«Un futuro prometedor» (Los años gloriosos 3), de Pierre Lemaitre
Iniciado hace más de diez años con «Nos vemos allá arriba» (Premio Goncourt 2013), el monumental proyecto de Pierre Lemaitre de ofrecer una historia subjetiva, incuestionable y sobre todo gozosa del siglo XX, que no ha cesado de sumar lectores y elogios de la crítica, prosigue con «Un futuro prometedor» (Salamandra, marzo de 2025), un relato lleno de giros, misterio, tensión, espías y amor en el contexto de la Guerra Fría. A continuación, LENGUA publica las primeras páginas de la tercera entrega de la saga familiar sobre el clan Pelletier, un auténtico homenaje a la novela de acción con la amenaza nuclear como telón de fondo, un retrato literario de una época tan turbulenta como fascinante.
Por Pierre Lemaitre

19 de abril de 1959
1
No se me ocurre otra explicación...
Colette observaba la granja con detenimiento, como si la acechara un peligro que no identificaba. Lo tenía delante, lo sabía, pero miró inquieta hacia un lado y aguzó el oído. En el campo, sólo se oía el zumbido de las moscas y el murmullo intermitente de las hojas de los castaños. Lo más ruidoso era su corazón; a punto de estallar, le latía en las sienes. De pronto, se estremeció. El perro debía de haberla olido porque había empezado a ladrar con furia. Esa mala bestia, del tamaño de un ternero, se escapaba constantemente y atacaba sin motivo, y ya había mordido a más de uno. Desde la visita de los gendarmes, Macagne lo ataba durante el día. Era el único que se le podía acercar.
Y Joseph.
El gato de Colette y aquel perro se odiaban. Joseph cruzaba el campo, desafiándolo, y se instalaba en la primera rama del tilo, casi hasta donde daba la cadena. El perro se volvía loco. Luego Joseph procedía a asearse sonriendo y sin dejar de mirarlo fijamente. Colette había visto esa escena muchas veces.
Pero ahora quien debía preocuparse por la longitud de la cadena era ella.
La granja era un edificio alargado con el granero arriba y un patio grande y polvoriento delante que, en cuanto terminaba la estación seca, se embarraba con el primer chaparrón. A la izquierda tenía un garaje para la maquinaria (básicamente, un tractor, un Renault D22 modelo R-7052, de un rojo todavía flamante, porque sólo llevaba allí un mes); y a la derecha, un conjunto heterogéneo de talleres y cobertizos donde Macagne guardaba sus herramientas.
Y sus productos.
Con cautela, Colette retiró la paja que ocultaba el agujero que había abierto en la alambrada que daba a la parte de atrás de la casa, convencida de que por allí podría entrar en la propiedad sin ser vista.
La primera vez, había intentado levantar la valla para pasar por debajo, pero, aunque era alta para sus diez años, no tenía bastante fuerza. Al día siguiente, con la cizalla de su abuelo, tampoco le había resultado fácil, pero al final había logrado cortar un trozo suficientemente grande de malla metálica para pasar sin desgarrarse la ropa.
Colette se quedó quieta.
El perro se calló.
Le entraron ganas de salir corriendo, pero esperó. El corazón le palpitaba con fuerza y le costaba respirar. Se le nubló la vista; todo daba vueltas a su alrededor. Tuvo que apoyarse en la verja. El frío y la solidez de la valla la calmaron.
El paisaje se estabilizó.
Volvieron lo ladridos.
Colette se decidió.
Respiró hondo una vez más, se tumbó boca arriba en el suelo, pasó los pies por la abertura, se arrastró sobre la espalda y se levantó al otro lado.
Había elegido ese momento del domingo porque sabía que Macagne no volvería hasta el anochecer: con la excusa de jugar al 421, se quedaba empinando el codo en el bar de la plaza con su compinche Daniel. Pero ella debía estar de vuelta en casa antes de que advirtieran su ausencia, y su madre tenía una intuición terrible para esas cosas.
Sacó el cuchillo de cocina que sujetaba dentro del bolsillo y avanzó con sigilo por el sendero en dirección al cobertizo.
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— Loulou, ¿has visto mi cuchillo de cocina, el del mango negro?
Angèle no oyó la respuesta: sus cuatro nietos se movían a su alrededor gritando y blandiendo las cucharas.
En realidad, sólo tres, porque Philippe seguía en su taburete, mirando a sus primos con superioridad, como si los contemplara desde un pedestal.
—¿No vienes a tomarte el chocolate, cariño? — le preguntó su abuela.
— No — respondió el niño con soberbia —, mamá no me deja.
