Contraderrota

Fragmento

PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN

Como un relato escrito con tinta y sangre, la historia de los años 60-80 en la Argentina sigue despertando las pasiones de un tiempo inconcluso. Gesta revolucionaria truncada para unos, peligro de hundimiento de la sociedad occidental y cristiana para otros. La crónica de los hechos y la acción de los personajes de aquella época llegan hasta nuestro tiempo como una confusa imagen en blanco y negro. La vida y la muerte, el heroísmo y la sumisión, la esperanza y el horror se barajan como los naipes marcados de un juego político que parece haber llegado de la nada y que concluyó en tragedia. Para algunos es mejor olvidar, sepultar, cerrar el libro de aquellos años como quien cierra un álbum de fotos estremecedoras. Para otros, las imágenes atroces deben servir para reconstruir una identidad después del marasmo. Deben ser evocadas para conjurar un destino argentino marcado por la amargura.

La Historia puede describir a los hombres, y ciertos hombres pueden describir la Historia marcando su época con una máquina de escribir o con el fragor del plomo.

Así fueron las cosas también para el poeta y guerrillero Juan Gelman. El 14 de enero de 2014, la muerte lo encontró en Ciudad de México, donde había echado el ancla hacía ya más de un cuarto de siglo. Ahí fue donde quedó el hijo de inmigrantes judíos ucranianos, nacido en Buenos Aires el 3 de mayo del año trágico de 1930. Fue allí donde esta vez la vieja urraca ladrona lo tumbó sin miramientos. Testigo y protagonista de su época, de las controversias políticas de su tiempo, de las batallas y de las angustias que habían ensangrentado a la Argentina, odiado por la reacción, perseguido por la Alianza Anticomunista Argentina y luego por la dictadura que asoló al país entre 1976 y 1983, las vidas de Juan Gelman pueden enumerarse como las tantas palabras de su inmensa obra literaria y periodística.

Silencios cuidadosos, clandestinidad, sigilos de una época tumultuosa. El hilo rojo que atraviesa la historia de este libro, Conversaciones con Juan Gelman, escrito entre 1987 y 1988, adquiere por momentos las dimensiones de un policial político. Telón de fondo: las horas postreras del horror dictatorial, los balbuceos democráticos, la trama del debate político luego de años de armas, sangre, utopía, demencia. Años también de exilios y de retornos, de creación y de lucha, de pasiones y de odios. Quizá los testigos de aquel tiempo reencuentren en estas páginas muchos momentos y nombres olvidados de aquella era aciaga. Espero que los más jóvenes descubran cómo fueron aquellos años: no como el tedioso hilvanar de anécdotas de veteranos de guerra, sino como el testimonio de una herida que no está cerrada y corre el riesgo de naufragar en el olvido. Silencios, clandestinidad, tumulto. Acabo de escribir estas palabras sabiendo que este nuevo prólogo me desafía a completar la trama de una historia que todavía era incierta en la primera edición de 1988.

El lector hallará parte de esa historia en el primer prólogo: Juan Gelman en 1983, ex dirigente de Montoneros, exiliado en París, trabajando como traductor en la UNESCO, condenado a muerte por la dictadura y también por la dirección de Montoneros, que lo acusa en 1979 de traidor. Juan Gelman en 1987, el combatiente antidictatorial que no puede regresar a su país en democracia, ya que pesa sobre su cabeza una condena por hechos de sangre cometidos en los años de plomo, de los que él no es autor.

Al filo de estas Conversaciones, el lector encontrará sus posiciones políticas, su genio literario, las contradicciones del militante y las esperanzas del hombre. También encontrará las facturas que les pasó a quienes le bajaron el pulgar cuando estaba casi acabado en medio de la arena, cercado por los gánsters.

