«Mi año romano», de André Aciman
Roma, 1960. Mientras un André Aciman adolescente observa el puerto de su nueva ciudad, su madre se preocupa por el equipaje: treinta y dos maletas y baúles que contienen todo su mundo. Acaban de llegar a Italia desde Alejandría, hogar que han tenido que dejar atrás. Su padre sigue en Egipto y ahora André es el cabeza de familia. Solían tener una buena vida, pero todo vestigio de su estatus se ha esfumado tras su huida. El autor, su hermano pequeño y su madre se mudan a un apartamento de la capital italiana que justo antes de su llegada se usaba como burdel. Mientras buscan la manera de encontrar su sitio en la ciudad, el autor se encierra en su habitación para leer un libro tras otro. Y será precisamente la literatura la que le abrirá la puerta de Roma, ciudad que lo verá pasar a la edad adulta y que terminará ocupando un espacio crucial en su vida. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «Mi año romano» (Alfaguara, febrero de 2025), la novela biográfica del autor de «Llámame por tu nombre» (2008).
Por André Aciman

1. Por favor, no me odiéis
—Y, por favor, no me odiéis, no soy un ogro —dijo mi tío abuelo Claude mientras salía de nuestro piso y se dirigía hacia la escalera.
En el umbral, el tío Claude, o Claudio, como se le conocía entonces en Italia, glosaba las palabras que había usado su hermana unos meses atrás en Egipto al intentar quitarles hierro a desagradables rumores familiares que corrían sobre él. «Tiene buen corazón, dejad de pensar que es un ogro», decía ella mirándonos directamente a mí y a mi hermano, y valiéndose de una palabra que parecía sacada, sobre todo, de cuentos de hadas. «Sí, tiene mal carácter, pero es que es impulsivo, como todos, ¿no?», añadía sobre el hombre al que íbamos a ver en cuanto nuestro barco atracase en Nápoles. «Impulsivo» era una palabra que denotaba mucho más tacto para describir a un hombre cuyos arranques de ira se habían quedado grabados para siempre en la memoria de quienes lo conocían. La tía Elsa debía de haberle escrito desde Egipto para contarle que estábamos muertos de miedo por verlo.
Al usar la palabra «ogro» aquel día, en el umbral, el tío Claude había hallado una manera taimada y maliciosa de darnos el recado de que, gracias a la incansable correspondencia de la tía Elsa, estaba muy al tanto de lo que decíamos de él entre nosotros, en Egipto. La tía Elsa era una bocazas. No podía evitarlo y era la primera en reconocer que hablaba más de la cuenta. «Je suis gaffeuse», soy una metepatas. Debía de haberle contado un sinfín de cosas sobre nosotros: lo mucho que se peleaban mis padres, a todas horas, cómo nos peleábamos mi hermano y yo en nuestro cuarto y, por supuesto, lo malos que éramos con la tía Elsa y el poco respeto que le teníamos a una mujer de ochenta años largos a punto de quedarse ciega. Como para no querer dejarnos claro que estaba más que al tanto de todo lo que sucedía en la familia…
En las cartas que nos mandaba hablándonos de Roma, la descripción del tío Claude sobre el piso de tres habitaciones que se ofrecía a alquilarnos había sido bastante sincera y precisa. Según nos escribió, cerca había un parquecito, un supermercado, un centro comercial, toda clase de colmados y cuatro cines que, por desgracia, solo programaban películas dobladas, pero uno se acostumbraba con facilidad. Nos iba a encantar Roma, estaba seguro. Mi abuela —su hermana, mayor que la tía Elsa, su otra hermana— le había escrito para contarle que me interesaba la historia. Mi tío me escribió con la promesa de enseñarme los rincones famosos y no tan famosos de la ciudad, que tanto turistas como lugareños desconocían. Como sucedía con muchas cosas, añadió, para Roma hace falta más de una vida, ni siquiera dos bastan; nada comparado a nuestra cloaca particular: Alejandría.
