«TIM», de Ray Loriga
El narrador de esta historia despierta en una cama que no reconoce en una habitación que no siente propia. Está amaneciendo y no sabe dónde está, ni que le impide levantarse, le cuesta abrir los ojos e identificar los ruidos y las voces que llegan desde el exterior. En su duermevela, trata de engarzar un recuerdo con otro hasta componer un mosaico en el que solo una constante parece anclarlo a la realidad: la relación que le une a Elisa y Tim. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de «TIM» (Alfaguara, marzo de 2025), la nueva novela de Ray Loriga.
Por Ray Loriga

T
Debajo de la estantería, junto al escritorio, la luz apenas acaricia la figura de un salvaje zulú en miniatura que en su día fue fiero y hermoso, pero que ahora luce mortecino, triste y decepcionado. Su lanza roma, las plumas de su corona, ayer brillantes como llamas, apagadas hoy por culpa de la oscuridad y el polvo. La pequeña habitación está desordenada y sucia, sin duda por mi propio descuido, y si alguna vez, de niño, desperté rodeado de los más alegres regalos, como el salvaje emplumado, guerrero victorioso de la batalla de Isandlwana, el coche de bomberos, el zepelín plateado, la pelota de baloncesto anaranjada, la noria de hojalata, el Apolo XIII desmontable, la bailarina que vive en la caja de música con forma de piano diminuto, la raqueta Dunlop de madera mal abrigada por su tensor de cuerdas..., ahora, en cambio, al despertar, no veo sino siluetas cubiertas de un gris plomizo que encaja, como un sable en su vaina, con este pesado silencio que yo solo he construido.
¿Dónde están todos? Antes me despertaban sus voces, sus pasos, o dejaban ese trabajo a los pájaros. Ahora, ni los unos ni los otros se toman tantas molestias. O tal vez ya se han ido. Tampoco mi madre llama al desayuno, ni agita la mañana con irrenunciables premuras. Ni el colegio, ni el oficio, ni el juego o el baño me esperan. Pudiera ser que la habitación esté vacía, y que ésta no sea mi casa. Es más, si de veras me esfuerzo en despertar, es muy posible que no haya nada de lo mío alrededor, y que esta estancia no sea sino otra de esas habitaciones de hotel en las que tan a menudo me hospedo en mis viajes aquí y allá, en ciudades de costa o interior, en países muy lejanos o en pueblos desconocidos de mi propia patria. O, aún peor, pudiera ser que se trate, en realidad, de una miserable pensión o de un hospital o, peor todavía, de un manicomio o una celda. Sólo espero, mientras medito si merece la pena despertar, que no sea una tumba.
No lo es, por fortuna, y sin embargo no reconozco nada de la nueva habitación y apenas se parece a la que creía intuir en duermevela. Con los ojos ya bien abiertos (¿lo están o imagino que lo están?), sólo puedo confirmar que se trata de un dormitorio pequeño y extraño del todo para mí, tan forastero y a la vez tan normal como cualquier habitación ajena pueda serlo al despertar en ella por primera vez, y, tal y como había soñado, no muy limpio, pero vacío de todos mis juguetes, aunque no en absoluto silencio, como soñé, sino puntuado por los sonidos mecánicos del mundo: coches, trenes, aviones, ferris, chalupas, taladradoras, radiales, camiones de basura, bandas municipales, coros de iglesia, borrachos en feliz francachela y ruidoso transitar de garito en garito, gotear agónico de cisternas, desmelene de aspersores, el tamtam atronador de un concierto de tech house cercano y hasta relinchos de caballos. El sol entra tenue, eso al menos era cierto, y apenas roza un escritorio que sí existe, pero inútilmente, pues sobre él no hay nada. Ni un teléfono, ni un retrato en un marco de plata, ni una pluma, ni siquiera un florero. Sobre el suelo de madera veo una alfombra ovalada no muy grande, tejida a mano, y sobre la alfombra, como si temiera sacar las patas de su contorno, se cuadra un ciervo, inmóvil, que parece presentir un disparo o un atropello. Me doy perfecta cuenta de que aún no estoy del todo despierto, y mientras trato de recordar si la noche anterior escondí una escopeta junto a la cama, me tranquiliza comprobar que el pobre animal ya se ha ido. Tal vez por culpa de la dueña de la casa, que ahora, de pronto, reclama a gritos el precio del alquiler, porque es jueves y, según no sé qué contrato, los jueves se paga. Si tan sólo pudiera seguir durmiendo..., pero la urgencia de su demanda me recomienda lo contrario; al parecer nos van a echar a la calle (no sé exactamente a quiénes más) si no cumplimos de inmediato. Desconozco el alcance de la deuda e incluso me cuesta recordar cómo llegué hasta aquí y desde dónde. Y, por descontado, cuándo. Tampoco puedo calcular mi estatura, ni el perímetro de mi cintura o mi peso. Postrado e inerte, estas medidas se me escapan, como se le escapa a cualquier objeto su apariencia ante los ojos de nadie. Hasta el sonido de mi voz se me antoja una mera conjetura siempre o mientras permanezca en escrupuloso silencio.
