Macri

Laura Di Marco

Fragmento

Las enseñanzas del bullying

“Y, sin embargo, nunca siento que papá me haya dejado de querer… Pasa que nunca se psicoanalizó y por eso no sabe que tiene otro dentro de él. Y que la mitad de él que me boicotea, no se entera de la otra la mitad, que me quiere”.

“No es cierto que yo esconda a mi madre [Alicia Blanco Villegas], lo que pasa es que la vida de papá es de película y ella quedó opacada”.

MAURICIO MACRI

Mayo de 2016

—Mirá, te voy a decir la verdad: yo estaba enojado con vos —lanza el Presidente, anclando la mirada en un punto fijo de la pared, en su despacho de la Casa Rosada.

La frase me desorientó. Había visto a Mauricio Macri tres o cuatro veces en mi vida cuando era jefe porteño y solo para intercambiar saludos formales y alguna que otra pregunta sobre la coyuntura política.

Me resultaba difícil imaginar qué podría haberlo enojado porque, hasta aquel momento, mi vínculo con él —o, mejor dicho, mi falta de vínculo con él— era similar al de cualquier ciudadano.

—Me enojé un día escuchando la radio1, cuando hablaste sobre mi mujer. Y dijiste que Juliana era un adorno…

La frase sonó como un martillazo, que instaló un incómodo silencio en el despacho presidencial. Por un momento, sentí que peligraban las eventuales futuras entrevistas, imprescindibles para esta investigación.

Pero Macri siguió, concentrado en su disgusto.

—Porque, ¿sabés qué? Mi mujer es sagrada. Mi mujer es una sabia emocional… Entonces, cuando te escuché, me pareció machista lo que dijiste y me di cuenta de que yo tenía procesado y resuelto absolutamente todo lo que dijeran de mí, pero que no tenía para nada elaborado lo que dijeran de ella… Entonces, cuando supe que ibas a escribir sobre mí, me senté aquí —dice lentamente, señalando el sillón de la antesala de su oficina—, reflexioné y… —hace una pausa estratégica, entrecerrando sus ojos azules— decidí perdonarte.

Cuando era el jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri tenía de coach a Alberto “Tito” Lederman, un consultor de altísimo nivel del empresariado argentino. Se trata de un judío polaco, capaz de leer una personalidad con la agudeza de un sacerdote carismático, quien, con frecuencia mensual o semanal, logra algo extraordinario: reunir en un mismo espacio a los dueños del poder económico, político y mediático de la Argentina. En la práctica, las reuniones funcionan como una gran terapia grupal del establishment, aunque Lederman las llama “seminarios”.

En estos laboratorios emocionales vip —allí donde los que mandan desnudan el alma—, circula una hipótesis: el Presidente está rodeado de asesores, que aprovechan la inseguridad personal que le generó un padre descalificador para ganar espacio dentro del gobierno. Esos apóstoles tienen nombre apellido y funcionan en sincronía. Se trata del poderoso y ascendente Marcos Peña y del consultor ecuatoriano Jaime Durán Barba.

“Si Franco Macri siempre lo subestimó, ellos lo ensalzan. Y de ese modo, logran influencia y poder. Son los que siempre lo impulsan a sobreactuar autoridad”, circula en las reuniones del prestigioso experto polaco, que Macri frecuentó durante varios años junto con las principales espadas del Pro.

Mientras estoy sentada en la antesala del despacho presidencial, me pregunto si aquella teoría sobre la psicología de Macri tendrá algo de verdad. Miro a Anita Moschini, la histórica secretaria de los Macri, que revuelve papeles a pocos metros de donde espero, y se me ocurre una analogía: salvando las distancias, Franco Macri tiene algo del padre de Kafka2.

Hay un aire de familia en la influencia oscura que ejerció sobre sus hijos; en Mauricio, el mayor, sobre todo. Fue Franco quien lo involucró en los manejos empresariales que hoy están en la mira, esos que atraviesan el polémico origen de una riqueza personal amasada en una sola generación y que, a fines de los noventa, arañaba los 730 millones de dólares.

