Enemigos íntimos

Guido Braslavsky

Fragmento

INTRODUCCIÓN

El domingo 1º de abril de 2007, policías estadounidenses golpearon a la puerta de una bonita casa de dos plantas en The Plains, Virginia, un apacible y bucólico poblado de doscientos vecinos enclavado en una zona rural, 80 kilómetros al oeste de Washington. Es probable que el caniche del matrimonio argentino dueño de casa, haya ladrado mientras los policías se llevaban detenido al hombre de 59 años, sobre el que pesaba un pedido de extradición de la Justicia argentina. Un mes y medio después, vestido con un mameluco verde oscuro en cuya espalda llevaba estampado en grandes letras blancas su condición de “Prisoner”, el hombre compareció ante la Corte Federal de Alexandria, Virginia, acusado de haber falseado su solicitud de visa en Buenos Aires, al ocultar que había estado arrestado en 1987.

Se trataba de Ernesto Guillermo Barreiro, alias “Nabo”, el ex mayor del Ejército cuya negativa a presentarse en la Justicia había detonado la crisis militar de la Semana Santa de 1987, durante el gobierno de Raúl Alfonsín. Barreiro había sido destinado desde principios de 1976 al Sector de Operaciones Especiales del Destacamento de Inteligencia 141, en Córdoba. Sobrevivientes de La Perla lo sindicaban como el jefe de los torturadores en ese centro clandestino y estaba acusado de decenas de casos de torturas, desapariciones y asesinatos. En 2004 había huido del país poco antes de que se le dictara una orden de captura. Se instaló con su esposa Ana Delia Maggi en The Plains, donde abrió primero en su casa un negocio de arte y artesanías, y más adelante un local en el centro comercial del pueblo, Pampa’s Corner, de venta de artículos de cuero argentinos y souvenirs con motivos de tango.

El 30 de octubre, tras pasar seis meses en prisión por fraude migratorio, Barreiro fue deportado desde los Estados Unidos. Un año después seguía preso en Campo de Mayo, en la unidad 34 que aloja a tres decenas de procesados y condenados por delitos de lesa humanidad, entre ellos al ex dictador Jorge Rafael Videla.

Para la época de su regreso forzado al país, habían pasado dos décadas desde aquella Semana Santa. El mayor que se había declarado en rebeldía, y ocultado en el Regimiento 14 de Infantería Aerotransportada de Córdoba, con complicidad de sus superiores, mientras Aldo Rico y los carapintada se sublevaban en Campo de Mayo exigiendo una “solución política” a los juicios por la represión ilegal, ya no tenía camaradas que, como en aquella oportunidad, lo defendieran y se defendieran. Porque, como se le atribuyó haber dicho a Barreiro en 1977, “sólo estarán limpios los nuevos subtenientes que salgan el año próximo del Colegio Militar”.

Veinte años transcurridos habían producido un abismo. Los militares habían perdido poder político, asumían su rol profesional en democracia y el recambio generacional los alejaba del compromiso con el pasado de quienes habían actuado en la dictadura, aun cuando hubiesen sido educados en la justificación de la “lucha antisubversiva”.

Este libro pretende narrar el proceso que se inició en mayo de 2003 con la llegada a la presidencia de Néstor Kirchner, un ignoto gobernador patagónico de óptima relación con las Fuerzas Armadas en su provincia, que fuera de la mayoría de las previsiones, arrancó su mandato con una purga de mandos sin precedentes, impulsó la reapertura de las causas judiciales por la represión ilegal y abrió un período de fuerte confrontación con los militares, reivindicando al mismo tiempo a la generación militante de los setenta. Un nuevo vuelco, sorpresivo, en la Argentina pendular, la de los juicios a las juntas militares pero también la de los indultos. En la que, hacia 2002, todo parecía indicar que la Corte Suprema se encaminaba a clausurar definitivamente la revisión del pasado con un fallo favorable a las leyes del perdón a los militares.

Éste es un libro situado a mitad de camino entre la historia reciente y el periodismo cotidiano. Habla sobre cosas que todavía están en progresión. No es un libro sobre los setenta, aunque en algunos pasajes vuelva sobre aquellos años para contextualizar hechos más cercanos en el tiempo.

Hace dos años, Isidoro Gilbert me propuso que encarara este trabajo. El proyecto inicial era abordar el fenómeno de los grupos procesistas, de la “familia militar” y de familiares de víctimas de las organizaciones armadas revolucionarias, que se oponían activamente a la política de derechos humanos, a los juicios y a la interpretación presidencial sobre la violencia de los setenta. Eran “los otros” de un escenario político copado por Kirchner, un presidente que se hallaba en la cúspide del proceso de acumulación de poder, en niveles con pocos precedentes.

Sin embargo, el proyecto se amplió necesariamente. La confrontación de Kirchner hacia las Fuerzas Armadas excedía a esos grupos minoritarios y con poca incidencia entre los militares en actividad. La conflictiva relación de Kirchner con los militares tenía muchos episodios que merecían ser profundizados y que marcaron el período, con fuertes cimbronazos internos por la decisión de Kirchner de bajar los cuadros de Videla y Bignone del Colegio Militar, y de exigir a la Armada la cesión de la ESMA para convertirla en un “museo de la memoria”.

Había además preguntas sobre Kirchner, el primer presidente desde 1983 que se reivindicaba parte de la generación militante de los setenta “diezmada” por la dictadura. Sin antecedentes conocidos en materia de derechos humanos, había que remontarse a su militancia universitaria en La Plata para encontrar algún punto de confluencia con su nuevo discurso y sus acciones.

Al final del libro aparecen listados aquellos entrevistados que accedieron a ser mencionados como fuentes de este trabajo. Vale aclarar que sólo deben atribuírseles los testimonios que están explicitados como tales. Otras tantas personas accedieron a hablar a condición de permanecer en el anonimato, la mayoría por ser militares aún en actividad, funcionarios o ex funcionarios del Gobierno. Su deseo fue respetado como un principio elemental.

