PRÓLOGO
Viendo a Drácula
Conocimos a Rodolfo Galimberti en la casa de un columnista de Página/12. Fue el primero de noviembre de 1999. Llegó un minuto después de la hora convenida. Era una tarde de lluvia. Traía un puro apagado y se acercó con pasos cortos. Nos tendió la mano. Tenía un sello de oro en el meñique derecho, un reloj sin marca visible y una corbata roja. Era más flaco y más joven de lo que suponíamos. Estaba agitado. “Sin grabadores”, dijo. “Sin grabadores”, repetimos. Entonces fue a dejar su pistola 9 milímetros sobre un escritorio. Quería que la regla fuera pareja para las dos partes.
Cuando regresó, seguíamos de pie. Le pidió un vaso de agua de la canilla al anfitrión y nos miró a los ojos.
—¿Qué quieren de mí? —preguntó.
—Un buen libro —respondimos.
Hasta ese momento llevábamos más de un año investigando sobre su vida y habíamos entrevistado a noventa personas. El primer intento de acercamiento había sido el 5 de mayo, día de su cumpleaños. Le enviamos una tarjeta:
“Estimado Rodolfo Galimberti, estamos escribiendo un libro donde usted se lleva la mejor parte. Queremos conocerlo. ¡Feliz cumpleaños!
Firmado: sus biógrafos.”
Entonces nos había agradecido la esquela con un llamado telefónico, y nos formuló diez preguntas de “sucesión aproximativa”: quería saber quiénes éramos y a quién respondíamos.Nos pidió que lo llamáramos la semana siguiente para convenir un encuentro. Pero nunca más respondió a un mensaje.
Un diálogo telefónico con el columnista de Página/12 nos volvió a abrir las puertas.
—¿Ustedes son los que están escribiendo la biografía de “Galimba”…?
—Sí.
—Está recaliente con ese asunto. Dice que es parte de una operación para cagarlo por el juicio de Hard Communication. Quiere encontrarse con ustedes.
Galimberti tenía una opinión cerrada sobre las motivaciones de una biografía:
—Hay dos clases. Las que se hacen a favor del protagonista, y este es el que la paga. Y las que se hacen en contra, que son operaciones de inteligencia. ¿A ustedes quién les paga?
Nos pedía que lo tuteáramos. Nos negamos. “Abandonen la actitud policial”, repetía. Era un diálogo sin salida. El anfitrión intentó aflojarlo: “Rodolfo, por qué no te juntás mañana a conversar tranquilo… parecen pibes macanudos”. Galimberti condicionó un futuro encuentro a que entrevistáramos a una serie de personas que empezó a seleccionar de su agenda. Tomamos nota. Eran:
Claudia Bello, Hugo Anzorregui, Claudia Peiró, Patricia Bullrich Luro Pueyrredon, Alberto Brito Lima, Jorge Antonio, Mariano Cavagna Martínez, Miguel Ángel Toma, Eduardo Epszteyn, Alberto Sprechjer, Octavio Frigerio, Mario Granero, Emilio Berra Alemán, Enrique “Mono” Grassi Susini, Daniel Hadad, Guillermo Seita, Aníbal Jozami, Alberto Kohan, Germán Kammerath, Jorge Rodríguez, Jorge Born, Archibaldo Lanús, Marcelo Longobardi, Alejandro MacFarlane, Felipe Solá, Carlos Spadone, Lorenzo Miguel y Jorge Luis Bernetti.
Algunos nombres nos sorprendieron. También las omisiones: en la lista no figuraban sus ex compañeros de Columna Norte de Montoneros. A la hora y media, la conversación continuaba entrecortada, y había perdido definitivamente el rumbo. Terminamos hablando de la reforma policial bonaerense y recordó una anécdota sobre el doctor León Arslanian:
“Tuvimos una reunión y mientras me habla veo que se va inclinando despacio, despegando el culo del asiento hasta que se larga un pedo, y siguió hablando como si nada. ¿Qué confianza se puede tener en un tipo así?”, se quejó.
Era un rodeo inútil. Él había perdido su turno con el dentista y tenía un funcionario judicial que lo esperaba. El anfitrión se tenía que ir.
