Primavera sangrienta

Marcelo Larraquy

Fragmento

INTRODUCCIÓN

Este libro prenuncia la década del setenta.

Trabaja sobre un lapso breve, entre 1970 y 1973, cuando se define un estado de situaciones que serán recurrentes en los años siguientes.

Es un tiempo histórico en el que la posibilidad de hacer política, de promover una transformación social, una alternativa real para tomar el poder, tenía la violencia como condición inherente.

La violencia no fue la tormenta que emergió sobre un cielo azul. Ya estaba instalada en la Argentina. El autoritarismo militar, basado en el supuesto de que las Fuerzas Armadas debían operar sobre la cúspide del sistema político y guiar el destino del país por encima de la Constitución, generó un trasfondo de violencia que a su vez fue fortaleciendo el imaginario revolucionario.

La idea de revolución tenía horizontes diferentes para los grupos armados que la sustentaban. Para algunos, el regreso de Perón al país era el tránsito hacia un socialismo todavía no delineado; para otros, el modelo vietnamita y cubano superaba los límites del peronismo para la liberación de la clase obrera. Aun con objetivos, tácticas y estrategias diferenciadas, desde distintas organizaciones enfrentaron la dictadura militar que gobernaba el país.

Las Fuerzas Armadas no se habían llamado a sosiego. Entendían que las fronteras eran ideológicas y el enemigo era interno, en el marco global de la Guerra Fría.

Incluso antes de que la idea de la revolución, en la segunda parte del siglo XX, alimentara los sueños de la militancia política y/o armada, las Fuerzas Armadas ya estudiaban cómo eliminarla. La confesión basada en las torturas a sus militantes y la desaparición forzada de personas fueron los instrumentos para desarticular las organizaciones armadas. La desaparición del cuerpo impedía el conocimiento del hecho y protegía a sus ejecutores. En esta época se produjo en casos aislados. Luego, la técnica se perfeccionaría y se convertiría en una metodología del terrorismo de Estado.

A menudo se sostiene que la democracia no era un valor en la década de 1970. Es cierto. La democracia, entendida como democracia liberal, no estaba en la mente de ninguno o casi ninguno de los actores que atraviesan este libro. Ni siquiera de la sociedad. Desde el golpe de Estado de 1930, votar a un presidente en forma libre y sin proscripciones era un ejercicio que apenas había sido conocido dos veces en más de cuatro décadas.

El tercer acto electoral sería el 25 de mayo de 1973. Y como en las dos oportunidades anteriores, volvería a vencer el peronismo. Ese día, con la multitud en las calles, parecía un día feliz como ningún otro. La consumación de una utopía. Una realización luminosa. Una primavera. Por la noche, la movilización popular arrancó a los presos políticos de las cárceles.

Pero la primavera quedaría desteñida, con la sangre hasta el cuello. Este libro intenta recoger el sentido de esa experiencia.

MARCELO LARRAQUY

Capítulo 1

Secuestro y crimen del general Aramburu. La Calera revela la identidad de Montoneros. Emilio Maza, el primer caído. Clandestinidad, fuga y muerte de Fernando Abal Medina. Perón: el aval implícito.

Con Aramburu estaba muy tranquilo en el secuestro, pero no tenía puta idea de lo que pasaría después.

IGNACIO VÉLEZ CARRERAS,

Grupo fundador de Montoneros, “Los Sabinos”

Se trataba de producir un hecho detonante, que partiera de la conciencia peronista y combativa de las masas, que de por sí fuera la definición contundente que bastara por sí para identificarnos como tales. Un hecho que, a la vez elevaría a nivel violento, la contradicción peronismo-antiperonismo, por donde pasaba la contradicción principal de la sociedad argentina. Un hecho, además, de justicia que era ansiado por el peronismo desde 1955 y que, consumado, quitaría al régimen una “carta de recambio”, a jugarse —llegado el momento— para inaugurar una nueva etapa de seudo-legalidad.

[“Documento verde”, Montoneros, julio de 1972.]

El 29 de mayo de 1970, poco antes de las nueve de la mañana, el general Pedro Eugenio Aramburu estaba en su dormitorio cuando Emilio Maza y Fernando Abal Medina ingresaron el Peugeot 504 blanco en el garage de Montevideo 1037, estacionado hacia la calle. Le prometieron al empleado que saldrían en pocos minutos. Cuatro miembros de Montoneros merodeaban la vereda de enfrente, con distintas coberturas, para controlar los movimientos de calle. Carlos Gustavo Ramus estaba al volante de una camioneta pickup IKA-Renault; Mario Firmenich, con uniforme de policía, autorizaba su detención momentánea; Carlos Maguid, vestido de sacerdote, estaba próximo al ingreso del Colegio Champagnat, de la orden de los Hermanos Maristas, justo enfrente del edificio donde vivía Aramburu. Norma Arrostito, con una peluca rubia, caminaba por la vereda. Todos estaban armados.