Una dificultad parar avanzar en un mayor conocimiento de los hechos que se narran fue justamente que muchos personajes clave de este relato seguían o aún siguen en funciones. Cuando se indaga en episodios del pasado, generalmente a mayor distancia en el tiempo con los hechos se acrecienta el interés de los involucrados por brindar su testimonio, sea por la motivación de toda fuente en moldear la memoria de los hechos según su propio punto de vista, o también por la conciencia de un compromiso con la historia en la que fueron protagonistas. En este relato de episodios del pasado reciente, y aún contemporáneos, los intereses se ven más afectados y condicionados por las necesidades del presente político. Todo esto significó un atractivo adicional en el desafío de contar una historia que aún se sigue escribiendo.

Buenos Aires, julio de 2009

1

EL DESAFÍO

—¡Bendini lacayo! ¡Bendini traidor!

Los insultos contra el jefe del Ejército se colaban entre los discursos de la tarde del 24 de mayo de 2006, mientras el sol suave del otoño se escurría detrás de los edificios de Retiro. El acto había sido convocado a las cinco y media de la tarde y los asistentes habían llegado con puntualidad militar a la parte baja de la Plaza San Martín, delante del cenotafio que rinde homenaje a los muertos en la guerra de Malvinas. Media hora después, más de tres mil personas iban a protagonizar la mayor demostración contra la política de derechos humanos del gobierno de Néstor Kirchner, que al día siguiente se aprestaba a celebrar sus tres años de gestión con una concentración multitudinaria en la Plaza de Mayo.

El Gobierno estaba atento a lo que ocurría en ese acto, organizado por la llamada Comisión Permanente de Homenaje a los Muertos por la Subversión para recordar a los militares, policías y civiles muertos por la guerrilla en la década de 1970. La inquietud estaba centrada en la anunciada presencia de militares vestidos de uniforme, lo que implicaba un gesto de abierto desafío. En los días previos había circulado generosamente en el ambiente castrense la noticia de que oficiales jóvenes en actividad iban a adoptar esa actitud. ¿Podía encenderse esa tarde la chispa que hiciera correr entre los cuadros en actividad el malestar por los procesos judiciales en marcha?

El jefe del Ejército, Roberto Bendini, seguía los acontecimientos desde su despacho y había encomendado al secretario general de la fuerza, el coronel Roberto Fonseca, y al jefe de Inteligencia, el general Osvaldo Montero, que lo tuvieran informado. Bendini había hechos sondeos entre sus generales y jefes de unidades y confiaba en que las cosas no se le escaparían de las manos. Y había decidido castigar a los que se atrevieran a cruzar la raya.

En la Plaza, los organizadores instalaron delante del cenotafio un equipo de sonido con parlantes y un micrófono, y hacia las seis de la tarde podía anticiparse que la convocatoria era importante. El primer uniforme que pudo distinguirse fue el de un vicecomodoro que recién salía de su oficina en el Edificio Cóndor. Tenía un familiar muy cercano muerto en los setenta; incómodo pero queriendo darle a su presencia un tinte de naturalidad, sostuvo que no veía nada de malo en participar de un homenaje. Su uniforme azul pronto quedó disimulado entre centenares de personas de civil. La mayoría eran hombres mayores, llegados en grupos o con sus esposas, y era fácil darse cuenta de que se trataba de militares retirados. Había varias promociones de suboficiales e infantes de Marina retirados, abogados de militares procesados y como se señalaría después, algunos acusados por violaciones a los derechos humanos.

La escena se completó con el arribo de los uniformados, que concitaron toda la atención. Cinco oficiales jóvenes se pararon como si estuviesen en formación, en primera fila delante de los oradores. Un grupo más nutrido de retirados, también con sus uniformes reglamentarios del Ejército, se ubicó detrás del micrófono y de espaldas al cenotafio. Podía palparse una atmósfera de tensión y desconfianza mientras fotógrafos y periodistas hacían su trabajo, al igual que un grupo de espías de la Secretaría de Inteligencia (SIDE).

En el primer círculo de gente, con algunos de sus siete hijos, se ubicaron Cecilia Pando y su esposo, el mayor del Ejército Pedro Rafael Mercado, pasado a retiro obligatorio el verano anterior por la actividad política de su mujer. Pando, de 37 años, extrovertida y polémica, era la cara más conocida públicamente de esos sectores, si bien no había participado de la organización del acto. Se había convertido en referente de esos grupos el año anterior, cuando en una carta al diario La Nación salió en defensa del obispo castrense, Antonio Baseotto, separado de su cargo por el Gobierno tras una polémica con el ministro de Salud en torno a la despenalización del aborto y la distribución pública de preservativos. Pando llevaba una remera de la agrupación defensora de los “presos políticos”, que presidía. Así denominaban a los militares y policías procesados por violaciones a los derechos humanos durante la dictadura.

“De nuestro lado también hubo muertos y nadie los recuerda”, sostuvo Pando frente a micrófonos y grabadoras, mientras su esposo, que también concurrió de uniforme, la escuchaba a un lado en silencio y era blanco de los flashes, en la que fue su primera aparición pública luego del sonado episodio de su apartamiento forzado del Ejército. “Este Gobierno está destruyendo a las Fuerzas Armadas. Odia todo lo que tenga uniforme”, continuó Pando, marcando el tono que iba a tener el acto a punto de iniciarse. La mujer defendió al subcomisario retirado y ex intendente de Escobar Luis Abelardo Patti, a quien la Cámara de Diputados acababa de rechazar su diploma de legislador electo, impidiéndole jurar. “¡Ciento sesenta y cuatro diputados dejaron afuera a quien fue votado por cuatrocientas mil personas!”, se quejó a viva voz.

Ese áspero debate de ocho horas en Diputados, con insultos, agresiones y barras en el recinto, había culminado en efecto sólo dos días antes. Patti había sido elegido por el Partido Unidad Federalista (PAUFE) en las legislativas de octubre de 2005. En diciembre la Cámara baja le impidió jurar y envió su pliego a comisión. Aunque Patti no había sido nunca condenado hasta entonces, su incorporación a Diputados fue rechazada por “inhabilidad moral”, a causa de las denuncias que arrastraba por violaciones a los derechos humanos y a su posición pública inclinada a justificar la tortura como método policial de investigación. El dictamen de la mayoría que dejó a Patti fuera del Congreso y sin fueros fue votado por 164 diputados del kirchnerismo, el Peronismo Federal, el ARI, el socialismo y el Partido Nuevo (del entonces intendente cordobés Luis Juez), y se opusieron con distintos argumentos 62 diputados del Interbloque Propuesta Federal, de Mauricio Macri, la mayoría de la UCR, ex duhaldistas y radicales díscolos.1 Entre el público de la Plaza San Martín, las solidaridades estaban del lado del subcomisario retirado.