—Nosotros no vamos a esperar seis meses para verlo, Rodolfo. Si quiere hablar, mejor. Y si no, lo lamentaremos pero el libro va a salir igual. Con usted o sin usted.
A Galimberti le gustó el desafío. Marcó un encuentro para el día siguiente, a la una de la tarde, en la parrilla La Rosa Negra de San Isidro. Aprovechó una distracción del anfitrión y antes de estrecharnos la diestra nos dijo:
—Está bien, el libro háganlo. Pero tengan en cuenta que se metieron con alguien muy pesado. Yo soy mucho mejor de lo que ustedes piensan pero mucho peor de lo que imaginan. Soy el Drácula argentino.
Y se fue con una sonrisa helada.
En el restaurante, tomó posición en una de las primeras mesas, con vista a la entrada. Nosotros quedamos de espaldas. Tomamos la carta, elegimos el plato y el vino. Tenía ropa de fajina: un chaleco de cazador color marrón claro. El mozo nos hizo probar el vino. Era un Catena Zapata tinto. Lo degustamos. “¿No está bueno? ¿Es muy fuerte?”, preguntó ansioso. Dudamos un segundo. Quisimos fundar una opinión. No nos dio tiempo. Lo hizo tirar sobre un recipiente de vidrio. El mozo trajo otro. “¿Este…?”, preguntó Galimberti. Volvimos a dudar. Seguíamos pensando en la respuesta justa. Ordenó tirarlo otra vez. “Estos boludos lo dejan a más de veinte grados…”, criticó. Cuando el mozo abrió la tercera botella, le dijimos que estaba bien. No íbamos a pasar toda la tarde desechando vinos de cien dólares. Empezamos a comer langostinos, mientras preparaban las corvinas negras. Nos elogió la elección. Luego retomó el discurso del día anterior.
—¿Quién les paga? No sean boludos, díganmelo. No está mal ser un mercenario. Yo soy un mercenario. Lo fui toda mi vida. Y la mayoría de los periodistas también lo son. Hay ciento setenta y dos tipos que reciben sobres de la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado). Les puedo mostrar las filmaciones cuando van a retirar la guita. Se van a sorprender. Son tipos reconocidos, prestigiosos. Entonces díganme quién les paga y empecemos a laburar. Sean honestos conmigo. Abandonen la actitud policial.
Lo indignaba que continuáramos tratándolo de usted. No queríamos conceder nada.
—Ustedes no tienen conciencia de dónde se están metiendo. Se los voy a decir ahora porque ayer no correspondía. Ustedes me hicieron mucho daño desde la revista donde trabajan. Mucho daño económico. Hard perdió mucha guita por ustedes. Nos cagaron la empresa. Tenemos un juicio encima. Pero lo peor es que me difamaron. Dijeron que llamaba prostitutas para traerlas a la oficina…
—Nunca dijimos eso. Dijimos que en la oficina seleccionaban modelos para promociones.
—No se hagan los boludos conmigo. Yo no soy como los funcionarios de gobierno que van a buscar putas a Black Jack… Pídanme disculpas —dijo de golpe.
—No, no tenemos nada de que disculparnos.
—Ustedes no entienden… El oficio de ustedes es investigar. Está muy bien. Pero mi oficio es matar. Tienen que saberlo. Yo a ustedes los tengo en la lista de gente que quiero matar. Son mis enemigos. La tengo en mi mesa de luz. La repaso todas las mañanas…
Se inclinaba levemente hacia la mesa mientras nos hablaba. Su voz nos llegaba como un susurro forzado, metálico, duro y monocorde. Los mozos atendían a los comensales, cordiales. La música era agradable y estábamos a punto de mandarnos a mudar.
—Parece un adolescente… un adolescente de quince años que le arma un escándalo a su novia por una cuestión de celos —le dijimos, furiosos.
Se aflojó un poco.
—Muchachos, abandonen la actitud policial que tienen… no podemos laburar así.
Volvió a insistir en que lo tuteáramos. Pero su obsesión era saber quién nos pagaba.
