SÍGUENOS EN
@Ebooks
@megustaleerarg
@megustaleerarg
A la memoria de mi padres.
A mis hijos.
PRÓLOGO
Perón, López Rega y la sombra del terror
Este libro puede leerse como una historia de vida. La biografía clásica, tradicional, de un personaje que hasta sus cincuenta años quizá no hubiera merecido una indagación particular, pero por la singularidad de los acontecimientos posteriores que protagonizó alcanzó una dimensión histórica.
Cuando José López Rega trascendió su microcosmos individual —las calles de Villa Urquiza, el club de su barrio, su prematura jubilación policial, su apagado matrimonio—, y en forma imprevista comenzó a participar del universo peronista, su figura adquirió una connotación inédita en la política argentina.
El punto de partida para este cambio podría enmarcarse en las tareas domésticas y operativas que emprendió en la residencia de Puerta de Hierro al servicio del matrimonio de Juan Perón e Isabel Martínez de Perón desde mediados de 1966.
Isabel había conocido a López Rega en un encuentro político, lo convirtió en su secretario y decidió llevarlo a Madrid, después de compartir con él una gira de diez meses por la Argentina.
Pero este libro excede la traza biográfica de López Rega. Puede leerse también como una historia íntima y personal de Perón. En los capítulos de su exilio, que se suceden de manera paralela al relato de vida de su entonces mayordomo, se revela su incómodo trasiego por Panamá, Venezuela, República Dominicana y España, luego de que fuera despojado del poder en el golpe de Estado de 1955. El encuentro con Isabel en un balneario, su casamiento en secreto luego de años de convivencia —que le permitiera restablecer relaciones con el Vaticano— y su indeclinable voluntad de conducir el Movimiento Peronista y enfrentar el régimen que lo había proscripto formaron parte de esta etapa.
Un tercer sustrato de lectura de este libro es la historia argentina. Después del golpe de Estado de 1955, el poder de las Fuerzas Armadas, que ya se alineaba a Estados Unidos en el enfrentamiento Este-Oeste, continuó instaurado por encima del sistema político partidario, adjudicándose la potestad de interrumpir por la fuerza mandatos constitucionales.
Sus consecuencias inmediatas fueron las acciones de la resistencia peronista, la emergencia de las formaciones guerrilleras, las rebeliones populares y la presión obrera, social y luego política sobre los gobiernos militares, en reclamo de elecciones libres y sin proscripciones, y también de proyectos políticos más radicalizados.
La expectativa que generó el posible retorno de Perón provocó una masiva movilización popular, protagonizada por una generación juvenil que luchaba en contra del modelo cultural y económico del capitalismo, como también sucedía en Latinoamérica y Europa.
Perón regresó tras diecisiete años de prohibición. Sin embargo, aún antes de que ganara las elecciones en septiembre de 1973 y asumiera su tercer gobierno —luego de los breves ejercicios presidenciales de Héctor Cámpora y Raúl Lastiri—, el conflicto ideológico interno ya estaba instalado en el peronismo. Terminaría por partirlo en dos. Éste sería un detonante concluyente para la frustración política de su gobierno.
Tras su muerte, lo sucedió su esposa, la vicepresidenta Isabel Perón, quien buscó el respaldo de su secretario y ministro López Rega, por encima del Movimiento Peronista y de las instituciones políticas y judiciales. Con la firma de los decretos para “neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos”, y la delegación de la represión de la guerrilla a las Fuerzas Armadas, su gobierno fue conduciendo en forma inexorable al golpe de Estado de 1976.
Cuando comencé a trabajar en la investigación para este libro, López Rega era percibido como un personaje exógeno al peronismo, un fantasma que había sobrevolado el país, una pesadilla pasajera. Su intervención en el poder se explicaba por la influencia esotérica sobre Isabel y por la vejez y caída en salud de Perón. Era un accidente en la historia. López Rega había aprovechado un momento único para encumbrarse en el poder del Estado.
Este relato autocomplaciente para el Partido Justicialista y la memoria de Perón funcionó con eficacia hasta bien entrado el siglo XXI; luego, parcialmente, se fueron percibiendo sus fisuras.
En parte su perdurabilidad fue favorecida por la decisión de Raúl Alfonsín de establecer un armazón jurídico que instituyó la inculpación penal sobre los crímenes de la dictadura militar a partir del 24 de marzo de 1976. Por lo tanto, la persecución clandestina del terrorismo paraestatal en el período democrático 1973-1976 quedó exenta de juzgamiento.
Alfonsín temía que si se investigaban los miles de crímenes y desapariciones durante el gobierno justicialista, se indagaría sobre la responsabilidad de sus dirigentes, y entre ellos, Isabel Perón, que ya vivía en Madrid, y de los caudillos sindicales, que en la década de los ochenta dominaban el aparato político del partido.
Cuando empecé a interesarme por su historia, en el año 2001, López Rega estaba muerto, las causas judiciales que lo habían involucrado habían sido archivadas —estaban guardadas en la alcaldía de los tribunales federales por falta de espacio—, y los crímenes de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) estaban prescriptos.
Por otra parte, los juicios a militares también habían sido cerrados por las sucesivas leyes de Punto Final, Obediencia Debida y el indulto, excepto para los casos de robos de bebés nacidos en cautiverio.
Más allá del marco jurídico, la revisión del período 1973-1976 no representaba un tema de interés para la actualidad periodística, el debate político o histórico. Al peronismo no le interesaba revisar sus responsabilidades. Prefería que esa época quedara como un recuerdo doloroso pero definitivamente cerrado.
La producción bibliográfica en torno a López Rega tampoco había sido abundante.
Recuerdo tres libros: López Rega. La cara oscura de Perón, de José Pablo Feinmann; Historia de la Triple A, de Horacio Paino; y La Triple A, de Ignacio González Jansen. También había un artículo de Tomás Eloy Martínez, Ascenso, triunfo, decadencia y derrota de José López Rega, publicado en La Opinión al momento de su fuga del país, en julio de 1975, que se destacaba entre muchos otros. Pero no existía una biografía exhaustiva que uniera el relato de vida de López Rega con el acontecimiento político. Faltaba el marco, los elementos de enlace con el justicialismo que participaban en la trama, y que permitieran entender la lógica por la cual aquel mayordomo de Perón pudo haber conducido una organización de terror paraestatal, sin que existiera un contrapeso desde el gobierno o las instituciones judiciales para denunciarlo o detener su accionar.
Por muchos años, el vacío de información sobre López Rega sólo se cubrió con adjetivos. “Nefasto personaje” y “brujo” eran los más usuales, aunque resultaban insuficientes como explicación.
Con el tiempo entendería que la demonización del personaje era la coartada ideal para omitir las responsabilidades de Perón, Isabel y el Movimiento Justicialista sobre la represión ilegal.
Los primeros pasos que di para exhumar la historia personal de López Rega fueron en el club Social y Deportivo El Tábano, en el barrio de Saavedra, una tarde de enero de 2002. En el comedor del club encontré a personas que lo habían conocido cuando eran niños. Ya habían pasado casi setenta años. Recordaban el respeto que generaba su uniforme policial cuando caminaba las calles. En el barrio también seguía en actividad el Conservatorio Donizetti, con el mismo profesor que le había dado clases de repertorio, cuando López Rega soñaba con ser tenor lírico. Después la ruta de entrevistas me llevó a Paso de los Libres, en la provincia de Corrientes, a la casa de la calle Rivadavia donde había vivido su maestra espiritual Victoria Montero, que López Rega visitó por primera vez en la Navidad de 1951.