Al otro lado de la puerta de mi dormitorio se intuye un pasillo, una escalera que baja hasta el primer piso y después, atravesando un humilde recibidor con una bandeja de latón para dejar las tarjetas de visita, un hombre ya vestido y desayunado se enfrentará, si es que puede, a un paisaje que empieza detrás de otra puerta, la principal, la de la calle. De las bisagras de esas puertas depende el mundo, la fiera que espera con paciencia, agazapada detrás de los ojos cerrados, que me empeño en no abrir todavía con las pocas fuerzas que me quedan. El mundo, es bien sabido, no es más que una emboscada. Más allá de la cama se alzan en lógica consecuencia cepos, murallas, abismos, alambres de espino y una altísima atalaya donde se arma el vigía, al cuidado de una fortaleza imaginaria, que de ninguna manera permitirá desafío alguno.
También pudiera ser que la estancia esté vacía y por la puerta de la calle no salga finalmente nadie. Pero una sensación inequívoca, apenas y sobre todo eso, no un latido, sino una mera sensación, me asegura que estoy aquí y estoy vivo, lo cual no deja de inquietarme pues, aún medio dormido, sé que es más que posible que no alcance a pagar el precio reclamado. En caso de no poder cubrir la deuda, quién sabe si grande, que la casera exige a gritos, lo mejor sería preparar con cuidado la fuga, esperar agazapado la noche, asegurarse de que no hay demasiada altura desde la ventana hasta la calle ni vigilancia en el parterre. Pero para eso habría que moverse, y aún no puedo. Todavía ignoro de qué seré capaz y qué no lograré si de veras consigo espabilarme del todo. Ni siquiera sé, siendo honesto, si una vez que esté por fin bien despierto conseguiré moverme, si mis piernas, que no siento, me han sido amputadas o si sólo están, como el resto de lo mío, dormidas. Por alguna razón que se me escapa, me intriga sobremanera el tamaño de mis orejas, quizá tan grandes como cuencos de sopa, esa clase de orejas que dan lugar a la inquina o la burla, o tan pequeñas que pudiesen resultar, bien al contrario, motivo de alabanza por su delicadeza. A decir verdad, no concibo mi aspecto en absoluto, ni el aspecto que otros pudieran preferir en mí. Se me antoja, aun aletargado, que, sin mostrarme ante nadie, a nadie podría inquietar o defraudar mi presencia, y tan amable sensación justifica con creces mi modorra. Sin embargo, medio dormido como estoy, también estoy medio despierto, ya medio fuera de esta cama, aunque aún no quiera, que es como decir que ya estoy casi dentro del mundo. Pero, y tal vez ésta es mi excusa, ¿cuál? El mundo tiene más de un aspecto. Está el que hemos conocido, pero también el que ignoramos, uno que, sin nuestra presencia, es, a pesar de todo. No basta con una pila de recuerdos para asegurar que uno conoce el mundo, ni siquiera para confirmar que se ha pertenecido a él.