Para el acto se acordó que iba a haber tres oradores. Las dos primeras eran mujeres jóvenes, responsables de la organización. Ana Lucioni, de la Comisión Permanente de Homenaje, era hija de un teniente primero del Ejército asesinado por los Montoneros en octubre de 1976 a la salida de su departamento de Belgrano. La marplatense Karina Mujica, de la llamada Asociación Argentinos por la Memoria Completa, no venía de familia militar, pero se le atribuía un antiguo noviazgo con el represor Alfredo Astiz. Su verdadero apellido era Marañón, y Mujica el “artístico” que se remontaba a un pasado efímero de cantante y actriz. Unos meses más tarde, las revelaciones de una cámara oculta sobre su presunta doble vida en el ejercicio de la prostitución iban a dejar perplejos a cientos de militares que esa tarde quedaron asombrados por su convicción con “la causa”, al tiempo que encandilados con su figura y su explosiva cabellera rojiza al viento.

Mujica impresionó por la vehemencia con que ensalzó lo actuado por las Fuerzas Armadas durante el pasado trágico, una catarata de palabras que le brotaba con espontaneidad y sin necesidad de acudir a ninguna anotación. El último orador sería el general retirado Juan Miguel Ángel Giuliano, presidente de la Unión de Promociones, parte activa en la convocatoria. La UP había sido creada un año antes, el 29 de mayo de 2005 —no casualmente en el Día del Ejército— con el objetivo de ejercer una “directa acción social solidaria sobre el personal de la fuerza” ante la reapertura de los procesos judiciales por derechos humanos.2 Cuando se formó la UP era inminente la decisión de la Corte Suprema de Justicia de declarar inconstitucionales las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, fallo que se conoció tres semanas después, el 14 de junio de 2005.

Caía la tarde sobre la Plaza cuando se cantó el Himno y un sacerdote hizo una oración por la memoria de los muertos. Enseguida, Lucioni empezó a leer su parte. “Las bandas terroristas iniciaron el mayor baño de sangre que se tenga memoria”. Propuso la fecha del 5 de octubre como “Día Nacional de Homenaje a los Muertos por la Subversión”, enumeró los ataques de la guerrilla de los setenta contra unidades militares, dio nombres de muertos y heridos, aunque aseguró que a los presentes no los unía “la venganza, el rencor o el odio”, sino la lucha por “la verdad completa”.

Un corte repentino del sonido generó cierta inquietud. Para ahuyentar el incómodo silencio, hubo gritos de “¡Viva la Patria!” y “¡Viva el Ejército Argentino!”. “Soldado, no pidas perdón por defender a tu Patria”, arengó Lucioni cuando su voz fue audible otra vez para todos. Entre los cinco oficiales que tenía delante estaba su hermano, el capitán Juan Lucioni.

A su turno, Mujica celebró la convocatoria y el arribo de micros con gente desde Córdoba, Rosario y Mar del Plata. Cuando dijo que “oficiales en actividad han promovido y generado este acto” hubo aplausos de reconocimiento. La concurrencia era ciertamente masiva y superaba las expectativas de los organizadores. La gente llegaba hasta la vereda de Avenida del Libertador y colmaba los alrededores del cenotafio.

A esa altura, la atención estaba puesta en ese puñado de oficiales que, se supo después, eran todos integrantes de la Compañía de Comandos 601 de Campo de Mayo. Mujica se dirigió a ellos: “Ustedes a partir de hoy van a poder mirar a los ojos a sus camaradas y más de uno va a tener que bajarlos frente a ustedes. Cada uno de los que hoy no están en esta Plaza tendrá que rendir cuentas en algún momento. Los que hoy no están no van a poder esquivar el juicio de Dios y de su propia conciencia”, agregó desafiante. Dos oficiales lagrimearon emocionados.

Los ánimos se calentaron más y del público surgieron los primeros insultos: “¡Bendini lacayo!” “¡Bendini traidor!”.

Vestido de sobrio traje civil, el general Giuliano fue el último en tomar el micrófono. Se calzó los anteojos y leyó sus cuartillas con voz pausada. “En estos veintitrés años desde el advenimiento de la democracia las víctimas del terrorismo han sido las grandes olvidadas”, sentenció. “De manera sistemática a los argentinos se les ha relatado una versión sesgada de la historia. Una verdad parcial equivale a una mentira”.

Los ejes conceptuales que expuso Giuliano no eran novedosos y reiteraban los argumentos que utilizaron los militares para justificar la dictadura y la maquinaria de la represión ilegal. A grandes rasgos, rechazaban la noción de terrorismo de Estado (ciertamente posterior) y basaban su explicación en que en la Argentina de los años setenta hubo una guerra revolucionaria que las Fuerzas Armadas tuvieron que enfrentar con métodos no convencionales, para derrotar la amenaza subversiva y preservar en el país los valores de la civilización occidental y cristiana.

Giuliano acusó al gobierno de Néstor Kirchner de tener una “memoria subjetiva y hemipléjica” e “instrumentar los principios de los derechos humanos con fines de revancha y cálculo político”. Luego dejó planteada lo que empezada a perfilarse como una estrategia para hacer frente a la reapertura de las causas contra los militares de la represión: reclamó que “los crímenes del terrorismo sean considerados violaciones a los derechos humanos y sometidos a la jurisdicción penal internacional. ERP y Montoneros son equiparables a Al Qaeda y sus víctimas son comparables a las de la AMIA o las Torres Gemelas”, aseguró. Por último, reivindicó a los militares presos, “camaradas que están siendo perseguidos jurídica y políticamente, sufriendo el escarnio”.

Entre los gritos y algunos ánimos alterados, la tensión se había hecho cada vez más palpable. Promediaban los discursos cuando un exaltado increpó a dos periodistas que tenía a su lado.

—Y ustedes, ¿por qué no aplauden?

—Somos periodistas. ¿No ve que estamos tomando notas?

El sujeto, de unos cincuenta y tantos años, no se quedó conforme. Parecía decidido a iniciar un altercado.

—¿Cómo que periodistas…? ¡Yo quiero saber en qué bando están!