A lo largo de casi tres años de investigación me propuse abrir todas las puertas posibles. Como había poco material publicado, todo lo que encontraba resultaba una novedad, aún cuando la temática y el acceso a la información fueran diversificados.
Algunas mañanas iba al departamento de Roberto Di Chiara a mirar las cintas de los reportajes televisivos a López Rega que proyectaba en una pared. Me interesaba observar el tipo de preguntas, la gestualidad, la formulación de sus respuestas, la recepción de lo que decía en actos oficiales. En esa época no existía una plataforma para compartir videos en internet y sólo los contados archivos fílmicos, además de las entrevistas orales, permitían sacar al personaje de la letra impresa.
También trabajé sobre su bibliografía como autor. Para tratar de entender los significados de la producción literaria de López Rega —que había escrito una obra de teatro—, tomé clases de esoterismo con un profesor en ciencias ocultas, que me permitió una comprensión más adecuada de sus textos. A su vez, la conversación con un dirigente de una agrupación gremial del Ministerio de Bienestar Social me ayudó a reconstruir los movimientos de su custodia y los elementos que permitían deducir la gestación de las acciones clandestinas, mientras sobre la superficie, en los pasillos y las oficinas, se desarrollaban las tareas más corrientes de la burocracia estatal.
Fue un trabajo progresivo sobre distintas esferas. En 2002 tuve la oportunidad de viajar a Washington para examinar los cables que los embajadores norteamericanos en la Argentina enviaron al Departamento de Estado durante más de dos décadas. Para entonces, los pedidos se solicitaban a la agencia National Security Archive, pero las respuestas demoraban meses y en general requerían más especificaciones. El acceso directo a los archivos de la agencia en la Universidad de Georgetown, durante una semana, me facilitó la tarea. También me resultó útil una semana de trabajo en la biblioteca del Parlamento italiano, en Roma, para seleccionar y fotocopiar los interrogatorios de la Commissione parlamentare d’inchiesta sulla loggia massonica Propaganda Due, conocida como Commissione P2, para recabar información sobre la conexión argentina. La P2, además de tener a López Rega entre sus miembros, había infiltrado a funcionarios del tercer gobierno de Perón. En Madrid, donde Perón e Isabel habían vivido trece años y López Rega siete, visité los archivos de El País y ABC. Perón tenía varios sobres con cables, artículos y reportajes de diarios y revistas. En aquella época internet tenía pocos años. Los archivos no estaban digitalizados. Las búsquedas eran más artesanales. Me acuerdo de que una tarde, en un sobre, encontré un reportaje a la mucama de Perón y de Isabel, Rosario Álvarez Espinosa, que relataba casi un cuarto de siglo al lado del General, desde el primer encuentro en 1960 hasta el día de su muerte, el 1° de julio de 1974.
Busqué el nombre en la guía de teléfonos de su pueblo, en Antequera, en el sur de España, y la llamé durante varios días, sin respuesta. Una tarde casi por azar atendió su vecina, que estaba de visita. Le expliqué mi interés por Rosario y aceptó que fuera a su casa la semana siguiente. Ya iba a tener los audífonos que había encargado.
Pasé la mañana y parte de la tarde con ella, acompañada por un hijo y su vecina; en un momento trajo un sobre de su armario. Eran algunos cuadernos que había escrito durante el tiempo que había estado junto a Perón e Isabel. Relataba anécdotas desde el momento en que los había conocido en el hotel de Torremolinos, donde trabajaba de mucama, y continuaba contando historias de Puerta de Hierro, la quinta de Olivos, la residencia presidencial de Neuquén y la base naval donde permaneció como detenida voluntaria junto a Isabel Perón, sólo por su intención de acompañarla. Me dijo que usara lo que necesitara. Fui a una librería de Antequera, los fotocopié y se los devolví.
El recorte que consideré más relevante para entender a López Rega también estaba guardado en un sobre de archivo. Era una nota publicada en La Opinión del 2 de octubre de 1973, y comentaba la redacción del documento del Partido Justicialista, que significaría el punto de partida para la represión ilegal.
El documento, firmado por Perón y distintos mandatarios provinciales, describía el nuevo escenario político: “El asesinato de nuestro compañero José Ignacio Rucci y la forma alevosa de su realización marca el punto más alto de una escalada de agresiones al Movimiento Nacional Peronista, que han venido cumpliendo los grupos marxistas terroristas y subversivos en forma sistemática y que importa una verdadera guerra desencadenada contra nuestra organización y nuestros dirigentes”. Quien rehuyera su colaboración, se advertía, “queda separado del Movimiento”.
Veinte días después estallaba la primera bomba firmada por la organización terrorista paraestatal Triple A contra el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen.
El documento habilitó la represión clandestina, con el uso del Estado y de organismos del Movimiento, que se extendería y profundizaría a partir del Estado terrorista de 1976.
Después de la publicación original de este libro hubo distintos aportes a la investigación de la represión ilegal.
Elegí mencionar los tres que me parecieron más relevantes: la tesis de Maestría en Historia de Hernán Merele, La “depuración” ideológica del peronismo en General Sarmiento (1973-1974) —Universidad Nacional de General Sarmiento—, que avanzó sobre la incidencia del documento reservado del Movimiento Justicialista a partir de la muerte de Antonio “Tito” Deleroni, un abogado defensor de presos políticos y militante del peronismo de base, el 27 de noviembre de 1973.
El caso permitió determinar que la lucha contra “la infiltración marxista en el Movimiento” no tuvo un mando centralizado y se extendió en territorios locales, según sus propias características y sus enemigos internos. La “depuración interna” tenía permiso de impunidad.
Deleroni fue ultimado junto a su esposa Nélida Arana en el andén de la estación ferroviaria de San Miguel, en el conurbano bonaerense. Un efectivo de la Policía Federal, en franco de servicio, persiguió y detuvo a uno de los agresores, mientras los otros escaparon.
En su declaración ante el juez, Julio Ricardo Villanueva afirmó que integraba el “Servicio de Inteligencia Peronista (SIP)” y cumplía las directivas de “depurar marxistas”, surgidas del “Documento Reservado” del Consejo Superior Peronista.
Uno de los domicilios en Capital Federal que Villanueva declaró a la justicia era la sede de la Escuela Superior de Conducción Política del Movimiento Justicialista, que dependía del Consejo Superior Peronista y estaba vinculada a la Unión Obrera Metalúrgica (UOM).
Un artículo de La Opinión del 28 de septiembre ya registraba la fricción entre el Ministerio del Interior y la Policía Federal sobre el modo de afrontarse atentados como el de Rucci, que acababa de ejecutarse. El Ministerio del Interior aseguraba que debía recurrirse a los organismos de seguridad, y “en ningún caso a las Fuerzas Armadas”. El jefe de la Policía Federal, general Miguel Ángel Iñíguez, afirmaba, en cambio, que “la prevención debía hacerse con los mecanismos de seguridad que se han ido forjando en el propio seno del Movimiento”. Es decir, en el marco de la “depuración ideológica”, la represión clandestina contra el “infiltrado” comenzaba a gestarse desde el interior del Movimiento y no desde la legalidad institucional.
