«No tengas miedo», de Stephen King
Cuando el Departamento de Policía de Buckeye City recibe una carta de alguien que pretende «matar a trece inocentes y a un culpable» para expiar una muerte innecesaria, la detective Izzy Jaynes no sabe qué pensar. ¿Están a punto de asesinar a catorce personas por venganza? Preocupada, decide acudir a Holly Gibney para que la ayude. Mientras tanto, la activista por los derechos de la mujer Kate McKay se embarca en una gira de conferencias, atrayendo a tantos seguidores como detractores. Alguien que se opone vehementemente a su mensaje ataca sus eventos y, aunque al principio nadie resulta herido, el acosador se vuelve cada vez más atrevido, y contactan a Holly Gibney para proteger a Kate. Con un fascinante elenco de personajes conocidos y nuevos, estos dos hilos narrativos se unen en un tapiz escalofriante y espectacular. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «No tengas miedo» (Plaza & Janés, junio de 2025), el nuevo «thriller» de Stephen King.
Por Stephen King

Trig
1
Marzo, y hace un tiempo desapacible.
El Círculo de Abstinencia se reúne en el sótano de la iglesia metodista de Buell Street todos los días laborables entre las cuatro y las cinco de la tarde. En rigor, es una reunión de Narcóticos Anónimos, pero también asisten muchos alcohólicos; normalmente el salón del Círculo de Abstinencia está abarrotado. Según el calendario, ya es primavera, lo es desde hace casi una semana, pero en Buckeye City —conocida a veces como el Segundo Error del Lago, siendo Cleveland el primero— la primavera real llega con retraso. Cuando termina la reunión, flota en el aire una tenue llovizna. Al anochecer, arreciará y se convertirá en aguanieve.
Veinte o treinta asistentes se congregan cerca del cenicero situado junto a la entrada y encienden pitillos, porque inhalar nicotina es una de las dos adicciones que les quedan, y después de una hora en el sótano necesitan ese chute. Otros, la mayoría, doblan a la derecha y se encaminan hacia The Flame, una cafetería a una manzana de allí. El café es la otra adicción que aún pueden permitirse.
A uno de los hombres lo aborda el reverendo Mike, que también asiste a estas reuniones y a otras muchas con regularidad; el Reve se está recuperando de su adicción a los opiáceos. En las reuniones (asiste a dos o tres al día, fines de semana incluidos) se presenta diciendo: «Amo a Dios, pero por lo demás soy un yonqui como cualquier otro». Esas palabras siempre se reciben con gestos de asentimiento y murmullos de aprobación, aunque a algunos de los asiduos más veteranos el Reve los aburre un poco. Lo llaman Mike Libro Grande, por su costumbre de citar (textualmente) largos fragmentos del manual de Alcohólicos Anónimos.
El Reve da un enérgico apretón de manos al hombre.
—No se te ve mucho por aquí, Trig. Debes de vivir en el norte del estado.
No es ahí donde Trig vive, pero se lo calla. Tiene sus razones para ir a las reuniones fuera de la ciudad, donde es poco probable que lo reconozcan, pero hoy ha sido una emergencia: acudir a una reunión o beber, y después de la primera copa ya no tendría la menor opción. Lo sabe por experiencia.
Mike apoya una mano en su hombro.
—En tu intervención, Trig, se te notaba preocupado.
Trig es un apodo de la infancia. Es el nombre con el que se identifica al principio de las reuniones. Ni siquiera en las de AA y NA de fuera de la ciudad habla apenas, excepto por esa presentación inicial. Por lo general, en las reuniones de discusión dice: «Hoy solo quiero escuchar», pero esta tarde ha levantado la mano.
—Soy Trig, y soy alcohólico.
—Hola, Trig —ha respondido el grupo. Pese a hallarse en el sótano, no en la iglesia, conservan la práctica del diálogo litúrgico propia de las reuniones evangélicas. El Círculo de Abstinencia es, de hecho, la Iglesia de los Perdedores y los Derrotados.
—Solo quiero decir que hoy estoy bastante alterado. No quiero explicar nada más, pero eso necesitaba compartirlo. No tengo nada que añadir.
A eso los demás responden con susurros: Gracias, Trig y Aguanta y Sigue viniendo.
Ahora Trig cuenta al Reve el motivo de su preocupación: acaba de enterarse de que hace dos días falleció un conocido suyo. El Reve le pide más detalles —intenta sonsacárselos, de hecho—, pero Trig se limita a decir que la persona cuya pérdida lamenta murió en chirona.
—Rezaré por él —dice el Reve.
—Gracias, Mike.
Trig se marcha, pero no hacia The Flame; recorre tres manzanas y sube por la escalinata de la biblioteca pública. Necesita sentarse y pensar en el hombre que murió el sábado. Que fue asesinado el sábado. Que fue apuñalado el sábado, en la ducha de la cárcel.
Encuentra una silla desocupada en la hemeroteca y coge un ejemplar del periódico local, solo por tener algo que sostener. Lo abre por la página cuatro, que incluye una nota sobre un perro perdido que ha rescatado Jerome Robinson, de la agencia Finders Keepers. La acompaña una foto de un joven negro apuesto y sonriente con el brazo alrededor de un perro grande, quizá un labrador retriever. El titular se reduce a una sola palabra: ¡ENCONTRADO!
