PRÓLOGO
Afirma un amigo que hasta la mujer más ingenua tiene los genes de las primeras hembras humanas que poblaron la Tierra. Las mujeres son sobrevivientes y por lo tanto han desarrollado a través de los siglos la lucidez y la fuerza. Miran el fondo de las cosas, y en el fondo siempre hay un hombre-niño manipulando juguetes caros o tratando de probar el tamaño de su pene. Las mujeres miran mejor porque tienen inteligencia emocional, y porque saben que detrás de los montajes de la realidad diaria existen pulsiones y sentimientos. Atesoran, en ese sentido, un radar que nos desnuda y que nos pone muy por debajo del nivel de conciencia de ellas. La intuición femenina, que antes era una cualidad folclórica, hoy se ha transformado en una virtud esencial del mundo del trabajo. A la vez, las mujeres han ampliado el umbral del dolor, y no se han quedado en el aspecto meramente físico: ellas son más resistentes y empeñosas que casi todos nosotros en casi todos los ámbitos y materias. Y estas relevantes cuestiones, que se venían insinuando desde siempre, terminaron de estallar en la sociedad moderna. Ahora ellas ocupan lugares centrales de la economía, la política y el trabajo.
Dicen los sociólogos europeos que en quince años la mujer pasará al hombre por encima. Y cuando uno visita a sus amigos y parientes europeos tiene, a primer golpe de vista, evidencias de que esa hipótesis no resulta descabellada. Para saber de qué lado de la cama duerme la mujer y de qué lado su marido, sólo hay que echar un vistazo a las mesitas de luz. En una se apilan los diarios, en otra los libros. El setenta por ciento de los compradores de libros en la Argentina y en el mundo son mujeres. Los hombres se informan sobre la coyuntura, las mujeres se forman en la historia, en el arte, en la literatura y en los sueños.
La investigación de Laura Di Marco es tan minuciosa que no sólo registra este fenómeno, sino que lo disecciona. Se trata de una operación periodística mayor. Nunca antes se había metido tan a fondo el escalpelo ni se habían visto tan de cerca a estos tiburones blancos. Laura entrevistó, estudió y psicoanalizó a doce mujeres poderosas e influyentes. Doce “jefas” que alcanzaron los puestos más altos en las pirámides empresariales argentinas. ¿Quiénes son, cómo lo hicieron, qué representan, cómo tuvieron que luchar para llegar, qué dejaron en el camino? Con esos interrogantes salió a buscarlas, sin saber que no estaba haciendo un libro sobre las gerentes más exitosas del país, sino una radiografía sobre la mujer actual. Las jefas no se reduce a un puñado de gerentes encumbradas. Es un tratado sobre la condición femenina. Su autora tiene la inteligencia de mostrar a las nuevas protagonistas de la vida laboral no como seres excepcionales, sino como mujeres comunes, que además de trabajar deben pensar en su familia, ser el esqueleto emocional y operativo de su casa, formar pareja, mantenerse bellas y bien vestidas, y aun así llegar vivas al final de la jornada.
Laura misma es una de esas sobrevivientes empeñosas. La conocí en 1993 cuando yo dirigía una revista política y ella araba la calle buscando notas y logrando exclusivas. Era una madre joven peleando sola contra el mundo. Así la vi siempre. Y siempre me asombró la energía que derrochaba, la pasión que ponía en su trabajo, lo estudiosa que se volvía de cada tema, la percepción emocional que demostraba y la habilidad extrema para interrogar que tenía. Aquellas cualidades de entonces siguen intactas diecisiete años después, pero tengo que decir que además se convirtió en una de las mejores entrevistadoras de la Argentina. La entrevista, que en el pasado fue un género noble, se fue degradando en los últimos años. Di Marco es de las pocas artesanas que lo sigue practicando de manera excelsa.
Nos fuimos hablando a lo largo de la vida y encontrando en distintas redacciones. También en las calles de Palermo: yo nací y escribo sobre ese lugar imaginario y mítico; ella vive austeramente en esas calles que propenden a veces a la modernidad fashion para horror de los nacidos y criados en nuestro viejo barrio.