Los aludidos —María Elena Polack, de La Nación, y el autor— estaban sorprendidos. Más todavía cuando en términos que parecían perimidos hacía muchos años, el sujeto sentenció:

—¡Ustedes son infiltrados, zurdos! ¡Váyanse de acá!

Otro hombre alto y canoso que seguía la escena de cerca y se presentó como general retirado, intervino con prestancia para pedirle que se tranquilizara. Casi al mismo tiempo, una señora hizo su aporte:

—¿Por qué no te tomás un Lexotanil antes de venir a un acto público?

Viendo que no tenía espacio para seguir, el hombre se alejó unos pasos y se quedó en silencio mascullando su ira.3

Las cosas no iban a terminar en paz. A la hora de desconcentrar hubo un tumulto y forcejeos con el cronista de América 2, Marcelo López, que fue agredido cuando se negó a alejarse del lugar como le exigía un grupo de hombres de civil que lo acusaban de “provocador”. En la confusión, algunos concurrentes trataron de mediar para que el conflicto no escalase pero fueron separados con violencia. “No podemos controlar a todo el mundo”, se excusaron los organizadores del acto.

Uno de los agresores fue señalado como Jorge Walter Grosse, un capitán del Ejército pasado a retiro obligatorio en 1981, que tenía denuncias por haber participado en la represión ilegal. Por su conducta, el Ejército anunció que le iniciaría una demanda penal.4

López terminó tirado en el piso, desde donde intentaba seguir transmitiendo para su noticiero.

—Cuando volvamos te vamos a poner la picana en el orto —lo amenazó uno de los sujetos, según quedó registrado por las cámaras de televisión.

¿Quiénes eran los que iban a volver?

En Retiro, la noche oscura ya se había adueñado de cada rincón de la Plaza San Martín.

NOTAS

1 En el debate, los radicales no se privaron de recordar que Patti había ingresado a la política de la mano de Carlos Menem e integró las listas del PJ bonaerense en las elecciones de 1995 y 1997. En setiembre de 2006, la Cámara Nacional Electoral avaló su asunción como diputado y la causa llegó a la Corte Suprema. El 22 de noviembre de 2007, Patti fue detenido por orden del juez federal de San Martín Alberto Suárez Araujo, por el presunto secuestro de siete víctimas de la dictadura, entre ellos el ex diputado Diego Muñiz Barreto. El 8 de abril de 2008, en coincidencia con la Cámara Electoral y en fallo dividido, la Corte Suprema determinó que el Congreso no tenía atribuciones para impedirle acceder a la banca. En consecuencia, el 16 de abril la Cámara Federal de San Martín liberó a Patti por considerar que si tenía fueros no podía estar detenido. El 23, Diputados le quitó los fueros y al día siguiente Patti volvió a ser detenido y alojado en el penal de Marcos Paz. Con apoyo de un sector del PJ bonaerense, Patti intentó volver a presentarse como candidato en las legislativas del 28 de junio de 2009. Pero diez días antes, la Cámara Nacional Electoral rechazó en fallo unánime su candidatura hasta tanto no se resolviera su situación penal.

2 Hacia 2007, en su página web la UP decía aglutinar a 29 promociones del Colegio Militar de la Nación. Las promociones eligen un presidente y mantienen el contacto social y personal entre sus miembros a lo largo de los años. Los “fines y objetivos” declarados por la UP pueden consultarse en www.uniondepromociones.org

3 Véase también María Elena Polack: “Polémica ceremonia en la Plaza San Martín: Agreden a periodistas en un acto de militares”, La Nación, 25 de mayo de 2006.

4 Horacio Verbitsky: “De Plaza San Martín al Colegio Militar. ¿Qué pasa en el Ejército?”, Página/12, 4 de junio de 2006, señaló que con el alias de El Vikingo, Grosse fue jefe de Inteligencia del área de seguridad 124 durante el régimen militar y “participó en secuestros de personas que nunca recuperaron su libertad y fue denunciado por el ensañamiento en la tortura de los detenidos-desaparecidos de la guarnición Olavarría”.

2

COMANDOS EN ACCIÓN

—Vaya Elmiger, y explique, que a usted lo quieren liquidar —aconsejó Bendini a su subordinado.

El coronel Juan Eduardo Elmiger era el jefe de la Agrupación Fuerza de Operaciones Especiales, lo que lo convertía en el máximo responsable de la Compañía de Comandos 601 de Campo de Mayo, cuyos oficiales habían tenido un notorio protagonismo en la Plaza San Martín. La Agrupación bajo su mando comprendía también la Compañía de Comandos 602, con sede en Córdoba, y el Regimiento de Asalto Aéreo 601. En conjunto, una porción importante de la élite de combate del Ejército.

No era la primera vez que la ministra de Defensa, Nilda Garré, iba al punto de manera expeditiva y citaba a un militar salteando el trámite que normalmente fluye por la cadena jerárquica del Ejército. Garré quería tener una impresión de primera mano sobre el coronel que tenía bajo su ala a los comandos, y había mandado a llamar a Elmiger a su despacho.

Garré enfrentaba el primer desafío importante desde que el presidente Kirchner la había hecho regresar de apuro hacía menos de seis meses de Caracas —donde era embajadora ante el gobierno de Hugo Chávez— para nombrarla sorpresivamente ministra de Defensa y completar el casillero faltante del recambio de Gabinete de diciembre de 2005.

Garré había leído temprano el informe que le hizo llegar la SIDE en un sobre de papel marrón, que no agregaba demasiado a lo que sabía. Bendini también tenía sus propias informaciones y estaba conforme porque evaluaba que había logrado acotar el movimiento que lo cuestionaba. De todas maneras no parecía necesario hacer una inteligencia demasiado sofisticada para dar con los protagonistas de los hechos de la Plaza. Había abundantes fotografías en la prensa y las cámaras de varios canales habían transmitido en vivo y repitieron durante varias horas sendos tramos del acto, que el Gobierno no tardó en condenar y definirlo como una reivindicación del terrorismo de Estado.

Bendini informó a Garré que la acción de los militares en actividad había estado circunscripta únicamente a esa compañía de Campo de Mayo. La ministra y sus colaboradores trataron de recolectar material que echara luz sobre los famosos comandos. La bibliografía no era abundante. En su despacho del piso 11º del Edificio Libertador, la ministra repasó con ansiedad las páginas de Comandos en Acción: el Ejército en Malvinas, del historiador y profesor de la Escuela Superior de Guerra, Isidoro Ruiz Moreno.

