PRÓLOGO
Pocos días antes de terminar este libro, se suscitó una polémica en torno a la información que adelantamos acerca de los vínculos de Horacio Verbitsky con la Fuerza Aérea durante la última dictadura. Esa discusión alcanzó enorme relevancia al interior de los organismos de derechos humanos y en el ámbito periodístico, lugares de pertenencia del personaje de esta biografía.
En medio de la vorágine mediática y del debate público acerca de las motivaciones “espurias” que nos imputaron por revelar datos acerca del pasado de Verbitsky, dos preguntas se hicieron necesarias: ¿por qué es relevante la información que develamos?, ¿es lícito indagar en hechos que transcurrieron hace tanto tiempo? Entre las conversaciones en las que participó el autor hubo una en particular que sintetizó y aclaró la cuestión. Fue la opinión del filósofo y ensayista Alejandro Katz la que, de manera más categórica, ayudó a comprender la razón de ser de este libro. A manera de prólogo, la transcribimos a continuación.
¿Qué importa?
Este libro puede suscitar muchas controversias. Aunque seguramente son por igual legítimas, no todas son de incumbencia del autor. Algunas de ellas harán referencia a la veracidad de la documentación. Se trata de una cuestión fácil de resolver: depende de expertos, de peritos que pueden confirmar que cada una de las pruebas utilizadas es verdadera. Es una controversia que no se salda con opiniones sino, más bien, con pruebas, y esas pruebas se pueden obtener por medio de expertos.
Otra controversia hará a la necesidad de este libro. ¿Por qué escribir, publicar, un libro de este tipo? Hay una primera respuesta: porque no es posible no hacerlo. Cuando un periodista recibe información de interés público, su obligación y su deseo coinciden: esa información debe ser compartida con la audiencia más amplia posible. No es el periodista el que debe decidir si una información debe restringirse o circularse, porque actuar de ese modo sería equivalente a ejercer censura o, cuando menos, a asignarse el derecho de efectuar un juicio que el resto de la sociedad no podría realizar. Por tanto, esta controversia tampoco tiene para el autor mucho interés. Se publica porque no es posible no publicar, más allá de las interpretaciones sesgadas o tendenciosas de quienes quieran atribuir segundas —o terceras, o cuartas— intenciones al autor.
Hay, finalmente, una controversia más. Seguramente no la última, pero posiblemente la más importante: ¿por qué es de interés público la vida que otro llevó bajo la dictadura? ¿Quién puede decir que el modo de actuar de otro fue el modo justo, el modo intachable, y por qué? Hay, aquí, al menos dos cuestiones: por una parte, la certeza de que nadie, bajo un régimen de terror, tiene, ya no la obligación, sino tampoco la posibilidad de actuar como un santo o como un héroe. Es más: seguramente, lo mejor es que la menor cantidad posible de personas actúen como santos o como héroes. Pero fuera de esas conductas casi míticas, todo es gris: cuáles son los límites de la colaboración, qué significa “colaborar”, qué es resistir, qué es ser cómplice… La filosofía intenta definir los límites éticos de la conducta; la psicología, comprender las reacciones de las personas en situaciones críticas; la historia toma a su cargo la reunión y el estudio de los hechos de ese pasado reciente y doloroso que quiere convertir en un relato verdadero. En las zonas grises, por las que transitó la gran mayoría de los argentinos bajo la dictadura, hubo conductas de todo tipo, la mayor parte de las cuales hoy son competencia sólo de la conciencia —buena, mala, indiferente— de quienes caminaron esos años terribles. Poco derecho tiene nadie, entonces, de juzgar qué han hecho los otros, cuando lo que hayan hecho no merezca estar bajo revisión judicial.