Trig, pensativo, fija la vista en la foto pero no la ve.
Su verdadero nombre salió en ese mismo periódico hace tres años, pero nadie ha establecido la conexión entre aquel hombre y el que asiste a las reuniones de recuperación fuera de la ciudad. Aun cuando aquel artículo hubiera incluido también una fotografía suya (no era así), ¿por qué habrían de relacionarlo? Aquel hombre tenía una barba un poco canosa y usaba lentillas. En esta otra versión, va afeitado, lleva gafas y aparenta menos edad (eso es por haber dejado la bebida). Le gusta la idea de ser una persona nueva. También le pesa. Es la paradoja con la que convive. Eso, y el recuerdo de su padre, que desde hace un tiempo acude a su mente cada vez con mayor frecuencia.
Déjalo estar, piensa. Olvídate de eso.
Hoy es 24 de marzo. Se olvida solo durante trece días.
2
El 6 de abril, Trig, sentado en la misma silla de la hemeroteca, mantiene la vista fija en la noticia destacada del dominical de hoy. El titular anuncia, o más bien clama: BUCKEYE BRANDON: ¡ES POSIBLE QUE EL RECLUSO ASESINADO FUERA INOCENTE! Trig ha leído el artículo y ha escuchado tres veces el podcast de Buckeye Brandon. Fue Buckeye, el autoproclamado «Bandido de las Ondas», quien sacó a la luz la noticia y, según él, ese «es posible» sobraba. ¿Es cierta la información? Trig considera que, teniendo en cuenta la fuente, debe de serlo.
Lo que te propones hacer es una locura, se dice. Y es verdad.
Si lo haces, no habrá vuelta atrás, se dice. Y también es verdad.
En cuanto empieces, tendrás que seguir adelante, se dice. Y esa es la mayor verdad de todas. El mantra de su padre: Tienes que perseverar hasta el amargo final. Sin miedo, sin echarte atrás.
Y… ¿qué sentiría? ¿Qué sentiría si hiciera una cosa así?
Necesita reflexionar un poco más. No solo para tener más claras las ideas sobre lo que se propone hacer, sino para dejar pasar un tiempo entre lo que ha averiguado por gentileza de Buckeye Brandon (también gracias a este artículo de fondo) y los actos —los horrores— que tal vez cometa, para que nadie establezca la conexión.
Espontáneamente, acude una y otra vez a su memoria el titular sobre el joven que rescató al perro robado. Era de una simplicidad máxima: ¡ENCONTRADO! Trig solo puede pensar en lo que ha perdido, en lo que hizo, y en cómo reparar el daño causado.
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Capítulo 1
1
Ya es abril. En el Segundo Error del Lago se funden por fin los últimos restos de nieve.
Izzy Jaynes llama con los nudillos a la puerta del despacho de su teniente por cortesía y entra sin esperar la respuesta. Retrepado en su silla, Lewis Warwick tiene un pie apoyado en la esquina del escritorio y las manos laxamente entrelazadas sobre el abdomen. Da la impresión de que medita o sueña despierto. A Izzy no le extrañaría que así fuera. Al verla aparecer, Warwick se endereza y vuelve a apoyar el pie en el suelo como corresponde.
—Isabelle Jaynes, la investigadora sin par. Bienvenida a mi guarida.
—Para servirte.
Izzy no le envidia el despacho, porque sabe que conlleva un sinfín de gilipolleces burocráticas, acompañadas de un aumento de sueldo tan insignificante que podría considerarse testimonial. Ella se contenta con su modesto cubículo en el piso de abajo, donde trabaja con otros siete inspectores, incluido su actual compañero, Tom Atta. Es la silla de Warwick lo que Izzy codicia. Reclinable y con un respaldo alto diseña do para el relax de la columna vertebral, es una silla que propicia la meditación.
—¿Qué puedo hacer por ti, Lewis?
Él coge un sobre de tamaño carta del escritorio y se lo entrega.
—Dime qué opinas de esto. Sin compromisos. Puedes tocar el sobre con total libertad. Lo ha manoseado todo el mundo, desde el cartero hasta Evelyn, la de abajo, y a saber quién más. Pero quizá haya que examinar las huellas de la nota. En parte según lo que tú digas.
El sobre va dirigido al INSPECTOR LOUIS WARWICK, EN COURT PLAZA, 19. Debajo de la ciudad, el estado y el código postal, en mayúsculas aún más grandes, se lee: ¡CONFIDENCIAL!
—¿Lo que yo diga? El jefe eres tú, jefe.
—No estoy escurriendo el bulto, es asunto mío, pero respeto tu opinión.
El sobre está abierto por un extremo. No figura remitente. Izzy despliega con cuidado la única hoja de papel que contiene, sosteniéndola por los bordes. El mensaje, redactado casi con toda seguridad con ordenador, está impreso.