Recuerdo a mi madre... ¿Es eso bastante para decir que he sido en el mundo? También recuerdo una piscina, una estantería, un continente y haber mirado hacia el cielo, o haber temido el fondo de un pozo. Una canción puede todavía animarme a un baile y el tacto de una superficie parecerme suave o áspero; un sabor, amargo; un golpe, contundente, y una sonrisa, desconcertante; las puertas que se cierran, frustrantes y al segundo protectoras. Si accedí a un afecto, ¿en verdad lo perseguía por necesidad o sólo temía su ausencia? Imposible saberlo sin viajar muy hacia atrás en la memoria. O muy hacia delante en la pesquisa.
Habría que levantarse de la cama, en cualquier caso, e indagar hasta encontrar el principio de este siniestro enredo, y, en cambio, algo que soy capaz de identificar como propio y relevante me aconseja no moverme todavía. ¿Quién me asegura que el individuo que salga de esta cama me sea útil? O que siquiera me agrade. Mejor quedarse quieto, por ahora. No tengas miedo, dice el imbécil. ¿Miedo a qué, perfecto bobo? ¡Como si fuera el miedo lo que me mantiene quieto! ¡O la desmemoria!
Mucho me temo que no sea así. Por desgracia, me resulta imposible olvidar tantas cosas (inútiles) de entre todo aquello que parece haber sucedido en mi presencia, y reconozco con dolor que no consigo olvidar ni por un instante al protagonista insidioso de cada capítulo intranscendente de mi memoria. ¡Cómo librarse del gran sabiondo petulante y su cháchara interminable! Menudo petimetre altanero estaba hecho, si incluso subía las escaleras volando por encima de los peldaños, de dos en dos, sin saber ni adónde iba. El mismo insignificante individuo que asomado por fin a la terraza pensaba que el viento estaba soplando precisamente para peinarle el flequillo. El rey de la fiesta se creía entonces, sin caer en la cuenta, tan mentecato como era, de que no le consideraban, todos aquellos risueños vividores, sino el bufón de la sala de baile (y hacían bien). De ahí lo sonoro de sus carcajadas y la lástima o el desprecio que mal escondían sus miradas y que él, en ese demencial ayer, borracho de vanidad, no era capaz de distinguir y, por si fuera poco, confundía con vítores y alabanzas. Sucede con cierta frecuencia que el objeto de una burla, en su tontuna, se ve a sí mismo como valioso centro de atención.
Y ahora, en este día en el que ya no hay máscara que cubra su deshilachada polca, no queda otra que aceptar el desastre y demorar el amanecer. Mirar a los ojos al tipejo que le trajo hasta aquí y hasta esta delicada postura, por qué no admitirlo, merecedora de compasión y decididamente fetal. Obsérvalo con cuidado si es que reúnes el coraje (pues ver un alma agazapada siempre quiebra el ánimo), más quieto que un besugo congelado, aferrado a la almohada como un moribundo a un crucifijo, temeroso incluso de soltarle la mano al último sueño, por miedo a que le alcance (a este sujeto sólo nuestro) alguno de los destinos que con tanta imprudencia como frivolidad ha construido. Prefiere el insensato que le sigan mordiendo el culo sus atroces pesadillas antes que abrir los ojitos al cegador sol del nuevo día. O quizá no es para tanto, y sencillamente esté demorando la obligación de volver a pasar revista, calzarse las botas y regresar a la batalla, la instrucción o, sin más, la marcha, o la plúmbea tarea, que con tanta sensatez pospone.
Dicen que cuando te encuentras un animal no demasiado grande en mitad de la carretera, pongamos un conejo o incluso un cervatillo, es más seguro sujetar fuerte el volante y acelerar que tratar de esquivarlo. Supongo que cervatillos, conejos y animales no demasiado grandes en general tienen otra opinión al respecto, pero dudo mucho de que lo hablen entre ellos. Aunque quién sabe de qué hablarán esas bestezuelas en el bosque, mientras esperan a que la luz de los faros de un coche en la noche más oscura las inmovilice para la foto final. Un golpe seco. El funcionario estampa entonces con tinta el sello que habrá de otorgarles el pasaporte definitivo hacia ninguna parte. ¿Apuntarán sus bajas de manera individualizada los conejos? ¿O se limitarán a comentar, resignados, «un conejo menos»?