Pero la otra cuestión es por qué los actos de alguien, en aquel período, más allá de su carácter moral, son públicos o no lo son, deben o no ser públicos. Dos razones, en mi opinión, deciden este asunto. En primer término, si esa persona tiene, en la actualidad, una función pública, y si esa es una función pública que incide en la lectura, la valoración y, más aun, el juicio ético y penal sobre lo ocurrido en aquellos años. Y en segundo término, que esa persona tenga un discurso público sobre lo que otros hicieron, o no, en aquellos años. Horacio Verbitsky es una de las personas que reúnen esas cualidades: tuvo un rol destacado en la militancia revolucionaria de los años 70, jugó, según prueba este libro, un papel también destacado a lo largo de la dictadura, en un rol, cuando menos, confuso, y es hoy una de las figuras que más incide en el debate público no sólo sobre lo ocurrido en aquellos años sino, principalmente, en el modo en que desde el presente se juzga ética y jurídicamente a muchos de los protagonistas de aquella época. Protagonistas que, en muchos casos, cumplieron papeles significativamente menores que los que él cumplió y que, no obstante, son objeto de su análisis, de su pluma incisiva y, lo que es peor, de la acusación que su dedo tronante lanza sobre ellos. Parece, entonces, no solamente justo sino bueno que se conozcan los detalles de su vida durante aquel período trágico de nuestra historia. No necesariamente para condenarlo a nivel moral o político, sino, sobre todo, para restituir a nuestra vida en común los claroscuros que personas como Verbitsky pretenden disimular o, directamente, borrar: para comprender que no se trata de señalar a los demonios y a los puros, sino de reencontrar lo humano de nuestra propia, frágil, débil humanidad.
Alejandro Katz
INTRODUCCIÓN
Esta es una historia de espías, topos, revolucionarios y cultores de la concepción “si tengo razón, todo vale”. Una historia de la incapacidad arrogante para asumir los errores del pasado, de lo turbio y de la traición. De la irresponsabilidad de dirigentes que llevaron adelante una aventura militar y política para la que no estaban preparados y escogieron una metodología revolucionaria que en otro contexto o realidad pudo ser la adecuada.
Pasaron más de cuarenta años de aquellos tiempos violentos, y sus protagonistas, los jefes y cuadros de las organizaciones armadas que sobrevivieron, no sienten la necesidad de explicar sus actos.
Horacio Verbitsky es un caso distinto a la mayoría de los dirigentes y oficiales montoneros. Atravesó la dictadura sin mayores problemas, y al recorrer las distintas etapas de su vida resulta muy difícil no asombrarse, temerle, enojarse, admirarlo y, por momentos, despreciarlo.
Las inexplicables alianzas y conspiraciones antidemocráticas, la lucha revolucionaria, el periodismo de filtraciones, el oportunismo, los carpetazos y su discurso sobre los derechos humanos le han dado a Verbitsky un poder inusitado. A tal punto que ayudó a instalar en los servicios de inteligencia leales al gobierno, primero, y luego, como jefe del Ejército, a un represor de los setenta (aunque ahora reniegue de ello).
En la lógica de nuestro personaje, el doble discurso está justificado si sirve para acumular más poder. Una formidable pila de carpetas esperando el momento adecuado para ser utilizada es el arma secreta de Horacio. Para él, la información no tiene valor en sí misma; generalmente la usa con alguna finalidad útil a sus intereses. De otro modo, puede esperar años en un cajón de su escritorio.
La utilización sistemática del pasado, del parentesco y aun de meras coincidencias en un lugar determinado son los argumentos de demolición más usuales que esgrime contra sus enemigos políticos. Es el más notable cultor de la “culpabilidad por cercanía”, una táctica de “discusión” que suele usar para evitarse la tarea de oponer argumentos de fondo.
“El Perro”, como lo bautizó Francisco “Paco” Urondo, supo guardar una aparente coherencia en la construcción de su imagen. En este libro intentaremos poner bajo una lente de aumento esa imagen forjada con paciencia y esmero. Las pocas respuestas que Verbitsky nos dio, y que ya había ensayado en otras oportunidades, no bastan para aclarar la enorme cantidad de datos y testimonios que las contradicen.
Inicialmente, dijo que iba a concedernos una entrevista, pero luego recurrió a una estrategia poco original y menos decorosa: pidió que le enviáramos las preguntas por escrito, decidió responderlas vía correo electrónico y puso a su secretaria en el medio.