Para: teniente Louis Warwick
De: Bill Wilson
Cc: jefa Alice Patmore
En mi opinión, debería añadirse un corolario a la fórmula de Blackstone. Creo que debería castigarse a INOCENTES por la MUERTE innecesaria de un inocente. ¿Habría que condenar a muerte a quienes han causado esa muerte? Diría que no, porque entonces esas personas desaparecerían y terminaría así su sufrimiento por lo que hicieron. Eso es cierto incluso si obraron con la mejor intención del mundo. Deben reflexionar sobre sus actos. Deben «maldecir el día». ¿Tiene eso sentido para usted? Para mí sí, y con eso basta.
Mataré a 13 inocentes y 1 culpable. De ese modo sufrirán quienes causaron la muerte del inocente. Esto es un acto de EXPIACIÓN.
BILL WILSON
—Uy —dice Izzy. Con el mismo cuidado que antes, dobla la nota y la introduce en el sobre—. Aquí alguien está como una regadera.
—Eso sin duda. He buscado en Google la fórmula de Blackstone. Dice…
—Ya sé lo que dice.
Warwick vuelve a apoyar el pie en el escritorio, y esta vez entrelaza las manos tras la nuca.
—Ilústrame.
—Es preferible que diez personas culpables escapen a que un solo inocente sufra.
Lewis mueve la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Ahora el doble desafío, donde hay más puntos en juego. ¿De qué hombre inocente podría estar hablando nuestro regadera?
—Puestos a adivinar, diría que es Alan Duffrey. Apuñalado el mes pasado en Big Stone. Murió en la enfermería. Luego Buckeye Brandon, el podcastero, lo proclamó a los cuatro vientos, el muy bocazas, y la noticia salió también en el diario. Tanto en un caso como en el otro se hablaba del individuo que se decidió a confesar que había inculpado falsamente a Duffrey.
—Cary Tolliver. Tenía cáncer… de páncreas, en fase avanzada…, y quería irse con la conciencia tranquila. Dijo que no era su intención que Duffrey muriera.
—Así que esta nota no es de Tolliver —dice Izzy.
—Difícilmente. Está ingresado en el Kiner Memorial, ya en las últimas.
—La confesión de Tolliver llegó un poco tarde, ¿no te parece? A burro muerto, la cebada al rabo.
—Puede que sí, puede que no —contesta Lewis—. Según Tolliver, envió su confesión en febrero, días después de diagnosticársele la enfermedad terminal. Nadie hizo nada. Luego, tras el asesinato de Duffrey, Tolliver acudió a Buckeye Brandon, alias el Bandido de las Ondas. Allen, el ayudante del fiscal, sostiene que todo eso son gilipolleces suyas para llamar la atención.
—¿Tú qué crees?
—Yo le veo cierta lógica a la versión de Tolliver. Según él, solo pretendía que a Duffrey le cayeran un par de años. Dijo que el verdadero castigo era que su nombre constara en el Registro.
Izzy lo entiende. De ese modo habrían prohibido a Duffrey residir en zonas de seguridad infantil o cerca: colegios, áreas de juego, parques públicos. Le habrían prohibido comunicarse por medio de mensajes de texto con menores, a excepción de sus hijos. Le habrían prohibido tener revistas pornográficas o el acceso a porno por internet. Habría estado obligado a informar al agente encargado de su supervisión de cualquier cambio de lugar de residencia. Figurar en el Registro Nacional de Delincuentes Sexuales era una condena a perpetuidad.
Si hubiera vivido, claro.
Lewis se inclina hacia delante.
—Dejando de lado la fórmula de Blackstone, que en realidad no tiene mucho sentido, o yo no se lo veo, ¿hay algún motivo para preocuparnos por ese Wilson? ¿Es una amenaza o una gilipollez? ¿Tú qué dices?
—¿Puedo pensármelo?
—Por supuesto. Pero más tarde. Quiero saber qué te dice el corazón ahora mismo. Lo que sea no saldrá de este despacho.
Izzy se detiene a reflexionar. Podría preguntar a Lew si la jefa Patmore ha expresado su opinión, pero ese no es el estilo de Izzy.
—Ese hombre está loco, pero no cita la Biblia ni Los protocolos de los sabios de Sion. Ni padece el síndrome del sombrero de papel de aluminio. Esto podría ser un despropósito. Si no lo es, hay motivos para preocuparse por él. Probablemente sea alguien cercano a Duffrey. Diría que su mujer o sus hijos, pero no tenía ni lo uno ni lo otro.
—Un solitario —dice Lewis—. Allen insistió mucho en eso durante el juicio.
Izzy y Tom conocen ambos a Doug Allen, uno de los ayudantes del fiscal del condado de Buckeye. El compañero de Izzy llama a Allen el Tragabolas, por un juego de mesa que les gusta a sus hijos. En otras palabras, es ambicioso. Lo que también induce a pensar que posiblemente Tolliver haya dicho la verdad. Los fiscales ambiciosos no ven con buenos ojos que se anulen condenas.
—Duffrey no estaba casado, pero ¿tenía pareja?
—No, y si era gay, seguía en el armario. En lo más hondo del armario. No hay rumores al respecto. Gerente de crédito del First Lake City Bank. Y estamos dando por sentado que este tipo se refiere a Duffrey, pero sin nombrarlo concretamente…
—Podría ser otra persona.