—Entiéndalo, no nos paga nadie. Queremos hacer un libro que cuente los años setenta y los noventa a través suyo. El pasaje de un mundo a otro. Creímos que era una buena historia.
Se quedó un segundo en silencio. Aprovechamos para preguntarle por las dos veces que estuvo detenido en 1969: queríamos saber si JAEN, la agrupación que dirigía, había incendiado la Facultad de Filosofía y Letras.
—No, sean honestos: esa la hicimos entre todos. No nos adjudiquen más méritos de los que tuvimos…
Sacamos del portafolio un bloc de fotocopias de su libro La Revolución Peronista. Era un incunable. Le planteamos algunas dudas. Se quedó mirándonos.
—Pero entonces ustedes son dos ingenuos. Dos pelotudos… —hizo un gesto como si acabara de entender todo—. ¡Pero ustedes no tienen idea de dónde están parados! No sean boludos. Los van a hacer mierda. Si Estados Unidos se corre dos centímetros a la derecha, todos los periodistas como ustedes son boleta. Con el poder no se jode…
Ordenó café y nos convidó habanos; nos explicó cómo se cortaba la punta. Le preguntamos por la guerrillera Norma Arrostito. Sonrió al decir: “Era una mujer única”. Le preguntamos si había conocido al represor de la ESMA Jorge Rádice en los años setenta. “Tienen una mala técnica interrogativa, ustedes… Les voy a decir algo para que entiendan: yo soy igual que Rádice”, replicó. No permitía que grabáramos nada. “Si no nos tenemos confianza… no podemos laburar así. Díganme quién les paga y largamos. No sean boludos”. Nos habíamos prometido levantar la reunión a las seis de la tarde. Pero seguíamos. En un momento alzó su celular y llamó a su ex esposa, Dolores Leal Lobo.
—¿Cómo estás? Hace como dos años que no nos vemos… ¿no? Yo estoy hecho un monstruo, peso doscientos kilos. Mañana paso a buscarte y tomamos un té con tortas… Escuchame una cosa. Quiero presentarte a dos periodistas de Noticias y que les cuentes todo sobre nosotros… pero la verdad.
Ella no entendía nada. Su ex marido se había vuelto loco. “Y de Noticias, además…”, le decía. Galimberti trataba de convencerla.
—… Están haciendo un libro que le va a hacer bien al país. El restaurante estaba vacío. El mozo nos preguntó con discreción si nos quedábamos a cenar. Caímos en la cuenta de que eran las nueve. Galimberti pagó y dejó un billete de cien pesos de propina, más dos habanos. Saludó a Rojitas, el mozo, y le preguntó por Santiago del Estero, su provincia. En la acera, nos agradeció el encuentro. “Me emocionó la historia de tu abuela que participó en la Resistencia Peronista del cincuenta y cinco. Y gracias por haberme dicho que no me igualara con Rádice…”, nos dijo.
—La gente nos ha contado historias terribles sobre usted, pero ninguno nos dijo que haya torturado a nadie. Esa es una diferencia —le correspondimos.
Al otro día nos llamó el columnista de Página/12:
—¿Qué pasó? Rodolfo dice que le faltaron el respeto, que son dos insolentes, dos maleducados que no entienden nada de nada… Se arrepintió de haberse reunido con ustedes. No quiere verlos más.
Al día siguiente lo llamamos desde un locutorio.
—…Ustedes me quieren cagar con mi concurso… —estalló.
Seguimos con nuestro trabajo. A la semana recibimos el mensaje de un emisario suyo. Nos invitó a cenar en el jardín de su casa. Era una noche abierta, de verano. La piscina estaba iluminada. Tomamos un vino Valmont. Pensamos que el diálogo con Galimberti se iba a recomponer.
—Rodolfo dice que el libro de ustedes va a ser una mierda y como mucho va a vender siete mil ejemplares. Se están rompiendo el culo para nada.
—Y es lo más probable…
—Y dice que si lo que ustedes están buscando son veinte lucas, él se las da y le dejan de romper las bolas.
—Ni veinte lucas ni cien…
—Ni doscientas… —reafirmó el emisario, aliviado, con un golpe en la mesa.