Después de estudiar al sujeto de esta biografía, después de analizar su participación en Montoneros, su vínculo con militares, políticos y presidentes, no pude contener la risa cuando imaginé al propio Verbitsky, no como el personaje empingorotado que muestra habitualmente, sino sentado tras la computadora de su secretaria y escribiendo en su nombre:
Estimado Gabriel,
Te adjunto un documento Word con las respuestas de Horacio. Además me transmitió que ha tomado nota de tu promesa de publicarlo textualmente, todo junto tal como está.
Muchas gracias
Saludos cordiales
Escribir las respuestas para enviárselas a su secretaria y que luego ella nos respondiera a nosotros es una conducta que evoca el instinto que caracteriza a los perros: marcar el territorio, decirles a los otros perros: “Acá mando yo”.
Su paciente y casi obsesivo trabajo para llevar a juicio a cientos de represores de la última dictadura militar ha dado frutos indudables. Un alto porcentaje de quienes hoy están siendo procesados o quienes ya han sido condenados le debe su nuevo estatus al trabajo de Horacio. Hoy podemos agregar que de algún modo también se cuidó de cuáles debían ser excluidos del escrutinio de la Justicia. Su poco interés en encontrar miembros de la Aeronáutica involucrados con la represión o su “distracción” con el general César Milani son un ejemplo de esto.
Sin olvidar su aporte, quienes formamos este equipo de investigación periodística tampoco dejamos de sorprendernos y preguntarnos ¿puede una persona pasar de comisario político frigerista a segundo jefe de Inteligencia en Montoneros? ¿De complotar contra el presidente Arturo Illia a cobrar dinero del general Juan Carlos Onganía, el dictador que derrocó al gobierno constitucional? ¿De escapar de la feroz persecución y represión de 1976 a trabajar para la Aeronáutica desde 1978 hasta 1982, “protegido” por el comodoro Juan José Güiraldes y caminando diariamente por el centro de Buenos Aires durante los años más duros de la dictadura del general Jorge Rafael Videla? ¿De ser parte del grupo de Inteligencia que planeó la mayoría de los operativos más sonados de Montoneros a ayudar a redactar los discursos de los jefes de la Fuerza Aérea y negar su pertenencia al grupo guerrillero frente a un juez durante la democracia? ¿De luchar para condenar a represores a instalar cuatro décadas después a uno de ellos en lo más alto de un gobierno al que apoya casi con fanatismo?
Heredero y albacea de Rodolfo Walsh por decisión propia, se convirtió en el verdadero viudo del autor de Operación Masacre, desplazando a los familiares de su ex jefe. Apareció incluso como único autor del libro Ezeiza, cuya investigación fue realizada por un equipo encabezado por Susana “Pirí” Lugones y Walsh, entre otros.
Con los años, Horacio ha demostrado una enorme capacidad e inteligencia para justificar lo injustificable, y una habilidad no menor para contenerse y guardar silencio frente a tantos atropellos a los derechos humanos y tantos hechos de corrupción que en otras épocas no habría podido callar. Los silencios de Horacio Verbitsky acaso serán, en el futuro cercano, un arma mortal contra su credibilidad.
Durante el desarrollo de las entrevistas que se hicieron para este libro, no pude dejar de comparar la conducta ética de Verbitsky con la de Antonio Gramsci y la del marxista argentino Horacio Ciafardini. Presos de distintos regímenes políticos, ambos tuvieron la oportunidad de salir del terrible encierro que estaban sufriendo a cambio de negar su pertenencia al Partido Comunista, el primero, y de asumirse como delincuente subversivo, el segundo. Los dos prefirieron quedarse en sus celdas y no entregar su dignidad.
No se trataba de un asunto personal, ambos formaban parte de una lucha. Cualquier militante es consciente de que sólo es una herramienta, una pieza, y que el éxito o el fracaso son impersonales, pues los sobrevive el proyecto político. Quienes militamos en partidos revolucionarios en los setenta sabíamos eso y estábamos dispuestos a asumir el riesgo. Pero parece que el proyecto de Horacio Verbitsky siempre fue Horacio Verbitsky.