Un segundo, espera, se escuchan nuevos gritos. Luego seguimos con esto.
¡Qué ruido tan endemoniado! ¡Menudo jaleo! ¿Quiénes son y de qué hablan?
Esta vez no se trata de la casera, es otro alboroto aún más confuso. Son otras también las protestas, y, por tanto, otras voces. Las quejas han cambiado de dirección y escucho malestares muy distintos y, a la postre, opuestos. Una nueva estirpe de bastardos alza sus soflamas al cielo. Justo ahora, cuando ya le estaba tomando aprecio a la despótica casera. Queda claro que por fin la bendita patrona se ha callado; se impone, por consiguiente, un turno de réplica.
Como era de esperar, los inquilinos también protestan, faltaría más.
Y se pisan unos a otros la palabra, de tantas demandas como tienen.
A saber: todo está sucio, no hay agua caliente, el desayuno es inapropiado para un hotel de cinco estrellas, el mar no se ve desde las estancias interiores. A este respecto, precisamente, oigo hablar a una jovencita de voz tan dulce como el aguaí: ¿Por qué, mi amor, nos han dado una habitación frente al parking y los contenedores de basura? ¿Y yo qué demonios sé?, contesta el desolado amante. ¿Por qué algunos nacemos sin suerte? He ahí otra pregunta tan puntual y apropiada como la otra. En la habitación contigua el problema es el parqué, que cruje, según entiendo, con un irritante chirriar como de termitas hambrientas bajo los pies de un grandullón enfurruñado y puede que ebrio, pues a esa protesta suma su descontento por no encontrar más botellitas de ginebra en su diminuto minibar. De cada una de las estancias de la casa me llegan en oleadas todos los disgustos y demandas imaginables, desde la falta de entretenimiento para los más pequeños hasta lo pesada que resultó la bullabesa de la cena de anoche. Tampoco parece adecuada la dimensión de la piscina, ni está a gusto de todos la localización de la pista de tenis, bajo un sol abrasador, tan alejada del frescor que proporcionarían de manera natural los hermosos árboles del bosque de eucaliptos. Por no hablar del tamaño de algunas de las suites, que no merecen tal nombre, según parece, o cuando menos no resultan, a juicio de estos llorones, lo que algunos esperarían en un hotel de esta categoría, y qué decir (sino maldades) del eficaz, sí, pero distante trato que ofrece el personal del hotel, en especial una insidiosa recepcionista más empeñada en hacer preguntas que en responderlas y que, por si fuera poco, se maneja mejor con el alemán que con el cristiano. ¡Acabáramos! Y cómo es que no hay paraguas, ni sombrillas para el caso, en la maldita recepción. Si aquí lo mismo llueve que hace un sofoco insoportable. ¿Y la decoración? Decadente y anticuada o, por el contrario, demasiado a la moda, tirando a escandinava y poco acogedora...
La murga de quejas se alarga creando un totum revolutum sin sentido, y las voces se entremezclan, se amalgaman, se enguachinan, hasta formar un coro advenedizo —mi propia molestia me dice que histérico e inarmónico— propio de huéspedes ingratos.
¿Acaso te sorprende?
Este hotel, si es que lo fuera, jamás podría resultar muy distinto a ningún otro lugar en el mundo, donde, como es bien sabido, nada encaja a la entera satisfacción de nadie, donde todo es insuficiente o excesivo, según las rigurosas demandas de sus huéspedes. Así, el mar estará demasiado lejos para disfrutarlo a gusto o demasiado cerca como para poder evitar que el ruido de las olas nos robe el sueño, o las voces de los niños jugando en la orilla o los graznidos constantes de las gaviotas turben el sagrado bienestar de la clientela. El viento ruge de poniente, o llueve, o no llueve y el viento es de levante y convierte la playa en un secadero de tabaco, o sopla el maldito cierzo, o la tramontana, o el siroco, o las noches tropicales empañan de húmedo vapor las copas de daiquiri. Y no hay nieve sobre la que esquiar, o por el contrario la nieve es perfecta, pero las largas colas en el telesilla te arruinan la experiencia, o no conseguimos ver tranquilos las putas pirámides de Guiza por culpa de la aglomeración de turistas y además no hay quien vaya a Venecia en ninguna época del año por culpa de la «gente», tanta y tanta y tantísima gente.