A poco de cumplir los 60 años, esta abogada porteña tenía una larga trayectoria política en la que fue elegida cuatro veces diputada nacional —la primera en 1973, a los 27 años, como integrante de la combativa Juventud Peronista—, había sido funcionaria y embajadora, pero en temas militares aún atravesaba la etapa del aprendizaje acelerado.

Garré quería saber qué había pasado en la Compañía 601 con los cinco oficiales involucrados: los capitanes Juan Lucioni, Santiago Listorti y Gabriel Oesquer; el teniente primero Juan Andrés Ferrero y el teniente Andrés Gaspar. Los tiempos eran otros y el Gobierno no creía en asonadas militares al estilo carapintada. Pero tampoco subestimaba la situación y la irrupción de oficiales en actividad no era una buena señal en un contexto de juicios en marcha y con la tirantez que caracterizaba la relación de Kirchner con las Fuerzas Armadas.

Los comandos no evocaban buenos recuerdos para la estabilidad del frente político militar. El primer alzamiento carapintada de la Semana Santa de 1987 fue encabezado por el teniente coronel Aldo Rico, que en la guerra de Malvinas con grado de mayor había dirigido la Compañía de Comandos 602. También era comando, veterano de Malvinas y un líder mítico para los que se formaron bajo su mando el coronel Mohamed Alí Seineldín, autor intelectual —ya que estaba detenido y no participó de las acciones— de la última y sangrienta rebelión del 3 de diciembre de 1990.

El coronel Elmiger no pensaba probablemente en estas cosas mientras aguardaba en la sala de espera ubicada a pasos del despacho de la ministra el llamado para ingresar. Intentaba distraerse mirando los diplomas y los cuadros con imágenes militares colgados en las paredes.

Poco después, el coronel respondía a las preguntas de Garré sobre sus subordinados. Le pidieron que explicara la forma de trabajo de los comandos, la tan mentada “mística” que los une y genera entre ellos vínculos de camaradería que los diferencia del trato más distante entre militares de diferentes jerarquías en unidades corrientes del Ejército. Elmiger dio también su opinión personal sobre los oficiales. En la reunión estaban Bendini; el entonces subsecretario de Asuntos Militares, Germán Montenegro; y el jefe de prensa del Ministerio, Jorge Bernetti. Elmiger pasaría el examen.

Dos veranos antes, a mediados de enero de 2004, el primer ministro de Defensa de Kirchner, José Pampuro, había revelado una docena de fotografías tomadas en Quebrada de la Cancha, Córdoba, que mostraban la última instancia de un ejercicio militar de entrenamiento de comandos: la parte en que son sometidos al “campo de prisioneros” para probar su fortaleza y resistencia frente a vejámenes y torturas infligidos por un potencial enemigo. Las prácticas incluían el empleo de una picana similar a la que se usa para azuzar el ganado, “submarino” (provocar asfixia) y fuertes golpizas. Halladas en un laboratorio de revelado que había cerrado, las fotografías habían llegado al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que las entregó a Defensa. La publicidad del caso —y de las fotografías— generó conmoción. El Gobierno creyó inicialmente que esas imágenes de hombres desnudos, maniatados y encapuchados habían sido tomadas en un centro de detención clandestino del Ejército. “¡Esto es del Operativo Independencia!”, bramó Kirchner delante de Pampuro y Bendini cuando los convocó de urgencia a la Casa Rosada.

Pero una investigación relámpago del Ejército estableció que las fotos eran parte del ejercicio de comandos de 1986. Bendini y sus colaboradores trabajaron toda la noche, miraron con lupa las imágenes y detectaron que al fondo aparecían vehículos del Ejército. Un oficial terminó de despejar las dudas: “¡Pero si yo tengo copias de las mismas fotos en mi casa!” Y las fue a buscar. Los participantes del curso fueron identificados rápidamente, como había exigido Kirchner. Bendini le llevó las novedades al día siguiente. “Está bien —aceptó el Presidente—. Pero ahora explíquele a los organismos”. En el despacho de Pampuro, Bendini recibió a la titular de Abuelas, Estela de Carlotto; Tati Almeyda, de Madres - Línea Fundadora; y Horacio Verbitsky, presidente del CELS; y en una reunión por separado a Hebe de Bonafini. Bendini nunca había visto antes cara a cara a la presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, que al despedirse le dijo: “Es la primera vez que le voy a dar la mano a un militar”. Y lo hizo.

Las Fuerzas Armadas habían adoptado en 1965 ese tipo de entrenamiento de comandos, pero la asignatura “campo de prisioneros” fue desterrada definitivamente en 1994, según se afirmó entonces. El modelo había sido tomado de los Boinas Verdes, las fuerzas especiales norteamericanas que actuaron en operaciones de contrainsurgencia y lucha contra la guerrilla en Vietnam desde 1957. La práctica era común a muchos ejércitos dentro de la especialidad. En teoría, se trataba de templar el espíritu y experimentar una muestra del padecimiento que sobrevendría en caso de caer prisionero del enemigo, para intentar evitarlo a toda costa.

Cursos similares también tuvieron la Armada y la Fuerza Aérea. Esta última usaba un campo de entrenamiento en una zona pantanosa en Mazaruca, Entre Ríos. Según el testimonio de un cursante de tiempos del gobierno militar, cualquiera podía dejar el curso durante el año en que duraba, pero una vez que se llegaba al “campo de prisioneros” no había forma de salir durante tres largos días y dos noches. En esa época, los captores imaginarios no eran guerrilleros del Vietcong sino el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) o los Montoneros. Cuando no eran castigados con golpes, a los “prisioneros” se les hacía escuchar por altoparlante discursos del presidente socialista chileno Salvador Allende, canciones como “Qué culpa tiene el tomate”, y proclamas marxistas y “subversivas”. En el campo de la Fuerza Aérea no se usaba la picana, según el testimonio, pero los palos engomados marcaban fuerte las piernas, los abdominales y la espalda durante los castigos que hacían al entrenamiento.1 Cuando se difundieron las fotos del “campo de prisioneros” de Quebrada de la Cancha hubo consenso de funcionarios y militares de que esas prácticas estaban perimidas y eran condenables en la Argentina del siglo XXI.