Otro libro publicado en 2012 —Un enemigo para la Nación. Orden interno, violencia y “subversión”, 1973-1976, de la historiadora Marina Franco— detalló la creación de la normativa represiva bajo el fundamento de “preservar” la Nación y las instituciones amenazadas por la “subversión marxista”. La investigación prueba cómo la legislación recortó en forma progresiva las libertades individuales y de expresión, la libre circulación de ideas políticas en la democracia y las facultades del Estado de Derecho, hasta conducir al establecimiento del Estado de Sitio durante el gobierno de Isabel Perón.
En la misma línea de revisión del período 1973-1976, el escritor Sergio Bufano y la politóloga Lucrecia Teixidó sustrajeron de la escena a la figura de López Rega en relación con la Triple A, y desarrollaron y analizaron el discurso de Perón y sus decisiones administrativas y legislativas, operadas en consonancia con los grupos paraestatales que participaron en acciones armadas. El libro Perón y la Triple A. Las 20 advertencias a Montoneros permite configurar un andamiaje interpretativo que demuestra que el Estado —durante ese período— se involucró en una violencia descarnada, “no supo —o no quiso— ajustarse a la ley” y aceptó con beneplácito la metodología clandestina de represión.
Hoy, junto a estas y otras contribuciones historiográficas, López Rega. El peronismo y la Triple A forma parte de la discusión política y periodística para el conocimiento de una etapa trágica y dolorosa que es necesario no olvidar.
Buenos Aires, julio de 2018
I
Cumbres de lo sublime
Hacia fines de la década de los treinta, José López era uno más de los anónimos muchachos que jugaban a las barajas en el club El Tábano. En ese tiempo no tenía apuro por llegar a ningún lado y nada le interesaba tanto como indagar en las cuestiones del espíritu. Su padre, Juan López, era un inmigrante español que se había ganado la vida en Buenos Aires conduciendo un taxímetro, un viejo Buick negro. A su madre, Rosa Rega, no llegó a conocerla. Murió el 17 de octubre de 1916, en el mismo momento en que lo estaba pariendo.
Los primeros cincuenta años de su vida, López los vivió en la casa familiar de Guayra 3761, del barrio de Villa Urquiza. Pasó la infancia y buena parte de la primera adolescencia intentando sobrellevar la ausencia de su madre y jugando con cualquier bicho que apareciera bajo la tierra. Allí, en el patio de la casa, formaba ejércitos de soldados en miniatura y les daba instrucciones a los generales. Siempre recordaría que en esas tardes aprendió los significados de la soledad. Sin embargo, no podía entender quién era, de dónde había venido y hacia dónde iba. Esas cuestiones lo inquietaban. Su padre no sabría ayudarlo a develar esos misterios, pero cada tanto lo llevaba a un boliche de Congreso y Estomba para que lo acompañara, y eso resultaba, en parte, aliviador.
López cursó su educación primaria en el colegio José Félix de Azara. Muchos años más tarde, cuando, trabajosamente para él y sorpresivamente para todos, se convirtió en el secretario privado del general Juan Domingo Perón en sus tiempos de exilio y tuvo que presentar un pasado a la altura de ese cargo, se las ingenió para inventarse un paso por la educación media en el English Higher Grade School, un colegio inglés de Belgrano cuyas matrículas nunca lo registraron. Por ese motivo, cuando ya era considerado un brutal asesino que había atravesado como un fantasma la historia argentina, fue largamente ridiculizado.
En su primera juventud, ya se movía por las calles con cierto ingenio. Junto con tres amigos solía jugar al polo en un potrero de la Avenida del Tejar, casi llegando al barrio de Núñez. A falta de caballos, montaban sus bicicletas, usaban palos de escoba y golpeaban una pelota número cinco. Luego, el fútbol lo acercó a River Plate. Según comentaba a sus amigos, llegó a integrar la tercera especial de ese club cuando tenía 19 años. Jugaba los sábados por la mañana; era la época en que Adolfo Pedernera y José Manuel Moreno componían la dupla goleadora de la Primera División.
Cuando su carrera futbolística se agotó, López tuvo su primer trabajo en Cofia SA, una tintorería que dependía de la textil Sedalana y estaba ubicada a tres cuadras de su casa. Era una fábrica de capitales alemanes. En Sedalana, se desempeñaba como peón y se dedicaba a teñir telas con anilina. El registro de personal de la empresa, que cerró en 1996, indica que sólo trabajó un año. Después se volcó a un emprendimiento más artesanal. Se asoció con otro muchacho del barrio, Oscar Maseda, y con un primo de éste, Justo Kende, para fabricar bijouterie —anillos, pulseras, aros— para mujeres. Salía a venderlas con un muestrario a clientas del vecindario o a pequeñas tiendas.
López había llevado una vida sin rumbo definido hasta que conoció a los Maseda, quienes durante muchos años fueron un parámetro importante de sus vínculos afectivos. En esa casa de la calle Melián, ubicada a dos cuadras de la suya, fue recibido como un hijo.
El matrimonio Maseda provenía de España y crió a sus seis vástagos, tres mujeres y tres varones, en la Argentina. Don Julio Maseda trabajó en Obras Sanitarias y en su tiempo libre construyó un mateo cubierto con un toldo de lona con el que los fines de semana paseaba familias por la zona de Palermo. También había creado un aparato para fabricar ladrillos a base de cenizas. Se daba maña con los inventos. En cambio, su hijo Oscar era hábil con las artesanías, mientras que José tenía empleo en Luz y Fuerza; el tercer varón, Roberto, trabajaba en Obras Sanitarias, aunque lo suyo era el fútbol. Llegó a jugar en Olimpo de Bahía Blanca y en la Primera División de El Porvenir. Tenía futuro, pero en un partido que definía el campeonato, contra Gimnasia y Esgrima, se dio cuenta de que sus compañeros estaban jugando a menos y se peleó contra todo lo que vio a su paso. La suspensión lo dejó fuera del fútbol profesional.
Los sábados y domingos, López pasaba por la casa de los Maseda a comer un asado o compartir un plato de fideos. Después se anotaba para jugar al fútbol con ellos. Junto con otro grupo de muchachos formó un equipo que se llamaba Juventud, con el que enfrentaban a todos los clubes del barrio: a Pinocho, a Tren Mixto, a Lumington, a quien fuera. López ocupaba el puesto de half derecho y era temido por los adversarios: pegaba que daba miedo. Algunos domingos, cuando jugaban en un terreno de la calle Mayol, los Maseda aprovechaban para completar la tarde yendo a la cancha de Platense, pero López ya no los seguía. Prefería volver a su casa y encerrarse a leer. Tenía una biblioteca que cubría toda una pared. En su máquina de escribir, con sólo los dos dedos ágiles de cada mano, tipeaba en largas cuartillas de papel sus reflexiones sobre los mundos espirituales. Nadie, ni los Maseda ni su padre, podían acompañarlo en esa búsqueda de conocimiento.