—Nada. Decile que no entendió nada.
Después de las amenazas y el rechazo de su oferta para que lo olvidáramos, Galimberti pareció darse por vencido y aceptar los hechos. Una tarde nos pidió que lo llamáramos sin falta.
—Hola, estoy con el compañero Alberto Brito Lima tomando una copa para despedir el año. ¿No quieren hablar con él?
Combinamos una cita para el 31 de diciembre. En enero de 2000 volvimos a llamarlo a su celular. Galimberti estaba en una reposera tomando sol en Punta del Este. Era un día fantástico. Pero no podía olvidar al periodista Horacio Verbitsky, de quien hablaba como se habla de un enemigo.
—Acabo de leer un reportaje en Veintidós que es muy interesante. Por primera vez reconoce haber escrito el libro sobre Transporte Aéreo, patrocinado por la Fuerza Aérea en 1979. Es llamativa la fecha, ¿no? Ahora, pregúntenle, cuando llega a un aeropuerto de Estados Unidos… ¿qué pone en ese pedazo de la visa que pregunta si perteneció a una organización terrorista? ¿Qué pone él ahí…? Yo sé que todas estas son miserias personales de los tipos que estuvimos en guerra… pero, otra cosa que no se entiende es cuando dice que se alegra de que hayan sido derrotados los montoneros porque si no tipos como yo hubiéramos tomado el poder y qué sé yo… Es decir, no se equivoca, si nosotros hubiéramos tomado el poder lo hubiéramos hecho mierda… eso está bien, es lúcido de parte de él. Si no, hoy estaría Firmenich de presidente. Pero él no puede haber estado en una organización armada y decir que se alegra de su derrota. No puede escindir de esa derrota a los 30.000 desaparecidos y la metodología que se empleó para derrotarnos…
—Vimos a Brito Lima —le comentamos.
—¿Y cómo les fue?
—Llegó dos horas tarde. Justo apareció el ex intendente Rousselot por la confitería y comentó que estaba por abrir un shopping virtual en la web… Y en los setenta era el secretario de López Rega… Cambió todo, Rodolfo.
Después faltó a dos citas. En una tuvo la delicadeza de llamar media hora antes para avisar que no venía. El celular era la única forma de establecer contacto. Eran diálogos zigzagueantes, costosísimos, de más de una hora. Pasábamos del radical Nosiglia al general fusilado Aramburu y, en el medio, el músico Emilio del Guercio. Nos recomendaba ver a un montón de gente que lo odiaba, y que además ya habíamos visto. Hacíamos cinco o seis entrevistas por semana.
—Ahora queremos verlo a usted, Rodolfo. Tiene que tener una colaboración más activa, más orgánica… —le sugeríamos.
—Entonces pínchenme el teléfono, no sean boludos. Graben las conversaciones… así van avanzando.
Accedió a un tercer encuentro a fines de febrero, en la cafetería de su loft de Dorrego 1940. Nos había pedido preguntas por escrito. Llevamos ciento treinta. Llegó cuarenta y cinco minutos tarde. Apenas se sentó dijo que tenía que irse. No iba a hablar.
—Se los digo con franqueza. Yo soy lo contrario a lo que ustedes están buscando. Soy un personaje sin espesor, nunca fui funcionario. Hay tipos que te agarran un vagabundo y te hacen una novela… Además, ustedes son dos boludos. Perdieron su oportunidad. Estuvimos ocho horas hablando y no grabaron nada…
Sacamos tres cartulinas completas manuscritas con acciones y relaciones de sus últimos cuarenta años. Mes a mes. Era el recorrido de su vida. “Queremos hablar de todo esto”, le dijimos.
—Si esto es el libro yo me pego un tiro en las bolas… ¿Saben lo que pasa? Yo quiero leer una carilla. Yo no sé cómo escriben.
Sacamos del portafolio una carilla sobre JAEN. Era la parte del adiestramiento militar de los cuadros. La leyó en silencio.
—Está bien escrito, boludo —festejó—. Así tiene que estar escrito. Aparte se lee de corrido. No es una maldición. Está bien contada la época, el fresco, es espectacular porque es una época que no conocen. Impecable… ¿Quién les sopló todo esto?
