Barón Biza

Fragmento

EL HIJO

I

Lo recuerdo vestido con vestimenta sobria, habitualmente con saco. De su hablar, rememoro ahora su ritmo pausado y elegante, acompañado de una suave tonada. Era muy amable. Llevaba una barba canosa y promediaba la cincuentena. Vivía en Córdoba, lugar de donde provenía la mitad de su familia, los Sabattini, que habían hecho historia en la provincia, pues su abuelo había sido gobernador y célebre caudillo radical. También lo recuerdo con aire de enfermo y de persona sobre quien pesaban los escombros de una antigua demolición. Se me hizo evidente que arrastraba consigo las muescas de las sucesivas tragedias descargadas sobre su familia. Me contó que había sido periodista, corrector de pruebas, crítico de arte e incluso que en un tiempo trabajó como “negro” de la industria editorial. A fines de la década de 1980 había dirigido una publicación banal para la clase alta. Con más interés recordaba haber traducido un breve y poco conocido texto de Marcel Proust, El indiferente. También me fue contando que había tenido una mala época y que estuvo internado por causa del alcohol. Alguna vez escribió que no sólo los exclusivos colegios a los que había asistido, las redacciones y los museos, habían sido sus lugares de formación; también los manicomios y las clínicas psiquiátricas. Hacia 1993 había recalado en Córdoba y mantenía alguna relación con una cátedra universitaria así como también viajaba a Catamarca a dar clases. Enseñaba sobre estética, pero no tenía nada de personaje académico. Se había puesto frente al aula por gusto, pero también por necesidad. Al poco tiempo la universidad le negó nombramiento y sueldo alegando que carecía de título universitario. Escribía, además, crónicas urbanas y artículos periodísticos sobre arte para La Voz del Interior. No eran tareas incompatibles. Porque era culto podía prescindir de la jerga académica y porque era libre se interesaba por la vida popular. Pronto se volvió una pluma ineludible de la sección cultural del diario, en especial luego de la salida de su único libro, El desierto y su semilla, novela en clave y testimonio de su estadía en un infierno. En todo caso, él, que había nacido en casa de un millonario, parecía carecer de medios de vida. Se llamaba Jorge Barón y era escritor.

II

Lo conocí en 1995 durante un viaje a Córdoba. Al final de una conferencia un hombre se me acercó y se presentó a sí mismo. Era el hijo menor de Barón Biza. Aunque no me había anticipado que pasaría a verme su visita no me sorprendió. Un año antes, el correo me había traído una misiva suya, inesperada, a propósito de un ensayo mío publicado en una revista cultural. Ese matasellos cordobés daría inicio a una relación epistolar que duró hasta su muerte. En esa primera carta, en la cual venían incluidas fotografías de Barón Biza y de Myriam Stefford, me decía: “Por la obsesiva acumulación de la descomposición orgánica, lo escatológico descrito con lenguaje posromántico, lo apocalíptico a la vuelta de la esquina, creo que Barón Biza tiene una originalidad que merece la seria atención que usted le prestó. Se lo agradezco”. Se refería a su padre, quien había arruinado a una familia. La suya. La carta estaba manuscrita en papel cuadriculado. Durante algunos años todas las cartas que me llegaron estarían redactadas al dorso de distintas fotocopias cuyo contenido carecía de mayor significado. Quizás fueran originales de prueba que había corregido. Más adelante me escribiría a máquina y luego por correo electrónico. Había elegido la dirección baronbiza52@..., y siempre le intrigó la existencia de los cincuenta y un Barón Biza anteriores. En ese mismo año de 1995 me envió una tarjeta de salutación que sólo decía: “Nacer: primero y más terrible de todos los desastres”.

En aquel primer encuentro me enteré que había vivido en Buenos Aires, pero antes en Friburgo y Montevideo, ciudades que acogieron a sus padres en la época peronista. En la solapa de uno de sus libros también afirma haber pasado tiempo en Rosario, en Villa María, en La Falda, en Nueva York y en Milán. La figura paterna era un tema, evidentemente, y era el tema de un libro que estaba escribiendo en secreto, pero no me habló inmediatamente de la terrible historia. Sentí que me estaba tanteando, muy delicadamente, como si sopesara gentilmente la consistencia de mi interés en la obra de su padre. Luego, fuimos a su pequeño departamento, ubicado en un lugar agraciado de la ciudad de Córdoba. Entonces me enseñó unas carpetas con documentos y otra más con fotografías. Cartas, legajos, actas judiciales y recortes de prensa conformaban sectores de un archivo que había ido reuniendo con el tiempo, a la vez piezas dispersas de la galería de espejos deformantes que él mismo estaba suturando en ese informe ficcional y vagamente terapéutico que se transformaría en libro. Todo ello me lo envió por correo a Buenos Aires. Había confiado en mí. Pero también esperaba, era evidente, que yo escribiera sobre Barón Biza. Él lo hizo primero.