—Podría ser, pero no es probable —responde Lewis—. Quiero que tú y Atta habléis con Cary Tolliver, en el supuesto de que siga en el mundo de los vivos. Hablad con todos los conocidos de Duffrey, en el banco y en cualquier otro sitio. Hablad con el tío que defendió a Duffrey. Conseguid su lista de contactos conocidos. Si hizo bien su trabajo, estará al tanto de todas las personas con quienes Duffrey se relacionaba.
Izzy sonríe.
—Sospecho que querías una segunda opinión que confirmara lo que tú ya habías decidido.
—Concédete algún mérito. Quería la segunda opinión de Isabelle Jaynes, la investigadora sin par.
—Si lo que buscas es una investigadora sin par, deberías llamar a Holly Gibney. Puedo darte su número.
Lewis baja el pie al suelo.
—Aún no hemos caído tan bajo como para externalizar nuestras investigaciones. Dime qué piensas tú.
Izzy golpetea el sobre.
—Pienso que este tipo podría ir en serio. ¿«Debería castigarse a inocentes por la muerte innecesaria de un inocente»? Puede que eso tenga sentido para un chiflado, pero ¿para una persona en su sano juicio…? Lo dudo.
Lewis deja escapar un suspiro.
—Los verdaderamente peligrosos, los que están locos y al mismo tiempo no lo están, me provocan pesadillas. Timothy McVeigh mató a más de ciento cincuenta personas en el edificio Murrah y era un individuo totalmente racional. Describió a los niños que murieron en la guardería como daño colateral. ¿Quién hay más inocente que un grupo de críos?
—Crees que va en serio, pues.
—Quizá vaya en serio. Quiero que Atta y tú le dediquéis un tiempo. A ver si encontráis a alguien tan indignado por la muerte de Duffrey…
—O tan desolado.
—Claro, eso también. Buscad a alguien tan fuera de sí, por una razón o por otra, como para enviar esta amenaza.
—¿Por qué trece inocentes y un culpable, me pregunto? ¿Eso equivale a un total de catorce, o el culpable es uno de los trece?
Lewis niega con un gesto de la cabeza.
—Ni idea. Podría haberse sacado el número de la manga.
—Otro detalle sobre la carta —señala Izzy—. Sabes quién era Bill Wilson, ¿no?
—Me suena vagamente, pero ¿cómo no va a sonarme? Tal vez no sea un nombre tan corriente como Joe Smith o Dick Jones, pero tampoco es precisamente Zbigniew Brzezinski.
—El Bill Wilson en quien estoy pensando fue el fundador de Alcohólicos Anónimos. A lo mejor va a las reuniones de AA y está dándonos una pista en esa dirección.
—¿Como si quisiera ser detenido?
Izzy se encoge de hombros dando a entender: No tengo opinión.
—Enviaré la carta al laboratorio forense, aunque de poco va a servir. Dirán: ninguna huella, fuente informática, tipo de papel de impresora corriente.
—Mándame una foto.
—Eso puedo hacerlo.
Izzy se levanta para marcharse. Lewis pregunta:
—¿Te has apuntado ya al partido?
—¿Qué partido?
—No te hagas la tonta. Armas contra Mangueras. El mes que viene. Yo seré el capitán del equipo del Departamento de Policía.
—Ah, todavía no he encontrado el momento, jefe. —Ni tiene la menor intención de hacerlo.
—El Cuerpo de Bomberos ha ganado tres años consecutivos. Este año vamos a por la revancha, y más después de lo que pasó la última vez. Lo de la pierna rota de Crutchfield, ¿sabes?
—¿Quién es Crutchfield?
—Emil Crutchfield. Policía motorizado, que trabaja sobre todo en el lado este.
—Ah —dice Izzy, y piensa: Los hombres y sus jueguecitos.
—¿Tú no jugabas antes? ¿En aquella universidad donde estudiaste?
Izzy se ríe.
—Sí. Allá cuando los dinosaurios rondaban por la tierra.
—Deberías apuntarte. Piénsatelo.
—Me lo pensaré —contesta Izzy.
No tiene intención.
2
Holly Gibney levanta la cara hacia el sol.
—T. S. Eliot dijo que abril es el mes más cruel, pero a mí esto no me parece muy cruel.
—Poesía —dice Izzy con displicencia—. ¿Qué vas a comer?
—Tacos de pescado, creo.
—Siempre pides tacos de pescado.
—No siempre, pero casi. Soy un animal de costumbres.
—No me digas, Sherlock.
Pronto una de ellas se pondrá en pie y se incorporará a la cola frente al Fabuloso Puesto de Pescado de Frankie, pero de momento siguen sentadas tranquilamente a su mesa de pícnic, disfrutando del cálido sol.
Izzy y Holly no siempre han mantenido una relación especialmente cercana, pero eso cambió a raíz de su encuentro con un par de ancianos profesores universitarios, Rodney y Emily Harris. Los Harris estaban locos y eran muy peligrosos. Podría aducirse que Holly se llevó la peor parte, ya que se enfrentó a ellos cara a cara, pero fue la inspectora Isabelle Jaynes quien se vio obligada a informar a muchos de los seres queridos de las víctimas de los Harris. También tuvo que explicar a los seres queridos en cuestión qué habían hecho los Harris, y eso tampoco fue plato de buen gusto. Las dos mujeres conservaban las cicatrices, y cuando, pasado ya el interés de la prensa (tanto nacional como local), Izzy telefoneó a Holly para preguntarle si quería quedar a comer, Holly accedió.