“¿Quién es usted, Verbitsky?”, preguntaba David Viñas en una réplica publicada en el matutino Página/12 en septiembre de 2001, para concluir con esta clara insinuación: “Walsh era un artesano de la información que trabajaba en solitario; usted, Verbitsky, notoriamente se ha convertido en un empresario de la información que trabaja rodeado de computadoras y de informantes. De donde se sigue, privilegiadamente, que tiene usted la última palabra”.
¿Qué le preguntaba Viñas a su colega del diario? ¿No sabía David que Horacio era un periodista ex guerrillero devenido en luchador por los derechos humanos?
¿Quién es usted, Verbitsky? es una pregunta que también nosotros nos hacemos.
La nota del final
La periodista Susana Viau luchó hasta el final de su vida para hacer pública una información sobre Horacio Verbitsky que hacía tiempo conocía pero que nunca había llegado a publicar. El 17 de marzo de 2013, una semana antes de su muerte, el diario Clarín publicó su última columna: “La elección de Bergoglio, una afrenta a Cristina”. Lo que sigue es el relato de su amigo, el periodista Oscar Muiño, acerca de ese episodio.
Susana Viau estaba internada en el Instituto Alexander Fleming, combatiendo el cáncer. Cada vez con menos fuerzas físicas, pero con la misma determinación de toda su vida. Dolorida, había dormido mal, entrecortado. A las seis de la madrugada ya estaba despierta y pidió su computadora portátil. Quería leer los diarios, como todas las mañanas. Se la alcanzó su hermana, Mónica.
Leía en silencio, hasta que se topó con un artículo de Verbitsky. La irritó tanto que la indignación la pudo: “Esto no puede ser. Algo tengo que escribir…”.
Y escribió: “No fue la mano de Bergoglio la que escribió para que Orlando Ramón Agosti pusiera en funciones al brigadier [Omar] Graffigna: ‘Hemos ganado la batalla de las armas, que ellas no se contaminen de la pestilencia que hemos venido a limpiar’. Algún día, tarde o temprano, se sabrá quién fue el autor de semejante brutalidad”.
El domingo 17 de marzo de 2013, Clarín publicó su columna.
Fue la última nota que hizo y la escribió aporreando la computadora, mientras decía: “Estoy harta de estas cosas que todo el mundo sabe y que no se dicen por un pacto de protección corporativa en el periodismo. Es una manera de falsear la realidad, y permite a muchos infames sacar patente de defensores de causas nobles”.
No lo identificó. “No conseguí las pruebas; podrían hacerle un juicio al diario”, se lamentaba. Sabía que era Verbitsky pero no podía probarlo.
La convicción de Susana, que había tenido ya algunos choques serios con Verbitsky, llevaba años. Viau, como toda periodista, tenía fuentes variadas. Una era “el Cadete” Güiraldes. No se veían personalmente, pero sostenían frecuentes contactos telefónicos. Hombre de derechas, conocedor del mundo militar, aportaba datos y percepciones de un sector ajeno a la cotidianidad de Susana.
En una de esas conversaciones, Güiraldes pregunta:
—Susana, ¿usted sabe por qué Verbitsky dejó de atenderme el teléfono?
—No tengo idea. ¿Por qué habría de atenderlo?
—Es que hemos tenido una amistad de mucho tiempo. Cuando él se tenía que ocultar yo le ayudé a conseguir un departamento para vivir. También le conseguí trabajo para la Aeronáutica.
—¡¿Cómo?! ¿Verbitsky trabajó para la Fuerza Aérea?
—Era un hombre culto y yo le conseguí el trabajo. Siempre recuerdo la hermosa letra que tenía. Porque yo guardé las notas manuscritas que me mandaba junto con los discursos.
—¿Discursos?
—Claro. Todavía me acuerdo de uno que le hizo para [Ramón] Agosti cuando le pasa el mando a [Omar] Graffigna.