Parecía entusiasmado. En ese momento tuvimos la certeza de que no iba a matarnos. Al menos hasta que termináramos el libro. Iba a sentir curiosidad en leer algunas partes. Le dimos dos carillas más.
—Uy…, cómo le pegan a Bonasso. No sean hijos de puta, che… ¿Saben lo que es Bonasso? Le explotás una bolsa de basura en la espalda y se muere de un síncope. Es un farsante, se los digo de corazón. Lo grave es que nunca tiró un papelito en su vida. ¿Viste los boludos grandotes que los mandan al fondo en el colegio? Pará, pará que quiero ver esto… Me encanta.
Nos devolvió el material, tomó las ciento treinta preguntas y las empezó a responder, una a una. “Sí, no, no es cierto”, repetía. Eran respuestas telegráficas e ininteligibles. “Graben, graben, no sean boludos…”. No encontrábamos las pilas de la emoción. Se enojó.
—Ustedes necesitan fierros. Hacen las cosas de la guerrilla. Les faltan pilas, grabadores, computadoras. Tienen que tener un cacho más de aparatos porque los van a matar. Van a perder la guerra… Además no pidieron nada de comer, son unos boludos. ¿Qué quieren, un té con torta?
Su celular no paraba de sonar. A las dos horas, mientras hablaba, cambió de tema en forma abrupta:
—¿Se dan cuenta de que acabo de cagar a un tipo? Y es un contacto importante. Tengo que darle otra cita para las ocho y media. No me destruyan la vida, hijos de puta…
Se levantó para irse. Le preguntamos si podíamos concertar un encuentro para el día siguiente. Nos dijo que tenía previsto andar en moto en el autódromo, pero no era nada seguro.
A partir de ese día empezamos a tutearlo.
A las tres semanas volvimos a reunirnos en la cafetería. Eran las seis de la tarde. Javier Martina, su asistente y guardaespaldas, se sentó a conversar con nosotros mientras lo esperábamos. Tendría unos treinta y cinco años. Había sido policía. Parecía respetuoso y amable. Al rato Galimberti llegó con el “Gordo Marcelino”. Lo presentó como un arquitecto amigo. Era un tipo de cuarenta años, cara fresca, barba candado, algo excedido en kilos. Galimberti le pidió que esperara diez minutos en la otra mesa, que resolvía un tema con nosotros y lo atendía. Nos explicó que tenían que hablar de negocios. La entrevista iba a ser corta. Siete horas después, Marcelino estaba semidormido en el sillón de su comedor y Galimberti hablaba en voz baja sobre la “contra” nicaragüense. Fue la primera vez que nos invitó a su casa. Era un loft equipado en metal y madera. La pared del baño estaba hecha de ladrillos de vidrio. Tenía una única ventana y estaba cerrada. Parecía que estábamos dentro de un submarino ruso. Nos mostró algunas armas de la Primera Guerra Mundial en un cuarto de arriba. También su dormitorio. Criticó al decorador que le puso el jacuzzi al lado de la cama. “Estos son los típicos inventos de los maricones. Discutí mucho con el diseñador, pero no me lo quiso cambiar…”. Al lado del jacuzzi había una barra de acero que se extendía desde el suelo hasta el techo. Alguien nos había comentado que era un soporte para que las chicas hicieran su show de striptease. Era su hobby privado. Le preguntamos para qué servía la barra. “¿Esto?