«Quedar a comer» se convirtió en algo semirregular, y entre las dos se formó un cauto vínculo. Al principio, hablaban de los Harris, pero con el paso del tiempo eso fue a menos. Izzy empezó a hablar de su trabajo, Holly del suyo. Como Izzy era policía y Holly investigadora privada, tenían áreas de interés similares, aunque rara vez superpuestas.
Holly tampoco había renunciado por completo a la idea de atraer a Izzy al lado oscuro, y menos ahora que su socio, Pete Huntley, se había retirado y la había dejado sola al frente de Finders Keepers (con la ayuda esporádica de Jerome y Barbara Robinson). Al proponérselo a Izzy, recalcaba que Finders no aceptaba casos de divorcio.
«Espiar por el ojo de una cerradura, rastrear en las redes sociales. Mensajes de texto y teleobjetivos. Uf».
Cuando Holly planteaba la posibilidad, Izzy siempre decía que lo tendría en cuenta. Lo que significaba, pensaba Holly, que Iz cumpliría sus treinta años en el cuerpo de policía municipal y luego se retiraría a un apartamento en un edificio contiguo a un campo de golf en Arizona o Florida. Probable mente sola. Perdedora dos veces en la lotería del matrimonio, Izzy sostenía que no buscaba otro rollo, y menos de tipo conyugal. Según dijo a Holly durante una de sus comidas, ¿cómo iba a llegar a casa y hablarle a su marido de los restos humanos que habían encontrado en el frigorífico de los Harris?
«Por favor —la interrumpió Holly en esa ocasión—, no mientras intento comer».
Hoy han quedado a almorzar en el Dingley Park. Al igual que el Deerfield Park, al otro lado de la ciudad, el Dingley puede ser un entorno poco recomendable de noche («un puto mercado de droga», así lo define Izzy), pero durante el día es un lugar de lo más agradable, sobre todo con un tiempo como este. Ahora que el calor viene de camino, pueden comer en una de las mesas de pícnic, no muy lejos de los pinos que rodean la vieja pista de patinaje sobre hielo.
Holly se ha vacunado hasta las cejas, pero en Estados Unidos el covid sigue matando a una persona cada cuatro minutos, y ella no quiere correr riesgos. Pete Huntley aún padece las secuelas de su lucha contra el virus, y la madre de Holly murió a causa de eso. Así que ella mantiene la cautela: se pone la mascarilla en espacios cerrados y lleva un botellín de gel hidroalcohólico Purell en el bolso. Covid aparte, le gusta comer al aire libre cuando hace buen tiempo, como hoy, y espera con impaciencia esos tacos de pescado. Dos, con una ración extra de salsa tártara.
—¿Qué tal Jerome? —pregunta Izzy—. Vi que el libro sobre su bisabuelo el gángster entró en la lista de más vendidos.
—Solo durante un par de semanas —precisa Holly—, pero eso les permitirá poner «Best seller de The New York Times» cuando salga la edición en tapa blanda, lo que favorecerá las ventas. —Holly quiere a Jerome casi tanto como a su hermana Barbara—. Ahora que ha terminado la gira de promoción del libro se ha ofrecido a ayudarme en la agencia. Dice que es trabajo de investigación, que su próximo libro tratará de un «detective privado». —Expresa con una mueca lo mucho que le desagrada ese término.
—¿Y Barbara?
—Estudia en el Bell College, aquí en la ciudad. Literatura inglesa, claro. —Holly lo dice con lo que, a su juicio, es un orgullo justificado. Los dos hermanos Robinson son autores publicados. El libro de poemas de Barbara, por el que ganó nada menos que el premio Penley, salió hace un par de años.
—A tus chavales les va bien, pues.
Holly no pone ningún reparo a eso; aunque los señores Robinson están vivos y gozan de excelente salud, Barb y Jerome son en cierto modo «sus chavales». Los tres han vivido guerras juntos. Brady Hartsfield… Morris Bellamy… Chet Ondowsky… Los Harris. Vaya si fueron guerras.
Holly pregunta qué novedades hay en el mundo de la gente de azul. Izzy la mira pensativamente y al cabo de un momento dice:
—¿Puedo enseñarte una cosa en el teléfono?
—¿Es porno? —Izzy es una de las pocas personas con las que Holly bromea sin sentirse incómoda.
—Supongo que en cierto modo sí.
—Ahora me pica la curiosidad.
Izzy saca el teléfono.
—Lewis Warwick recibió esta carta. También la jefa Patmore. Échale una ojeada.
Entrega el teléfono a Holly, que lee la nota.
—Bill Wilson, ¿eh? ¿Sabes quién es?
—El fundador de AA. Lew me llamó a su despacho para conocer mi opinión. Le contesté que yo me andaría con cuidado. ¿Tú que crees, Holly?
—La fórmula de Blackstone. Que dice…
—Es preferible que diez culpables escapen a que un hombre inocente sufra. Blackstone era abogado. Lo sé porque en Bucknell elegí la especialidad de estudios jurídicos. ¿Piensas que este individuo podría dedicarse al derecho?