Güiraldes empieza a leer el texto. Susana, que está al teléfono en su departamento de San Telmo, manotea un lápiz casi sin punta y garrapatea en un papel lo que retiene: “Hemos ganado la batalla de las armas, que ellas no se contaminen de la pestilencia que hemos venido a limpiar”.
—¿Usted tiene las cartas? Porque me gustaría verlas… —pregunta Viau.
—Bueno, son personales. No sé si debería…
La comunicación languidece y termina. Susana deja el lápiz, recoge el papel y se lo lee a su marido Enrique Pacheco, que pregunta:
—¿Será verdad?
—Yo le creo, porque este hombre me lo dijo sin advertir la enormidad que resulta; sin doble intención.
El hallazgo
Estábamos por terminar este libro, dedicados a recopilar la información más reciente e intercalarla en los distintos capítulos, cuando El Perro, la biografía “semiautorizada” de Horacio Verbitsky, escrita por Hernán López Echagüe, salió a la calle.
Naturalmente, antes de dar por terminado nuestro trabajo, quisimos leer ese libro. Por algunas expresiones de Verbitsky reflejadas allí respecto de su relación con el comodoro Juan José Güiraldes —a quien retrataba como un viejo ex aeronauta al que le gustaba disfrazarse de gaucho y bailar el malambo—, su hijo Pedro nos escribió una carta en la que expresaba su molestia: “Francamente, decir que mi padre no tenía vínculos con el Proceso, como Horacio Verbitsky le dice en el libro a Hernán López Echagüe suelto de cuerpo, es tomarnos a todos de pelotudos”. Pedro tenía razón: la influencia de su padre dentro de la Aeronáutica está fuera de toda duda. Como ejemplo, basta citar la opinión de la Fuerza Aérea, redactada por el propio Güiraldes, el 20 de octubre de 1975 en el documento titulado “Bases para la restauración nacional”, que comenzaba: “Es necesario refundar el Estado, la partidocracia liberal ha sucumbido, sólo un sistema nuevo, expresión de una realidad inmutable, puede salvar a la Patria. La estructura liberal parlamentaria se ha derribado estrepitosamente sobre las espaldas del pueblo argentino; sus instituciones no cumplen con las necesidades del mismo. La desintegración política, económica y moral del país pueden llevarnos a su desmembramiento físico, objetivo último de la guerra revolucionaria marxista”.
Ya habíamos tenido una entrevista con Pedro. Su padre lo nombró albacea testamentario y depositario de los archivos políticos, y en 2009 Pedro protagonizó un cruce público con el Perro. La naturaleza del vínculo entre Horacio Verbitsky y el Comodoro, así como el papel del militar durante la dictadura, se habían puesto una vez más en tela de juicio.
Pedro volvió a los viejos archivos de su padre a buscar información. Este fue el comienzo del hallazgo de documentación irrefutable, que da cuenta de la relación económica que Verbitsky mantuvo con la Fuerza Aérea, a través del Instituto Argentino de Historia Aeronáutica Jorge Newbery, durante cuatro años.1
Un sábado por la mañana, con el pavimento mojado, llegamos a la estancia La Santa María, en San Antonio de Areco. Pedro Güiraldes sacó un manojo de llaves y abrió la tranquera. Subió nuevamente al auto conducido por su hija María, seguimos por un camino arbolado y luego cruzamos un bosque húmedo hasta llegar a un galpón de ladrillo y chapa. Al abrir la puerta, detrás del tractor y a su costado, encontramos varias pilas de carpetas, fotos en las paredes y documentación sobre algunas mesas. Otras carpetas estaban apiladas en pequeñas piezas y ordenadas metódicamente con etiquetas no siempre legibles. Sacamos una mesa larga fuera del galpón para poder ver con claridad aquellos documentos. En lo que restó de la mañana y hasta bien entrada la tarde, revisamos el contenido de cada una de las carpetas.