No cualquier redactor es capaz de escribir un libro. Conozco periodistas sagaces y brillantes que han sido derrotados por la tarea. El libro no es para eyaculadores precoces de la prosa ni para atletas de cortas distancias. El libro periodístico es una epopeya para tiempistas que exige mucha disciplina y voluntad, y que en cierta medida se parece a la novela: hay que casarse con un tema mucho tiempo y aprender a convivir con esa idea, y tener la templanza necesaria para no bajar los brazos y para seguir adelante aun en los momentos de dudas y desilusiones.
Hace dos años una editora me pidió que le confeccionara una lista con los nombres de los periodistas que consideraba capaces de acometer semejante empresa. La lista no era muy larga. Laura Di Marco estaba en ella. Desde ese momento hasta que se puso en marcha Las jefas pasó bastante tiempo. Pero un día Laura llegó a mi oficina y me rogó (ése es el verbo más justo y descriptivo) que nos encontráramos a tomar un café y me convirtiera en su guía.
Como me sobra el tiempo accedí. No, es una broma macabra. El tiempo no me sobra para nada, pero accedí igual. No quería que Laura fallara. Y Laura, como tantos periodistas extraordinarios que hay en esta profesión, estuvo a punto de fallar. Se sentía cada tanto indecisa, insegura, preguntaba una y otra vez si lo que estaba haciendo era bueno, caía en pozos de desasosiego y buscaba recetas. A mí me indignaba que una periodista tan profesional se manejara con las vacilaciones de una amateur. Pero claro: todos somos amateurs cuando enfrentamos una obra de largo aliento. Aunque Laura, al revés de muchos otros en similares circunstancias, no dejaba que sus angustias existenciales la quitaran del camino: seguía bajando la cabeza y trabajando día y noche. Como sólo ella sabe hacerlo: sin pausas y sin desmayos, horadando las piedras.
Cuando me envió los primeros capítulos por e-mail y los leí de un tirón, me di cuenta de que lo lograría. Que Las jefas sería un gran libro y que Laura, después de escribirlo, ya no sería la misma. Los libros —como los hijos— nos cambian, nos hacen más maduros y comprensivos, nos abren los ojos.
No contenta con escribir doce semblanzas llenas de revelaciones y asombros, Laura Di Marco avanzó en el terreno del ensayo puro y duro. El epílogo de este libro es casi un estudio sociológico sobre las mujeres y compila los pensamientos y sentimientos que la asaltaron a lo largo de toda su travesía.
Las jefas reivindica el libro periodístico, que no pasa por su mejor momento y que cada tanto es malogrado en instant books intrascendentes que caen sin pena ni gloria. Reivindica también el tesón de una periodista que no da nada por supuesto, que se piensa a sí misma, que escucha de verdad y que es capaz de contar la ambigüedad de la vida. Una mujer con los genes de aquellas primeras hembras que poblaron la Tierra. Una sobreviviente.
JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
A las mujeres de mi familia: a mi hija, Camila, que seguramente va a poder;
a mi mamá Beatriz, que no pudo, y a mi abuela Cesárea, que hizo lo que pudo.
Y a mis dos “madres” sustitutas de hoy, tía Aída e Inés
INTRODUCCIÓN
Las jefas nació con una intención clara: retratar la intimidad de aquellas mujeres que habían logrado llegar al núcleo duro del poder masculino, es decir, el universo de los negocios, el dinero y la influencia. Un coto históricamente vedado para ellas.
Un reino subterráneo, de perfil bajo y, sin embargo, tanto o más poderoso que la fama o la política. Queríamos explorar el detrás de cámara de este experimento contemporáneo, a través del relato y las vivencias de sus protagonistas. ¿Cómo habían logrado estas mujeres perforar todos los techos, internos y externos, para llegar hasta allí, donde nunca antes había llegado ninguna? ¿Cómo son sus vidas?
¿Lograron cerrar la ecuación entre la vida pública y la privada? ¿Cómo son los hombres que las acompañaron en la escalada? ¿O llegaron solas hasta allí?
Las poderosas de hoy son mujeres del posfeminismo. En su mayoría, fueron criadas con muchos más derechos, libertades y posibilidades que sus madres y abuelas, pero ¿qué significa esto en la práctica? ¿Ven el mundo de otra manera? ¿Algo de esa mirada nueva impacta hoy en la cultura?
Cuando nos sentábamos a pensar, las preguntas se iban hilvanando sin fin.
Hay algo que resulta obvio: un nuevo modelo femenino está en marcha.