El Presidente, sin embargo, dará a entender que esas sospechas en torno a la riqueza de su padre fueron construidas por un grupo en particular:

En el ambiente de él, la gente sabe quién es. La sospecha va más por el lado de Verbitsky, Página/12 y toda esa caterva, que logró instalarlas en la clase media. Sobre todo, cuando papá levantó su perfil, post secuestro mío, y empezó con toda esa cuestión de los romances y esas cosas que aparecían en las revistas. Pero, más allá de eso, en un país que siempre se ha ido achicando, que venga alguien de afuera y pase a ser el empresario número uno del país, como era mi viejo hacia el final del gobierno de Alfonsín, no te hace muy simpático para los demás.

Los Panamá Papers, que revelaron la participación en empresas offshore del actual presidente, son apenas una muestra de aquellos muertos en el placar. Un punto de inflexión que, en mayo de 2016, lo llevó a enfrentar a Franco en la Justicia para que le entregara la documentación que probaría, según Mauricio, que no cometió un ilícito al figurar en la sociedad offshore Fleg Trading Ltd. Su argumento: nunca tuvo ganancias de esa compañía porque no fue propietario, ni accionista. “Pero el viejo es terrible; no quería entregar los papeles… y le tuvimos que hacer un juicio”, contaría más tarde para este libro uno de los abogados de Macri, encargado de llevar adelante el juicio civil.

Anita, a quien Mauricio define como su “segunda madre”, se mueve de aquí para allá. De bajísimo perfil, esta mujer pequeña, de un metro cincuenta de estatura, custodia con celo quién entra y quién sale de la oficina presidencial. Para anunciar que una entrevista terminó, ingresa sigilosa a la oficina de Macri con un cartel manuscrito con el nombre del próximo visitante. Esta es la contraseña de que la charla llegó a su fin. No tuvo hijos y los últimos cincuenta años de su vida se los dedicó a los Macri, padre e hijo.

Ya había decidido jubilarse después de una larga carrera como secretaria personal de Franco en Socma (Sociedades Macri) pero, en febrero de 2008, Mauricio volvió a llamarla para que lo asistiera en su nuevo rol de jefe porteño.

“Mauricio se queja, pero usa todo lo mío”, murmuró una tarde Franco, cuando fue por primera vez a visitar a su hijo a las oficinas de Bolívar 1, donde entonces funcionaban las oficinas del gobierno de la Ciudad.

La tensa historia entre el patriarca y su delfín, criado para ser el heredero natural del Grupo Macri, es fácilmente rastreable en los archivos periodísticos de los últimos treinta y cinco años.

Yo creo que debía tener seis, siete años, y me pasaba horas en reuniones en idiomas que no entendía. “Vos escuchá, escuchá, escuchá, tenés que aprender”, me decía el viejo. Después, desde que asumí en la empresa, se metía él en todas mis reuniones y todo lo que yo hacía era una pelotudez. Me ponía al frente de todo; de pronto, yo tenía 25 años y era el presidente de la constructora más importante del país. A los 32, lo mismo con Sevel. Y a los dos días, estaba rodeado de tipos que mandaba él a ver cómo fracasaba3.

En el arranque de 2017, el patriarca lo dejaría expuesto ante el país entero evaluando su primer año como presidente con un mezquino 5: heridas de un padre narcisista que, según interpreta hoy Macri, se convirtieron en un duro entrenamiento para soportar la adversidad.