Los furores que destilaron muchas necrológicas sobre Juan Gelman tienen su explicación en la herida mal curada que atraviesa la Argentina desde 1955. Cóctel por demás explosivo: los crímenes de la Revolución Libertadora, la lucha armada, la represión, la dictadura 1976-1983, decenas de miles de de saparecidos, una guerra internacional perdida, la democracia alfonsinista, la pizza con champán menemista y aquel helicóptero en el que escapó el autista De la Rúa. Y con él, los delirios rastacueristas de las relaciones carnales de la Argentina con el Primer Mundo. Claro está que hay en juego algo más que la muerte de un poeta. Los artículos de Ceferino Reato y Luis Majul, tanto como los eructos del provocador televisivo Eduardo Feinmann horas después del fallecimiento de Gelman, se fundan en una común asociación de patrañas: reconocimiento arrancado con fórceps ante la obra monumental del finado, fusilamiento histórico por sus posiciones revolucionarias e infierno eterno por su adhesión al proyecto político iniciado por Néstor Kirchner en 2003. Ningún análisis sobre los antecedentes históricos. Ninguna mención sobre sus consecuencias. Pala y tumba y escupidas sobre la lápida del muerto, y sobre lo que el muerto defendió. Tal fue el rito funerario de esos apologistas de la nueva barbarie, que recalientan el pasado para servirnos el menú indigesto de la infamia. Entrada (Gelman fue un gran poeta, pero fue un asesino de la subversión marxista-peronista-montonera). Plato principal (Gelman fue un revolucionario desencantado, que enterró toda ideología, limitándose a revolver cielo y tierra para hallar a su nieta secuestrada y los restos de su hijo y su nuera, asesinados por la dictadura). Postre (poco. O mejor dicho, nada). Algunas lagrimitas, réquiem pour la galerie. Y a otra cosa.

Que Jorge Lanata lloriquee porque Gelman no lo cite en una historia de Página 12, que Majul y Reato peroren acerca de “un gran poeta, sí, pero asesino” no puede sino confirmar el cachetazo que la vida y la obra de Juan Gelman asestaron a la trilogía ideológica de la infamia. A saber: Uno, el mejor revolucionario es el revolucionario muerto. Dos, el mejor de los desterrados es el que perdió el coraje para volver atrás. Tres, el poeta más brillante es aquel que sube al Parnaso de lo ideal, escapándose para siempre de la acción.

Al Ora pro nobis de los plumíferos ganaderos de La Nación hay que sumarle las vestiduras rasgadas de los “quebrados” de otrora. Tal había sido ya el caso del inefable Oscar Del Barco en el año 2005, exigiéndole a Gelman “abandonar su postura de poeta mártir y asumir su responsabilidad como uno de los principales dirigentes del movimiento armado Montoneros [quien] debe confesar esos crímenes y pedir perdón por lo menos a la sociedad”.

Misa desopilante de monaguillos sin misa, de rodillas siempre que la campanita suena.

Ni héroe de gesta ni bardo parnasiano, ni rebelde impoluto ni abuelito de Heidi: con Juan Gelman la cosa jamás fue fácil. Para el peronismo resistente, y luego para el peronismo guerrillero, para las organizaciones marxistas (comunistas o peronistas o guevaristas o todo a la vez), la generación de intelectuales que contó, entre otros, con Walsh, Conti, Urondo, Santoro, y el propio Gelman, fue un hueso duro de roer, una papa caliente. Tan necesaria como molesta. Que viniesen del pensamiento cristiano, como Walsh, o del comunismo, como Gelman, la tormenta de la época que los unía urdió también el tifón de las sospechas. A la hora en que fusilaban al peronista general Valle en 1956, ¿qué podían valer los cuentos de Walsh? Cuando el Plan Conintes aplicaba en la Argentina de 1962 el terrorismo que había ensayado Francia en Argelia, ¿de qué servía citar a Antonio Gramsci? ¿Paraban a las balas de Onganía los poemas de Santoro? La magia de Conti, ¿desenchufaba la picana? A la hora de proletarizar las conciencias, ¿podía caer bien la humorada de Francisco Urondo cuando insistía en decir “Yo no soy un pequeño burgués, sino un gran burgués”?