López empezó a frecuentar El Tábano por impulso de Roberto Maseda, que integraba la comisión directiva y pasaba noches enteras en el salón del club. El Tábano era un lugar de encuentro social. Fundado en el año treinta en una casa alquilada sobre la calle Melián casi esquina Iberá, el club contaba con salón para pista de baile, cancha de básquet y de bochas, buffet, sapo, billar y una oficina administrativa. Después del trabajo, muchos obreros de Sedalana tenían el hábito de ir a tomar un vermouth y perder el tiempo con las barajas.
Los sábados por la noche el club era una gloria. Sonaban las orquestas típicas más apreciadas del momento, D’Arienzo, Basso, Troilo, cantaba Jorge Casal, y las chicas del barrio y las señoras de cierta edad, viudas y casadas, sacaban a relucir lo mejor del armario para bailar el tango. El crédito de la zona era Roberto Goyeneche, al que llamaban “Polaco”, y que vivía sobre Melián, a la vuelta de la casa de López. Goyeneche inició su carrera artística en El Tábano con la orquesta Celestino, compuesta por unos muchachos de la calle Quesada, todos músicos.
Fue en El Tábano donde, azuzado por Roberto Maseda, se supo que López tenía vocación por el bel canto. Pero no se vestía de frac ni cantaba los sábados, ni tampoco se ocupaba de contratar orquestas, como alguna vez se dijo. Los domingos a la noche, si la mesa no era muy larga, improvisaba algunas arias a capella, sin exceder los límites de su ánimo reservado. Sabía acometer tangos y boleros a pedido, tanto como canciones españolas o italianas, pero lo que más le gustaba era la lírica. A veces un bandoneonista ciego, Alejandro Fiorito, lo acompañaba con algunas melodías. López, decían en la mesa, tenía la voz de un jilguero y hasta sabía imitar el sonido de las aves. Aprovechando la llegada de los monjes capuchinos, que se instalaron en la iglesia Santa María de los Ángeles, justo en la esquina de su casa, soñó con ser el tenor que cantara el “Ave María” en las ceremonias nupciales.
Muchos años más tarde, cuando quiso legitimar su espacio y su propia historia dentro de las filas del peronismo, López lanzó la versión de que a fines de los años treinta había estudiado guitarra y canto con Aurelia Tizón, y que ella le había presentado a su marido, el coronel Perón, antes de que éste fuera nombrado agregado militar en Chile. Con ese argumento podía armar una figura perfecta: había sido un hombre querido por las tres mujeres de Perón: Aurelia, Evita e Isabel.1
En aquellos años juveniles López no se mostraba interesado en profundizar otras relaciones que fuesen más allá de los Maseda y de algunos pocos conocidos del barrio. Era un muchacho educado, cuidadoso en los modales y respetuoso en el trato, pero introvertido. Un día debió dejar de lado esa natural timidez. En una vulgar discusión de barajas en El Tábano, un adversario puso en duda su hombría. López se puso de pie, se abrió la bragueta, se valió de las dos manos para dejar al aire todo lo que guardaba dentro de su pantalón y lo depositó, manso y pesado, sobre la mesa. La barra quedó pudorosamente conmovida con ese gesto. López estaba bien armado, con un miembro de dimensiones extraordinarias. No había duda de que, de todos los presentes, era el que la tenía más larga.
López tuvo su primera novia en la casa de los Maseda. Josefa era la mayor de las tres hermanas. Regordeta, de ojos chispeantes y baja estatura, ocupaba un puesto de tejedora en la fábrica de Sedalana, en tanto que Lucrecia y “Chocha” trabajaban como obreras en la textil Campomar. Es probable que Josefa haya sido la primera mujer que López tuvo a mano y que no le costara mucho cautivarla. Impulsada por el rápido consenso familiar, Josefa se convirtió en su novia y, pocos años después, en su esposa. Se casaron el 19 de junio de 1943. Él tenía 26 años y ella 25. Organizaron una fiesta acorde con sus posibilidades: en el salón El Caballito Blanco de Cramer y Monroe, con invitados de la familia, algunos amigos, y cuatro músicos que pusieron sus instrumentos —dos bandoneones, un violín y una batería— para amenizar la fiesta. Por aquellos años, el matrimonio se concedía algunos paseos por el centro de la ciudad, que incluían funciones en el teatro Avenida, pero en términos generales no se movían del barrio.
López llevó a vivir a Josefa a una habitación del fondo de la casa de su padre, a quien consumía la diabetes. Unos años más tarde, para detener el mal, le cortarían una pierna. Para maximizar sus ingresos, López, además de vender bijouterie, empezó a tallar figuras sobre planchas de cobre, que representaban a una persona o un objeto. Los Maseda consideraban magníficas esas creaciones. Su obra favorita era un plato de cobre con la efigie del general Perón, que enmarcó sobre yeso y colgó en el comedor de su casa.
Los ingresos continuaron siendo escasos. López no tenía trabajo estable y tampoco perspectivas. El matrimonio no funcionaba como se esperaba. Además, Josefa empezó a tener problemas en la cadera. Algunos muchachos de El Tábano de lengua fácil atribuyeron esa dolencia a algún mal movimiento de López realizado al calor de los primeros meses de matrimonio. Pero Josefa persistiría con el problema toda su vida, y habría sido ella la que le reclamaría a López por el incumplimiento de sus obligaciones maritales.2
La solución para López, como para muchos muchachos porteños que sufrían la falta de empleo estable, fue enrolarse en la policía, cuyos únicos requisitos de ingreso se limitaban a la acreditación de conocimientos básicos de lectoescritura. Sus concuñados, Enrique Iglesias, ya casado con “Chocha”, y Gervasio Fraga, con Lucrecia Maseda, tenían bien clara la idea del servicio e ingresaron a Bomberos y a la Policía Federal en forma casi simultánea.
Con el nuevo empleo, López obtuvo una mejor consideración en el barrio. En los años cuarenta, un agente que cubría una parada callejera era para los vecinos un hombre de confianza y si era suelto de palabra hasta se lo invitaba a cenar. Incluso López, con su uniforme recién estrenado, solía pasar algunas tardes por la carnicería lindera a El Tábano, donde le reservaban una bolsa con distintos cortes a modo de humilde retribución a la función social que desempeñaba.
Según consta en su legajo, López ingresó a la institución policial el 7 de diciembre de 1944, un año y medio después de contraer matrimonio. Su primer destino fue la seccional 37ª, de avenida Plaza y Olazábal, casi en su mismo barrio. Cumplía funciones administrativas, apartadas de cualquier situación de riesgo. Sin embargo, una noche que estaba de guardia observó movimientos extraños en la casa de un vecino e intentó indagar qué sucedía. El propietario, un funcionario de peso en el área económica del Estado, le agradeció su preocupación y lo recomendó al coronel Juan Filomeno Velazco, entonces jefe de la Policía Federal, quien luego de la revolución de 1943 había impulsado la apertura de Centros Cívicos Independientes para promover la participación ciudadana.3
A pesar de que estaba cada vez más interesado en lecturas esotéricas, López no vivió con indiferencia la apertura política que significó el peronismo para las masas en 1945, aunque las fuentes consultadas no coinciden en precisar su real participación. Algunos testimonios recogidos en El Tábano mencionan que se transformó en uno de los referentes de un local de la calle Roque Pérez que pertenecía al laborismo, partido que prestó su estructura legal para que Perón se presentara como candidato a presidente en las elecciones del 24 de febrero de 1946, y las ganara. Otra fuente del entorno familiar —que prefirió permanecer anónima— indica que López se incorporó por un tiempo a un centro cívico de la calle Núñez y avenida Forest, más interesado en las necesidades del barrio que en las actividades partidarias. Por entonces, el mayor referente político de Villa Urquiza era “el Gordo” Giraudo, un ex radical que abrió un local de la Junta Renovadora sobre la calle Quesada. Allí también ubican a López. Lo cierto es que esas referencias imprecisas en la génesis del justicialismo le alcanzaron años más tarde para presentarse como uno de los fundadores del Movimiento, junto al General Perón.