En la peor etapa del kirchnerismo, mis amigos me decían: “Pero ¿vos cómo aguantás tanta agresión, tanta locura?”. Y es que, cuando vos la aguantaste de tu padre, que es el tipo que más soporté en esta vida, creo que aguantás todo. Y por otro lado, yo no hubiera sido quien soy si no fuese por papá. Tengo en claro que recibí una buena educación. Que me entrenó, a veces en su forma alocada, porque la verdad que, a los cinco años, ir a las obras los sábados a la mañana y dibujar, estaba bueno, pero a los 12 ir de viaje con él por Europa y comerme reuniones de cinco, seis horas para armar un consorcio para una obra, era una desgracia. Recuerdo ser muy chico y pensar: “¿Qué hago acá adentro?”. Yo decía: “Papá, pero yo no entiendo nada, quiero jugar al fútbol, estar con mis amigos”. Después me empezó a llevar a las reuniones de directorio, cuando tenía 15 años, como oyente. ¿Te conté eso? Viste que, en Harvard, te enseñan por caso. Pero yo tenía más que eso. Estaba todos los días con un caso distinto: se discutía si se invertía en esto o en aquello; si se compraba Austral o si se compraba el grupo América. Y él me dio esa oportunidad, a los 18 años, cuando empecé la facultad. Justo entonces comencé a trabajar en el equipo de evaluación de proyectos de la empresa. Pasaba de una reunión donde se definía una inversión millonaria a una clase donde tenía que aprender a usar el teodolito, cuando sabía que, en mi vida, nunca iba a usar un teodolito. Pero me decía a mí mismo: “Tenés que recibirte”. Y, en el medio, embaracé a Ivonne [Bordeu]4.

Ese doble vínculo de amor y boicot, de aliento y competencia, germinó desde que Mauricio era un chico: mientras lo llevaba de viaje a las reuniones de negocios, lo echaba por iettatore de las reuniones de bridge, un juego al que Franco se entregaba durante horas. Eran reuniones de hombres que fumaban puros, mientras se batían a duelo en cada partida. “Iettatore! Si perdemos ahora va a ser tu culpa”, le gritaba Franco, cuando tenía siete años y entraba en el salón para estar con un padre al que idolatraba.

Tal vez por eso, cuando se hizo adolescente, decidió que aprendería a jugar y que algún día le ganaría. Lo obsesionaba demostrarle que, no solo no era un iettatore, sino que valía. Que podía. Un día, en Nueva York, decidió comprar un libro sobre bridge, pero rápidamente registró que eso no sería suficiente. Ya en Buenos Aires, contrató en secreto a un profesor particular y, al cabo de un año, cuando consideró que estaba suficientemente entrenado para el desafío, llegó en medio de una velada de juego a la mansión paterna de Barrio Parque y le exigió: “Probame”.

Franco dudó unos segundos pero, ante la mirada de sus invitados, no tuvo más remedio que acceder. Al cabo de un par de horas, el jefe del clan y su pareja de juego cayeron derrotados ante Mauricio y su acompañante. “Te gané”, le enrostró, exultante. “¿Viste? Todo llega, viejo”.

Y, sin embargo, a pesar de esa toxicidad, nunca alteró su rutina de ir jugar a las cartas los martes por la noche a la casona de Eduardo Costa 3030. La noche en que Donald Trump ganó la presidencia de los Estados Unidos, por ejemplo, fue un martes y él estaba allí: “Jugaba a las cartas con unos amigos de papá. Y cuando me enteré, quedé shockeado”. A comienzos de los ochenta, entró en Socma —la empresa del holding familiar— como analista junior. Más tarde, subió a analista senior. En 1985 fue designado gerente general. Dos años más tarde, ya era vicepresidente ejecutivo de Sideco. En 1992 ocupó la vicepresidencia en Sevel, la empresa automotriz del Grupo, para llegar a la presidencia en 1994. Fue entonces, cuando llegó al máximo timón de la automotriz, que la confrontación con Franco se hizo insostenible. En pleno cortocircuito, abandonó los cargos gerenciales y decidió emigrar al mundo del fútbol el año siguiente. Recién a fines de los noventa, llegaría la política.

Actualmente, la mayor parte de los negocios familiares están reunidos en Sideco Americana, cuyo principal accionista es Socma, el histórico holding familiar, que se achicó notablemente durante el kirchnerismo. Es que, para entender a Macri, hay que meterse brevemente en este entramado económico, el caldo de cultivo de algunas encrucijadas actuales.