Aunque el radicalismo de FORJA durante los años 30 y el peronismo entre el 45 y el 55 habían atraído a algunos intelectuales como Arturo Jauretche, Homero Manzi, Scalabrini Ortiz, Rodolfo Puiggrós o Leopoldo Marechal, en aquellos años de lucha 60-70 el concepto mismo de “pensador” y “hombre de letras” estaba más cercano al té con masitas en la Confitería La Ideal que a los “grasas” que habían desinflamado sus pies luego de la marcha del 17 de octubre de 1945. La generación de escritores como Alfredo Varela o Raúl González Tuñón sonaba distante, borrosa o injustamente identificada con los cantos épicos a la gloria soviética antes que con el vino tinto de los descamisados. La generación de intelectuales y militantes a la que perteneció Gelman desafía todo lo conocido hasta entonces, porque sus análisis molestan y al mismo tiempo elucidan, porque sale de la torre inmaculada para hablar de guerrillas y batallas.

Esta nueva edición de Conversaciones se propone reinstalar el análisis de una época brumosa, un análisis que explique lo que fue aquel tiempo y las razones de la violencia, los mecanismos que hicieron inevitable el tobogán de las armas cuando todas las puertas se cerraron y el pueblo fue condenado a la clandestinidad en su propia tierra.

La Buenos Aires donde Gelman comenzó a unir militancia y poesía no era París. Una discusión política abierta no se acababa compartiendo la mesa con Jean Paul Sartre en el Café de Flore, ni cenando con Albert Camus en el Deux Magots. Se terminaba en el subsuelo de la SIDE y/o flotando en el Riachuelo y/o en el laberinto vegetal del Tigre. Todo dependía del calibre con el que te habían arrancado la vida. En aquellos años 60 y 70 la guerra civil desatada el 16 de setiembre de 1955 crispaba los nervios cotidianamente, calaba en la piel de los miedos, convertía en relleno de ataúd a quien osase pronunciar el nombre del “tirano prófugo”. La clandestinidad era la norma. Las palabras, un asunto delicado: ser y no decir, no decir y seguir siendo, seguir siendo y decir. Complicado y feroz dilema… el mínimo error podía costar la vida. Y no solo cuando se estaba frente al enemigo.

La Habana, otoño boreal de 1962. Luego de una intensa labor periodística y de la fundación de la agencia Prensa Latina para la Revolución Cubana, el argentino Jorge Ricardo Masetti acepta la proposición del Che de crear una fuerza guerrillera en Salta. Nombre de código: Operación Don Segundo Sombra. Objetivo: crear un foco que distrajese a Washington de su hostigamiento contra Cuba, después de la intentona fracasada de abril de 1961 en la Bahía de Cochinos. Jefe: el propio Masetti, alias Comandante Segundo. La Operación Don Segundo Sombra debía ser guardada en el mayor de los secretos, y ninguna consigna de sigilo podía ser violada. Bajo ningún pretexto. A sus 32 años, Juan Gelman llega a la capital cubana llevando mensajes de Masetti con la orden de transmitirlos directamente al entonces ministro Ernesto Guevara. Al Che y solo al Che. Larga espera, quizás alguna excusa urdida para el encuentro. Gelman logra al fin encontrarse cara a cara con Guevara. Había guardias en la oficina.

—Vengo a traerle informes del Comandante Segundo —dice Gelman.

—No conozco a ningún Comandante Segundo —le responde el Che, radiografiándolo.

Gelman no entiende nada. Cruza un continente, pasa el bloqueo, llega hasta allí. Y el Che insiste:

—No sé de lo que usted me está hablando.

—Del Comandante Segundo. Tengo un informe —dice Gelman—. Me dio un informe para darle.

Los guardias que estaban en la pieza comienzan a removerse observando a ese argentino, parado frente al Che. Advierten el desagrado y la inquietud de Guevara. En aquellos tiempos de atentados fallidos contra Fidel, y de la desesperación de la CIA por cargarse un muerto, toda provocación era esperable. Gelman escucha que el rumor a sus espaldas empieza a ponerse pesado.

—Compañero, le explico que…

Guevara mira a sus guardias, fulmina a Gelman, y lo para en seco.

—Usted no me explica nada. A usted no lo conozco. Ni al Comandante Segundo. No sé de lo que me habla y no voy a escucharlo.