Lo poco que yo sabía de Roma lo había averiguado gracias a un mapita del consulado italiano de Alejandría. Las calles aledañas a nuestra futura casa portaban nombres majestuosos sacados de la Eneida de Virgilio: via Enea (Eneas), via Turno (Turno), via Camilla (ditto), mientras que via Niso (ditto) desembocaba directamente en via Euralio (ditto también), como si los de planeamiento urbanístico ya supieran que, como en el relato épico de Virgilio, el amor de Niso por Euralio jamás habría soportado que estuvieran separados. Yo no esperaba toparme con Camilla o Turno preparándose para la batalla o ciñéndose las correas de las corazas, pero sí que sabía que el peso legendario e histórico permeaba en todas las facetas de Roma. Por contraste, a ojos de mi tío, Alejandría era una cloaca. Me tocaba ver mundo.
Me gustaba el sentido del humor del tío Claude, un humor sin concesiones. Se veía hasta en los sobres, que siempre llegaban a Alejandría con dos palabras en mayúsculas y subrayadas bajo nuestra dirección: EN FRANCÉS. En efecto, les ponía las cosas fáciles a nuestros censores egipcios —que revisaban todo el correo que llegaba del extranjero—, pues así le podían pasar la carta al responsable de leer correspondencia en francés. También era su manera de anunciarle al censor de turno que no habría nada ni comprometedor ni incriminatorio en la carta, ya que, al declarar el idioma en el que estaba escrita, dejaba claro que ya sabía perfectamente que la leerían. De hecho, el censor siempre abría las cartas de Claude, las leía y luego estampaba un sello en el lateral del sobre por donde lo había abierto para que el destinatario supiera que la habían revisado. Me gustaba el enfoque de Claude, al más puro estilo «carta robada», esconder la prueba a simple vista. Había conseguido que las autoridades egipcias no supiesen nada de la cuenta de mi padre en Suiza; en sus cartas decía que le había parecido que la tía Berta estaba muy animada tras ver a su nieta a salvo después de sus breves vacaciones en Grecia. La «tía Berta» no era sino la banquera de mi padre en Ginebra, nieta de un correo diplomático griego de fiar que se encargaba de canalizar fondos al extranjero. Con el tiempo, se vio que el griego no era tan de fiar, se embolsó buena parte de los fondos de las cuentas suizas y luego se largó con su familia a Brooklyn. El tío Claude, abogado con experiencia y contactos en Suiza, se enteró del robo y mandó un telegrama a Egipto para comunicárselo a mi padre: «Nuestra querida Berta enferma grave stop nieta tan desolada que no responde stop».
El tío Claude era sabio, avispado y tenía una disoluta capacidad para el subterfugio y los chanchullos. Recuperó algo del dinero por medio de la Interpol, pero la mayoría desapareció, o eso dijo él. Mi padre nos inculcó que debíamos mostrarnos eternamente agradecidos, pero no fiarnos de él jamás. Entretanto, le había pedido al tío que nos diera una paga mensual.
Aquella decisiva mañana, desde el puente de nuestro barco, eché un vistazo por si el tío Claude había venido a recogernos a Nápoles, pero no estaba seguro de que el hombre que había atisbado en el muelle fuese él. El barco no había amarrado todavía y el sol me cegaba. Únicamente distinguía grupos dispersos de personas abarrotando el puerto, portamaletas, personal de las navieras y de aduanas, pero también amistades y familiares que debían de haber viajado desde todos los rincones de Italia para recibir a allegados a los que llevaban años sin ver. Mi único recuerdo del tío Claude se remontaba a mis primeros años de infancia, cuando me sentaba en su regazo en el asiento del conductor y él me dejaba fingir que era yo quien conducía su antigualla de cuatro ruedas que toda la familia había apodado «el coche fúnebre», y que seguimos llamando así mucho tiempo después de su repentina huida de Egipto. Recordaba su pelo negro ondulado, su sombrero, sus singulares gafas de sol con tapaojos de tela oscura enmarcando la montura y el castañeteo que hacía con los dientes para imitar la manivela que giraba a izquierda y derecha, una y otra vez, para abrir y cerrar el parabrisas mientras ponía cara de perplejidad con la intención de divertir a los niños. Yo no tendría más de tres años. No lo había visto desde el día que nos había llevado a mi abuela y a mí de vuelta desde la playa para ir a comer al gran piso cuya matriarca todavía era su madre, mi bisabuela. El coche, con los asientos pelados, hundidos, con costuras en relieve de cuero viejo, me había intrigado, ya que nunca había visto ni mucho menos me había subido a un coche tan sumamente antiguo. Sabía cómo lo apodaban, pero me habían dicho que ojito con decirlo delante de él.