Socma es la controlante de Sideco, la compañía familiar tradicionalmente dedicada a la obra pública, que hoy reúne activos por más de 700 millones de pesos. Como empresa madre, Socma, en cambio, siempre fue un conglomerado mucho más amplio. Como holding, fue presentada en sociedad en 1976 y, a lo largo de los años, incluyó muchos tipos de industrias: alimentos, energía, autos. Hoy ocupa el piso 18 del edificio conocido como “El Rulero”, en Retiro. Allí trabaja todos los días su CEO, Leonardo Maffioli y, eventualmente, Gianfranco Macri, el único de los hijos de Franco que se dedica al negocio. Pero Socma no solo bajó estratégicamente su perfil sino que, sobre todo, acotó su diversificación: hoy controla únicamente algunos negocios de transmisión y generación de energía, una empresa de residuos en Uruguay, campos en la Argentina y casi el 60 por ciento de Sideco.

He aquí otro punto conflictivo para un presidente con pasado empresario. Sideco mantiene varios juicios contra el Estado, que él ahora conduce. El más paradigmático es la secuela de demandas que dejó la expropiación del Correo Argentino en noviembre de 2003, cuando Néstor Kirchner ya era presidente. La deuda de la empresa que perteneció a Socma —y que arrastra desde 2001— parecía encaminarse a mediados de 2016. Las partes —y el Presidente estaba en ambas— habían acordado un concurso preventivo. Sin embargo, en febrero de 2017, Macri volvió a quedar atrapado en un costoso conflicto de intereses. El escándalo estalló cuando la fiscal Gabriela Boquín calificó al acuerdo como “abusivo” porque, según sus cálculos, implicaba casi la condonación de la deuda de 300 millones de pesos. El traspié fue un golpe duro a la imagen presidencial.

Macri contará más adelante para este libro una conversación con el jefe del clan, que es reveladora sobre su alumbramiento en la política.

Cuando gano la Jefatura de Gobierno la primera vez, papá me invita a almorzar. Hablamos un poco de la vida. Era una época de muchos choques con él. Entonces, hablamos y hablamos y en un momento, me dice: “Finalmente, si yo hubiese sido un padre normal, vos estarías trabajando conmigo en el grupo empresas, con lo cual no hubieses sido presidente de Boca, ni tampoco jefe de Gobierno y tal vez un día presidente. Así que, en el fondo me vas a deber todo a mí”. Y yo le dije: “Claro, papá”. Porque él es así; tiene ese tipo de visiones. Hoy soy presidente por mérito de él, que me volví tan loco que me fui a la mierda… Y, sin embargo, nunca siento que me haya dejado de querer, ¿sabés? Pasa que la mitad de él que me boicotea no se entera de la otra la mitad que me quiere.

La vida del patriarca parece un guión hollywoodense: llegó con una mano atrás y otra adelante y, aliado a cada gobierno de turno —incluido el de la dictadura— se convirtió en el empresario número uno de la Argentina y en el emblema de la llamada “patria contratista”.

Y, a la vez, papá fue una cosa imparable —tercia Macri—. Muy particular porque nunca trabajó por la plata. Cuando me llevaba a hablar con los presidentes, siempre les decía cuántos empleados tenía y cuántos impuestos pagaba. Nunca cuál era su patrimonio. Y vos fijate que él tiene su casa [en Barrio Parque]; su departamento en Punta del Este, que es bastante normal, y esta quinta [Los Abrojos]. No tiene veinte casas en el mundo… No colecciona autos, ni pinturas, ni nada. Tiene como esa cosa austera, no de vivir mal, pero sí austera, que para mí fue una enseñanza.

Los padres de Franco, Giorgio Macri y Lea Lidia Garbini, se habían separado en la década del treinta, en Italia, en una época en la que el divorcio era una excentricidad. El juez que tramitó la desvinculación ordenó que sus tres hijos, Francisco (“Franco”), Antonio (“Tonino”) y Pía debían permanecer juntos hasta que el último fuera mayor de edad. Al final de la Segunda Guerra Mundial, ya separado, Giorgio viajó a la Argentina buscando un mejor porvenir. El joven Franco, lleno de ambiciones, quería seguirlo pero aquel exhorto judicial le impedía hacerlo sin sus hermanos menores. Solo después de mucho insistir, logró convencerlos y finalmente los sumó a la aventura de cruzar el océano.