Gelman se remueve. La cosa puede terminar mal.

—Compañero Guevara —comienza Gelman—. Imaginemos que yo conozca a un tipo que se llama Comandante Segundo. ¿Me deja?

Con un gesto, el Che detiene a sus hombres.

—Siga —dice.

—Imaginemos que yo conozco a ese tipo, el Comandante Segundo, e imaginemos que usted no es ministro y que usted no es Guevara y que yo no soy yo.

—¿Y?

—Ahora, imaginando que usted no es el Che Guevara, que el Comandante Segundo no es el Comandante Segundo y que yo no soy yo. ¿Podría escucharme?

Guevara observó a Gelman con media sonrisita. Hizo un gesto imperceptible. Los guardias salieron de la pieza. Gelman y Guevara se quedaron a solas.

—Ahora sí, lo escucho —dijo el Che.

Ignoro lo que se dijo en aquella conversación, porque para Juan el secreto era una ley y la discreción, los candados del enigma. Recordó al Che en varios poemas con los que también forjó una historia deslumbrante.

El riesgo de evocar la obra poética de Juan Gelman podría llevar al desencanto. No ante su formidable producción, sino ante la impericia crítica de quien escribe estas páginas. Otros podrán abordar con talento esa poética construida como un rompecabezas del idioma. Dejemos que hable Cortázar, en 1981: “Hombre al que le han segado la familia, que ha visto morir o desaparecer a los amigos más queridos, nadie ha podido matar en él la voluntad de subtender esa suma de horror como un contragolpe afirmativo, creador de nueva vida. Acaso lo más admirable en su poesía es su casi impensable ternura allí donde más se justificaría el paroxismo del rechazo y la denuncia, su invocación de tantas sombras desde una voz que sosiega y arrulla, una permanente caricia de palabras sobre tumbas ignotas”.

La ruptura de esquemas, el contrapunto de la frase, su propósito de pasarle el plumero al castellano de salón lo pusieron al margen de toda moda. Cinematográfico, como Maiakovski, Gelman sueña como Girondo, golpea como Tuñón, conversa como César Vallejo, detalla como Jacques Prévert y demuele para construir sobre las ruinas. Los neologismos gelmanianos son a la poesía española lo que la Yumba de Osvaldo Pugliese fue para el tango: síntesis y comienzo. Desafío.

“El creador, el poeta —explicó alguna vez Gelman— está del otro lado del mostrador y conoce en general su fracaso. Por lo menos en mi caso es así; yo creo que ha sido todo el tiempo un intento de expresión en el que pocas veces he alcanzado la felicidad o la dicha. Es una lucha interminable. Creo en definitiva que el poema es posible. Atrapar la poesía, no. Por eso se escribe, porque hay una terquedad en tratar de apresarla como si se pudiera. O la señora te visita o no te visita. Esto es así”.

Y la señora lo visitó. Y luego de la travesía del desierto, el reconocimiento internacional comenzó con una garúa fina, allá en 1987, con el Premio Boris Vian. Sequía después, y luego el torrente: Premio Nacional de Poesía (1997), Premio Juan Rulfo (2000), Premio Lezama Lima (2003), Premio Teresa de Ávila (2004), Premio Ramón López Velarde (2004), Premio Pablo Neruda y Premio Reina Sofía (2005), Premio Miguel de Cervantes (2007). ¿Pero antes, qué? ¿Y antes de ese antes? Dejaremos de lado las tendencias premiófilas que tantas veces asaltan, como complejos de culpa, a los jurados de letras. Digamos que antes el poeta Gelman había estado más necesitado de una maleta salvadora que de premios a una biblioteca condenada a la huida. Había en ese hombre algo de rabino estoico, susceptible y minucioso. Había en Gelman mucho de askenazi tenaz, un pie en el taller y otro ya en el carromato. Algo que cada noche lo hacía modelar el Golem vengador, aunque supiese que, cuando se desencadenase el pogrom, solo quedaría escapar. O morir.