III

El año que siguió a la publicación de su novela debe haber sido grato. Luego de cuatro intentos abandonados había logrado terminarla. El libro comienza con el suicidio del padre, la carrera hacia el hospital, la piel ardiente de la madre, las primeras e inútiles curaciones, y luego se continúa en Milán, donde el protagonista acompaña la convalecencia de la víctima. Quien conociera la tragedia podría haber supuesto que, si bien Jorge Barón no había logrado domesticar sus fantasmas ululantes, al menos los dejó en orden. Me escribió: “La novela es obviamente autobiográfica, pero no es confesional. Es cierto que hay una base existencial en la trama, que busca, más que cicatrizar, establecer qué pasó en aquellos años”. El manuscrito tardaría un tiempo en encontrar editor. Jorge Barón lo presentó a un premio literario importante pero no fue considerado siquiera entre los diez primeros finalistas. Siempre pensé que ese solapamiento había sido más desagradable que los rumores de “arreglo” que se soltaron al tiempo de conocerse el resultado de ese concurso. La Editorial Simurg, en 1998, editó el libro. En la tapa hay un cuadro de Giuseppe Arcimboldo elegido por el propio Jorge Barón. Un rostro compuesto por patas de pollo, cabezas de pescado y diversas salientes monstruosas. Aunque siempre culminaba sus cartas rubricándolas como Jorge Barón, a su libro lo firmó “Jorge Barón Biza”, recuperando el doble apellido de quien fue no solamente su progenitor sino un escritor muy discutido. Lo mencionaba como “Raúl Barón” o “mi padre”. En una sola carta se refiere a él como “papá”. Con respecto a su nombre, especificó lo siguiente: “No sé si Jorge Barón Biza debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional, o un desafío”. En la solapa están impresas estas palabras: “Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como ésta quedó atrapada mi soledad”. Aclara además que nació en 1942. La dedicatoria de mi ejemplar dice: “Ojo por carne, mal de ojo por mal de carne”. Mal de ojo era el nombre de mi único libro publicado hasta ese momento. Éste es el segundo. Y quizás lo escribo para que Jorge Barón no sea olvidado.

IV

El libro fue bien recibido por la crítica literaria y pronto se lanzó una reimpresión. Eran ediciones de escasa tirada pero cuya importancia fue divulgándose de boca en boca. Jorge Barón comenzó a colaborar en suplementos literarios de diarios capitalinos, lo entrevistaron, se publicaron reseñas y comentarios sobre la novela e incluso un programa cultural de televisión le dedicó todo un unitario. Por entonces parecía estar acumulando confianza en un futuro posible para su oficio de escritor, como si un libro pudiera fungir a modo de pócima mágica para el autor. Pero no fue posible. Redactó varias partes de una nueva novela, que quedó inconclusa, y también planeaba escribir sobre Clotilde Sabattini, su madre. Por un par de años anduvo reuniendo material para ese proyecto, al cual también yo contribuí. Le interesaba saber sobre sus logros de cuando ella fue presidenta del Consejo Nacional de Educación, entre 1958 y 1962. Las leyes sobre educación primaria, el estatuto del docente, los establecimientos de doble escolaridad, la valorización de las técnicas pedagógicas. Nunca lo escribió, al igual que su propia madre, Clotilde, que también abandonó una biografía de su padre, Amadeo Sabattini; también ella había juntado notas periodísticas, transcripciones de sesiones de las cámaras legislativas y textos de leyes aprobadas. Con los años se fue agudizando la mala salud de Jorge Barón, tuvo que internarse un par de veces, le redujeron las colaboraciones periodísticas —su fuente de ingresos— y comenzó a sentirse humillado. Una mudanza al barrio de Nueva Córdoba, en 1999, no compensó su malestar. Me escribió: “Creí que doce pisos eran un reaseguro, pero la altura no frena ruidos, a lo sumo los convoca desde diferentes direcciones”.

V

“Memoria” era el nombre de un notorio programa de televisión de índole escandalosa. Samuel Gelblung, alias “Chiche”, un personaje algo mefistofélico, era su conductor. En 1998 Jorge Barón le concedió una entrevista y participó de una visita al mausoleo de Myriam Stefford, cerca de Alta Gracia. Junto a las cámaras y a un cuidador de noventa años conchabado milenios atrás por Barón Biza, descendió Jorge Barón hasta el sepulcro de la aviadora. La cripta estaba rota y el lugar, saqueado. El cuerpo momificado de quien fue otrora actriz de cine y piloto de avión estaba fuera del ataúd. Todo era ruina, mortificada aun más por sucesivas avanzadillas de profanadores de tumbas que se ilusionaban con la posibilidad de hallar las mitológicas joyas que alguna vez envolvieron el cuello y los brazos de la Stefford. ¿Por qué fue a ese lugar? ¿Por qué decidió aparecer justamente en ese programa? Jorge Barón estaba interesado en que la provincia cordobesa declarase al obelisco funerario “patrimonio cultural”, y en el programa lanzó un alegato en favor del monumento. El portento estaba derruyéndose en tierra de nadie y en un par de décadas nada quedaría en pie. La llave del candado del lugar la tenía el dueño de un prostíbulo próximo llamado El Chingolo, no casualmente el nombre del avión con el que Myriam Stefford se despeñó del aire. Pero quizás Jorge Barón tuviera algún otro motivo para participar del programa.