—Diría que no es una deducción acertada —responde Holly con relativa amabilidad—. Yo no he estudiado derecho en mi vida, y sin embargo lo sabía. Lo incluiría en la categoría de conocimiento medianamente común.
—Tú eres una esponja de información —señala Izzy—, pero lo acepto. Al principio, Lew Warwick pensó que tenía algo que ver con la Biblia.
Holly vuelve a leer la carta y dice:
—Me parece que el hombre que escribió esto podría ser creyente. En AA se insiste mucho en la figura de Dios: «Déjalo todo en manos de Dios», ese es uno de sus lemas. Está también la costumbre del alias, más eso de la expiación, que es un concepto muy católico.
—Eso reduce la lista a, digamos, medio millón de personas —comenta Izzy—. Una gran ayuda, Gibney.
—¿Podría estar esa persona indignada…, es un suponer…, por lo de Alan Duffrey?
Izzy bate palmas en un aplauso silencioso.
—Aunque no lo menciona concretamente… —señala Holly.
—Lo sé, lo sé, nuestro señor Wilson no menciona a nadie, pero parece lo más probable. Pedófilo asesinado en la cárcel, y luego resulta que quizá no era pedófilo. Los tiempos coinciden, más o menos. Te has ganado que te pague yo los tacos.
—Te tocaba a ti de todas formas —recuerda Holly—. Refréscame la memoria sobre el caso Duffrey. ¿Puedes?
—Claro. Pero prométeme que no me robarás el caso y descubrirás por tu cuenta quién es ese Bill Wilson.
—Prometido. —Holly lo dice sinceramente, pero siente interés. Esta clase de asuntos le despiertan una atracción innata, y eso la ha llevado a veces por extraños derroteros. El único problema de su trabajo cotidiano es que le exige sobre todo rellenar formularios y mantener conversaciones con fiadores, más que resolver misterios.
—Abreviando, Alan Duffrey era el gerente de crédito del First Lake City Bank, pero hasta 2022 fue solo un empleado del departamento de préstamos metido en su cubículo como cualquier otro. Es un banco muy grande.
—Sí —contesta Holly—. Lo sé. Es mi banco.
—También es el banco del Departamento de Policía, y de no pocas empresas locales, pero eso no viene al caso. Se jubiló el gerente de crédito y dos hombres competían por el puesto, que representaba un sustancioso aumento salarial. Alan Duffrey era uno de ellos. Cary Tolliver era el otro. Duffrey consiguió el cargo y Tolliver consiguió mandarlo a la cárcel por consumo de porno infantil.
—Una reacción un poco extrema —comenta Holly, y parece sorprenderse cuando Izzy rompe a reír—. ¿Qué? ¿Qué he dicho?
—Nada…, en fin, una salida de las tuyas, Holly. No diré que sea eso lo que me gusta de ti, pero puede que llegue a gustarme, con el tiempo.
Holly mantiene una expresión ceñuda.
Izzy, todavía sonriente, se inclina hacia delante.
—Hols, eres un prodigio de la deducción, pero creo que a veces pierdes de vista la verdadera esencia de la motivación criminal, en particular cuando se trata de delincuentes trastocados por la rabia, el resentimiento, la paranoia, la inseguridad, los celos, lo que sea. En lo que Cary Tolliver admite haber hecho hay un motivo económico, eso sin duda, pero estoy segura de que intervinieron también otras causas.
—Reconoció su culpa cuando Duffrey fue asesinado, ¿no? —dice Holly—. Acudió a ese podcastero que siempre anda buscando trapos sucios.
—Sostiene que admitió su culpa antes del asesinato de Duffrey. En febrero, tras recibir el diagnóstico de cáncer terminal. Envió una carta de confesión al ayudante del fiscal, y sostiene que el ayudante del fiscal se quedó de brazos cruzados. Así que al final se lo contó todo a Buckeye Brandon.
—Ese podría ser el motivo de la expiación.
—Esto no lo escribió él —asegura Izzy tocando la pantalla del teléfono con el dedo—. Cary Tolliver está muriéndose, y no le queda mucho. Tom y yo vamos a interrogarlo esta tarde. Así que mejor será que vaya a buscar nuestra comida.
—Para mí, ración extra de salsa tártara —dice Holly cuando Izzy se levanta.
—Holly, nunca cambias.
Holly alza la vista, una mujer menuda con el pelo cano y una parca sonrisa.
—Ese es mi superpoder.
3
Esa tarde, en la oficina, Holly rellena formularios de seguros. Comprende la inutilidad de odiar a las grandes compañías de seguros, pero desde luego las ha incluido en su Lista de Cacas, y detesta sus anuncios de televisión. Es difícil odiar a Flo, la mujer de Progressive Insurance —y no solo porque Jerome Robinson dijera una vez: «¡Se parece un poco a ti, Holly!»—, pero es fácil odiar a Doug y su ridículo emú Limu, y a Mayhem, el hombre de Allstate. Aborrece al pato de Aflac…, a este, gracias a Dios, ya lo han retirado, junto con el cavernícola de GEICO (aunque no puede descartarse que tanto el pato como el cavernícola vuelvan). Como investigadora que ha trabajado con peritos de muchas compañías, conoce su gran secreto: la diversión se acaba en cuanto se presenta una reclamación, en especial si es cuantiosa.