¿Sorprendido aún? Espabila, Segismundo, en ninguna pesadilla, en ninguna cárcel ni en ningún infierno vas a estar solo. Suéñate como prefieras, rey o reo, pero en ninguno de esos vanos anhelos estarás sin la obligada compañía y sin la melodía constante de sus lamentos.
Detente un instante (y aquí se impone una nueva demora), algo de lo que han dicho estos quejicas me interesa de pronto sobremanera. ¿Es posible que este extraño lugar en el que me encuentro sea en verdad un hotel de cinco estrellas? ¿Podré bajar entonces a desayunar y elegir entre el espléndido bufet mis platillos favoritos, y volver sin restricciones a por más café, fresas, panqueques, huevos con beicon, chilaquiles, pa amb oli, hummus, baba ganush y hasta cereales y ciruelas pasas de esas que marcan la regularidad del intestino con la marcialidad del paso de la oca (esencial para una vida armónica), y repetir una y otra vez mientras disfruto de un cigarrillo solo frente a la playa de La Concha, o el bosque de Chapultepec, o admirando el monte Fuji, o el cañón del Colorado, o el desierto del Gobi o el paisaje, en definitiva, que otros hayan elegido por mí? Nadie me molestará mucho entonces, si no es para atenderme puntual y, claro está, fríamente, como sólo se atiende a los extraños en tales circunstancias. Aunque por lo poco que intuyo desde la cama, aun sin ser capaz siquiera de volver la cabeza, no parece que sea el caso, y nada de la pequeña habitación que apenas me atrevo a imaginar me invita a concluir que esté hospedado en lugar tan gentil (a pesar de las protestas), ni que me acurruque con placidez en una de esas suites no tan grandes como debieran pero perfectamente confortables al fin y al cabo, sino, por el contrario, retenido, escondido o acorralado en una estancia mucho más lúgubre. Y hasta puede que todas esas iracundas protestas que hace un segundo me alarmaban con tanta nitidez no sean sino el eco de las miles de quejas mundanas escuchadas por doquier, durante tanto tiempo, y que ahora recupero en mi nebulosa circunstancia para evitar sufrir los lamentos de los verdaderos condenados que con toda probabilidad se amontonan a mi alrededor, como únicos camaradas en estas profundas mazmorras. También puede ser que esté exagerando y resulte final y felizmente que ésta (que tanto me angustia) no sea más que una estancia cualquiera en un lugar cualquiera, de la que tan fácil es entrar como salir, pero si ése fuera el caso, ¿quién me dice que el horror que tengo por seguro no aguarde ahí fuera, como un taimado vengador, a que mi debilidad de carácter me obligue a reincorporarme al mundo?
No debo dejar que eso suceda, lo sé; de lo que no estoy tan seguro es de cómo impedirlo. De niño, en ese largo nunca que nos separa de la vida adulta, sí creo haber tenido la fortaleza necesaria, pero, claro, quién puede volver a esa confortable antesala y tener la fuerza de antaño. Ése fue el tiempo de antes.
¿Antes de qué? Pues antes de que nadie te haya dicho aún lo que eres o no eres y, por consiguiente, qué se espera de ti. Esa clase de «antes» que defiende a capa y espada la condición de inocente frente a cualquier acusación.
¿Sabes lo que digo yo a eso?
¡Cuac, cuac! ¿Cuac, cuac...?
A modo de burla. Personalmente creo que nada de lo que dices tiene sentido, es más, pienso que no le acertarías a un ganso disecado a dos pasos de distancia ni con un trabuco.
¿Y por qué habría de hacerlo? Si recapacitas, verás que huyo de toda beligerancia.