Evoco aquí dos recuerdos. El primero de ellos, aquel mediodía del otoño de 1988. Gelman volvía al país jugándose la libertad a cara o cruz. Como veremos más adelante, la campaña internacional de firmas iniciada en 1987, solicitándole al gobierno de Alfonsín el fin de la condena de Gelman, había puesto en jaque al encarnizado juez Miguel Pons, “Torquemada” oficial de guerrilleros jubilados. La captura de Mario Firmenich en Río de Janeiro en febrero de 1984, su traslado a la Argentina y su condena a treinta años de reclusión a pesar de las protestas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hablaban a las claras de por dónde podía pasarse el gobierno alfonsinista el sello de “enemigo de la dictadura”. La Comisión Sabato, o Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), estaba investigando los crímenes del videlismo desde diciembre de 1983. Pero, al mismo tiempo, el ministro del Interior radical Antonio Tróccoli lanzaba a rodar por televisión la truculenta “teoría de los dos demonios”, donde uno (el demonio militar) había sido la respuesta al otro demonio (el de la subversión guerrillera). Desesperado por atraer sobre sí las luces del vodevil bidemoníaco, el juez Miguel Pons hacía alharaca de fervor democrático contra Gelman iniciándole un proceso por asociación ilícita, y ordenando su detención en junio de 1985.

Atrapado por la policía brasileña como un perejil, en 1984, y expulsado hacia Buenos Aires, Mario Firmenich había creído que al aterrizar en Ezeiza las masas montoneras acudirían a aclamarlo. No hubo nadie. Era impensable dejar que Gelman llegase solo aquel mediodía del otoño de 1988, para correr la misma suerte. Tampoco hubo multitudes en Ezeiza. Solo fuimos tres: Eduardo Luis Duhalde (dispuesto como abogado a plantársele al juez Pons para exigirle la libertad de Gelman), el periodista Isidoro Gilbert (que ya tenía preparado el lanzamiento de una campaña de prensa internacional, si arrestaban a Juan) y quien escribe estas líneas. Tendríamos que haber sido cuatro. Pero el cuarto, Horacio Verbitsky, se la jugó solo y viajó a Carrasco (Uruguay) esperando subirse al avión en el que venía Juan y que debía hacer escala técnica en la Banda Oriental. Intento condenado al fracaso, cuando le comunicaron a Verbitsky que el avión no tomaba pasajeros. Situación que le valió, en la expresión flamígera de Eduardo Luis Duhalde, el apodo de “El mártir” o “La viuda de Carrasco”.

Suspiramos aliviados cuando vimos salir de la aduana a un Gelman con cara de Míster Magoo pasando entre las trampas. Traía su sonrisa, y la mirada cautelosa ante el posible guantazo. Y un bolsito de albañil.

—¿Volvés del exilio y solo traés este paquete?

—¿Para qué más? —dijo—. Si salgo, compro ropa. Si voy preso, ropa dan.

No fue preso, e ignoro si se compró ropa. Lo que sí hizo fue comenzar a entender ese país. A años luz del que había visto durante su visita clandestina de 1978. A siglos luz del que alguna vez había soñado.

El segundo recuerdo es de 1991, de París, donde por esos azares de la solidaridad logré salvar la biblioteca de Gelman, condenada a terminar en papel picado por una ex compañera que Juan había sabido tener en los años del destierro parisino.

—Me mudo, Roberto —me dijo Flavia Ugalde—. Rehago mi vida. O te llevás esos libros o tengo que tirarlos.

Acudí al departamentito de la rue Edgar Poe, el mismo donde se habían desarrollado estas Conversaciones. No había murallas de volúmenes sino solo lo suficiente para llenar el baúl de un Twingo: poesía inglesa, William Wordsworth, los poetas místicos, John Donne, Dylan Thomas, Samuel Beckett, alguna antología francesa de bolsillo, Walt Whitman, Poe, John Keats. Y, atados con un piolín, unos originales editados casi en papel higiénico, autografiados por un autor del que nunca retuve el nombre. Volví a mi departamento, hice malabares para encajar aquel amasijo en un rincón de mi propia biblioteca, y durante meses allí quedaron. No todos. Los libros de bolsillo terminaron en las manos de la hija de Jorge Cedrón, el magnífico cineasta asesinado en París en condiciones misteriosas. La jovencita Lucía Cedrón los recibió con unción, como ante una reliquia.