Esta tarde los formularios son de Global Insurance, cuyo engatusador televisivo es Buster, el Burro Parlante, con su molesta risa en forma de rebuzno. Buster, presente en todos los formularios, despliega una sonrisa (un tanto insolente) y le enseña su enorme dentadura. Holly detesta los formularios, pero le complace saber que en este caso el Burro Parlante de Global pronto no tendrá más remedio que reintegrar el valor de unas joyas sustraídas en un allanamiento de morada. Entre sesenta y setenta mil dólares, menos la franquicia. A no ser que ella localice las piedras preciosas desaparecidas, claro está.
—A ver, ¿quién va a bajarse ahora del burro? —dice Holly a su despacho vacío, y no puede contener la risa.
Suena el teléfono, no el de las llamadas profesionales sino el particular. Ve la cara de Barbara Robinson en la pantalla.
—Hola, Barbara, ¿cómo estás?
—¡Estupendamente! ¡Estoy estupendamente! —Y lo parece, rebosante de entusiasmo—. ¡Tengo una noticia magnífica!
—¿Ha entrado tu libro en la lista de más vendidos? —Esa sería en efecto una excelente noticia. El de su hermano subió hasta el puesto número once en la lista del Times. No llegó a colarse entre los diez primeros, pero no estuvo nada mal.
Barbara se echa a reír.
—Los libros de poesía, a excepción de los de Amanda Gorman, no entran en las clasificaciones. Tendré que conformarme con cuatro estrellas en Goodreads. —Se interrumpe—. Casi cuatro.
Holly opina que el libro de su amiga debería tener cinco estrellas en Goodreads. Ella desde luego lo calificó con cinco. Dos veces.
—¿Y cuál es la noticia, Barb?
—¡Esta mañana he sido la decimonovena oyente que ha llamado a K-POP y he conseguido dos entradas para el concierto de Sista Bessie! ¡Ni siquiera lo han anunciado todavía!
—No tengo muy claro si sé quién es —contesta Holly…, aunque casi lo sabe. Probablemente lo sabría si no tuviera la cabeza tan saturada por las preguntas de las aseguradoras, todas sutilmente sesgadas para favorecer a la compañía—. Recuerda que ya empiezo a tener una edad. Mi conocimiento y disfrute de la música popular prácticamente terminó con Hall & Oates. Siempre me gustó aquel rubio.
Además, tiene un interés nulo en el rap y el hip-hop. Piensa que tal vez le gustara esa música si tuviera el oído más joven y más fino (se le escapan muchas de las rimas) y si estuviera más en sintonía con las serenatas callejeras de los artistas a quienes escuchan Barbara y Jerome, personas con nombres exóticos como Pos’ Top, Lil Durk y —el preferido de Holly, aunque no entiende ni remotamente sobre qué rapea— YoungBoy Never Broke Again.
—Deberías saberlo, Holly; es de tus tiempos.
Ah, piensa Holly.
—¿Una cantante soul?
—¡Sí! Y góspel.
—Vale, ya lo sé —dice Holly—. ¿No tiene una versión de una canción de Al Green? ¿«Let’s Stay Together»?
—¡Sí! ¡Era una pasada! ¡Yo la canto en el karaoke! La canté en directo en el festival de primavera de mi último curso en el instituto.
—Yo me crie escuchando Q102 —dice Holly—. A muchos roqueros de Ohio como Devo y Chrissie Hynde y Michael Stanley, pero eran blancos. En Q no ponían mucha música negra, pero esa versión…, esa la recuerdo.
—¡Sista Bessie arranca la gira de su vuelta al escenario aquí! ¡En el auditorio Mingo! Dos conciertos, todas las entradas ya agotadas en los dos, pero yo tengo dos… ¡y pases entre bastidores! Ven conmigo, Holly, dime que vendrás, por favor. —En tono lisonjero, añade—: También canta un poco de góspel, y sé que eso te gusta.
A Holly sin duda le gusta. Es una gran fan de los Blind Boys of Alabama y de los Staple Singers, sobre todo de Mavis Staples, y, aunque apenas se acuerda de Sista Bessie, o de la mayor parte de la música de la última década del siglo XX, le encanta ese viejo soul sólido y sublime de la década de los sesenta, gente como Sam Cooke y Jackie Wilson. También Wilson Pickett. Una vez intentó ir a uno de los conciertos de The Wicked Pickett, pero su madre se lo prohibió. Y ahora que ha acudido a su memoria Mavis Staples…
—En los años ochenta se hacía llamar Little Sister Bessie. Por entonces yo escuchaba la WGRI. Una emisora pequeña de AM, que dejaba de emitir al anochecer. Ponía música góspel. —Pero Holly solo escuchaba la GRI cuando su madre no estaba en casa, porque muchos de esos grupos, como BeBe & CeCe Winans, eran negros—. Recuerdo a Little Sister Bessie cantando «Sit Down, Servant».