En cualquier charla informal, en cualquier reunión de amigas, podemos escuchar el ruido de mujeres construyéndose a sí mismas. Mujeres cocinando un nuevo modo de ser en el mundo. Y, como en la cocina gourmet, cada una es libre de rellenar la palabra “mujer” a piacere. Las mujeres de hoy tenemos permiso para escuchar nuestros deseos y, potencialmente, actuar en consecuencia. Una agenda emocional impensable —y probablemente envidiable— para nuestras abuelas.
En los primeros años del nuevo siglo, en la Argentina y en el mundo estaban cambiando muchas cosas.
Por primera vez, y mediante elecciones libres, la Argentina eligió a una presidenta mujer en las presidenciales de 2007. Michelle Bachelet conduce el destino político de Chile. La jefa del gobierno alemán, Angela Merkel, fue elegida como la mujer más poderosa del mundo en 2007, un podio que volvió a conquistar, por segundo año consecutivo, en 2008, según el ranking de la revista Forbes, que mide a las cien mujeres con más poder del mundo, según el dinero que mueven y la capacidad de influencia que ejercen. Hillary Clinton fue designada en la vital Secretaría de Estado norteamericana, en reemplazo de otra mítica dama fuerte, Condoleezza Rice.
Aunque menos conocidas, hay otras presidentas en el planeta. Los Estados de Irlanda, Finlandia, Filipinas y Liberia son timoneados por líderes femeninas. Hay primeras ministras en países tan remotos para nosotros como Mozambique. En la más cercana España, un país casi tan machista como la Argentina, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero inauguró un gabinete mixto. A su lado, la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega se transformó en un ícono militante en favor de la equidad de género.
Y mientras todo esto sucedía, en la Argentina había otro Olimpo que, paralelamente, se gestaba. Silencioso. Nuevo. Poderoso.
Con la crisis de 2001, había surgido un nuevo liderazgo femenino empresarial. El fenómeno de las mujeres en el poder económico.
Por primera vez y por varias razones, en los primeros años del siglo XXI las grandes firmas multinacionales decidieron sentar a ejecutivas mujeres en la alta dirección de sus filiales porteñas.
Las presidentas corporativas o CEOs (en inglés: Chief Executive Officers) son aquellas altas ejecutivas que toman las decisiones de riesgo en una compañía —como las inversiones— y fijan su estrategia comercial.
En la Argentina, Microsoft nombró primero a la madrileña María Garaña Corcés, y después a la ingeniera argentina Sandra Yachelini, que es la actual presidenta corporativa de la empresa fundada por Bill Gates. La potencia mundial PepsiCo, dueña de marcas como Pepsi, papas fritas Lays, Quaker o Gatorade, optó por Paula Santilli, quien hasta marzo de 2009 lideró la corporación aquí y en Chile (donde se llama Evercrisp). La número uno de las impresoras, Hewlett Packard (HP), es conducida por Analía Rémedi, una licenciada en Comercio Exterior que entró como pasante a la multinacional norteamericana y terminó en el sillón de CEO.
Una historia similar a la de su colega, la ingeniera Marcela Solanes, que en la actualidad dirige otro coloso tecnológico, Unisys, que antiguamente se llamó Burroughs en la Argentina y que, durante décadas, fue la marca ícono de las máquinas registradoras.
La multinacional del entretenimiento MTV; la glamorosa Chandon, fabricante de vino y champagne (recién nombrada CEO de otra champañera del grupo Louis Vuitton Moët Hennessy); la corporación Nutricia-Bagó, una fusión entre la holandesa Nutricia y los Laboratorios Bagó, dedicada a los productos de nutrición especial, y el comando del Banco Hipotecario son otros ejemplos de conducción femenina. Al frente de esas compañías están Paula Guerra, la venezolana Margareth Henríquez, la ingeniera Sandra Slavkis y la economista Clarisa Estol, respectivamente.
Pionera en el mercado ejecutivo femenino, la contadora María Luisa Fulgueira es un caso aparte: en 1990, se convirtió en la primera CEO mujer de la Argentina cuando quedó al comando de la filial local de Dow Corning, la principal fabricante de siliconas del mundo.