Pese a ser relativamente reciente, Garré no tenía en mente aquel episodio de las fotografías, pero en el diálogo con el jefe de las fuerzas especiales tuvo una aproximación precisa a los rigores del entrenamiento y los lazos de solidaridad que habían unido a los cinco oficiales cuestionados. La Compañía de Comandos 601 había estado en ejercicios en el terreno en Formosa poco tiempo antes. Actividad no faltaba. Dentro del magro presupuesto militar de los últimos años, la gestión de Bendini había puesto el énfasis en las ejercitaciones y las fuerzas especiales podían considerarse privilegiadas en el esquema.

Si la carrera militar era en esencia más dura que una profesión corriente, la opción de convertirse en comando no tenía el horizonte de un paseo por el bosque. En el ingreso a la especialidad, supuestamente se presta mucha atención a la evaluación de aptitud psicológica de los candidatos, que serán llevados en el curso a límites que no cualquiera está dispuesto a soportar. Un colaborador de la ministra le graficó la situación:

—Pero cómo no van a estar manijeados, Nilda. ¡Estos muchachos se tiran desde un helicóptero a una laguna, duermen mientras caminan de noche, comen raíces y bichos!

La decisión de expulsar a los cinco jóvenes oficiales estaba igualmente tomada. Defensa nunca temió una ruptura de la cadena de mandos y acciones de indisciplina generalizadas. La ministra sabía que Lucioni era hijo de un militar asesinado y entendió que los lazos entre los comandos habían sido determinantes en la decisión de sus camaradas de acompañarlo. Sin embargo, en una evaluación más global, se concluyó que los oficiales habían sido “utilizados” por sectores de retirados comprometidos con la revisión judicial del pasado aun a costa de poner en peligro sus carreras. En Defensa creyeron estar frente a una operación política contra el Gobierno y en particular contra la ministra, ligada en el pasado a la juventud combativa del peronismo y cuya designación había causado profundos recelos en los sectores castrenses. Además, era la primera vez que una mujer ocupaba el cargo de ministro de Defensa, lo que ponía a prueba los prejuicios machistas, más acentuados por formación entre los militares.

En la noche de aquel 24 de mayo, al término del acto, los cinco oficiales se reunieron para comentar la jornada en el departamento del capitán Listorti, en La Lucila. No era la primera vez que se juntaban después del trabajo o en el fin de semana. Fue una reunión familiar, donde estuvieron las esposas y los hijos. También Ana Lucioni con su marido. Para cenar pidieron pizza para todos.

Estaban satisfechos con la repercusión del acto, que había sido armado por Ana Lucioni desde su casa en San Miguel menos de dos meses antes. La placa en recuerdo de las víctimas, que fue entregada “en custodia” por los oficiales a la Unión de Promociones, la había hecho un amigo que trabajaba en un cementerio. Las cadenas de correos electrónicos propalaron la convocatoria. Desde Mar del Plata, Mujica sumó con entusiasmo a su agrupación, y la UP articuló su parte desde el Centro de Oficiales Retirados de la avenida Quintana 161, que solía utilizar para sus reuniones.

Los oficiales supieron de la reacción del Ejército esa misma noche. Recién terminaban la cena improvisada cuando el jefe de la Compañía, el mayor Carlos Fabián Magnani, les avisó por teléfono a los tres capitanes que debían comparecer al día siguiente en el Edificio Libertador.

Ese jueves 25, mientras en otro piso del Edificio el coronel Elmiger daba explicaciones a Garré, Lucioni, Listorti y Oesquer pasaron casi todo el día a la espera de prestar declaración y sin saber la suerte que les tocaría. En esas horas muertas, hubo camaradas que en susurros les dijeron que los apoyaban, pero tomaron distancia al considerar que no había sido “oportuna” su acción. Los capitanes pasaron finalmente a una oficina donde les hicieron preguntas elementales. Bendini iba a condenar públicamente la acción dos días después: “Cuando se hacen homenajes sinceros de la familia o los compañeros, el Ejército es invitado y concurre a recordar a los muertos”, sostuvo. Pero aseguró que lo del 24 de mayo “se desvirtuó para convertirse en un acto político”.

Esa misma tarde, a pocos pasos en la Plaza de Mayo, el kirchnerismo celebró su tercer aniversario en el gobierno con el acto más masivo hecho hasta entonces en toda su gestión, y sin precedentes en los últimos veinte años. El aparato político del oficialismo funcionó a pleno y unas ciento cincuenta mil personas desbordaron la Plaza. En la Casa de Gobierno hubo maratónicas reuniones los días previos para repartir prolijamente los espacios y evitar peleas entre los sectores que respondían a gobernadores, intendentes, sindicatos y organizaciones sociales de los antiguos piqueteros sumados al Gobierno. Nadie quería quedarse afuera. El duhaldismo había sido herido de muerte en las elecciones legislativas de octubre de 2005. Kirchner decidió dar la pelea al hombre que lo encumbró, el ex presidente Eduardo Duhalde, y en su propio terreno, la provincia de Buenos Aires. En “la madre de todas las batallas” —como la definió el diputado ultrakirchnerista Carlos Kunkel—, la senadora y primera dama Cristina Fernández avasalló en las urnas a Hilda Chiche Duhalde, esposa del ex presidente, y renovó su banca en el Senado por Buenos Aires en lugar de Santa Cruz. Chiche ingresó por la minoría, pero el duhaldismo había sufrido un golpe definitorio y el éxodo de intendentes y dirigentes justicialistas de la provincia hacia el kirchnerismo era cuestión de tiempo para acomodarse al nuevo cuadro de situación.

Frente a las expectativas, el discurso de Kirchner fue conceptualmente pobre y decepcionante. Pero el acto cumplió con el objetivo de llevar a cabo una enorme demostración de poder. Kirchner avanzó en la idea de construir una concertación electoral con dirigentes de otras fuerzas, un proyecto de acumulación que iba a plasmarse en las presidenciales de 2007 con la incorporación de un sector de la UCR —los “radicales K”— encabezado por sus gobernadores y algunos intendentes. La reelección de Kirchner no fue consigna oficial y quedó apenas esbozada en algunas pancartas. En realidad, a esa altura, con su “mesa chica” y junto a su esposa, Kirchner pergeñaba la posibilidad de la candidatura de Cristina en 2007, para muchos una táctica destinada a extender la estancia en el poder del matrimonio con un eventual retorno de Kirchner en 2011.