VI

Muchos años antes Jorge Barón había publicado una silueta literaria de Isidoro Cañones, el playboy tarambana de clase alta, en la revista del diario Clarín. Era un identikit. Escribió: “Lo enrolaron en una clase que no disculpa el menor desfallecimiento económico. Todos llegaron a esa crema de manera dudosa. No hay argumentos de fondo, salvo el dinero, que los aglutine. La burguesía menor o el proletariado no lo aceptarían pues únicamente conciben el ascenso social. Le queda el lumpen, suma de seres desarraigados que no hacen cuestiones de principios. Pero no es una categoría que haga felices a sus integrantes”. Barón Biza, padre, podría haber suscrito esa frase como una verdad de a puño y quizás le hubiera complacido ser alistado en la definición. El hijo, con mayor cansancio, conocía esa verdad, tanto como para transfigurar, episódicamente, la personalidad del padre en un personaje de historieta. Pero también podría ser un autorretrato.

VII

El 9 de septiembre del año 2001, dos días antes de que un cuarteto aéreo pretendiera derrumbar el mundo, Jorge Barón se arrojó al aire por el balcón de un piso duodécimo. Su padre había llegado primero. También su madre se había quitado la vida. Luego, según contaba Jorge Barón, el suicidio de su hermana menor había desequilibrado el precario tinglado interno con el que había sobrevivido hasta entonces. Y luego él. Quizás fue el final de un escritor sin honra, de un jubilado como cualquier otro, de un hombre desesperado por más de un motivo. O quizás fue el último eco de un acto infame cometido treinta y siete años antes. A veces, cuando se desploman, ciertos alpinistas arrastran consigo a los compañeros de cuerda a quienes lideraban.

VIII

En una fotografía publicada a modo de homenaje póstumo se lo ve radiante, quizás en un momento armonioso de su vida. De moñito y pechera, mucho más joven que cuando lo vi por primera vez, sin canas, mirando hacia la cámara fotográfica, sonriendo apenas, aprontándose para ir al teatro o a una fiesta de gala. Parece feliz.

EL PADRE

I

Primero lo busqué en librerías de viejo, el único lugar del mundo donde todavía puede ser hallada su obra. No ha sido reeditada y no lo será por mucho tiempo. Habiendo sido él mismo el editor de sus novelas, los retazos no fueron enviados al saldo luego de su muerte. Por otra parte, esos libros constituían lecturas “vergonzantes”, una suerte de literatura erótica posible para ese tiempo, y raramente se blanqueaba su presencia en las bibliotecas privadas, especialmente si había niños sueltos por la casa. No obstante, pueden ser encontrados.

Arribada en cuentagotas o por mareas, la resaca de otras épocas abarrota las librerías de viejo. Parecen antros pero son palacios desvencijados en los que cohabitan el clásico y el recién llegado, yacimientos que amontonan la gema de primera agua y la ganga ocasional, catacumbas donde se marchitan estilos y autores encallados hace ya mucho tiempo. A veces son cementerios, y los libros, ataúdes cuyos cadáveres jamás serán exhumados; otras veces los estantes se asemejan a los pabellones de una prisión: los autores quieren escapar e imploran nuestra ayuda. En esas bodegas muchas botellas ya tienen el contenido definitivamente estropeado y otras son figuritas difíciles. Allí, el visitante atento puede escuchar, como al rescoldo de un fogón, historias de fantasmas y descubrir que en el diccionario de la literatura hay autores despreciados.

Algún librero debe haber deslizado el doble apellido en mi memoria. A los dueños de esas cuevas se los llama despectivamente “mugreros”. Son personas facetadas por décadas de convivir con ácaros, cucarachas, ratas, gatos, el polvo irredimible, títulos que no se venden por años y años, y clientes más chiflados u obsesivos que ellos mismos. Las consultas bibliográficas por computadora, el vendedor profesional y los bibliotecarios diplomados no son capaces de relevarlos. Algunos saben muchas cosas, inútiles en su detallismo enciclopédico pero imprescindibles a la hora de especificar un dato raro o elusivo. También saben diferenciar de un solo golpe de vista al turista ocasional que ingresa en su dominio del huésped que regresa cíclicamente. Basta con escuchar un par de referencias sueltas en lugares de esta suerte para fundar una obsesión y una cacería. Y es por eso que este libro ha sido escrito a partir de fuentes dispersas pero cuyo prisma se activó originariamente veinticinco años atrás, cuando localicé una novela inusual en una estantería donde comenzaba la letra B. Una tapa almibarada, una parejita entrelazando labios, un nombre risible para una editorial, Biyou, y el título, El derecho de matar.

Los siguientes rastros aparecieron hurgando entre lomos y tapas en el desorden del Parque Rivadavia, acumulando anécdotas, tratando de ubicar periódicos antiguos que nadie guardó, entrevistando personas que a veces sólo recordaban como entre sombras, recibiendo auxilio de fuentes insospechadas. Un rompecabezas. Y además su nombre venía engarzado a episodios tormentosos pero cuya consistencia era casi exclusivamente oral. A veces reaparecían ristras de su biografía en alguna rememoración periodística de crímenes famosos. En estos casos los periodistas solían ensartar el morbo a la ignorancia. Fechas, nombres, comprensión del tema: todo mal informado, todo mal precisado. Lentamente fui disponiendo y organizando un archivo sobre la vida y obra de un autor que la tradición llama “maldito” aunque se trate de alguien que, en verdad, no fue un desconocido en su época, que fue noticia de diario intermitente a lo largo de su vida, en particular el día de su muerte, y que vendió su primer libro en abundancia. Sin embargo nadie había escrito nada sobre su obra, nadie descendió hasta los basurales e infiernos de la literatura local.