La madre, de familia romana y buena posición económica, nunca había estado muy presente. Sonaba lógico, entonces, buscar una vida mejor en América, en aquella tierra prometida donde todo estaba por hacerse. Cuenta la leyenda familiar que los hermanos Macri viajaron en barco, desde sur de Italia, con tal solo un puñado de liras que no alcanzaba más que para algunas comidas durante el viaje. Pero en un puerto, Pía Macri vio una muñeca que le robó el corazón. No entendía de razones ni de economía, solo quería esa muñeca. Franco sacó unos pocos billetes de su bolsillo y se la compró. “¡Pero si no tenemos para comer!”, le reprochó Tonino. Franco respondió: “No te preocupes, ya vamos a tener”.

El primo Ángelo Calcaterra, hijo de Pía, jura que su madre aún conserva aquella muñeca.

Había arrancado este libro junto con el año.

Buscaba explicar el nuevo poder en la Argentina. Bucear en ese experimento extraño que es Cambiemos. Y, sobre todo, mostrar a sus principales figuras: los apóstoles del Presidente. A pesar de las muchas veces que le había pedido una entrevista, sus asesores ponían excusas y terminaban posponiendo la cita. Podría resultar entendible en el contexto de un gobierno que había asumido con una economía al borde del infarto y que, durante el primer semestre en el poder, se había abocado a desactivar todas y cada una de las bombas de tiempo que le había dejado la administración kirchnerista.

Sin embargo, aun en medio de aquella montaña rusa, Macri parecía tener tiempo para hablar con periodistas. Además, marcando diferencias con su antecesora, lo hacía a menudo. Respondía sobre la coyuntura, hablaba en off the record, daba largas entrevistas a colegas argentinos y del mundo.

Mi intuición me decía que algo no andaba bien y que, en aquella demora, había algo más: estaba a un paso de averiguar que no me equivocaba. De pronto, Anita abrió la puerta y nos invitó a pasar. Entramos junto con su histórico vocero Iván Pavlovsky, que lo acompaña desde la época de Boca.

La figura de Macri apareció recortada, mientras se levantaba del sillón de Rivadavia. El mismo que ocupó Balcarce, el perro presidencial: una ocurrencia de Durán Barba, cuyo mensaje implícito era desacralizar al poder. Idea que le valdría el repudio de lo que el ecuatoriano llama el “círculo rojo”, esa élite ultrainformada y que, a la vez, forma opinión.

Estamos en el primer semestre del gobierno de Cambiemos, en medio de la puja entre gradualistas y ajustadores. Los kirchneristas y la izquierda acusan a Macri de neoliberal estilo Martínez de Hoz; los ortodoxos, por el contrario, auguran que la economía no revivirá si no hay un ajuste de shock. La ortodoxia conservadora asegura que hay que echar a un millón de personas del Estado. Los peronistas más sensatos, sin embargo, rezan en la intimidad para que al entonces ministro Alfonso Prat Gay, autodefinido como un socialdemócrata, le salgan bien las cosas. Es que, conjeturan, si Prat Gay falla, aumentan las chances de que lo suceda un ajustador ortodoxo de verdad, como Carlos Melconián.

A fines de 2016, esmerilado por Marcos Peña, Prat Gay sería echado por el Presidente, a pesar de su buen desempeño al frente del Palacio de Hacienda. No lo reemplazó un ortodoxo, como temían los peronistas, sino sencillamente uno más permeable a las órdenes del jefe de Gabinete5.

Los ojos profundamente azules de Macri tienen un aire de tranquilidad zen, como quien sale de una meditación profunda. Es difícil determinar si está tranquilo o simplemente cansado. Sus dientes son llamativamente blancos, como si los recubrieran esas carillas de resina que usan los actores. Después del saludo de rigor, le informo:

—Voy a escribir sobre su vida como presidente y las figuras del nuevo poder…

—Así me contaron… —despachó Macri, con frialdad.