La política de derechos humanos del Presidente había implicado uno de los vuelcos más sorpresivos desde la restauración democrática de 1983. Kirchner había obtenido importantes réditos domésticos e internacionales con su impulso político a la reapertura de las causas por delitos de lesa humanidad. La puesta en escena del acto fue en parte consecuencia de esa política oficial que había hecho propios buena parte de los reclamos históricos de los organismos de derechos humanos.

En el escenario central, montado de espaldas a la Casa Rosada, Kirchner se rodeó por Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. Con sus pañuelos blancos en la cabeza, tuvieron el privilegio de compartir ese espacio con Kirchner y Cristina, músicos como Mercedes Sosa y Víctor Heredia y un par de ministros como premio a su tarea en la organización. Los otros invitados importantes —el resto del Gabinete, funcionarios, gobernadores, intendentes— debieron conformarse con seguir el acto desde un palco levantado a la derecha. Ese diseño había sido pedido expresamente por Kirchner. Unos días antes había dicho delante de sus ministros: “Hay que sumar a todo el mundo pero dentro de nuestros parámetros. No podemos estar con los que dicen que reivindicar a los desaparecidos es un acto de venganza”.

Esa tarde, después de cantar el Himno, las líderes de Madres y Abuelas, Hebe de Bonafini y Estela de Carlotto, entregaron a Kirchner sendos pañuelos blancos, símbolo del reclamo por los desaparecidos. En su discurso, Kirchner voló veintitrés años atrás en el tiempo para trazar una supuesta continuidad histórica con la Juventud Peronista que colmó la Plaza de Mayo para la asunción de Héctor J. Cámpora el 25 de mayo de 1973. Aquella vez, él fue uno más de la multitud: “Volvimos a la Plaza”, afirmó. Y sostuvo que la Plaza “es de las Madres y de Eva Perón”.

La oposición aprovechó para poner el foco en el despliegue del aparato político, de los intendentes y punteros que subían gente a los colectivos en el conurbano para llevarlos a la Plaza a cambio de bolsas de comida o de dinero. La calidad de la movilización popular nada tenía que ver con aquel protagonismo de masas al que había aludido Kirchner. Verbitsky escribió: “Una constatación impactante desde el nivel de la calle fue la homogeneidad y el deterioro de los distintos contingentes, con independencia de los liderazgos locales con los que cada uno llegaba a la Plaza. Una generación que no conoció el empleo ni la educación estables mostró junto con su empobrecimiento material, sus dificultades para participar en plenitud, testimonio de que la degradación que produjeron los gobiernos de los últimos treinta años se extiende a todos los campos y condiciona cualquier proyecto de cambio”.2

Muy lejos de estos acontecimientos, al regresar ese jueves a su unidad en Campo de Mayo después de prestar declaración en la sede del Ejército, los tres capitanes encontraron a su comandante hecho una furia.

—¡Traidores! —les espetó Elmiger. Era evidente que la excursión al Ministerio y la tertulia con Garré en la que se había sentido sondeado en su capacidad de conducción nunca había estado en sus planes. El coronel despotricó un rato en voz alta. “Estaba caliente, parecía que nos quería fusilar”, recordaría uno de los oficiales.

Por su cuenta, Elmiger les había impuesto veinte días de arresto a cada uno. Pero la sanción fue dejada sin efecto el viernes por Bendini, que la elevó a cuarenta días para los capitanes y treinta y uno para los tenientes Ferrero y Gaspar. Más de treinta días implicaba una falta grave, la apertura de un sumario y el camino a la baja del servicio. Ese viernes, Elmiger volvió a llamar a su oficina a los cinco. Uno a uno los impuso de la novedad. También fue sancionado el mayor Magnani, jefe de la Compañía de Comandos 601, por considerarse que como superior directo le cabía responsabilidad en la conducta de sus subordinados. Pero su pena fue menor, de veinte días de arresto. Esa mañana vieron al coronel bastante más relajado. Había recuperado el trato paternalista que lo caracterizaba. Almorzó con los capitanes, y cuando terminaron los abrazó. Sonaba a despedida.

En la tarde llegaron camionetas para llevarlos custodiados a las unidades militares donde cumplirían el arresto. Bendini tomó todas las medidas de seguridad posibles para evitar que la solidaridad con los oficiales pudiera desembocar en nuevos episodios. Los cinco fueron separados y enviados a unidades que no fueran del arma a la que pertenecían. Lucioni fue conducido a Santo Tomé, Santa Fe; Listorti, a Magdalena; Oesquer, a Tandil; Ferrero, a Paraná; y Gaspar, al Grupo de Artillería de Junín.

Nacido en Salta y de 25 años, Gaspar era el más joven de los cinco. No provenía de familia militar, había cursado el Liceo Militar en su provincia e ingresado al Ejército por vocación. Los padres de Ferrero y Listorti eran en cambio oficiales retirados que tuvieron mucho protagonismo en la sublevación de Semana Santa de 1987. Victorio Rafael Listorti fue jefe de tropas del estado mayor rebelde conducido por Rico.3 El coronel Andrés Antonio Ferrero era hijo de Andrés Aníbal Ferrero, segundo comandante del Primer Cuerpo de Ejército entre 1977 y 1979 y responsable de la subzona Capital Federal durante la represión. El abuelo Ferrero había sido detenido en 1987 y luego indultado por Carlos Menem. Su detención volvió a ser pedida por un fiscal federal en 2003, pero había fallecido en 1994.4