Ahí aparecieron cartas del Cadete al ministro del Interior de la dictadura, Albano Harguindeguy, en las que le pedía por la vida de algunos militantes detenidos. También estaban las respuestas de Harguindeguy, que sugería esperar al momento de la liberación para sacar a algunos de ellos fuera del país. Esto demuestra que, a diferencia de generales como Julio Alsogaray o el propio ex presidente Alejandro Lanusse —quienes no pudieron salvar a su hijo y a su sobrina, respectivamente—, el simpático gaucho que bailaba malambo tenía el poder suficiente como para interceder por militantes que habían participado en hechos de sangre y que ni siquiera eran sus parientes.
Seguimos buscando. Encontramos un montón de libros editados con los discursos de los comandantes en Jefe y los originales escritos a máquina, con correcciones en lapicera, algunas de puño y letra del Comodoro y otras —hasta ese momento— de autor desconocido, que nos hicieron pensar en una posible autoría del Perro.
Pedro Güiraldes nos dijo que su padre le había contado, en más de una oportunidad, que Horacio lo había ayudado en la corrección y elaboración de algunos de los discursos del comandante Graffigna, lo cual, como vimos, era conocido también por Susana Viau. Además, encontramos correspondencia entre Viau y Güiraldes.
Consultado para esta investigación, el periodista Diego Rojas comentó que, durante una reunión con colegas en la casa de Gabriela Esquivada, Viau aseguró que conocía la existencia de los discursos de la Fuerza Aérea escritos de puño y letra por Verbitsky y que esos manuscritos debían estar en alguna caja entre las pertenencias del Cadete Güiraldes.
Días antes de nuestra visita a la estancia La Santa María, Pedro nos había acercado otro texto manuscrito con una frase parecida a la citada por Susana, que decía: “Estamos unidos en sociedad por las grandes coincidencias del amor a Dios, a la patria, a la libertad, a la propiedad, a la justicia, a la paz, al derecho y al orden, que son los grandes valores aglutinantes, cuyo culto permitirá que se mantenga indestructible la unidad de la patria, de nuestros hogares y de nuestras familias, todavía no afectadas en sus partes vitales por el cáncer de la disolución totalitaria que las Fuerzas Armadas hemos venido a extirpar”. Este fragmento formaba parte de un grupo de treinta y cuatro páginas pequeñas y amarillentas que se habían utilizado en un texto más amplio, escrito a máquina y con correcciones a mano, que correspondía a un discurso de Graffigna en ocasión del día de la Fuerza Aérea, el 10 de agosto de 1979.
Después de que Pedro comparara la letra en cuestión con la de otros colaboradores habituales del Comodoro, que frecuentaban su oficina de la calle Paraguay al 700, llegó a la conclusión de que no se parecía a la de ninguno de ellos y sospechó que podía ser de Horacio, pero no tenía cómo compararla. Con varios originales y fotocopias de esas páginas, más dos dedicatorias de puño y letra de Verbitsky en libros de su autoría, acudimos a tres peritos calígrafos. El primero, apenas supo de quién se trataba, se negó a hacer el peritaje, aunque —off the record— se animó a confesar que tenía la impresión de que la letra era de Horacio. Prevenidos por esta situación, a los dos peritos siguientes se les pidió simplemente que dijeran si la letra de los manuscritos correspondía a la misma mano que había escrito las dedicatorias.
En ambos casos, la respuesta fue afirmativa. La sensación que nos produjo no fue agradable, porque sabíamos que la difusión de esos hechos iba a cambiar para siempre la visión que los periodistas, los intelectuales y el ámbito de los derechos humanos teníamos sobre el personaje.
Junto con los manuscritos, Pedro encontró las Memorias del Instituto Jorge Newbery, selladas y estampilladas, con matasellos del correo de la época: “13 de septiembre de 1978 (51ª reunión): Se da lectura a una nota recientemente recibida del Comando en Jefe de la Fuerza Aérea, en la que comunica que, conforme lo solicitado por este Instituto, se le ha otorgado un anticipo, en carácter de subsidio de tres millones de pesos ($3.000.000) para encarar la redacción de la obra. Se resuelve además recomendar su redacción al Señor Horacio Verbitsky, previa firma de un contrato”.