Le entrego mis últimos dos libros: el primero, una biografía coral, La Cámpora. Historia secreta de los herederos de Néstor y Cristina Kirchner. El segundo, sobre la vida de su antecesora, Cristina Fernández, la verdadera historia.

Macri toma la biografía de Cristina Kirchner, en cuya portada aparece su foto de cuando tenía veinte años. Se trata de aquella foto icónica, que le sacó su primer novio, en la que aparece recostada sobre las rejas del zoológico de La Plata. El Presidente mira la imagen con atención unos segundos, como si recién la descubriera.

—Era linda de joven, ¿eh? —lanza, con sorpresa genuina—. ¡Lástima esa maldad! —suspira, como si lamentara aquel malhadado combo de belleza envenenada—. Una señora que vivía encerrada… A Olivos iba muy esporádicamente, pero cuando estaba, no salía de la casa, y nadie podía entrar, salvo la mucama. Entonces los tipos de mantenimiento, cuando se rompía algo, ella decía: “Arréglenlo desde afuera”. ¡Una locura total! En el parque, encontramos cientos de árboles caídos. La cancha de tenis, con pasto por acá —Macri pone la mano a unos treinta centímetros del piso—, aires acondicionados tapados con cartón… no se puede entender. Porque ella tenía tanto cuidado en su estética personal; te guste o no, se maquillaba todo el día, se empilchaba todo el día. Y tenía, en la puerta de la casa principal, las dos macetas con las plantas muertas.

—Toda una metáfora —cuelo, como para decir algo.

Weird6 —recalca el Presidente—. Me encanta esa palabra que usan los americanos.

A esta altura, tercia Pavlovsky.

—Ella es la que descubrió que Cristina es hija natural… Que el padre verdadero no es el colectivero que aparece siempre sino otro. Parece que el verdadero padre no la reconoció y eso le originó problemas.

Macri arquea las cejas, satisfecho con esta nueva información.

—¡Mirá si descubre que soy hijo natural! —se le escapa, de repente.

Los tres nos reímos, mientras su vocero completa lo que su jefe insinúa, sin afirmarlo del todo.

—… de cuántos quilombos te sacaría, ¿no?

Después de la risa, llega el silencio y el Presidente va directo al hueso de asunto. Es entonces, cuando confiesa que no tiene elaborado que critiquen a su mujer, aunque hizo un trabajo interno para pasarlo por alto. Eso me da cierta tranquilidad: al menos, abre la chance de seguir entrevistándolo.

Recordaba perfectamente el momento al que se refería Macri. Durante la campaña presidencial, a mediados de 2015, en Radio Mitre, yo había hecho un análisis sobre las esposas de los candidatos y Juliana Awada parecía perder, ante dos comparaciones: Michelle Obama y Hillary Clinton. Una activa primera dama puede ser una fuente de enorme inspiración, si decide irradiar ideas innovadoras. Sin embargo, Juliana había elegido sumarle a Macri desde el lugar femenino más tradicional: mostrándose como una bella acompañante. No se plantaba como una par sino como una pieza en el tablero de poder de su hombre. Aquel esquema me parecía un retroceso cultural: este era el corazón argumental que había herido a Macri.

Recuerdo también que, después de aquellas críticas, habían surgido innumerables defensores de Juliana. “Ella no tiene por qué ser una intelectual, solo con darle paz mental y espiritual a su compañero, en el contexto actual de la Argentina, es suficiente”, eran las razones de los múltiples fans de la Primera Dama. Me llamó la atención la cantidad de adalides y la intensidad de los argumentos. Recuerdo, también —y se lo digo—, haber repensado mis propias ideas. ¿Tenía que ser Juliana una Hillary Clinton?

En ese punto, Macri parece bajar la guardia y se lanza, apasionadamente, a explicar la superioridad de su “hechicera” frente a sus ex mujeres.

—Ella es la antítesis de mis parejas anteriores, ¿sabés? Yo soy un tipo que trata de llevar el buen humor a casa. Y ella siempre lo destaca. Trato de dejar mi día de locura, desde el momento que entro por la puerta para conectarme con el mundo de ella, de Antonia, de mis otros hijos. Pero hay días que se te escapa. Abrís la puerta y, viste, qué sé yo, no encontrás el jabón en el baño o el libro donde lo habías dejado, y tirás: “¿Dónde está el libro que dejé acá, Ju?”. Ella te mira, se sonríe y dice: “Perdón, perdón, acá lo encontré, listo, tranquilo…”.