Ver mas
El «coche fúnebre» se quedó como apodo pensado para burlarnos de la tacañería crónica del tío, un rasgo que compartía con sus ocho hermanos, entre ellos, mi abuela y la tía Elsa. Todos preferían considerar su tacañería como una forma de frugalidad adquirida tras años de penurias que se remontaba generaciones, pero todos los que conocían a la familia, de mi madre a la criada más joven, llamaban a las cosas por su nombre tras extender la mano con el puño cerrado, algo que significaba poco menos que avaricia; avaricia pura, obstinada, incurable, enconada; gente de la hermandad del puño cerrado. Aquella rama de la familia no tiraba ni regalaba nada, y acumulaba trastos —de recuerdo— tiempo después de que los objetos hubiesen cumplido con su propósito, para después justificar su reticencia a tirarlos usando ese dicho francés, «on ne sait jamais», nunca se sabe, que quiere decir que uno nunca sabe cuándo va a necesitar algo que ha tirado o cuándo un amigo con el que se ha perdido la relación puede acabar siendo útil.
En cuanto a aquella atemporal carraca cuadrada, acabó en el desguace, igual que acabaron en la basura su sombrero, sus gafas de sol con tapaojos y la pequeña manivela para el parabrisas cuyos engranajes castañeteaban y que hacía ruidos toscos. Él habría esperado a vendérselo todo incluso al peor postor, pero la policía egipcia le seguía la pista por haberse llevado fondos a Suiza. Un conocido lejano le dio el soplo justo a tiempo. El tío Claude escapó por la puerta de la cocina y nunca le volvieron a ver el pelo por allí.
Mi madre repasó el muelle con la mirada una vez más y se convenció de que el hombre al que habíamos atisbado no podía ser el tío Claude.
—Va demasiado bien vestido —dijo.
El tío nunca se hubiese gastado dinero en ropa buena. Luego reparó en otro hombre que le pareció marcadamente juif, pero entonces volvió a cambiar de opinión. Algo después, un hombre que esperaba algo alejado pareció reconocerla y empezó a saludarla con entusiasmo. A mi madre no le resultó lógico:
—Si nunca le caí bien y yo no lo aguantaba —dijo. Resultó que aquel señor saludaba a otra persona que estaba apoyada en la barandilla justo a nuestro lado, y cuyo nombre gritó con desesperación:
—Rina, Rinaaaa.
—No es él —zanjó mi madre—. Aparte, esto de venir a buscarnos sería muy poco propio de ese viejo roñoso. Con la gasolina que se gasta en el trayecto desde Roma, imposible.
Además, no le importábamos tanto como para hacerse ese viaje. Mi madre, mi hermano y yo éramos los últimos en irnos de Egipto —a excepción de mi padre y la tía Elsa—, y el tío Claude nos había recordado en incontables ocasiones en sus cartas que ya había viajado a Nápoles un montón de veces para recoger a todos los familiares que habían ido llegando —suegros, sobrinas, sobrinos, además de un porrón de hermanos—. No podíamos esperar que fuese al puerto cada vez. Como concluimos que no vendría a recibirnos, mi madre nos recordó que la gente del servicio de refugiados nos llevaría a un campamento de tránsito. Me tocaba traducirle, añadió, con una mueca amenazadora cuyo sentido no se me escapó. Todas las clases con profesores particulares italianos de los últimos años en Egipto ya podían empezar a demostrar que habían valido la pena.
—Tú céntrate en lo que dicen, no en lo que crees que dicen. Intenta que no se den cuenta de que estoy sorda o nos estafarán. —Luego, al ver que estaba nervioso, añadió—: Hemos sobrevivido a cosas peores, saldremos de esta.