No había sido tomado en serio como escritor excepto por los periodistas. Las personas cultas no saben nada de este hombre. Sólo aquellos que andan por la sesentena, o más, reconocen su doble apellido y siempre asociado a un hecho alevoso ocurrido “allá por los años 60”. En ningún lugar se lo recuerda, salvo en Córdoba, y no tanto porque en esa provincia poseyera una propiedad donde pasaba algunos de sus días en tanto patrón de estancia, sino porque cerca de la ciudad de Alta Gracia se alza un enorme monumento funerario con forma de ala de avión donde está sepultada Myriam Stefford, actriz y aviadora intrépida muerta en el ejercicio de su oficio, muy joven aún. A metros del altísimo tálamo fúnebre descansa, si puede, Barón Biza, quien fue su esposo y su viudo.

II

Fue muchas cosas: escritor, playboy, millonario, izquierdista, pornógrafo, exiliado, empresario, financista de revoluciones, político, concesionario municipal, habitué de prisiones, editor de periódicos, huelguista de hambre, suicida, enamorado e infame. A pesar de tanto ajetreo, la suya parece haber sido una vida sin dirección. Sobre su fortuna dirá: “Yo no soy culpable de mi riqueza, no hice más que heredarla”. En sus novelas siempre hay un personaje asombrado de haberse vuelto instantáneamente adinerado por causa de un certificado de defunción del padre y de una partida de nacimiento suya. Quizás haya sido un rentista que creía saber una verdad fea sobre el mundo y no quiso callársela. Toda su biografía está condensada en anécdotas tremebundas, y el acto final que terminó protagonizando, antes de su muerte por mano propia, lo transformó en un caso literario de “psicopatía criminal”. Quedan de él el recuerdo de un acto imperdonable, páginas amarillentas de viejos diarios, y el olvido, cuando no el oprobio. Aun así, la infamia no deja de ser una variante de la fama y esta misma, una boa constrictora. En vida Barón Biza estuvo eclipsado por el renombre mayor, aunque ocasional, de sus dos mujeres: la aviadora Myriam Stefford y la pedagoga y política radical Clotilde Sabattini. Otra paradoja de esta historia reside en que este misógino y machista se unió en matrimonio primero con una mujer de mundo y valiente, y luego con una mujer profesional, moderna y feminista, moderada por cierto, pero feminista al fin y al cabo. Sin embargo, nunca alcanzamos a comprender verdaderamente los movimientos de sístole y diástole de las historias de amor, porque cada corazón es relicario tanto como caja de Pandora y porque algunos hombres y mujeres que han unido sus almas y sus cuerpos parecen prendidos de un juego formidable cuyas reglas nadie más sabe descifrar.

III

¿Qué es lo que sabía de él cuando encontré sus libros? Un retrato de pocas piezas sin encastrar y quizás inexactas. Raúl Barón Biza, cordobés, llegado al mundo un 4 de noviembre de 1899, el mismo año en que nació Jorge Luis Borges. Había sido autor atípico y desafiante. Escribió novelas por las que fue procesado. Era anticlerical. También fue blasfemo, “sexópata” y pionero en el cultivo de oliváceas y en la explotación de minas de wolframio, scheelita y bismuto en las sierras cordobesas. Había sido el típico argentino rico en París, a la vez dandy y hombre de temple. Estaba omitido. Alguna vez encuesté informalmente a literatos memoriosos y de cierta edad, y de sus testimonios pude tabular una unánime y desdeñosa convicción: que Barón Biza no había sido hombre de letras sino “pornógrafo”. Un sicalíptico. Que su literatura era “para solteros” y que toda esa temática conmocionante carecía de valor literario. Pero el rubro de folletín de retrete es, en este caso, cómodo, consecuencia de un equívoco. Barón Biza tiene más de moralista bizarro que de pornógrafo y sus libros procesados, más que novelas “eróticas”, eran libelos crudos.

Pero la mácula se le había adherido como una rémora. A partir de aquellos juicios por inmoralidad que le inició el Estado argentino en 1933, y luego en 1943, había pasado a ser “el degenerado”, el que le restregó el sexo a la sociedad de su tiempo, y en la cara, con un discurso contrario a la hipocresía y a la vez alejado del naturalismo emocional de índole socialista y del llamado romántico a emancipar los sentimientos. En sus libros el sexo blandía espada y red, era gladiatorial, se abría paso con retórica misógina en la era de la liberación femenina. ¿Era para tanto? En cuestiones de erótica, sus novelas, leídas hoy, resultan ser si no pudibundas al menos un poco abstractas. Apenas si hay desnudos. Y sin embargo eran irritantes. Quizás no fuera el sexo, sino algo más, lo que arrastró su figura truculenta hacia los tribunales de justicia y la arropó de una costra de fama hasta su final.