“5 de octubre de 1978 (52ª reunión): Se informa que con fecha 15 de septiembre pasado se firmó con el Señor Verbitsky un contrato para la redacción de la obra en seis (6) meses, con una retribución mensual inicial de SETECIENTOS MIL PESOS ($700.000) que se incrementará en los 5 meses restantes conforme con los índices mayoristas a nivel general y con cláusulas punitivas en caso de incumplimiento por parte del causante”.
Las Memorias demuestran que hasta marzo de 1982 Verbitsky siguió cumpliendo con la entrega de diversas publicaciones y concluyó con un trabajo titulado “La Aeronáutica Argentina, ayer, hoy y mañana”. Por si quedara alguna duda, las Memorias agregan que “el Señor Verbitsky, conforme el contrato que firmara el 30 de marzo de 1981 y que diéramos cuenta en nuestra memoria anterior, entregó en el plazo estipulado el nuevo trabajo con las modificaciones que los señores miembros habían aconsejado introducir”.
Eso no era todo. En La Santa María también vimos notas y escritos del comodoro Güiraldes, datados en octubre de 1975, en los que se detallaba el plan de acción y gobierno del golpe que sobrevendría en marzo de 1976. Asimismo, había material que testimoniaba que, una vez perpetrado el golpe, el Comodoro había mantenido reuniones en su domicilio con distintas personalidades de la economía y la política vinculadas al gobierno de facto, con la finalidad de evaluar, ajustar e incidir sobre el Proceso de Reorganización Nacional. A cada una de estas reuniones asistía, por lo menos, un alto oficial de las Fuerzas Armadas en actividad.
Por todos estos elementos, las respuestas que Horacio Verbitsky dio acerca de esos años resultan inverosímiles. Según su “versión estilo Heidi”, Güiraldes no sólo era un pintoresco personaje sin ligazón con el Proceso, sino que desconocía la militancia montonera de Verbitsky. Cuando esta información fue adelantada en los medios, Horacio no dejó de sorprender con sus réplicas. Respecto de las memorias y balances, donde detalladamente se describe la relación económica y contractual, declaró a la revista Noticias: “Si tales actas fueran reales, la explicación debería darla ese Instituto, lo que Clarín mostró son minutas que hablan de un contrato, pero no el presunto contrato por un dinero que no cobré, si alguien cobró, ¿quién fue?, sólo ayudé a Güiraldes con su libro sobre transporte aerocomercial, en el que me agradeció el consejo de ceñirse a su especialidad”. Según esa respuesta, el comodoro Güiraldes habría timado durante cuatro años a la Fuerza Aérea Argentina para recibir unos cuantos millones de pesos de la época, pero en lugar de hacerlo a nombre de Juan Pérez eligió el nombre de Horacio Verbitsky, su amigo y segundo jefe de Inteligencia de Montoneros hasta 1977.
Pocas horas después de que saliera publicada esta información en el sitio web plazademayo.com, el Centro de Estudios Legales y Sociales que preside Horacio Verbitsky, sin haber visto los originales de las memorias del Instituto ni las pericias caligráficas, nos acusó de mentirosos y difamadores. Una actitud inexplicable y casi tan desafiante como la que demostró en sus sucesivas apariciones mediáticas intentando contrarrestar nuestra información.
En la misma entrevista concedida a Noticias, el Perro amenazó: “Veremos si alguna editorial se arriesgará a publicar una obra con documentos falsos, con una caligrafía ostensiblemente distinta de la mía que me atribuyen, y el análisis de unas pocas letras que dice [son] parecidas, ¡por parte de peritos anónimos cuyo nombre no puede revelar, sobre dedicatorias de mis libros que no puede mostrar!”.
Como periodistas e investigadores, nuestra obligación es chequear la información de la manera que en cada caso corresponda. Eso hicimos. Los peritajes forman parte de los elementos que sustentan nuestras aseveraciones. A lo largo de este libro, el lector encontrará los elementos que acreditan nuestra información y podrá sacar sus propias conclusiones.