En esa época era muy meticuloso. Era reconocido por eso. Estaba el operativo en los planos y lo analizaba durante dos horas. Y a mí me quedó la sensación de que era complicado. Éramos una orga que no tenía experiencia en este tipo de cosas. Salió bien, pero en la previa me parecía complicado. Yo estudiaba abogacía y tenía un kiosco en Córdoba Capital. Todavía era distribuidor de chicles Bazooka, caramelos Stani. Vivía en Villa Allende. Mi viejo era abogado del foro local. Éramos todos legales. Había llegado unos días antes a Buenos Aires. Vine con Cristina [Liprandi], que no participó. El Gordo [Emilio Maza] ya estaba acá. Hay cosas que la historia hace de casualidad. El 29 de mayo, Día del Ejército. Yo creo que no se pensó la fecha. Por ahí, el Gordo y Fernando [Abal Medina] la pensaron. Llegamos en un Peugeot, Capuano [Martínez] al volante, yo al lado, Fernando y Maza. Estacionamos en el garage, vamos los tres al edificio, se queda Capuano. A Mario, a Maguid y a Arrostito no los vi porque era un operativo compartimentado. Fernando y el Gordo estaban vestidos de militares, yo de civil con pelo cortito y un sobretodo que todavía tengo. Teníamos muy buena formación para actuar como militares. Yo voy al séptimo piso. El Gordo y Fernando, al octavo. | Ignacio Vélez Carreras

Maza y Abal Medina tocaron el timbre del departamento “A” del octavo piso, y Sara Herrera de Aramburu les abrió la puerta. Pidieron hablar con el general. Ella les cedió el paso y los invitó a sentarse en el sillón. Les ofreció café y se fue. El general se vistió con la misma ropa del día anterior y demoró unos minutos en presentarse en el living. Después de una breve conversación, los visitantes le pidieron que descendieran con ellos.

Bajamos los cuatro, todos juntos en el ascensor. Él estaba convencido de que iba a una asonada. Y ahí caminamos, subimos al Peugeot. Soy el único que está vivo de ese viaje: en la ida, hasta detrás de la Facultad de Derecho, donde estaba la camioneta, una Jeep Gladiator, y se hizo el transbordo. | Ignacio Vélez Carreras

El general Aramburu partió con sus captores hacia la estancia La Celma, propiedad de la familia Ramus, en Timote, a 428 kilómetros de Buenos Aires. Al mediodía, las radios anunciaron su secuestro.

Yo había dejado una Renoleta estacionada cerca de los bosques de Palermo. Y nos quedamos en Buenos Aires viendo algunos detalles operativos; dejar los fierros, ese tipo de cosas. Y después, camino a Córdoba, pasamos por Rosario y dejamos en dos o tres baños los comunicados del secuestro de Aramburu, con lo cual dispersábamos la búsqueda. Llegamos a Córdoba bien. | Ignacio Vélez Carreras

Cuando llegaron a La Celma, Aramburu fue alojado en el dormitorio principal y comenzaron a interrogarlo. Por la tarde se conoció el primer comunicado con la firma de Montoneros en el que advirtieron que no negociarían su libertad y lo someterían a un “juicio revolucionario”. Le apuntaron su responsabilidad en la matanza de veintisiete civiles y militares en 1956, la represión, la proscripción, la profanación y desaparición del cuerpo de Evita, y anticiparon que lo matarían y que entregarían sus restos cuando fuesen devueltos los de Evita. En el último de los cuatro comunicados, Montoneros anunció que lo habían matado.

Hasta entonces no existía información pública de Montoneros.

