—¡Fíjate, cariño, la de pasta que se puede ganar con el papel del culo!
Mamá le pidió a papá que se cortara y que no hablara así delante de mí, aunque ya era tarde. «Papel del culo» me parecía una palabrota estupenda pero, sobre todo, se me ocurrió que inventar palabrotas era una profesión con mucho futuro porque se dicen todos los días, siempre van a hacer falta y no se pueden sustituir con ninguna tecnología.
Algún día escribiré un libro y pondré en él todas las palabrotas que haya inventado. Será como un diccionario de palabrotas.
Pero volviendo a aquel dichoso lunes por la mañana, el día de la catástrofe inicial que iba a ir rebotando de catástrofe en catástrofe hasta la catastrófica visita al zoo, cuando estábamos llegando al cole, mamá y yo nos encontramos con varios camiones de bomberos aparcados junto a la acera. Entramos en el parquecito y vimos a todos los bomberos muy ocupados alrededor del cole especial. En ese momento comprendí que aquel día normal en realidad no iba a serlo en absoluto y que acababa de producirse un incidente grave.
La muy catastrófica visita al zoo, de Joël Dicker, sigue aquí.