Hazme un favor, viejo charlatán, aclárame esto un poco, si es que eres capaz.
Es bien sencillo: sin hacer nada, de poco se te puede culpar.
Si tan sólo pudiera (y sé bien que no es posible) alargar unos instantes este páramo que se extiende, en apariencia infinito, desde aquí hasta el día, evitando así el momento fatal en que alguien, quien sea, golpee en la puerta con los nudillos para avisar de la causa siguiente, o el despertador recuerde alguna obligación, o la lluvia, el frío, el sol, el escenario, la circunstancia o la tarea impongan un vestido concreto.
¿Cómo será el uniforme acorde a mi labor? Poco importa. Sea de pocero o de mariscal, no querré ponérmelo y me apretarán lo mismo las botas.
Algo me dice que la música que escucho mientras reina el silencio es la mismísima banda sonora del puto paraíso. Pero, cuidado, ¿serán todas las fuentes que escucho, vomitando agua desde la boca de mil tritones, imaginarias? ¿Habrá algo real en todo esto? Una vez más levantarse parece obligatorio, pero ¿y si el tiempo de lo real ya ha pasado?
Se imponía lo real ayer, pero ya es tarde (y tampoco nos sirvió de tanto). En cualquier caso, esta mañana, de cuyo verdadero aspecto lo ignoro casi todo, se me antoja distinta. O, al menos, amarrado de un brazo al sueño y del otro a la vigilia, así me lo parece. Aunque también cabe la posibilidad de que sólo pretenda una vez más concebirlo todo a mi capricho. Ése es también buen motivo de inquietud, la severa espada que, sujeta por la empuñadura de la más vaga esperanza, blande en cambio el metal afilado del desastre.
Una idea (y esto no debería dudarlo) se me repite con la contundencia de un taladro neumático que estuviera intentando llegar hasta el fondo mismo de mi alma, recordándome con insistencia no muy sensata que lo real jamás tendría que haber sucedido. En su corazón alberga aún la más tenaz de las disposiciones, o eso quiere imaginarse.
Entonces, ¿qué te detiene?
Pues no sabría decirle, puede que la tormenta.
Ah, en ese caso, déjeme que le explique: se ha convertido usted con el tiempo en un perfecto pusilánime, amigo mío. Lo cual no deja de ser un cambio notable.
Recuerdo que en otros tiempos... Sí, sí, lo sabemos todos y usted el primero, en otros tiempos ataba longanizas con lazos de seda, tocaba la trompeta debajo del agua, cortaba amapolas con catana, presumía sin razón por cualquier tontería, se movía, entre gruñón y ufano, por el campanario como el jorobado de Notre Dame, vivía de fantasías (por resumir), pero siempre muy dispuesto. En los aviones, por poner un ejemplo, apenas se alcanzaba la altura reglamentaria y se establecía la velocidad de crucero, le faltaba tiempo para molestar a la azafata suplicándole un whisky y correr luego al baño, tras apenas dos o tres sorbos apresurados, a rematar la faena con generosas dosis de cocaína, que fiel a su estúpida estrategia escondía siempre en clínex arrugados, fingiendo constantes catarros. ¿En qué estarías pensando, Quasimodo? Pero todo había empezado en realidad mucho antes, a poco que uno se pare a pensarlo. Fue la mañana de un jueves cualquiera (por buscarle una fecha señalada) en que decidió sustituir el miedo natural de la infancia por un coraje inventado. Bueno, en mi descargo he de decir que justo eso y ninguna otra cosa es lo que se le pedía a la construcción de un muchacho. Los grumetes sabían desde un principio que sus deseos serían sepultados bajo las aspiraciones de sus contramaestres y capitanes, y al trepar por las jarcias muertas no perseguían sino el cenit de su obediencia y buena disposición, y hasta en el fragor de la batalla pertenecían, los grumetes, a un coraje asimilado. El hombre decide al niño, y así ha sido siempre, esperar lo contrario sería de necios.