La organización era resultado de la fusión de grupos de hombres y mujeres que se conocieron en liceos militares, colegios, parroquias, misiones espirituales, y fueron amasando la idea de que el cambio revolucionario debía surgir por medio de la lucha armada. Uno de los grupos “originarios” de Montoneros era de la provincia de Córdoba. Lo conducían los ex liceístas Emilio Maza, “El Gordo”, e Ignacio Vélez Carreras. El otro grupo, la “célula porteña”, se gestó con estudiantes egresados del Colegio Nacional de Buenos Aires. Lo lideraban Fernando Abal Medina y Mario Firmenich. Se denominaron Comando “Camilo Torres”, en honor al sacerdote y guerrillero colombiano caído en combate en 1966. Los dos grupos se conocieron por mediación del ex seminarista Juan García Elorrio, que activaba agrupaciones de militantes en torno de la revista que editaba, Cristianismo y Revolución, desde la que reivindicaba la lucha revolucionaria. A partir de su vínculo con el ex delegado de Perón, John William Cooke, el ex seminarista facilitó el acceso para el entrenamiento militar en Cuba a Abal Medina y Maza.

El contacto entre “los originarios” de Córdoba y la célula porteña prosperó. La frecuencia de viajes de Maza a Buenos Aires y de Abal Medina a Córdoba produciría la fusión bajo el nombre de “Montoneros”. Después de una exploración territorial por Vera, en el norte de Santa Fe, para la posible instalación de un “foco rural” como detonante de acciones armadas, “Montoneros”, comenzó a robar armas y dinero en acciones sin firma, o con la firma de “Comando Peronista de Liberación”, en su estrategia de “adaptación urbana” de la teoría del foco.1

Cuando hacíamos un análisis del peronismo, sentíamos que había una distancia muy grande entre el líder y las bases. Y ese lugar intermedio estaba vacante. El Viejo, con una gran habilidad, hacía creer que podía ser ocupado por distintos sectores, aprovechándose del policlasismo del Movimiento. Para nosotros, ese lugar significaba un doble reconocimiento, de Perón y de las bases. Existía la convicción de que teníamos que producir determinados hechos detonantes que nos iban a dar prestigio y que permitirían reorganizar a las masas peronistas. El Viejo había dicho: “Hay que desensillar hasta que aclare”. Ese amanecer queríamos hacerlo nosotros. Teníamos que producir un hecho que fuera convocante a nivel masivo, que no hubiera ninguna duda de su identidad peronista y que el Viejo tuviera que reconocerlo. Trabajamos juntos con la célula de Capital desde principios de 1968. La coincidencia entre los dos grupos se dio en el objetivo. Fernando [Abal Medina] tenía una audacia pavorosa en la toma de decisiones. Un tipo con mucha sensibilidad pero muy operativo. En cambio, el Gordo Maza buscaba pensar las cosas dos veces. En un momento, cuando se habló del “juicio revolucionario” a Aramburu, alguien se burló y dijo: “¿Juicio revolucionario?… pero que sea justo”. Y el Gordo lo frenó: “No creas que es algo divertido”. Para juntar armas y dinero “hicimos” varios destacamentos policiales, el Tiro Federal. En diciembre de 1969 fuimos a La Calera. Ahí me conocía todo el mundo. Era un lugar de veraneo de las familias de Córdoba, y nos cagamos a tiros en el banco, no firmamos la operación y le pedimos ayuda al grupo Lealtad y Lucha, que habíamos conocido en la capilla Cristo Obrero. Lo incorporamos a Montoneros. Un disparate, porque hacían trabajo de base, territorial. Les hicimos cortar todos los lazos y los convertimos en combatientes.2 | Ignacio Vélez Carreras

Pertenecíamos a un grupo que hizo experiencia en la capilla universitaria Cristo Obrero. Allí se había planteado por primera vez, en Córdoba, el diálogo católico-marxista. Seguíamos a tres curas que representaban las ideas de cambio, la iglesia tercermundista. Uno de ellos se declaró a favor del Plan de Lucha de la CGT, con ocupación de fábricas. Se armó un revuelo tremendo. Comenzamos una relación bastante fuerte con el grupo Cristianismo y Revolución, de García Elorrio. Y después formamos Lealtad y Lucha, y si bien ya conocíamos al Gordo Maza, habíamos militado juntos en la etapa universitaria y caímos presos en un acto, el momento de la unión se produce azarosamente después de La Calera, en 1969. Después del tiroteo en el banco, como les había fallado una casa operativa, nos llamaron y nos dijeron que necesitaban aguantar a unos compañeros. Y aguantamos a Abal Medina, que estaba herido en un pie, y a otros dos más. Los tuvimos cuatro o cinco días en una casa y los sacamos de Córdoba en un auto. Nosotros teníamos trabajo en barrios, relación con sindicatos, actuábamos en la legalidad y no encontrábamos la veta para prepararnos militarmente, tener armas… Y cuando se produce la fusión, inmediatamente después de lo de Aramburu, a Lealtad y Lucha nos piden desarmar lo que habíamos armado, integrarnos a Montoneros y participar de La Calera, la segunda. Todo fue precipitado. Querían hacer un hecho inmediato para que no se creyera que era una organización fantasma que había hecho un secuestro pero no tenía continuidad. Muchos de nuestro grupo participaron, pero yo no. No tenía preparación militar. Jamás tuve un revólver. | Luis Rodeiro, grupo fundador de Montoneros, “Los Sabinos”