La vida siguió. Yo ya había olvidado el episodio cuando, tiempo después, llegando a una cena con amigos que teníamos en común, alguien me dijo que Gelman me andaba buscando. Que iba a llamar, dijeron.

Y Juan llamó esa misma noche, seco como un pan de tres días.

—Mero, gracias por salvarlos, pero ¿te quedaste con todo vos?

Yo estaba dispuesto a desembarazarme de esa carga, y nos dimos cita en el Novotel de la Porte de Bercy, donde Gelman se alojaba durante la tradicional Primavera de los Poetas, para la cual había sido invitado a dar dos o tres oratorios. Día de paro de transportes, con el coche descompuesto, fui al encuentro con un changuito de feria que el taxista de un Mercedes casi rechazó cargar. La habitación de Juan tenía el encanto de plástico de esos hoteles para viajantes de comercio. Un discreto bar personal estaba alineado junto al televisor. Nos saludamos. Abrí el changuito. Desplegué los libros sobre la cama.

—Es lo que tengo —traté de justificarme, incómodo ante un Gelman que buscaba ansioso uno, como si fuese el Santo Grial.

De pronto se arrojó sobre la pila y tomó solamente un libro. Justo ese que estaba fabricado en papel higiénico.

—Es el único que me interesa —dijo Gelman—. Me lo firmó como recuerdo. Un viejo poeta, muy buen tipo. Ya muerto.

Así eran las cosas con Gelman, y así siempre habían sido. Un milhojas desconcertante de calidez y paranoia explicable, de elegancia, respeto e ironía devastadora. El personaje podía dar precisiones sobre un debate ideológico, invocar a Vallejo, enternecerse discretamente ante mis enfáticas tiradas juveniles, o confesarse.

—¿Me podés explicar, Juan, por qué si entrás a trabajar en la UNESCO a las ocho de la mañana, te tomás el metro a las siete, cuando está más lleno? No tenés más de quince minutos de viaje…

—Es para dar codazos.

—¿Codazos?

—Que el metro esté lleno me permite dar codazos a los franceses —sonreía Gelman con cara de atorrante, reproduciendo el gesto.

El poeta sin bibliotecas apenas cubría en su elegancia distante el fervor del revolucionario sin revolución. O el de todas las revoluciones, que para Gelman no eran sino una. Jamás escuché de él una vociferación alterada, ninguna pesadilla verticalista, ningún taconeo ni marchita para gloria de los insurrectos. La revolución para Gelman era como uno de sus poemas, donde había que romper la sintaxis para crear la lengua, donde el entendimiento debía batallar con las sensaciones, como un deber sagrado. Sagrado, en el sentido que le da Philippe Garrel. Es decir: lo que queda cuando todo está perdido y se descubre que el más allá está acá mismo. Mística de lo humano, defensa de la justicia, coraje sin suicidio. El supuesto renunciamiento a los ideales revolucionarios que Juan habría aceptado, según algunos, luego de su separación de Montoneros, en 1979, nunca existió. Por el contrario, sus críticas a la dirección de la “Orga” se fundan en las mismas razones que lo habían llevado a abandonar el Partido Comunista a comienzos de los años 60: poner el instrumento revolucionario al servicio de las fuerzas populares, y no al revés. Posición intragable para propios y extraños; ella le valió la delirante condena a muerte de aquella dirección de Montoneros. Gelman plantea el recomienzo permanente de la Historia, su puesta en debate, su cuestionamiento creador ante las fuerzas de toda la reacción de una época en que la lucidez fue ahogada por la sangre. El anatema gelmaniano, que afirma que “el error fue no ganar”, nada tiene que ver con las homilías lanzadas desde el Olimpo por aquella dirección montonera. Para Gelman, la combinación de sectarismo político y ambiciones cuarteleras de esa conducción había impedido crear un verdadero movimiento popular capaz de tomar el poder. Para Gelman, la lucha armada nunca había sido un fin en sí mismo sino un medio para terminar con la espiral que había asolado al país desde la Revolución Libertadora. Para Gelman, la dirección montonera había impedido esa victoria popular cuando se había dado al juego insensato de adorar a Perón como a un ícono impoluto, para luego presionarlo “tirándole un cadáver sobre la mesa”.