IV

Son innumerables las anécdotas que se le atribuyen. Cuántas son ficticias o auténticas es imposible saberlo ya. Llega un momento en que los mitos se independizan de su fuente: que le envió una bandeja de plata al Papa porque sabía que a los pontífices les interesaba el dinero; que contrató la marquesina de varias librerías céntricas para promocionar sus obras; que se batió a duelo numerosas veces; que organizó una fiesta de disfraces en la que los hijos de la oligarquía se vistieron de inmigrantes pero él llegó de frac y galera y con una beldad del brazo; que se tiroteó con su cuñado; que es el protagonista de dos tangos; que estaba emparentado con el Che Guevara; que fue miembro del Jockey Club y que fue expulsado de esa institución; que le pagó una fortuna al maquinista de un tren tan sólo para que detuviera la locomotora y los vagones con el fin de poder contemplar el paisaje; que todos sus libros habrían sido incluidos en el Index Canonicum en tanto literatura vedada para los fieles de la Iglesia Católica Apostólica y Romana; que tenía un sirviente negro en su estancia de Alta Gracia y que había contratado a un “negro”, un escritor en las sombras, para que redactara los libros que luego firmaba; que vendió un diamante en el Banco Municipal y que el comprador lo perdió en un taxi y que el taxista lo devolvió al banco; que contrató a dos hombres contrahechos, uno de huesos quebrados y el otro jorobado, para ser custodios del sepulcro faraónico de su esposa muerta; y así sucesivamente. Tanta fábula extraordinaria eclipsó la obra literaria y resaltó la circunstancia: la vida del autor. Su fracaso es su triunfo, pues un misterio rodea su obra hasta el día de hoy.

V

El derecho de matar, Punto final y Todo estaba sucio son las tres novelas que publicó, en 1933, en 1943 y en 1963. Se diría un escritor discontinuo. Estas novelas, un libro de cuentos anterior, un testimonio personal sobre su yrigoyenismo revolucionario y una serie de recortes y documentos los fui guardando en mi biblioteca y en sobres de papel madera. ¿Por qué? ¿Para qué? En parte por afán de archivo; luego, porque toda biblioteca personal resulta ser un muñón de librería de viejo; y también porque hallaba en sus libros no sólo un mal remedo de filósofos como Schopenhauer o Nietzsche, sino también a un autor curioso que pegaba cuatro gritos a una sociedad que no deseaba escuchar su verdad. Esa verdad era de índole sexual. Durante mucho tiempo no supe qué hacer con esos libros y fotocopias. Una vez leídos, ¿dónde guardarlos? ¿En el estante de los raros y excéntricos? ¿O en el infiernillo de la biblioteca? Con los años esas tres novelas estarían siempre solas, en el extremo de algún estante, separadas de todos los demás lomos por una barrera protectora. No estaban clasificadas ni entre aquellas que no había leído y no leería jamás, ni entre aquellas otras ya hojeadas, subrayadas o abandonadas por la mitad. Quedaron a la espera.

Pero las obsesiones dejadas de lado reviven al menor acicate. La ocasión fue proporcionada hacia 1990 por un programa de televisión que exhibía fragmentariamente distintos acontecimientos del siglo. Se llamaba “Siglo XX Cambalache” y su conductora, Teté Coustarot, una ex Reina de la Manzana, se dedicaba a restarle dramaticidad a la historia argentina con palabras ceremoniales y pomposas. Un segmento del programa lo ocupaba “Sucesos Argentinos”, viejo noticiario fílmico que en mi infancia había visto en cines de barrio. Repentinamente, escuché: “La señora Clotilde Sabattini de Barón Biza, presidenta del Consejo Nacional de Educación, visita nuevos establecimientos de enseñanza en la provincia de Santiago del Estero...”. Por treinta segundos concentré toda mi atención en esa mujer. En la corta secuencia cinematográfica, en blanco y negro, se veía a una señora mayor, con la cabeza cubierta por un pañuelo por causa del día ventoso, bajando por las escalerillas del avión y luego caminando entre maestras y funcionarios en la inauguración de una obra pública. No más que eso, y eso sucedió el día 27 de octubre de 1958 en el aeropuerto cuyo nombre era Mal Paso, hoy llamado Ángel de la Paz. ¿Era ésta la mujer que había suscitado semejante pasión? ¿Era ésta la víctima de la terrible tragedia? Clotilde Sabattini no podía imaginar el final de su propia historia cuando esas imágenes fueron registradas. Creo que fue por entonces que decidí escribir sobre Raúl Barón Biza, que a nadie dejó en paz, ni a lo largo de su vida ni luego de su muerte. Y si bien abandoné varias veces el impulso que me mantenía interesado en esta historia, siempre apareció algún estímulo sorpresivo, alguna señal que me recordaba la tarea incumplida. Por ejemplo, esta leyenda grabada sobre una gigantografía publicitaria en el aeroparque de la ciudad de Buenos Aires y vista de reojo antes de tomar un vuelo:

BARÓN B

EXTRA BRUT

VI

Y, además, se decía que había dilapidado una fortuna descomunal. ¿Es posible hacerlo? Se puede gastar el dinero en cualquier cosa. Comprar bodegas, fletar trenes, adquirir yates, pagar cruceros, conducir Rolls-Royces, consumir lo mejor. Asimismo, hay que considerar la construcción de un extravagante monumento en la provincia de Córdoba. Y los diamantes, esmeraldas y rubíes regalados a su primera esposa. Y la mansión en Plaza Francia. Y la cuestión del financiamiento de revoluciones. Etcétera. En fin, no se privó de nada. Tampoco de encargar una cierta tirada de ejemplares de sus primeros libros en el mejor papel posible y con tapas de un lujo tal que hoy en día sería difícil encontrar encuadernadores de ese calibre. Son ejemplares “fuera de comercio”, únicamente para sus amigos.

La figura del millonario excéntrico es propia del siglo XX. Hubo muchos casos sonados: Barbara Hutton, que había heredado ciento cincuenta millones de dólares de la época, terminó con apenas tres mil billetes en el banco. El otro congénere derrochador y megalómano por la época era Howard Hughes, cuya historia de vida demuestra que el dinero puede llevar al delirio. El mutuo interés de Barón Biza y Howard Hughes por el cine, por las mujeres y por la aeronáutica hace inevitable la comparación. Por cierto, Barbara Hutton se había casado por apenas cincuenta y tres días con alguien que por un tiempo fue el modelo del playboy internacional químicamente puro, un tal Porfirio Rubirosa, embajador de la República Dominicana en la Argentina en la década de 1950 y que también fue polista y aviador, además de latin lover y macho cazafortunas, y asimismo ladero del dictador Rafael Leónidas Trujillo. Era aún el reino de los hombres recios, de los de llevarse todo por delante, y Barón Biza calzaba en ese molde. Sobre Barbara Hutton escribió el propio Barón Biza: “Aviones especiales, yates, lujosos Rolls-Royce traen al palacio de Barbara Hutton, en Tánger, los invitados a una de sus fiestas. Ésta costó decenas de miles de dólares. El palacio de las mil y una noches fue creado por Bárbara para su posible próximo octavo marido, veintiséis años menor que ella. ‘Sólo tengo un fin en mi vida: amar...’ Eso dijo ella a los periodistas”.

VII

Barón Biza es uno de los novelistas menos leídos de la actualidad, si es que existe alguien aún que se distraiga con sus páginas. Seguramente por su propio mérito. Y porque los modos de consagrar y excluir obras y autorías en la Argentina no hacen lugar a este tipo de escritores. Una paradoja dificulta aun más su lectura: su vida excéntrica y excesiva fue pasto para la fiera periodística que, ocasionalmente, ha carneado sus restos. Por otro lado se volvió un espectro de librería, un personaje novelesco sin novelas. Su obra, al fin, se licuó en dos géneros menores: la crónica negra de la literatura y los rumores que suelen deslizar los seres de trasnoche.

Pero no se le escatimaron lectores, aunque muchos atraídos por la mala fama y no por las bellas letras. ¿Quiénes? Seguramente hombres, oficinistas, pequeñoburgueses, sin olvidar el lumpenaje de la cultura letrada. Es que Barón Biza no era un nombre sino un título, una acuñación, la marca registrada de un escritor. No se me escapa que el marbete de “maldito” está hoy gastado y desautorizado, pero de ese modo fue tratado él por sus contemporáneos. Quizás no estuviera tan solo, dejando de lado su preferencia por no ser confundido con otros. Quizás sí existía alrededor de estos escritores olvidados una producción social conformada por discursos políticos soliviantados, expectativas de emancipación erótica y práctica de costumbres novedosas. Los lectores también constituyen el medio ambiente de una escritura. ¿Por qué habrán querido leerlo? Bien, el socialismo, el redentorismo sexual, el embate literario contra los oligarcas y el nietzscheísmo eran temas y problemas, por entonces, bullentes.

Todavía a comienzos de 1960 era un autor “discutido”. Esa década marcó su límite público, su certificado de defunción literaria, pues aunque disfrutó de una audiencia bastante grande y que dos procesos judiciales por obscenidad promovieran la multiplicación del rédito, el favor de los lectores no se trocó en respeto literario. El Parnaso cobra peaje distinto, impuestos a la higiene gramatical. Quedó reducido a lectura de trastienda, a librillo pasado entre manos en forma soterrada. No obstante, las dos novelas procesadas se reeditaron varias veces. Si bien su fortuna lo puso a salvo de ediciones inciertas, tres libros en treinta años son indicio de que no se pensaba a sí mismo como un escritor relacionado con un público. Los editaba como un aristócrata, o como un autócrata. Y el halo escandaloso que los forraba no parecía molestarle. Sus parrafadas contra la Iglesia y la doctrina cristiana no sólo se enmarcan en el clima abierto por las gestas del laicismo radical y el ateísmo ilustrado sino también en la larga historia de la blasfemia. Barón Biza consideraba a Dios un agrimensor incompetente.