[El Operativo Aramburu] tiene su complemento en el segundo [La Calera]. Aquí se trata de dar continuidad al primero; se trataba de un hecho netamente militar y que tenía como objetivo una incuestionable demostración de fuerza y de acción bélica que expresara la seriedad militar y borrara la imagen de [acción] aislada y de grupo comando que podía quedar del primero. Poderío que se probaba incluso territorialmente [al tomarse una población]; secundariamente, la recuperación de dinero y armas, y por el hecho casual de que una huelga obrera importante coincidiera con la fecha programada.

[“Documento verde.”]

Para La Calera yo me sentía mucho más tranquilo y convencido. Con Aramburu estaba muy tranquilo en el secuestro, pero no tenía puta idea de lo que pasaría después. La Calera era lo que yo conocía. Por ahí, la única preocupación era que se hacía con gente de Lealtad y Lucha. De todos modos, el mayor protagonismo lo teníamos nosotros, que teníamos más experiencia. Pensaba que en La Calera podrían reconocerme. Iba con un pañuelo que tenía elástico atrás, me lo subía y me lo bajaba. Lo usé bastante. La Calera tenía dos lugares complicados militarmente: la comisaría y, a dos cuadras, el banco y la municipalidad. Yo estaba a cargo de la zona del banco. El Gordo tenía la comisaría. La idea era hacerlo rápido. | Ignacio Vélez Carreras

* * *

Cuando todavía no se sabía dónde estaba Aramburu ni quiénes eran los “montoneros” que decían haberlo secuestrado, se decidió copar La Calera, a dieciocho kilómetros de la ciudad de Córdoba.

La operación tuvo un primer contratiempo cuando Elbio Alberione —acababa de abandonar el sacerdocio—, que debía ir en busca de un auto que ingresaría en la localidad para iniciar la toma, se quedó dormido.

El operativo se levantó.

Se realizaría dos días más tarde.

El 1º de julio de 1970, Montoneros tomó La Calera con cuatro comandos de dieciséis personas. Utilizaron cuatro vehículos: un Fiat 1500, un Renault 4, una camioneta pickup Chevrolet y un Torino que había sido camuflado como patrullero. Le habían puesto la inscripción “Comando Radioeléctrico - Policía de Córdoba”.

Entraron en el pueblo con cinco grados bajo cero. Todavía era de noche. A las siete y media de la mañana, una pareja ingresó en la subcomisaría para hacer un reclamo, como argumento de distracción. Pocos segundos después llegó el Torino “policial” y descendieron “oficiales” con uniformes e insignias. Avisaron que debían hacer un allanamiento en un barrio cercano y pidieron la lista de policías disponibles y el máximo apoyo. Cinco minutos después, los dos policías de la subcomisaría estaban encerrados en el calabozo, mientras se comenzaba a cargar armas, proyectiles, uniformes en bolsos y a pintar “Montoneros” en las paredes. Por walkie-talkie se avisó a los otros comandos del éxito inicial. El otro objetivo, la sucursal del Banco de la Provincia de Córdoba, todavía estaba cerrado al público. En la esquina, dentro del jeep de policía, estaban el subcomisario y un agente. La camioneta pickup lo chocó desde atrás y así redujeron a la comisión policial y la llevaron, manos en alto, hasta la pared del edificio municipal, que ya estaba tomado. Otro grupo aprovechó para ingresar en el banco, donde había gente trabajando, incluido el gerente. “Esto no es un asalto. Somos montoneros. Queremos la plata para distribuirla entre los obreros de SMATA.” En ese momento, los trabajadores de la automotriz IKA-Renault estaban en huelga y un conflicto estudiantil dominaba las facultades cordobesas.