—No se engancha…

—Cero, ¿entendés? Y en las anteriores experiencias, eso terminaba en un quilombo que podía durar cuatro días. Juliana siempre está con energía positiva y me equilibró todos los males que me rodeaban. Es más, cuando apareció Juliana y después Antonia, me dije: “Voy a ser presidente”. Y venían todos a preguntarme por qué estaba tan seguro. Y, porque no hay otra explicación para que esta mujer haya venido a mi vida y me haya dado lo que me dio, si no es porque Dios dijo: “A este tipo le voy a dar un envión adicional de energía y de amor para que llegue bien”. De lo contrario, es inexplicable: ella tenía calidad de vida 100 y aceptó venir a calidad de vida 20, siendo generoso… Este es nivel de calidad de vida que tiene este laburo. Ella venía de estar casada con un europeo: mitad de tiempo acá, mitad de tiempo allá, fin de semana donde quería. Ningún rigor de horario. Y hoy vive en función de acompañarme a mí. Y yo, para moverme un metro fuera de mi ámbito de trabajo, tengo que hacer toda una discusión hasta con doscientos tipos, que te dicen: este lugar, sí; este lugar, no.

El europeo al que alude es el empresario Bruno Laurent Philippe Barbier, habitué del gimnasio Ocampo donde Macri conoció a Awada y ex pareja de la conductora Viviana Canosa. Juliana estuvo diez años en pareja con Barbier, un sofisticado personaje del jet set, heredero de una de las familias más ricas de Bélgica, con un patrimonio familiar que la prensa local calcula en 370 millones de euros.

El ex de Awada es nieto del magnate Joseph Vandemoortele, propietario de una gigantesca empresa de alimentación. Los medios europeos afirman que la fortuna de Vandemoortele es una de los veinticinco más abultadas de Bélgica.

En una palabra, lo que evoca Macri sobre el pasado amoroso de Juliana es estrictamente real. De la mano de Barbier, Juliana se acostumbró a veranear en su casa del Principado de Mónaco o en la Costa Amalfitana. O a recorrer París cuando se le diera la gana. O a viajar en avión privado a Punta del Este cualquier fin de semana. Se habituó a descubrir paisajes de Europa del Este, cuando se aburría en Buenos Aires. También lo acompañaba a Suiza o a Bruselas, por negocios, cuando hacía falta7.

De Juliana pasamos a Alicia Blanco Villegas, la madre de Mauricio. Una madre de la que casi no habla, ni de la que tampoco hay demasiadas imágenes. El día que asumió, agradeció e hizo subir al escenario a Anita Moschini, a la que describió como su “segunda mamá”. Le pregunto entonces por su madre real.

—Me vienen a la cabeza imágenes de mucha exigencia. Mamá era perfeccionista. Me acuerdo cuando llegó el examen de ingreso en el Newman: ¡me tuvo una mañana entera corriendo alrededor de la pileta porque no me salía “thirteen”! Ella decía que no ponía la lengua entre los dientes. No sé, mamá era muy…

—Estricta…

—Sí, estricta. Y me hacía correr porque no me salía; entonces, dábamos vueltas. Cuando íbamos a Europa, ella siempre quería la última tendencia de la moda. Y el Newman era como todo muy estricto: mocasines de Guido y esas cosas. Pero mi mamá traía zapatos de charol, ¡y me los hacía poner! ¿Sabés lo que era para mí? Creo que al final le debo una parte importante de la construcción de mi personalidad y autoestima a mi madre, porque me transformaba en el hazmerreír de todos con esas cosas que me hacía poner. Te doy otro ejemplo: yo tenía 10, 11 años. Me acuerdo de que fui el primero en usar pantalones de gamuza, que años después se pusieron re de moda. Como si te dijese ocho años antes de que llegaran a la Argentina. Todos tenían el mismo jean de Eduardo Sport. Y yo, con esa piel de durazno a los nueve años… ¡Las que pasé!