Hacia 1950, cuando ya tenía cinco años de servicio en la policía y una calificación de diez puntos en disciplina, López conoció a Eva Perón. Hasta entonces, su carrera transcurría sin fulgor y de su legajo no se desprende que haya disparado un solo tiro. Sin embargo, sus antecedentes dan cuenta de sus enfermedades: a los 29 años le detectaron “cálculos intestinales”, luego sufrió una “intoxicación alimenticia”, tomó un mes de licencia por una “apendicitis”, padeció “fiebre aftosa” y hasta adujo ser “mordido por un perro en un dedo índice” para faltar a su trabajo. Es posible que López haya conocido a Eva Perón por una recomendación del coronel Velazco, pero lo cierto es que ella, que desde el rencor y la pobreza fue forjando sus sueños de actriz, fue quien le facilitó el acceso al mundo de la radio.
El 27 de abril de 1950, de acuerdo con su legajo, López pasó a ser “agente adscrito de la custodia presidencial por solicitud del jefe de la misma” —el comisario Vindel— y, “por pedido de la señora esposa del Excmo. Señor Presidente de la Nación”, se ocupaba de custodiar la entrada de Agüero 2502 del Palacio Unzué. La puerta se utilizaba para el ingreso de ministros o funcionarios de jerarquía y también, en una pequeña oficina, se recepcionaban solicitudes de audiencias o cartas para Perón y Evita. López secundaba a un empleado civil en las tareas administrativas. El palacio presidencial estaba ubicado a cincuenta metros. Si las persianas del primer piso estaban abiertas, podía verse a Perón a trabajar en su escritorio, o podía observar a Evita, que caminaba por el parque en compañía de Atilio Renzi, el intendente de la residencia, o de Francisco Molina, su chofer. Con frecuencia, Perón y Eva salían por el portón de la calle Austria para dar un paseo en auto por Buenos Aires.
El trabajo en la unidad presidencial no era muy exigente para López. Cumplía un turno de ocho horas, que solía matizar con una pasada por el casino de oficiales, el almuerzo o la visita a la peluquería del primer piso, dentro de la residencia. En esa época llevaba el pelo negro y lacio, peinado para atrás. Desde lejos, algunos confundían su estampa con la del actor Jorge Salcedo, aunque con quince centímetros menos de estatura.
López no integró ninguna de las cuatro brigadas que acompañaban al general Perón en sus salidas diarias. Sin embargo, de su paso por el Palacio Unzué logró llevarse una foto histórica junto a Perón, que lo muestra sobre la escalerilla de un automóvil Packard negro, luego de que el Presidente regresara de una gira triunfal por Chile, cuando visitó a su par Carlos Ibáñez del Campo, en febrero de 1953. No era un acto de servicio que a López le correspondiera cubrir, pero cuando los movimientos del presidente implicaban cierto riesgo de seguridad se convocaba a agentes de la residencia para sumarlos a la brigada de custodia. Con el paso del tiempo, López aprovecharía esa foto para montarse en la historia del peronismo. Además de la supuesta recomendación de Evita que aparece en su legajo, también se llevaría del Palacio Unzué dos relaciones que veinte años más tarde serían clave para su cruzada contra la Tendencia Revolucionaria peronista y la izquierda: los jefes de brigada de la custodia de Perón, inspectores Alberto Villar y Juan Ramón Morales.
En pocos años, tanto por su vocación lírica como por su condición de policía, López ya era merecedor de cierta admiración en El Tábano. A pesar de que sus visitas eran esporádicas, su influencia dentro del club iba en ascenso. Una vez hizo levantar una clausura por falta de higiene. Lo llamaron a la residencia presidencial al mediodía y a las cuatro de la tarde el problema estaba resuelto. En otra oportunidad llevó y repartió un equipo de camisetas verdes y blancas, con pantalones y botines, para que los chicos del club participaran en los Campeonatos Infantiles Evita. En El Tábano se comentaba que, pese a su aire esquivo, siempre estaba dispuesto a ayudar. En cierto modo, López trasladaba a su barrio los gestos de la beneficencia peronista que provenían de la residencia. Era habitual que el presidente y su esposa entregaran juguetes a los niños que se acercaban al Palacio Unzué, y algunos empleados y policías de la custodia los acompañaban en la tarea.4
Fue también Eva Perón quien, por una simple casualidad, le facilitó el camino para desarrollar su vocación artística. A mediados de 1951, la esposa del presidente solía atender los requerimientos populares en la Secretaría de Trabajo y Previsión, una oficina ubicada en el edificio del actual Concejo Deliberante porteño. Un día, a López le tocó custodiar la entrada del edificio y cuidar el orden de la fila. Allí apareció Jorge Lanza, un recitador gauchesco a quien Evita conocía, y le pidió que para ahorrar tiempo le permitiera el acceso directo a la primera dama. López le franqueó el paso, Lanza subió al despacho y a su regreso, le agradeció el gesto. López le hizo saber que también era un artista como él, o al menos pretendía serlo. Ya tenía 34 años y hasta entonces su vocación lírica no le había permitido siquiera una oportunidad real para el fracaso. Lanza le aconsejó que visitara de su parte a un amigo que trabajaba en Radio Mitre.
En ese tiempo no existía la televisión y los artistas de la radio eran las grandes estrellas; alrededor de ellos se formaban clubes de admiradores. Los fines de semana salían de gira por los pueblos del interior del país para mostrarse en carne y hueso, hacían su número y se llevaban su parte. Para que un artista llegara a trabajar en una emisora se necesitaba la aprobación de un productor artístico o del director de programación. El amigo de Lanza estaba situado un escalón más arriba: era José María Villone, el director de Radio Mitre, un periodista formado en el espectáculo. Los resultados de la reunión fueron inmediatos. En agosto de 1951, López ya cantaba en “La matinée de Luis Solá”, el seudónimo del conductor Ferradoz Campos. El programa rebasaba de cómicos, recitadores criollos y conjuntos de guitarra, todos artistas de sobrada popularidad —cada cual con su propia cartera de auspiciantes— que recibían bolsas repletas de cartas que enviaban los devotos oyentes.