Gaspar tuvo las condiciones de detención más estrictas, y en un mes de arresto casi no traspuso los límites de su habitación. Recién después de la segunda semana le permitieron salir una hora al mediodía para hacer gimnasia. Eso sí, le pusieron un televisor para que pudiera ver el Mundial de fútbol de Alemania que se jugó en esos días. El jefe de la unidad fija el régimen de detención, salvo que reciba una orden específica. Listorti también la pasó entre cuatro paredes, pero le hicieron llegar una conexión a Internet y le prestaron una computadora portátil. Ferrero y Lucioni tuvieron condiciones más relajadas, con límites de movimientos acotados al perímetro del cuartel. Para matar el tiempo, a Lucioni le permitieron colaborar con el sector de Operaciones de la unidad. La manera en que terminaría su carrera acentúa la curiosidad de su destino militar anterior a convertirse en comando. Lucioni fue durante cinco años oficial del Regimiento de Granaderos y jefe de Destacamento en la residencia presidencial de Olivos. Llegó durante el gobierno del radical Fernando de la Rúa y tras su renuncia, atravesó la complicada semana en que se sucedieron otros cuatro presidentes, cuando los Granaderos, que custodian el interior del predio de Olivos, recibieron la orden de disparar si los manifestantes —que en esos días dramáticos llegaron a estar subidos a los muros del perímetro— intentaban ingresar a la residencia. Lucioni siguió en Olivos con Duhalde y después con Kirchner. En sus recuerdos contará haber recibido al diputado Miguel Bonasso —ex integrante de Montoneros y por entonces kirchnerista—, para hacerle una visita guiada por el interior de la residencia. “Nada personal”, aseguraría.

Cumplido el arresto, el proceso de expulsión de los cinco oficiales fue fulminante. En setiembre fueron pasados a retiro obligatorio. Pronto encontraron trabajo en empresas de seguridad privada, un rubro que había crecido exponencialmente desde la década de 1990 de la mano de las políticas neoliberales del menemismo. La destrucción de lo que quedaba del país industrial, la valorización financiera y la desocupación generaron un universo de exclusión sin precedentes, y las capas más pudientes se refugiaron de la inseguridad de un país cada vez más violento detrás de los alambrados custodiados de countries y barrios privados, que surgieron como hongos después de la lluvia y donde encontraron una nueva forma de vida. Muchos militares y miembros de las fuerzas de seguridad retirados —algunos vinculados con la represión— aprovecharon sus conocimientos para picar en punta en el floreciente negocio de la seguridad privada.

Lucioni se ubicó en la dirección de seguridad de un country de la zona de Pilar; Gaspar en la misma tarea en un centro comercial cercano. Ferrero también se dedicó a la seguridad privada en Bariloche, en una empresa de logística. Listorti se instaló en España dedicado a un emprendimiento gastronómico familiar. Siguieron reclamando por vía administrativa su reincorporación al Ejército, y agotada esa instancia, concurrieron a la Justicia, por entender que la gravedad de la sanción no guardó proporción con el tenor de la falta. Cuando se calzaron sus uniformes para ir a la Plaza San Martín suponían que algún revuelo iba a causar, pero nunca pensaron que les costaría la carrera.

Lucioni y Gaspar estaban sentados más de un año después de aquella tarde en una confitería del shopping Palmas de Pilar. El primero llevaba el pelo más largo y, lejos del riguroso entrenamiento diario de tantos años, tenía algunos kilos de más. Parecía extraño que esos dos jóvenes afables y correctos hubiesen estado en el centro de uno de los incidentes más sonados del gobierno de Kirchner en el frente militar. Gaspar recordará que lo que más lo perturbó fue la preocupación de su madre, que viajó de urgencia desde Salta cuando fue arrestado.

Ambos insistieron en su mirada despojada de las cosas: su intención no fue participar de un acto político sino de un homenaje a sus muertos. Por otra parte, su cuestionamiento interno venía creciendo los últimos meses y a principios de 2006 plantearon a sus superiores su desacuerdo con la política del Ejército frente a los juicios y el “deterioro profesional” de las Fuerzas Armadas. Dos semanas antes del acto Lucioni había pedido su retiro voluntario, que estaba en mayo en pleno trámite. Según afirmaron, la reactivación de los juicios no había sido detonante de su asistencia a la Plaza aunque la consideraban parte de la “agresión” a las Fuerzas Armadas. Cuando estuvieron detenidos, les llegaron rumores de que algunas compañías podían sublevarse. Pero nada de eso sucedió. Los dos coincidieron en que “nadie nos obligó a ir, lo hicimos por convicción”. Pese a costarles la carrera militar, aseguraron no haberse arrepentido.

El Ejército también avanzó en las sanciones a los militares retirados que fueron de uniforme en la Plaza San Martín. El 8 de junio, Kirchner firmó el decreto 720/06 que abrió el sumario militar contra el general de brigada Giuliano (en su caso, no llevó uniforme pero se cuestionó su discurso); los coroneles (R) Miguel Ángel Sciuriano, Rodolfo Jorge Solís, José Gaspar Chas y Guillermo César Viola; y el teniente coronel (R) Emilio Guillermo Nani, un hombre alto y de aspecto severo que era fácil de distinguir por su característico parche negro en un ojo, que perdió durante la recuperación del cuartel de La Tablada, en enero de 1989.

El sumario apuntaba a “esclarecer la responsabilidad de los citados oficiales superiores en situación de retiro del Ejército Argentino en la participación del acto convocado por la autodenominada Comisión de Homenaje Permanente a los muertos por la subversión”. “Estos oficiales —seguía el decreto— asistieron a dicho acto vistiendo su uniforme militar, haciendo manifestaciones verbales el general Giuliano, circunstancias que están expresamente vedadas al personal de las Fuerzas Armadas sin autorización previa”.

El sumario se veía como un paso formal, pero el Ministerio de Defensa dejó trascender que serían dados de baja, lo que implicaba la pérdida de su condición militar y del derecho a su salario. Giuliano anticipó que en ese caso los militares reclamarían ante la Justicia.

El Gobierno enviaba señales de que actuaría con rigor y ejecutaría medidas ejemplares que disuadieran acciones similares en el futuro. Los juicios en marcha debían proseguir de manera inexorable y sin ningún condicionamiento.

El sumario se siguió en silencio, y la baja fue descartada. El Gobierno no hizo demasiadas olas con la decisión final, que se tomó recién un año después. A fines de mayo de 2007, Kirchner ratificó las sanciones disciplinarias que Bendini había dispuesto en enero.5 A todos se les reprochó haber participado de un acto público que no fue avalado por el Ejército y en el que “se vertieron expresiones condenatorias a la política del gobierno nacional; actitud no admisible para un integrante del Ejército, ya sea en actividad o retiro”. La resolución de Bendini consideró que el acto “tuvo un claro contenido político que sobrepas

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