Fue uno de los últimos diletantes de la Argentina, no encastrable en el nuevo formato del autor profesional ni tampoco en la vieja horma romantizada del escritor de vocación. A la vez uno de los principales exponentes de una zona marginal de la literatura en castellano, aun cuando los temas que aborda le sean previos y mucho mejor argumentados por otros. Pero no sólo por la temática, por calibrar el umbral de tolerancia de la moral cívica y literaria, fue Barón Biza una singularidad. A cualquier literato se le permite impostarse como personaje terrible siempre y cuando tenga al diccionario por polvorín, pero no cualquiera logra sobrevivir a modo de apodo mefistofélico en el rumoreo de los lectores. Cierto es que a su “fama negra” contribuyó él mismo tanto como los acontecimientos en que se vio envuelto, a veces grandilocuentemente, a veces trágicamente. El autor mismo, en vida, desencadenó fuerzas revulsivas. Y en el final, un drama. Seguramente tenía plena conciencia, antes de agredir irreversiblemente a Clotilde Sabattini, de que el estigma de la infamia lo iba a acompañar en la muerte, en tanto y en cuanto alguien recordara su nombre o sus libros. A pesar de ello, de la exclusión y del olvido de autores o saberes aprendemos más sobre las estrategias del difamador que sobre la sustancia o la pertinencia del maldecido.

VIII

En una carta suya enviada a un jefe de la policía Barón Biza dice de sí mismo: “Desde ya le pido disculpas si llevado por la vehemencia, y mi natural manera de ser, el estilo se aparta del común de los expedientes judiciales”. A lo que él califica de “natural manera de ser” otros la llamarían “difícil”, una palabra que suele cuadrar a este tipo de personalidades. Su carácter era, probablemente, impetuoso, absorbente, dominante e irritable. Un talante semejante lo llevaba a enemistarse súbitamente con cualquiera que no le siguiera el tren o que lo contradijera. En su juventud fue trotamundos; ya adulto, novelista “procesado”, y poco cambió de principio a fin. Fue un hombre duro, inteligente y egocéntrico. Sobre el final de su vida lo acompañaba una suerte de aureola personal asociada al escándalo, puesto que su renombre era pésimo. Una vez escribió: “Más que un anormal, soy un producto social, a lo más un cerebro negro”. Su hijo Jorge Barón dijo de él: “Tenía un sentido absoluto del margen, como si fuese su mundo natural o como si él se sintiese el creador del margen”.

Un diario lo acusó de trabajar de “empresario del ruido”. Aunque despectiva, la alusión sonora es justa. De vez en cuando, al menos una vez por década, Barón Biza hacía ruido: estruendoso, rimbombante, explosivo y al fin horrisonante. Luego, según recordó el diario La Nación, “se hundía en silencios que, si parecían de hierro, más bien lo eran por el rastro de la tormenta que por la pasividad del protagonista”. El personaje era megalómano, excesivo, algo exhibicionista, la caricatura del inmoral, el tipo ideal del “enemigo del pueblo”, aun cuando él se viera a sí mismo como desenmascarador de hipocresías y antagonista de la moral de sacristía. Quizás alguna vez ocupara el lugar de curiosidad de circo. Ahora bien, excéntricos de clase alta han existido desde siempre, pero queda indeciso si el suyo fue un llamado rebelde auténtico o un berrido de niño bien.

IX

Las vigas maestras de su cosmos literario resultan ser el anticapitalismo —una cuestión que por ese tiempo era agitada por pensadores y reformadores anarquistas, católicos, socialistas, fascistas y nacionalistas— y la vida sensualista y sórdida, tema en el que reinaba Vargas Vila, escritor colombiano hoy olvidado. De allí se desprenden el resto de sus obsesiones: la misoginia, el individualismo, la corrupción política, el vicio, el anticlericalismo, la trata de blancas, la perfidia humana, el lesbianismo, la vida mundana, el antisemitismo, la desilusión amorosa, el odio a los poderosos, la vida patética y la calidad canallesca de la existencia. En un diario de Gualeguaychú de la década de 1920 se lee que Barón Biza “es sociólogo de la práctica diaria, escritor bizarro y hombre de claras y progresistas ideas políticas”. Todo eso junto. El sociólogo, el bizarro y el progresista suponían que toda honra está fundada en un crimen, o bien que éste se oculta tras una máscara honorable. Otra constante en sus libros es el ciclo cumplido por los personajes entre la provincia y la metrópoli, la salida al mundo y el regreso al punto de partida, el conocimiento del cenit de la fortuna y también de su nadir, la confianza entregada y la traición a la misma, la fe política y el nihilismo escéptico. Y, como si fuera un personaje en sí mismo, el viaje y sus formas: destierros, internamientos, huidas del hogar y también exilios dorados, pues el champagne rezuma de sus libros. Quizás se imaginara a sí mismo como un “doble agente”, alguien que vive de rentas millonarias y que no deja de exponer los secretos y “secretitos” de su propia clase social.