Para apuntalar su carrera artística y aprovechar el potencial que le ofrecía la radio, López se dispuso a perfeccionar su voz y se acercó al Conservatorio Donizetti, inaugurado por el violinista Fernando Tuzzio en la calle Ugarte, en Coghlan, en el año 1916. Cuando fue a golpear a su puerta, en 1951, Tuzzio ya había bajado la persiana del conservatorio, pero su hijo Hugo, de 19 años, continuaba con la enseñanza en la casa familiar. López le pidió clases de repertorio. Se lo notaba muy enamorado de su propia voz, que era aclamada en fiestas y reuniones privadas, cuando cantaba obras líricas ligeras, aunque secretamente aspiraba a que las clases lo ayudaran a acceder a las cumbres del género dramático. Prudente, su profesor le aconsejó empezar con un repertorio sencillo, adaptado a sus propias necesidades y su talento; luego, a medida que se pudiera comprobar la evolución de su voz, podría abordar desafíos mayores. Tuzzio intuyó que las ilusiones del alumno eran desmedidas: había nacido sin instinto musical y su voz, ese instrumento de la naturaleza por el que López se sentía agraciado, a su profesor le sonaba apagada y sin sustancia. Nunca llegaría a ser el tenor que soñaba. Pero tampoco había necesidad de decírselo. López llegaba puntual a las clases —a veces con su hija Norma, de seis años—, traía sus partituras y lanzaba con entusiasmo su voz cantarina, imaginando sonidos bellísimos, acompañado en el piano por su maestro. López no escondía su voluntad de aprender y su presencia era bienvenida en la casa. Tenía una conversación agradable, que podía versar desde la vida cotidiana de Perón y Evita hasta sus singulares conocimientos sobre el Universo. Explicaba las cosas de un modo persuasivo, posando sobre los ojos de su interlocutor una mirada muy franca y serena, como la de un ser angélico, que, contando con un mínimo de ingenuidad o predisposición de la otra parte, hubiera podido llevar a la cama a cualquier vecina.
Por entonces, López ya hacía pública su apetencia por lo desconocido. A la madre de su profesor, a la que trataba siempre con mucha educación, en una oportunidad le sugirió que cambiara la disposición de los jarrones de porcelana china porque estaban afectando su personalidad, y otro día le recomendó que los tirara porque la estaban dañando. También solía explicarle que los colores de sus vestidos no estaban en armonía con los astros que predominaban cada día. Los lunes rige la Luna, y el color ideal es el blanco. El martes es el día de Marte, y se debe usar el rojo. El miércoles predomina Mercurio, y hay que usar el amarillo. Con esos mismos argumentos, años más tarde, conseguiría atraer el interés de Isabel Perón, la tercera esposa del General. Una noche, López se presentó muy tarde en la casa de los Tuzzio. Al cabo de un año de clases, había ganado cierta confianza en la familia, pero nada que no fuera una urgencia hacía prever una visita a esa hora. Sin embargo, se había enterado de que su profesor había sido convocado para acompañar la gira de Beniamino Gigli, tenido por los especialistas como el continuador de Enrico Caruso, y quería conocer los secretos del tenor italiano.
No obstante su devoción por el canto lírico, la participación de López en Radio Mitre no había generado la euforia que despertaban otros artistas, como era el caso de Délfor Dicásolo y Héctor Ferreyra, que luego formarían parte del programa humorístico La Revista Dislocada. López comentaba los dramas de una ópera, su historia y, también, desde un enfoque técnico, relataba las acrobacias que debían realizar los tenores para llevar su voz a los máximos agudos. Luego él mismo cantaba una o dos canciones, siempre acompañado por el guitarrista Jiménez, del elenco estable de la radio, a la que llegaba vistiendo su impecable uniforme policial, distinguido con unas polainas negras que le cubrían las botas hasta la rodilla. En esos micrófonos de la radio, rodeado de afamados artistas, se gestó su sueño de cantar en teatros internacionales. Incluso en el casino de oficiales de la residencia presidencial se comentaba que Evita iba a mover sus contactos para que actuara en La Scala de Milán.5
José María Villone no sólo le permitió a López su rápido desembarco en la emisora de la calle Arenales, sino que lo ayudó a alcanzar la explosión mística que durante muchos años había anhelado para su espíritu.
Al igual que su padre, José Valentín, Villone era masón. Había nacido en Buenos Aires, pero desde muy joven se trasladó a Corrientes, siguiendo el destino laboral de su progenitor, funcionario jerárquico de Ferrocarriles Argentinos. En esa provincia, José María empezó a frecuentar una fraternidad en la que se impartían enseñanzas de vida y se iniciaba a los concurrentes en lecturas esotéricas. A su vez, por influencia de sus hermanos mayores, se sentía atraído por el espectáculo: Julio era pianista y luego dirigiría orquestas. Su hermana María Teresa, que se había agregado el nombre Márquez como seudónimo y cantaba en español y en guaraní, ganaría fama en todo el Litoral a partir de su éxito “Mis noches sin ti”.
Villone volvió a Buenos Aires luego de ganar una beca que promovía el diario Crítica para jóvenes del interior. Encontró un lugar en Pan, la revista de variedades del diario, y luego trabajaría en Maribel, Radiolandia y Antena. Entonces promocionaba a las hermanitas Legrand, ganadoras de un concurso de cazadores de autógrafos, entrevistaba a Eva Perón cuando iniciaba su carrera artística, y en esas actividades se ganaría el aprecio de Jaime Yankelevich, pionero de la radiofonía, quien le fue confiando la dirección de radios del interior, hasta colocarlo en Radio El Mundo y posteriormente en Radio Mitre, de Buenos Aires.
Cuando conoció a López, Villone ya estaba casado con “Buba”.6 López quedó impactado con la belleza de esa mujer y la primera vez que la vio pensó que era una compañía ocasional que Villone había conseguido por sus vinculaciones artísticas. Incluso lo incomodó que la hiciera entrar en su casa, porque no sabía cómo iba a reaccionar Josefa, hasta que el director de Radio Mitre aclaró que era su esposa y la situación se compuso.
El matrimonio Villone tenía a López por un hombre confundido y en cierto modo triste, pero muy inteligente y con inmensas inquietudes espirituales que no podían ser ni compartidas ni evacuadas por su esposa. Josefa había sido educada en un mundo sin misterios, y estaba más interesada en criar a su hija Norma que en escuchar los recitados de su marido. Unidos por el estudio del espíritu, López y Villone fueron afianzando su amistad a través de sus esposas. Muchas veces las reuniones se hacían en la casa del barrio de Liniers, y otras cenaban en el patio de la casa de Villa Urquiza, donde López mostraba con orgullo las paredes de una nueva habitación que estaba levantando. Mientras las mujeres avanzaban en conversaciones sobre temas cotidianos, los hombres intentaban comprender las dimensiones de una Naturaleza invisible a los ojos del profano y que contenía potencialidades que ni siquiera la ciencia era capaz de develar en su totalidad. En el Universo había infinidad de misterios. Pero en la escala de lo cósmico estaba la clave. López y Villone creían que los espíritus, a medida que encarnaran en sucesivos cuerpos, perfeccionarían las realizaciones mentales y morales de los hombres, y esa espiral evolutiva, los llevaría a ser buenos y benévolos como los grandes santos.
Pero todas esas abstracciones que López iba enhebrando en sus discursos se derrumbaban cuando intervenía su esposa. No soportaba sus interrupciones; le resultaba intolerable que no entendiera nada ni tampoco demostrara interés en aprender. Villone, en cambio, intentaba darle un lugar a Josefa en el curso de las conversaciones esotéricas.
—Dejala que hable, ella tiene que pensar, tiene que sentir —le explicaba.
—Pero no entiende —se enojaba López.