—¿Y cuál es la primera imagen que se le viene a la cabeza sobre su infancia? Así, sin pensar mucho…

—Los veranos en Tandil. La bici. La libertad que significaba para mí la vida en Tandil, hace cincuenta años. Nada que ver con la de Capital Federal. Era como una experiencia, yo me “avivaba” en el verano. Tenía novia y después volvía el Newman y era el más canchero de la clase. La Carlota era el campo [de los Blanco Villegas], pero yo iba poco allí porque de chico no me gustaba. En cambio, me encantaba quedaba quedarme con la abuela en la ciudad de Tandil. Me iba al club todos los días en la bici, y para mí esa libertad era increíble. Porque, imaginate, el colegio era doble escolaridad, y si iba al quiosco de la esquina, tenía que ir con alguien. En cambio, en los pueblos era distinto. Todo pasaba en Tandil… Y mi abuela, Argentina, es el familiar más importante de mi vida…

—¿Por qué?

—Porque tenía autoridad. Enviudó un año antes de que yo naciera. Y no salió ni a tomar un café con un tipo nunca, y tenía menos de 40 cuando enviudó. Treinta y cinco años después de muerto, te hablaba de mi abuelo Devilio más de cinco minutos y se largaba a llorar. Esos amores que… Ella lo único que esperaba era morir para volver a juntarse con mi abuelo.

—Lo de que se “avivaba” en Tandil, ¿tiene que ver con el despertar sexual?

—Claro, ¡tenía novia! Hace cincuenta años, todo te pasaba en Tandil. Así que mis primeras imágenes tienen que ver con eso: el Newman, los amigos. Y el terror a los curas…

Es cierto que Macri lo pasó mal en el colegio Cardenal Newman, y no solo por los curas que, durante la infancia presidencial, pegaban para “educar”. También la pasó mal —y sobre todo— por el bullying que le hacían sus compañeros por ser, apenas, un “tanito” con plata. Es que, durante su infancia y adolescencia, al Newman iban los hijos de las familias ilustres de la sociedad argentina. Familias patricias, con próceres en el árbol genealógico, que marcaban diferencias con los nuevos ricos como los Macri: un apellido que, para aquella oligarquía de la década del sesenta, representaba el emblema de la cursilería.

—Y sí, bueno, cuando yo iba al Newman ser hijo de italiano era un demérito y más si tu papá había hecho la plata en una sola generación. En aquel entonces, había muchos otros, que venían de familias patricias. Y te lo marcaban. Pero bueno, yo conviví con eso. Lo gracioso fue que cuando me meto en el fútbol, paso a ser “el pituco”. Antes no era y ahora sí, ¡aflojen un poco! De repente, era el empresario rico. Me decían que era de la oligarquía, pero cómo, me dijeron toda la vida que yo no era de la oligarquía. ¿Cómo es esto? Los chicos, además, son crueles. Cada producto italiano que salía era mi nuevo sobrenombre. El básico era “tano”, pero después me decían Bordolino; Laureana di Borello, marcas italianas de zapatos, de vinos, de cualquier cosa, me ligaba el sobrenombre. Lo hacían para molestarme. Pero, en todo caso, sirvió para formar mi personalidad.

Al llegar a la Argentina, Franco Macri tenía como único capital la ambición y la capacidad de trabajo a destajo. Pero, para ser uno de los empresarios más ricos del país, le faltaba estatus. Sin una familia de doble apellido, sería solo un “tanito” con plata. Así fue como, pensando en adquirir aquello que no tenía, se casó con Alicia Beatriz Blanco Villegas en 1958, cuando ella tenía, apenas, 15 años. “Mauricio repitió la historia cuando se casó con Ivonne Bordeu”, cuenta un ex compañero del Newman. “Pero digamos que no la repitió exactamente porque los Bordeu eran de un linaje mucho más ilustre y sofisticado. Los Blanco Villegas no eran una familia conocida, ni

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