No tengo más remedio que reconocer, en cambio, que el resto de la larga lista de infamias fue cosa mía y hasta puede ser que este lugar, esta habitación en la que aún no me atrevo a alborear del todo, no sea sino la consecuencia directa de cada una de mis atolondradas decisiones. No va uno a galeras por nada, y jamás son injustificados (y menos aún injustos) los azotes, ni se llega a merecer la docena por naderías. Y, sin embargo, no es el arrepentimiento lo que me mantiene inmóvil, tan quieto como el animal de mi más reciente sueño, a punto de ser atropellado por un camión de mercancías. No soy esa clase de cobarde. Es otra cosa, otra causa y, por ende, otra la razón de la pausa. En eso al menos espero no confundirme. Intrépido creo que sí fui. ¿No abandoné todas las risas de la casa con un afán tan sólido que sólo podría llamarse voluntad? A cuento de qué lamentarme o tiritar ahora. O empecinarme contra toda evidencia de lo contrario en distinguirme como pusilánime. ¿No demostré una y mil veces una osadía rayana en la insensatez?
En la sala del consejo se hablaba de esto a menudo, poderosos y miserables venían siempre a protestar por lo mismo, desgarrados por la distancia insalvable que se extendía entre sus anhelos y su circunstancia.
Se le dieron mil vueltas al asunto y, a pesar de que aquéllas eran las mentes más laureadas de su tiempo, no se logró nunca llegar no ya a una solución, sino a vislumbrar siquiera un triste paliativo.
¿Cómo pretender entonces que un hombre solo, más confundido que brillante, se enfrente a tan mayúsculo desafío?
No espero respuesta y, además, una pregunta muy distinta me parece ahora mismo más urgente: ¿estará este hotel, o cárcel, tanatorio, camarote o lo que sea cerca de la casa de empeños?
Ahí es donde yo quería ir desde un principio. Donde debo ir, en realidad, mal que me duela. ¿Y por qué? Como es lógico, para tratar de recuperar algo que dejé allí hace mucho tiempo, tanto que ni siquiera recuerdo qué demonios pueda ser. Pero, y este «pero» se impone a cualquier otra razón, mantengo muy viva (tal vez casi lo único que salta aún dentro de mí) la intuición de que debe de ser algo que, aun abandonado en su día por vulgar apremio, me resulta ahora terriblemente necesario.
No pienso entrar en este momento a dar explicaciones de por qué estoy tan seguro de echar tanto en falta aquello que no recuerdo, por mucho que se contraríe nadie.
Conozco bien la curiosidad que sienten algunos por asuntos que se alejan de manera considerable de su incumbencia, o su verdadero interés, sólo por pasar un rato, por así decirlo, de vacaciones en la exótica isla de los problemas de los demás. Por eso precisamente me niego con rotundidad a dar explicaciones de menesteres que a nadie más que a mí me conciernen.
No, por favor, de ninguna manera, déjeme sin más que me acerque a la casa de empeños, que tampoco es tanto pedir. No pretendo otra cosa que recuperar algo que creo me perteneció. Y sí, ya que lo pregunta, perdí el recibo, pero supongo que el dueño del miserable negocio me recordará, como yo le recuerdo a él, con la misma claridad que si el canje se hubiera producido ayer y no hace mil años. La mirada despectiva, el rostro enjuto y desconfiado, las gafas sucias con la intención de robarle valor a cada prenda, a cada joya, a cada empeño. La sonrisa falsamente honesta y hasta los rayados horizontales de los puños de su camisa, en contraposición a las rayas verticales de sus mangas, su raído chaleco de lana, todos y cada uno de los más ínfimos detalles de su apariencia de perfecto usurero me vienen a la memoria sin esfuerzo alguno. Que esto no se corresponda en absoluto con el hecho de que haya olvidado por completo el objeto empeñado sólo demuestra que soy víctima de un bloqueo mental de carácter traumático. Y ése es el motivo, sin duda, por el que me duele tanto pensar en lo perdido como tratar de reunir fuerzas suficientes para recuperarlo.
Una cosa queda sin embargo, o al menos eso espero, aclarada en todo este asunto: si lo empeñé, es que algún día fue mío.