—No dejes de lado a tu familia. Dios te dio la posibilidad de comprender otras cosas y a ella no. Pero es tu compañera y está a tu lado, aunque no sepa de lo que estás hablando.
Una madrugada López le mostró a Villone algunos de sus apuntes sobre la vida de Jesús, que diferían de las tradicionales interpretaciones de la Iglesia Católica. Llevaba ya muchos años escribiendo, consultando libros, apelando a citas de los Evangelios. Villone le dijo que estaba necesitando una guía y le aseguró que él se la presentaría. Y le habló por primera vez de Victoria Montero. López pensó que si alguien lo ayudaba a educar su espíritu con el mismo esmero del profesor Tuzzio en perfeccionar su voz, podría alcanzar las cumbres de lo sublime.
FUENTES
Para la relación de López y la familia Maseda fueron entrevistadas dos fuentes del entorno familiar que solicitaron permanecer en el anonimato; para su presencia en El Tábano fueron recabados los testimonios de Héctor Bisconti, Francisco Polosa y Genaro Caporisio; para historia social y política de Villa Urquiza en la década de los treinta y cuarenta fueron entrevistados Alfredo Nocetti y Néstor Ortiz; para su educación lírica fue entrevistado Hugo Tuzzio; para su paso por la custodia del Palacio Unzué fue entrevistado el suboficial Andrés López; acerca de su incursión por Radio Mitre se recurrió a testimonios de Ema Villone, Héctor Ferreyra y Hugo Tuzzio.
NOTAS
1. La versión la relató el mismo López en varias oportunidades. Puede leerse en un reportaje del Jornal do Brasil publicado en agosto de 1974. Sin embargo, el hecho es improbable. En la primera carta que le escribió a Perón, en 1966, López se preocupó por demostrarle que siempre había seguido sus pasos, aunque no hace referencia alguna a Aurelia Tizón. Véase capítulo IX.
2. De acuerdo con la entrevista del autor con una amiga de Josefa, ésta le reprochaba a su marido su falta de interés por las relaciones íntimas. López aportaría algún elemento para justificar esa renuencia en su primer libro, donde reproduce la teoría de un filósofo colombiano —Dr. Rojas—, que indica que cuando una pareja se casa, “si carece del conocimiento espiritual y científico, entonces proceden sin control a hacer abuso de su sexo, quemando su energía creadora, lo cual les acarrea como natural consecuencia, enfermedades y fracasos. Ésta es una verdad plenamente comprobada”. Véase Conocimientos espirituales, pág. 24. El libro fue escrito en 1957 e impreso cuatro años más tarde en Claufer, Porto Alegre, Brasil.
3. Juan Filomeno Velazco era incondicional de Perón y simpatizante del Tercer Reich. El 2 de mayo de 1945, Velazco reprimió a los porteños que salieron a festejar la caída de Berlín. Véase Uki Goñi, Perón y los alemanes, Buenos Aires, Sudamericana, 1999, pág. 208.
4. En su legajo policial se menciona que López recibió un “reconocimiento especial” por haber entregado juguetes el 27 de diciembre de 1949, “en día fuera de servicio”. Esta mención es particularmente extraña, dado que ése era un hecho de rutina que cumplía cualquier policía de la custodia y que jamás se agregaba a los antecedentes. Y más extraña aún porque, según consta en el legajo, había ingresado a la residencia en abril de 1950. Un fragmento del legajo puede consultarse en la edición del 6 de abril de 1997 del diario Página/12.
5. Una versión no confirmada indica que, por pedido del propio Lanza, Evita decidió pagarle a López estudios vocales en un conservatorio de música.
6. José María Villone conoció a Buba cuando ella tenía 15 años y era encuadernadora de Fabril Financiera, donde se imprimía Maribel. El día en que la invitó a salir, Villone le comentó que un amigo vidente, José El Árabe, le había asegurado que se casaría con una mujer de cabellos largos como los de ella, y que tendría tres lunares en el pecho izquierdo. Buba se sintió mal: pensó que su pretendiente la confundía con una loquita del ambiente artístico, de aquellas que se prestaban a cualquier cosa con tal de que la ayudaran en la carrera. Su madre y sus tres tías le ordenaron que no lo viera más. Cinco años después, volvió a encontrarlo y se casó con él. José El Árabe no había equivocado la predicción: Buba tenía tres lunares en el pecho izquierdo.
II
La chispa divina
Victoria Montero conoció a Eva Perón el 22 de mayo de 1947 en Paso de los Libres, Corrientes, cuando era la apóstol del vendaval peronista que estaba transformando a la Argentina. Aunque las clases acomodadas la consideraban una putita impetuosa de la radiofonía que había usado la cama como una escalera, los excluidos de la sociedad la adoraban porque en pocos años recibieron de ella lo que ningún político les había dado ni les daría jamás.
Eva había nacido en 1919. Era hija ilegítima de Juan Duarte, un estanciero medio de la provincia de Buenos Aires. El día de la muerte de su padre, ella, su madre y los hijos de su madre fueron echados a empujones del velorio por la viuda y los hijos legítimos. A los 15 años Eva decidió escapar del polvo de las pampas con la compañía efímera de un cantante de tangos. Durante esos primeros tiempos vivió en pensiones y deslizó su presencia en telenovelas radiales y obras de teatro que, en jornadas de trabajo extenuantes y pagadas con monedas, le permitieron hacer pie en la ciudad. No tenía una calidad interpretativa que deslumbrara a los productores, y tampoco su rostro pálido y algo demacrado representaba el canon de la belleza, pero tenía en claro lo que buscaba.
En enero de 1944, cuando hizo suyo a Perón, ya tenía sobre sus espaldas ocho años de carrera artística, dos tapas de la revista Antena, participaciones menores en algunas películas y un programa en Belgrano, la radio más popular de la Argentina, donde interpretaba la vida de mujeres de la historia en clave de melodrama. Se decía que era amante de un coronel que la sacó de una pensión de La Boca y le instaló un departamento en la calle Posadas, en la Recoleta, para que se acomodase.
Eva aprovechó la primera oportunidad para deshacerse de él. En un espectáculo a beneficio de las víctimas del terremoto de la provincia de San Juan vio que la actriz que acompañaba al coronel Juan Perón en la primera fila dejaba su butaca para subir al escenario. Eva ocupó su lugar y nunca más se separó del militar. Esa misma noche durmieron juntos en una cabaña del Delta.
Perón y Eva se casaron el 22 de octubre de 1945. Perón tenía 50 años, era viudo y estaba en el primer plano de la política argentina. Unos días antes, el presidente, general Edelmiro Farrell, que veía cómo la figura del coronel tomaba vuelo propio, lo había obligado a renunciar a sus tres cargos en el gobierno: la vicepresidencia, el Ministerio de Guerra y la Secretaría de Trabajo y Previsión. Perón fue confinado a la isla Martín García, a fin de apartarlo de la política y arrojarlo al olvido, pero el 17 de octubre una movilización de trabajadores sindicalizados y otros sectores excluidos por la sociedad conservadora llegó hasta la Plaza de Mayo y forzó su libertad. La defensa de la transformación económica y la justicia social lanzó a Perón al centro de la escena política. Esa tarde, el líder militar habló por primera vez desde el balcón de la Casa de Gobierno. Aunque su verdadero rol en la crisis de octubre es todavía confuso, lo cierto es que Eva se convirtió en una daga dispuesta a clavarse en el corazón de quien se atreviese a atacar a su marido.