En el inicio de la década de los noventa, ni Clarín ni La Nación tenían mujeres en la conducción de sus redacciones. De manera que, hasta entonces, las decisiones editoriales y el orden de temas de la agenda mediática diaria eran definidos pura y exclusivamente por mentes masculinas, a pesar de que, al menos, el 50 por ciento de su audiencia era (y es) femenina. Una platea formada por lectoras de clase media y clase media alta —las clases sociales que, básicamente, consumen noticias—, con autonomía y mirada propia, muy diferente de la de aquella estructura familiar tradicional, de principios del siglo XX, en la que el padre de familia compraba el diario para la casa.
La gente parecía haber cambiado; los medios, no tanto. Casi al mismo tiempo, recién en la última década, tanto Clarín como La Nación incorporaron a dos mujeres en lo más alto de sus respectivas conducciones periodísticas: Ana D’Onofrio, la actual prosecretaria general de Redacción de La Nación, y Silvia Fesquet, editora general de Clarín y la única mirada femenina con capacidad de influir en el armado de la tapa del gran diario argentino. En plena transición del diario papel a la era digital —un proceso de modernización en el que están embarcados los dos diarios—, Ana D’Onofrio quedó al frente de la edición online del matutino.
Estas doce mujeres, que lideran en corporaciones que siguen culturalmente colonizadas por la testosterona, son las protagonistas de Las jefas.
Cuando en noviembre de 2007 le pedí la primera entrevista para este libro a la entonces CEO de Chandon, Maggie Henríquez, la dama del champagne definió muy claramente una de las claves del fenómeno que encarna: “Las mujeres en el poder somos un producto nuevo en la góndola y, como tales, obligamos necesariamente a los demás (productos) a reposicionarse”.
Tardé meses en conseguir las primeras entrevistas.
La agenda de una presidenta corporativa se parece bastante a la de una presidenta política. La mitad del tiempo están de viaje; la otra, con reuniones al máximo nivel, en foros, charlas, eventos o liderando videoconferencias con sus casas matrices. Como los políticos de primer nivel, tienen agencias de comunicación que les manejan la imagen y la relación con los medios. Algunas se mueven por la vida con chofer y custodio. Son las que están al mando de las corporaciones más grandes. Tal es el caso de la madrileña María Garaña Corcés, quien, mientras la estaba entrevistando para este libro, pasó de la filial del Cono Sur, con base en Buenos Aires, a presidir la subsidiaria española de Microsoft, donde está actualmente.
Pero ¿no era que las mujeres ya habíamos llegado a todos lados? ¿Qué puede haber de nuevo para decir, a esta altura, acerca de la falta de paridad entre los géneros? ¿Acaso no es un tema ya superado y archivado?
Las estadísticas tienen, entre otras funciones, una muy importante: siempre ponen blanco sobre negro la realidad, más allá de lo que elijamos creer sobre ella.
Y la realidad es que, de las noventa mil empresas que constituyen la economía de negocios en la Argentina —entre ellas, apenas unas mil son las consideradas pesos pesados—, encontramos sólo una CEO mujer para entrevistar: Clarisa Estol, presidenta del Banco Hipotecario, sencillamente porque es la única CEO de empresa argentina que existe. En los Estados Unidos, un país que promueve el liderazgo femenino en los negocios y que suele marcar la tendencia en el mundo, el porcentaje de cabezas femeninas al frente de las grandes firmas araña, apenas, el 2 por ciento.
Los datos hablan por sí mismos. La realidad es también que, si las mujeres estuvimos históricamente excluidas —¿o autoexcluidas?— de los lugares donde se toman las decisiones, esa exclusión —¿o autoexclusión?— se acentúa mucho más en las decisiones que atañen a la economía.
Un estudio privado e inédito hasta ahora de la economista de Fiel, Marcela Cristini, indica que en el 60 por ciento de las empresas argentinas no hay mujeres en cargos ejecutivos. No hablamos ya de CEOs, la función máxima, sino de gerentas o directoras. Cristini tomó una muestra grande, unas dos mil trescientas empresas, que representan entre el 30 y el 40 por ciento de la economía del país. Y allí encontró que, en lo que va de este siglo, el porcentaje femenino en los cargos más altos alcanzaba un magro 11 por ciento. En la Argentina actual, el 40 por ciento de la fuerza laboral es femenina; sin embargo, las mujeres siguen ganando un 30 por ciento menos que ellos, trabajando en puestos de menor jerarquía.
La pobreza en el planeta también es femenina: del total de pobres que hay en el mundo, el 70 por ciento son mujeres.