Mamá no quería que se ensuciara y se manchara la ropa. Aunque el pequeño se mostraba orgullosamente conforme con esa prohibición, Angèle sabía que la respetaba a regañadientes. Se cruzaba de brazos en señal de rechazo, pero no dejaba de mirar a Annie, un año más pequeña. De no ser por el mandato de su madre, se habría lanzado a rebañar el fondo de la cacerola con su prima, que le parecía guapísima incluso con los labios embadurnados de chocolate.
— Bueno, vamos a elegir las habitaciones para este verano — dijo Angèle.
Gritos de alegría.
Sabiendo cuánto les gustaba a sus nietos aquel ritual, Angèle lo repetía tres veces al año. Al volver de las vacaciones, se elegían las habitaciones para las Navidades; a principios de año, para Semana Santa; y en abril, se repartían los dormitorios para el verano. El resultado de esas duras negociaciones carecía de importancia. Al llegar la noche, cambiaban los cuartos unos con otros creyendo que su abuela no se enteraba.
Todos corrieron hacia la escalera, salvo Philippe, que cruzó las piernas: su decisión de no participar parecía un desafío, pero el deseo de seguir a Annie fue más fuerte que él. Suspiró y, por fin, se puso en pie cuan largo era (estaba muy alto para su edad).
En el piso de arriba, con Martine en los brazos, Angèle abrió la primera puerta.
—¿Qué te parece esta, Annie?
—¡No, ya la tuve la última vez!
Se le trababa un poco la lengua, lo que no impedía que fuera charlatana.
—¿Puedo dormir en la misma habitación que mi hermano? — preguntó Martine.
— Aquí es como en la escuela — decretó Angèle —. Las chicas con las chicas y los chicos con los chicos.
— Es que dormir en ésta me da miedo... — protestó la niña apretando contra ella su muñeco de peluche, del que nunca se separaba.
— Bueno, entonces vamos a ver la siguiente.
Al pasar junto a la ventana, Angèle miró fuera con inquietud. Consciente de que Colette odiaba aquel ritual, no le extrañaba que se hubiera escapado para ahorrárselo. «Claro, es la mayor, lo encuentra pueril».
¿Cuánto hacía que había desaparecido? Angèle escrutaba la parte visible del parque, pero no veía a su nieta. Intentaba recordar la última vez que la había visto. De pronto Joseph se subió de un salto al alféizar y, con gesto nervioso, se puso a mirar también por la ventana.
Era un gato patilargo y con una oreja cortada que, en teoría, pertenecía a toda la familia Pelletier. Había vivido en casa de Hélène y en casa de François, pero al final se había quedado con Colette. Aquellos dos se adoraban.
Detrás de ella, los niños se impacientaban. Angèle reanudó su marcha por el pasillo. Joseph se quedó observando el parque.
— Entonces, ¿para quién va a ser la habitación azul?
Philippe seguía a los demás con desinterés. No participaba en el reparto de habitaciones, porque, a sus siete años, continuaba durmiendo con su madre.
— Ahora ya podría dormir solo, es mayor... — se aventuraba a decir de vez en cuando Angèle, preocupada por la situación.
Geneviève desechaba el argumento con un gesto de la mano.
—¡No sería capaz, lo conozco! ¡Además, ya sabe que los aries necesitamos nuestras rutinas!
Dado que Philippe no había dejado la cama de su madre desde que había nacido, la vida de pareja de sus padres era todo un misterio. ¿Cómo se las arreglaban? ¿Y cuándo? Las hipótesis que podrían barajarse no encajaban con la idea que uno tenía de Jean, de Geneviève y de ellos dos juntos. En realidad, para ceder el sitio a su hijo, Jean se había exiliado a una habitación al fondo del pasillo. Hacía siglos que Geneviève y él no tenían relaciones, quizá la última vez se remontaba a su viaje de novios.
—¿Tú sabes dónde está Colette? — le preguntó Angèle a Louis mientras bajaba la escalera precedida por los niños, que seguían peleándose por las habitaciones.
Louis salía de la cocina con tres botellas.
—¿No está contigo? — contestó distraídamente.
Siguió su camino al salón, donde las conversaciones se animaban.
Allí encontró a sus tres hijos: Jean, el mayor (al que también llamaban «el Gordito» porque de pequeño tenía un poco de sobrepeso, lo que no había cambiado con los años), y su mujer, Geneviève, repantigada en un sillón con una copa de oporto en la mano; un poco más allá, encendiendo un cigarrillo tras otro con la brasa del anterior, estaba François; y cerca de él, Hélène, que apenas había entrado en el cuarto mes de embarazo pero parecía a punto de parir.
Un futuro prometedor (Los años gloriosos 3), de Pierre Lemaitre, sigue aquí.