En febrero de 1946, Perón fue elegido presidente. Su esposa, a diferencia de las primeras damas que sólo se hacían visibles en el Tedeum de la Catedral, el chocolate del 9 de Julio en el Teatro Colón y el té de las Damas de Beneficencia, fue la abanderada de un terremoto social. Empezaban a llamarla Evita.
No sólo fue el emblema del activismo justicialista y la solidaridad: se constituyó en el nexo directo entre los trabajadores y su marido. Como sucesora del mismo Perón en la Secretaría de Trabajo, convirtió a la Confederación General del Trabajo (CGT) en su brazo político y, a medida que construía la identidad del movimiento peronista y criticaba la opresión de la oligarquía, neutralizó a los sindicatos que pretendían independizarse del gobierno y la CGT, persiguió a obreros comunistas y socialistas y aplastó huelgas rebeldes.
En 1947 cuando Evita viajó a Corrientes junto con Perón en visita oficial para inaugurar el Puente Internacional que une Paso de los Libres con Uruguayana, sus asesores tiraron monedas por las calles para ganarse el amor de los niños, que empezaron a correr detrás del auto descapotable. Después del corte de cinta y tras una jornada de placas, inauguraciones, almuerzos y cenas de honor, Perón regresó a Buenos Aires y Evita se quedó en Paso de los Libres para encontrarse con Victoria Montero.
Cuando Evita y su comitiva llegaron a la casa de la calle Rivadavia, la Madre Espiritual estaba sentada bajo los árboles, en el patio interior, esperando que pasara una corriente vibratoria de la Naturaleza, la corriente de Dios. Tenía los ojos cerrados. Sintió la presencia de la Abanderada de los Humildes y los abrió.
—Sos la enviada de Dios —le dijo—. Los pobres siempre te agradecerán todo lo que estás haciendo por ellos.
Victoria Montero revelaba muy poco de su vida personal. Su pasado se había convertido en una leyenda. Se decía que había nacido en España, que a los 10 años sus padres la habían traído en barco a Sudamérica, y que al cruzar el Peñón de Gibraltar tuvo una clarividencia, una visión astral y espiritual. Con el correr del tiempo, su percepción se fue haciendo cada vez más fina y empezó a contemplar la realidad que nadie veía. Se cree que vivió en Buenos Aires y que, antes o después de casarse con Juan Caminero, viajó a Porto Alegre para vivir en una hacienda fuera de la ciudad, donde habría tomado contacto con un grupo de asesores del general Getulio Vargas, quien sería presidente del Brasil. Con Caminero tuvo un hijo, Ernesto. Después de ese primer matrimonio, Victoria y su hermanastra Teresa, que siempre la acompañaba, se casaron con los hermanos uruguayos Juan y Bartolomé Montero. Desde entonces fue conocida como Victoria Montero. Fue partera, socorrió a desamparados, ayudó a mendigos y asistió a leprosos en los hospitales. Decía que su misión era poner el alma, el espíritu y el cuerpo para servir a Dios y al prójimo.
Del Brasil se trasladó a la ciudad de Corrientes, y de allí a Paso de los Libres. Victoria abrió las puertas de la casa de la calle Rivadavia —aunque durante treinta y tres años fueron pocas las veces que ella misma las traspuso— para recibir a todo aquel que buscara comida u hospedaje. Solían llegar mendigos y soldados del Regimiento de Artillería. El 21 de septiembre la visitaban los estudiantes, a veces aparecían peregrinos a buscar pan; ella ponía un plato sobre la mesa y les daba un poco de conversación. También la visitaban el comisario, el padre Araujo y el pastor evangélico Terranova, que iban a jugar al ajedrez y a las cartas. Entonces se decía que Victoria tenía una visión interior tan desarrollada que el día en que recibió la visita del consagrado ajedrecista Miguel Najdorf le hizo jaque mate en treinta y dos jugadas.
En la Navidad de 1951, cuando López entró por primera vez a su casa acompañado de José María Villone, Victoria estaba en la habitación de al lado del comedor, sentada en un sillón de mimbre. Siempre usaba el mismo vestido de lino blanco, con el argumento de que facilitaba el paso de la radiación cósmica. En el pliegue de la falda guardaba un rosario. Tenía el pelo gris y muy largo, casi hasta la cintura. Su hermana Teresa y Élida, la cocinera, dedicaban horas para hacerle las trenzas, mientras ella permanecía quieta en un rincón, observándolo todo a la distancia con ojos severos, pero también serenos. Parecía tener unos sesenta años, o quizá más. Su edad también era un misterio.
López se sentó en una silla frente a ella. La mirada de Victoria lo perturbó un instante, pero mantuvo la vista fija en sus pupilas. Rogó a Dios que esa mujer fuese su Maestro.
—Usted no está aquí por nada. Yo lo estaba esperando —dijo Victoria.
López se sintió honrado:
—Busqué por todos los medios a mi alcance el camino que me conduciría a usted. Seguí con paciencia y amor cada corriente espiritual, las orientales y occidentales, con un profundo respeto por el Ser Supremo. Siempre busqué al Ser Sobrenatural que diera paz a mi alma, que me diera su palabra iluminada, que me apartara de mis dudas, de mis sombras, y que colocara sobre mí el influjo de su poder. Busqué la elevación espiritual, la sabiduría, pero hasta ahora sólo pude aumentar mis conocimientos intelectualmente. Nunca pude satisfacer mi interior. ¡Tengo una gran sed espiritual! ¡Un sincero deseo de Verdad!
—Usted todavía no ha despertado su conciencia como servidor del Señor. Su conciencia todavía duerme. Ya encontrará su propia ley, no se impaciente. Es un proceso largo. Pero, si no lo logra, sepa que jamás trascenderá de su propia carne y morirá dentro de esa gran ilusión que es su cuerpo.
López dijo que quería elevarse para encontrar el camino del Señor. Le hizo una confesión:
—Hubo un tiempo en que, influido por la lectura de algunos malos libros, pensé que, con la sabiduría de mi mente y mi elevación espiritual, podía alcanzar una situación de privilegio sobre los seres humanos. ¡Hasta ese punto había llegado mi confusión! Creía que ya había hallado la suma de los conocimientos y sólo entonces me di cuenta de que no sabía absolutamente nada. Por suerte fui dejando de lado el ansia malsana de lograr un Maestro personal para que me otorgara sus poderes maravillosos, como si yo fuese alguien. Fue un tiempo de golpes y más golpes, de desazones e inseguridad, que me bajaron del trono de papel que me había forjado.
—Usted tiene que prepararse para ser útil y responsable. No tendrá que ser falso ni mentiroso. Iniciará un camino que es duro, árido, pero debe mantenerse fuerte y paciente, y por sobre todo perseverante. Feliz de usted si prosigue el camino del espíritu.
López se sintió protegido:
—Gracias, yo siempre imaginaba que mi Maestro me estaría esperando. Quiero contarle algo que es triste pero me ha enseñado mucho. Cierto día, una persona que simbolizaba para mí un verdadero emblema enfermó de gravedad y falleció —López entrecerró los ojos—. Pido al Señor que le brinde paz, iluminación