La historia de dos famosas herederas resulta útil para ilustrar hasta qué punto el poder económico fue y sigue siendo un coto prohibido para ellas.
Mónica Pescarmona y Lidia Pagani son las herederas de los grupos Pescarmona y Arcor, respectivamente. Y ambas fueron corridas del timón económico, que recayó en manos de sus hermanos varones. En el reparto de tareas, a ellas les tocó quedarse a cargo de la fundación empresarial.
Sin embargo, ni Pescarmona ni Pagani se resignaron tan fácilmente a la invisibilidad. Y se inventaron un lugar propio. La cordobesa Pagani creó una fundación para Arcor que se transformó en un ejemplo de ONG, incluso para los economistas más radicales. La mendocina Pescarmona, por su parte, se unió al llamado banquero de los pobres, Muhammad Yunus, en la Fundación Grameen, de la cual ella es presidenta y fundadora. Grameen se dedica a otorgar préstamos para microemprendimientos, destinados a mujeres.
Las jefas no se propone relatar cómo son por fuera las mujeres que manejan poder o influencia. La idea aquí no es mostrar cómo se visten, cómo son sus casas o qué marcas de perfume usan. No. Tampoco propone una investigación sobre las corporaciones que dirigen. Esto significa que no se trata de un libro de investigación periodística al estilo de los noventa, donde se invitaba al lector a espiar en la vida de ricos y famosos, un género que alcanzó su brillo máximo en aquellos años.
¿De qué se trata entonces? Definitivamente, no de iluminar lo visible sino lo invisible de sus vidas. Es decir, aquello que hizo que llegaran adonde están hoy. Como me dijo la presidenta de Microsoft, Sandra Yachelini, en uno de los momentos más sensibles del diálogo: “Nadie te enseña a ser presidenta de una corporación. No hay manuales para manejar estos lugares; aquí también tenés que ir aprendiendo sola”.
La acusación más frecuente y dañina hacia las mujeres que ocupan lugares de decisión o que compiten por ocuparlos —con las políticas sucede con frecuencia— es que no tienen la capacidad ni la experiencia suficientes para conducir en el alto nivel.
Y esto puede ser cierto, en algunos casos, como también lo es en el caso de hombres que han llegado a los puestos máximos sin la suficiente experiencia ni capacitación. Sin embargo, esa descalificación suena más creíble cuando la destinataria es una mujer. Y lo peor es que suena más creíble para los oídos femeninos.
¿Por qué? Diana Maffía, experta en estudios de género, explica, desde la filosofía, que a las mujeres nos falta esa clase de autoridad que se basa en la experiencia de vida. Es la autoridad que genera respeto ante un determinado punto de vista. Sin embargo, en nuestra cultura, la palabra de las mujeres todavía tiene un peso menor que la de los varones. En el inconsciente colectivo, los que “saben” son ellos. Sobre todo en lo que hace a temas duros, como las finanzas, los negocios o la influencia.
Pero éste no es el caso de las jefas. Ellas tuvieron que construir sí o sí su propio manual; un know-how femenino apto para transitar por zonas inexploradas y, muchas veces, hostiles. Éste es el expertise que, por primera vez, las que mandan revelan aquí. De modo que, en este sentido, éste es un libro para inspirar.
A hombres y a mujeres.
No propone modelos a seguir, no señala ideales. Simplemente, cuenta. Retrata. Pone un foco sobre cómo se está dando este fenómeno social, y no sobre cómo debería darse. Y nos ofrece algunas pistas acerca de los permisos que estas mujeres lograron darse a sí mismas para llegar hasta espacios tradicionalmente prohibidos. Espacios que muchas temen habitar.
Las jefas plantea preguntas. Escribe respuestas.
¿Traen una concepción diferente del poder? ¿Le aportan algo nuevo al mundo? ¿Cómo atravesaron sus miedos? ¿Cómo se recuperaron de los errores que siempre dejan más expuestos a los que deciden?
¿Dónde ponen el dolor, cuando aparece?
Antes de empezar esta investigación, les pregunté informalmente a varias personas qué idea tenían sobre las mujeres en el poder.
—Seguro que están solas… deben ser todas como el personaje de Meryl Streep en El diablo se viste a la moda —me respondían muchos.
Algo me llamaba la atención: los dardos más virulent