Barón Biza es una de las aristas visibles de un iceberg bajo cuya superficie yacen cientos y cientos de autores “raros”, “menores”, “malos”. En su caso, lo que concedió potencia pública a sus novelas fue la cruza de deseo y política, de erotismo y corrupción moral. Esa historia folletinesca de ascenso social en los tiempos de la “década infame”, ese novelón erótico-macabrista, ese intento de desfloración del pudor literario, presuponían que la sordidez y la podredumbre hacen evidente la esencia de una sociedad. “Mis escritos están saturados de realidad”, eso dijo. También escribió sobre sí mismo: “Es despiadado con la verdad, lastima, hiere, fustiga. Nadie dijo tan crudamente tantas verdades”. Una de esas verdades concernía al comercio de la carne. En las décadas de 1920 y 1930 había en Buenos Aires muchos de esos lugares que en otro tiempo se llamaban casas de tolerancia o “casas con visillos” o habitaciones de piringundín, sin olvidar las que rodeaban los patios centrales de muchas casas “de baile”. Un periodista de París llamado Albert Londres había denunciado años ha que estaba activo un “camino de Buenos Aires” para la carne europea, blanca, femenina y pobre. Y por cierto, la noche era el medio ambiente no sólo de las cocottes, sino también de “cocó”, el polvo de estrellas. Barón Biza tenía mucho de noctívago.

X

Muy pocos los han reivindicado o les han hecho justicia siquiera a ellos, los yrigoyenistas “rojos”. Hubo un tiempo remoto en que la Unión Cívica Radical era algo más que un partido político, era una causa nacional y popular. Ya es tema de paleontólogos, pero cuando sucedió el golpe de Estado del general Uriburu, en 1930, fueron ellos los que se lanzaron a la calle en defensa de Hipólito Yrigoyen, su líder místico, apodado “el peludo”. En ese tiempo había muchos hombres dispuestos a morir matando en su nombre. Y muchos murieron, más de cien, combatiendo la dictadura de Uriburu y también al gobierno fraudulento del general Justo. Fracasaron, y casi nadie quiso conmemorar su gesta, quizás porque la tropa que se jugó la vida estaba compuesta por unos pocos hombres de mando y de suboficiales, además de la fracción jacobina del Partido Radical. O quizás porque la madeja de intereses políticos ya comenzaba a ser desenredada por todos los bandos al unísono, aunque parecieran opuestos. Barón Biza estuvo entreverado en las sublevaciones yrigoyenistas, patriadas que conforman un capítulo perdido del libro de historia de la nación. Por entonces, un diario lo trató de “mosquetero del radicalismo”, y otro, de “as pelúdico”, por causa de su fortuna monetaria. Quién sabe si en sus incursiones por el campo del radicalismo revolucionario no creyera Barón Biza estar reencarnando en su persona las aventuras de Lord Byron de un siglo antes, de cuando el poeta aristócrata fue a luchar por la independencia de Grecia contra el ejército del sultán.

XI

Escribió: “Barón Biza no busca el aplauso ni teme a la crítica, está más allá del presente”. Fácil es decirlo, pero la crítica existía y tenía dientes de perro. Un diario calificó a su primera novela de “furibundo anatema”, y ése fue el más favorable. El resto se cebó con la obra y con el autor: “sus libros son autobiografías del desequilibrio y de la sucia morbosidad”, “es un hombre extraño e inverosímil”, “un cínico escalofriante”, “un insociable”, “un impúdico hedonista”, “un apóstol desequilibrado”, “una personalidad de la destrucción”, “un hombre que parece haber fugado de una novela de Roberto Arlt”. Recibió golpe por golpe dado. El estilo de Barón Biza, que es altisonante sin dejar de ser pedante, no le haría ganar muchos amigos. Él consideraba al medio tono gazmoñería, oportunismo o coquetería, consecuencia necesaria de una sangre demasiado tibia. Y sobre el valor que concedía a la prensa, declaró: “Los grandes rotativos sólo defienden honras ante el tilintinteo de las monedas de oro, como bailan los monos junto al órgano pordiosero”.

Sus libros son a la vez ficciones literarias y diatribas intelectuales, novelones melodramáticos y ensayos ideológicos, ditirambos dolientes por el estado de la humanidad como también tratados machistas sobre el amor rencoroso. Son tangos: “La angustia de la humanidad hecha letra, un alarido, un grito en la noche”. Pero si pretendía perturbar al vecindario, muy escuchado no fue, puesto que su nombre no está en las enciclopedias. Ha sido borrado o elidido más que olvidado, sin saberse bien qué merece más. Él había dado a conocer el tipo de obras que se transforman en biblias negras y que se guardan bajo llave, y eso aunque Barón Biza tuviera mala opinión de la pornografía: “La baja literatura de los tarados morales”. Un escritor contemporáneo nuestro, Alberto Laiseca, escribió acerca del juicio por inmoralidad seguido contra Barón Biza: “En verdad, El derecho de matar es una obra puritana, de un idealismo panfletario. El acto de perseguir al libro fue la misma actitud de los lobos blancos persiguiendo al lobo negro. Pero, en fin, lobos de la misma manada”.

Menos claro es que Barón Biza tenga algo para enseñarnos sobre el alma humana, salvo que se la considere cloaca. Quizás sea tiempo perdido hacerlo volver de la muerte literaria para preguntarle por sus enseñanzas. Quizás algún otro pueda hacerlo, pues alguna vez alguien p

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