Único sobreviviente de la generación de intelectuales que había adherido a la “Orga”, Gelman retomaba las críticas que ya habían realizado Walsh, Santoro y Paco Urondo. Y que la dirección había barrido como a miguitas, creyendo en el poder de las armas y despreciando el debate político.

La constancia del pensamiento de Gelman en favor de una transformación social y política que diese protagonismo al pueblo no lo llevó a posiciones posibilistas o democratoides, ni a la abjuración del combate pasado. A diferencia de otros ex partidarios de la guerrilla, predicadores desde 1983 del misal alfonsinista, Gelman sostiene los principios de la lucha armada cuando todos los caminos están cerrados. No se trata de la guerra por la guerra misma, sino del justo derecho del pueblo a defenderse de las tiranías. De ahí su batalla contra la “teoría de los dos demonios”, propuesta por el alfonsinismo y el Informe Sabato. Para Gelman, la guerrilla de los años 60-70 había sido la respuesta popular ante la espiral criminal iniciada por la Revolución Libertadora. En síntesis, sus ataques a la “teoría de los dos demonios” buscan desmontar la patraña de la equidad oportunista ante la Historia, el sofisma que pretende que la violencia ejercida por un pueblo para defenderse es equivalente a la violencia ejercida por una minoría para oprimirlo. Es esta la posición que Gelman sostiene en este libro, y que persiguió y sigue persiguiendo como un fantasma irredento a los mercaderes de la desesperanza.

París, mayo de 1996. Luego de varias llamadas y de un asedio simpáticamente pegajoso, el ex dirigente de Montoneros y luego traficante de armas Rodolfo Galimberti consiguió que me sentase a escuchar “lo que tengo que decir sobre lo que Gelman dijo en tu libro, que me llenó de mierda”. Le dije que no era necesario y que si él quería hacer alguna autocrítica, que se la hiciese a los muertos provocados por los errores de la dirección montonera. Pero el rutilante Galimberti insistió, quería hablar, justificarse. Cedí. Fue una larga conversación en los salones del coquetísimo Hotel Bristol, donde se alojaba el otrora taxista parisino cuando llegaba a la capital francesa para sus negocios armamentistas. Cuatro cafés, tres croissants, dos vasos de jugo de naranja y un paquete de Gauloises más tarde, aquel encuentro adquirió los ribetes de una confesión de presbiterio.

—Gelman nunca entendió que la revolución es lo que yo hice trabajando para que la CIA hiciese salir a Yasser Arafat de Beirut en el 82, rodeado por los israelíes. Y para eso había que negociar, no escribir poemas. Tragar sapos, conocer a esa gente (la CIA) que no juega con el poder sino que son el poder. Y el poder son los fierros. Y yo negocio desde ese poder.

Ignoro cuánto costó aquel desayuno en el Bristol. Seguramente nada para “Galimba”, cuyo testamento será polvo, olvido y la sangre de los otros. Su desesperación por quedar en la historia lo había hecho pasar de la ideología a la criminología y del laburito de chofer a las oficinas de Bunge & Born.

Gelman nunca fue fácil, y este libro sigue siendo el testimonio de su complejidad. Complejidad que he tratado de aclarar precisando, en las biografías y en las notas aclaratorias incluidas en esta edición, los datos históricos ausentes en la edición de 1988. Los años han pulido antiguas severidades que desplegué injustamente contra hombres como José Pablo Feinmann. Me desdigo de ellas. Por el contrario, los años no han cambiado sino confirmado mis negros vaticinios sobre otros nombres evocados en las primeras ediciones de las Conversaciones. Mantengo mis críticas, reedito las de Juan y confirmo la detestación común por aquellos apologi

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