Ahora que estábamos a punto de poner un pie en Europa, si por ella fuera, que Egipto se hundiese en la miseria y siguiese atrapado en su ziballah —esa palabra árabe que seguíamos usando y que significaba «basura»—. La única preocupación de mi madre era mi padre, que se había quedado allí y seguía a merced de las veleidades de la policía egipcia, famosa por ser despiadada, en especial con los judíos.
La pista definitiva para determinar que el hombre que había en el muelle solo podía ser el tío Claude no fue su pelo negro ondulado ni la sonrisa maliciosa y sinuosa que se acomodaba en su rostro en los viejos álbumes familiares. Esos rasgos habían desaparecido por completo. Fue su parecido repentino e inesperado con su hermano Nessim, mucho mayor, que había fallecido en Egipto a los noventa y dos, un par de años atrás. En Claude ya no quedaba ni rastro de su pelo negro y ondulado de 1996 y, cuando lo vi quitarse el sombrero varias veces para saludarnos desde lejos, enseguida recordé que, como su hermano, estaba completamente calvo y hacía el mismo desagradable mohín cuando no se molestaba en sonreír; tenía la misma nariz ganchuda, tan curvada que parecía un cruce entre un águila calva y un loro sin plumas. Sigmund Freud, excepto por la barba.
Un detalle más me indicó que el hombre de la chaqueta de tweed con adornos cosidos, sombrero de fieltro y corbata color guinda que esperaba en el muelle tenía que ser, por fuerza, de la familia. Cuando nuestro barco por fin amarró y ya vimos bien al tío, lo observamos sacar un pañuelo blanco del tamaño de un gallardete grande y empezar a ondearlo con un gesto tan resueltamente obsoleto que solo podía salir del cine clásico de Hollywood: él, como mi abuela y la tía Elsa, se había quedado encerrado en un universo anterior a la Primera Guerra Mundial en el que la gente ondeaba pañuelos. Era un movimiento sutil y delicado, capaz de transmitir esperanza, alegría, una señal de bienvenida, a la par que podía adaptarse también para la pena, la desesperación moderada y los funerales. Los Cohène (con la è de rigueur acentuada proclamando su falso linaje francés) siempre habían tenido su manera de hacer las cosas. No le veían sentido a seguir las modas del momento. El mundo tendría que amoldarse a sus usos y costumbres, como siempre.
Sus usos y costumbres, no obstante, no solo es que estuviesen pasados de moda, sino que se habían extinguido. Ellos se negaban a aceptarlo y seguían optando por la cortesía, pero no tanto por el candor; por el buen gusto, pero no la moral recta; siempre juzgaban a la gente no tanto por lo que decían o hacían, sino por cómo sujetaban el cuchillo y el tenedor. Todo, sin duda, de otros tiempos.
Aquella mañana, más tarde, cuando le dije al tío que hacía poco me habían matriculado en un colegio americano en Egipto, la idea le pareció una ridiculez. Tendría que haber ido a uno italiano, no a uno estadounidense. Cuando le expliqué que cabía la posibilidad de que nos mudáramos a Estados Unidos, estalló en carcajadas como si hubiese dicho el mayor disparate del mundo.
—¿Qué? ¿Haceros americanos? Estáis en Italia, muchacho, te vas a comportar como un italiano y vas a convertirte en italiano, como todo el mundo. Nada de charlatanería yanqui por aquí. Estados Unidos es un país que ha nacido de manera artificial, ¿o no lo sabías?
Sabía que no me convenía llevarle la contraria o contestar. Mi hermano también se quedó callado, aunque de los dos él era, de lejos, el que estaba más enamorado de la cultura americana, el cine americano, la música americana: de todo lo de allí. En Egipto había conseguido comprarle unos Levi’s de segunda mano a un compañero de clase estadounidense, le encantaban los malvaviscos asados, que había descubierto siendo club scout, e incluso había conseguido abastecimiento regular de palotes marca Juicy Fruit.
—¡Vaya farsa! —exclamó mi tío—. Los muchachos ya no tienen personalidad, solo quieren ser soldaditos GI —farfulló para el cuello de la camisa mientras íbamos a aduanas, aunque yo estaba seguro de que pretendía que oyéramos cada sílaba. Me quedé callado, sin apenas darme cuenta de que, en el mundo de Claude, el silencio no frenaba los ataques, sino que les daba pie.