El grupo comando salió del banco con cuatro millones de pesos. A la salida, volverían a encontrarse con el cabo Manuel Argüello, que vio el jeep policial chocado y se acercó a la esquina. A Argüello ya le habían pegado siete balazos el 26 de diciembre de 1969, cuando parte del grupo fundador, todavía bajo el nombre de “Comando Peronista de Liberación”, asaltó el mismo banco de La Calera. Entonces había sobrevivido a una ráfaga de ametralladora.

Seis meses después volvió a enfrentarlos. No tuvo tiempo de sacar el arma; una bala le alcanzó el pecho, otra le rozó la cadera y dos plomos le quedaron hundidos en la espalda. Pero sobreviviría.

La toma de La Calera, todavía en las sombras del día, continuaba en el edificio de Correos y la central de Telégrafos. “Aquí el grupo 3 del comando. Todo en orden. ¡Viva Perón!”, se avisó por walkie-talkie. En el edificio rompieron cables de teléfono para impedir la comunicación, dejaron un paquete con un cartel de “peligro explosivo” y se fueron. La caja contenía un radiograbador con un casete de la “Marcha Peronista” y un discurso montonero.

Los objetivos de la toma —la subcomisaría, el banco, la oficina de correos y telégrafos y el municipio— estaban cumplidos. El “patrullero” Torino lideró la retirada, lo siguieron los otros vehículos, soltaron miguelitos para impedir la persecución y se dispersaron por distintos caminos. Uno de los autos, que llevaba el botín de armas, se descompuso, y robaron otro. Mientras escapaban, el subcomisario se desató y llegó en un auto hasta la sede del III Cuerpo de Ejército, a ocho kilómetros, para comunicar la novedad. Las fuerzas militares bloquearon caminos, dos aviones despegaron para sobrevolar la zona, y policías y civiles también salieron en busca de los guerrilleros. Una camioneta F-100 fue utilizada para esa búsqueda. Se detuvo cuando vio a dos personas en un barrio. Una de ellas era Luis Losada.

Yo me había hecho cargo del entorno del banco, y comenzamos a actuar cuando se impactó sobre el coche policial. Cuando nos retirábamos, estábamos convencidos de que todo había salido bien. No corríamos ningún riesgo. Tiramos miguelitos a la salida. Pero nuestro auto falló y nos llevamos el de un vecino. Y el compañero que nos llevó nos dejó a cien metros de la casa operativa en el barrio Rivera Indarte, para que no la conociera. Era un barrio pequeño. No había gente. Nos bajamos con los bolsos y el auto se fue. Inmediatamente apareció una F-100 con tres civiles, de los cuales dos eran policías y el otro era el dueño de la camioneta. Yo no había calibrado que los bolsos, con las armas de la comisaría y la plata, pesaban como setenta kilos cada uno. Y teníamos que llevar dos cada uno. Cuando pararon los tipos y me preguntaron una dirección, no sospeché nada. Les indiqué y seguimos viaje y enseguida sentí ¡clac!, la puerta de la camioneta se abrió, se bajó un policía y le pegó un culatazo a Pepe [José] Fierro y lo redujo. Teníamos la consigna de no entregarnos vivos, entonces yo, que estaba del lado del conductor, del ángulo delantero izquierdo, tiré para cubrirme, y el tipo estaba cantándome el “alto” y apuntándome con las dos manos. No tenía ninguna posibilidad de errarme. Hice el intento de sacar la pistola y me disparó con una .45. Di una voltereta en el aire, caí y perdí la conciencia. Nos redujeron a los dos. Nos llevaron en la camioneta, yo creí que me habían pegado en el hígado y que me moría. A él [José Fierro] lo dejaron en la comisaría de Villa Allende y a mí en la de La Calera, y luego en un hospital, atado de pies y manos. Fierro “cantó” la casa operativa que habíamos alquilado para llevar los bolsos y la casa de Los Naranjos. Esto lo reveló él públicamente después de muchos años, en un documental.3 | Luis Losada, grupo fundador de Montoneros, “Los Sabinos”

Losada fue llevado al Hospital Militar, donde le hicieron las primeras curaciones, y luego a la sede de la Policía Federal en Córdoba, para torturarlo. Fierro quedó en manos del Ejército. Del interrogatorio se conocería la ubicación de la “central operativa” de Montoneros en Córdoba.