—Seguramente era ella antes de hacerse…, o sea, superfamosa. El único disco que grabó después de retirarse era todo góspel. Lord, Take My Hand. Mi madre lo pone mucho, pero a mí me gusta lo otro. Dime que vendrás conmigo, Holly. Por favor. Es el primerísimo concierto, y nos lo pasaremos genial.
El auditorio Mingo trae a Holly malos recuerdos, que guardan relación con un monstruo llamado Brady Hartsfield. Barbara estaba presente en aquella ocasión, pero no fue ella quien aporreó a Brady; de eso se encargó la propia Holly. Con malos recuerdos o sin ellos, es incapaz de negarle nada a Barbara. O a Jerome, si a eso vamos. Si Barb dijera que tiene dos entradas para ver a YoungBoy NBA, accedería. (Probablemente).
—¿Cuándo es?
—El mes que viene. El 31 de mayo. Tienes tiempo de sobra para despejar tu agenda.
—¿Es muy tarde? —Holly detesta trasnochar.
—¡No, nada tarde! —Barbara sigue rebosando entusiasmo, la desborda la felicidad, lo cual alegra el día a Holly en grado sumo—. Empieza a las siete; habrá terminado a las nueve, nueve y media, como mucho. Seguramente la propia Sista no quiere acostarse tarde. Ya es mayor, debe de rondar los sesenta y cinco.
Holly, que ya no considera los sesenta y cinco una edad muy avanzada, no hace ningún comentario.
—¿Vendrás?
—¿Te aprenderás «Sit Down, Servant» y me la cantarás?
—Sí. ¡Sí, dalo por hecho! Y tiene un grupo de soul magnífico. —Barbara baja la voz y, casi en un susurro, exclama—: ¡Algunos son de Muscle Shoals!
Holly no sabe ni remotamente qué es Muscle Shoals, pero no importa. Y quiere que Barbara se lo trabaje un poco más.
—¿También cantarás «Let’s Stay Together»?
—¡Sí! Si así consigo que vengas, la cantaré en el karaoke hasta no poder más.
—Pues vale. Quedamos en eso.
—¡Hurra! Pasaré a buscarte. Tengo un coche nuevo, que he comprado con el dinero del premio Penley. ¡Un Prius, como el tuyo!
Charlan un rato más. Barbara le cuenta que apenas ve a Jerome desde que él volvió de su gira. O bien anda ocupado con la investigación para el nuevo libro, o ronda por la oficina de Finders Keepers.
—Yo tampoco lo veo desde hace unos días —dice Holly—, y, cuando lo vi, se le notaba un poco depre.
Antes de cortar la llamada, Barbara (sin disimular su satisfacción) afirma:
—Más depre se quedará cuando se entere de que vamos a ver a Sista Bessie. ¡Gracias, Holly! ¡De verdad! ¡Nos lo vamos a pasar fenomenal!
—Eso espero —dice Holly. Añade—: No te olvides de que has prometido cantarme. Tienes una excelente vo…
Pero Barbara ya ha cortado.
4
Izzy y Tom Atta suben en ascensor a la cuarta planta del Kiner Memorial. Cuando salen, unas flechas en la pared les dan a elegir entre Cardiología (derecha) u Oncología (izquierda). Doblan a la izquierda. En el puesto de enfermeras enseñan sus placas y preguntan por la habitación de Cary Tolliver. Izzy advierte con interés el momentáneo amago de disgusto en el rostro de la enfermera de guardia: una contracción hacia abajo de las comisuras de los labios, que asoma y desaparece al instante.
—Está en la 419, pero seguramente lo encontrarán en el solárium, tomando el sol y leyendo una de sus novelas de misterio.
Tom no se anda con rodeos.
—Según he oído, el de páncreas es de los malos. ¿Cuánto tiempo cree que le queda?
La enfermera, una veterana que aún viste rayón blanco de la cabeza a los pies, se inclina hacia delante y habla en voz baja.
—Según su médico, es cuestión de semanas. Un par, supongo, quizá menos. Lo habrían mandado ya a casa de no ser porque lo cubre su seguro, que debe de ser mil veces mejor que el mío. Entrará en coma, y después buenos días, buenas tardes, buenas noches.
Izzy, conocedora de la arraigada inquina de Holly Gibney contra las compañías de seguros, dice:
—Me sorprende que el seguro no haya encontrado la manera de desentenderse. Es decir, inculpó falsamente a un hombre que luego acabó asesinado en la cárcel. ¿Lo sabía?
—Cómo no voy a saberlo —contesta la enfermera—. Alardea de lo mucho que lo siente. Ha venido a verle un pastor. ¡Lágrimas de cocodrilo, eso pienso yo!
—El fiscal desistió de procesarlo —dice Tom—. Según él, Tolliver tiene mucho cuento, así que él no carga con nada y la compañía de seguros carga con la factura.
La enfermera alza la vista al techo.
—Tiene mucho de algo, eso desde luego. Pasen primero por el solárium.
Mientras recorren el pasillo, Izzy piensa que, si hay una vida después de la muerte, puede que Alan Duffrey esté allí esperando al que en otro tiempo fue su colega, Cary Tolliver.
—Y tendrá unas palabras con él.
Tom la mira.
—¿Cómo?
—Nada.
No tengas miedo, de Stephen King, sigue aquí.