Después de La Calera fui a mi casa en Villa Allende a guardar las armas. Era un embute impecable. Y de ahí me fui a laburar al kiosco. Llegando a Córdoba escucho por radio: “Dos detenidos…”. Enseguida pasó el Gordo Maza y fuimos en auto a Villa Rivera Indarte. Vimos la casa de Luis Losada rodeada de patrulleros y ahí nos fuimos a la casa de Los Naranjos. No la conocía nadie. Lo que nosotros no sabíamos es que habían llevado a Pepe Fierro hacía veinte días y se dio cuenta de dónde estaba. Cuando lo detuvieron, la cantó. Pasó noches enteras en la cárcel llorando por ese tema. En Los Naranjos estábamos [Carlos] Soratti, el Gordo Maza, Cristina y yo. Soratti y el Gordo dijeron: “Salimos un rato y venimos”. | Ignacio Vélez Carreras

Después de interrogar a Fierro, una comisión policial fue a la casa de Los Naranjos. Antes de llegar, encontró a Maza y a Soratti caminando cerca, estaban a una cuadra. Fueron llevados con pistolas en la espalda hacia la casa. Maza advirtió una camioneta que arrancaba, golpeó al policía y corrió hacia ella. Logró apartar al conductor y subirse. Pero ya tenía un tiro que le perforó el páncreas e impidió su fuga. Soratti fue neutralizado.

Enseguida que salieron Maza y Soratti, sentí los disparos. Le dije a Cristina que fuera para la última pieza, levanté una persiana y vi a dos tipos armados que entraban. Eran canas. Ahí tomé un arma, yo era buen tirador, los tenía regalados… pero decidí que no. Estaba con el arma en la mano y no tiré. Me entró una cosa cristiana, quedé inmovilizado. No tiré ni solté el arma. No es que estuviera descartado, pero en general había que combatir. Y ellos patearon la puerta, abrieron y me dispararon. | Ignacio Vélez Carreras

La toma de La Calera sorprendió a la provincia. Quinientos policías, apoyados por la Gendarmería y el Ejército, rastrillaron las calles de la Capital y barrios aledaños para “desbaratar la célula montonera”. Para el gobernador de Córdoba, eran miembros de familias tradicionales; para el jefe de la Policía provincial, “inadaptados”.

Subsiste todavía en Córdoba la impresión causada por el operativo extremista en la población de La Calera, que estuvo tomada con sus 10.000 habitantes por espacio de 20 minutos. Se calcula que unos 15 jóvenes en 5 automóviles, profusión de armas y aparatos intercomunicadores actuaron en el hecho. La policía ha detenido a 6 personas, ya identificadas, entre ellas un matrimonio; habría 6 personas más bajo arresto y otra docena demorada en averiguación de los hechos. Por los panfletos y el material secuestrado en los allanamientos posteriores, se estableció que actuaron unidos elementos de ideología extremista. Todos los detenidos son estudiantes, pertenecen a conocidas familias y ostentan un expectable nivel de educación. En la requisa de una casa se habría comprobado que allí se disfrazó un coche Torino como patrullero policial. En la vivienda del matrimonio detenido se halló un verdadero arsenal. Otro de los presos llevaba 15 granadas de mano, 4 pistolas-ametralladora, 40 revólveres y pistolas, un radiorreceptor y 2 uniformes.

[La Voz del Interior, Córdoba, 2 de julio de 1970.]

Nos internaron con Maza en el hospital San Roque. A mí me cortaron la arteria femoral, tiraba chorros de sangre. Los primeros días, el Gordo estaba consciente. Nos cuidaba un gendarme y nos apuntaba para que no habláramos. Los dos teníamos la concepción de que íbamos a morir. Por cuestiones de seguridad estábamos juntos en la misma habitación. El director del hospital, Enrique Martínez, era muy amigo de mis viejos. Nos trataban bien. Yo de a ratos perdía el conocimiento. Lo único que sé es que en un momento determinado el Gordo no estaba en su cama, y me largué a llorar como loco. | Ignacio Vélez Carreras

Maza moriría una semana después del disparo. Tres mil personas participaron de su entierro. Después, su cadáver fue trasladado a Buenos Aires para que lo reconociera la esposa de Aramburu. Fue vestido de militar, como el día del secuestro. Ella dijo que se parecía. Maza fue el primer muerto de Montoneros. Perón, desde Madrid, le envió una corona.

La retirada fallida de La Calera revelaría los nombres de los integrantes de Montoneros. Maza había anotado en un fichero las últimas incorporaciones, los militantes de Lealtad y Lucha, con referencias visibles, sus ámbitos de militancia, experiencias, adiestramiento militar, indicios que facilitaron la labor de los investigadores. La conexión de la casa de Los Naranjos con la célula de Capital Federal se reveló por un permiso de manej

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