… Lo tengo para hacer gimnasia”, respondió. Guardamos silencio. “No me van a pedir que les muestre ahora…”. Encargó empanadas, una tarta de zapallo y Coca light de la cafetería. Hablamos de la caída del misil Cóndor, del libro sobre el guerrillero Gorriarán Merlo de Julio Villalonga y Juan José Salinas, de la inteligencia del Batallón 601 en Centroamérica. La comida no era buena. Él lo admitió. Como habíamos entrado en materia, le preguntamos qué rol le había correspondido en el tráfico de armas a Ecuador. En 1995, hubo una petición de investigación del diputado Jesús Rodríguez que lo involucraba con una sucursal belga de la fábrica de armas francesa GIAT. Y el representante argentino era su amigo el francés Xavier Capdevielle. Lo había publicado La Nación. Respondió de inmediato: “Lo llamamos a Capdevielle”. Tomó su celular. “Hola, Xavier. Rodolfo Galimberti. Sí, guacho. ¿Cómo está el viejo? En la Argentina… Me di cuenta por cómo entra la llamada, ganso… ¿Vamos a hablar alguna vez de las cosas? ¿Ir a comer a tu casa ahora? Uy… estás más grave que yo. Estoy laburando. ¿Estás robando?… Escuchame una cosa, anormal. ¿Qué hacés mañana? Ah… ¿nueva novia? ¿Pero estás sobrio vos? Bueno, dale, pasámela, ¿cómo se llama? Hola. ¿Cómo te va? 2005. Estás en el futuro vos. ¿Qué edad tenés? Lo importante es la edad y las medidas. ¿Miss Punta del Este…? Dame con tu novio que te voy a ver inmediatamente… Eso no importa, estamos en combate todavía… con Oscar Wilde… me parece que chupé menos que vos, dame con el demente de tu novio. Un beso, encantado… ¿Escuchame, de dónde sacaste el aparato ese…? Estás cada día más grave… dejame el aparato abierto que termino lo que estoy haciendo y te llamo. ¿Vamos a contar algún día las cosas que hicimos o no? ¿Pero estás dispuesto a hablar de algo?… Te hablo en serio… porque tengo unos amigos que están haciendo un libro. Les estoy contando la verdad. ¿Está bien? ¿Seguro? En algún momento te hago una cita para que hables con ellos… ¿Cuánto hace que no volás, anormal? ¿El avión lo tenés? Vayamos a volar mañana. Dejame el teléfono abierto que te llamo cuando termino con ellos…”.
Ese día nos fuimos de su casa después de las cuatro de la madrugada. Cuando estábamos en la puerta, Galimberti le pidió a Javier Martina que despertara al Gordo Marcelino.
El 18 de abril de 2000 a las ocho y media de la tarde lo vimos otra vez. Fue en The Horse, un bar de Intendente Bullrich y Avenida del Libertador. Estaba con su asistente. Nos dijo que tenía que resolver un asunto de negocios con gente de la otra mesa. Pero que después íbamos a hablar. Se fue con la taza de té en la mano y volvió a los dos minutos. “Con estos se pierde el tiempo… hay que esperar que venga Toma”. Cuando llegó el diputado, Galimberti volvió a irse. Lo vimos hablando con él durante casi veinte minutos. Nos pusimos a observar quién era el jefe de quién. Por los gestos y las actitudes, Galimberti parecía el jefe. Igual que en los tiempos de JAEN. Al rato, Miguel Ángel Toma se fue y Galimberti volvió con la taza de té en la mano. Quisimos saber cuándo y por qué empezó a dedicarse a los negocios.
—Yo cuando volví a la legalidad sentí que no tenía nada que aportar —dijo—. Renuncié a la política y me dediqué a hacer guita, a todo este quilombo. Tengo principios: pago cargas sociales, impuestos, buenos sueldos, trato bien a la gente… Les va a costar encontrar un tipo que diga “el Loco es un garca”. Además, yo quiero homenajear a la gente de mi generación. Esa gente estaba para grandes cosas. Cuando veo a Vaca Narvaja vestido de gomero, a Perdía mendigando un puestito público, y a Firmenich autoexiliado en democracia, me dan asco. Ellos le faltan el respeto a los muertos. Yo me puse en la cabeza que mi mejor homenaje es tener éxito, demostrar que en esa época quisimos hacer la revolución y que hoy podemos ser empresarios o multimillonarios…
—Siempre fui de derecha —siguió. Nos pedía permanentemente que le planteáramos temas conflictivos.
—Pero che, hasta ahora lo único que hablamos fue de cómo se sacaba el sombrero mi abuelita… —se quejó.
Javier Martina se había ido un momento al baño. Le preguntamos si había matado a su mecenas Oscar Braun en Holanda.
—No, no digan eso —pidió—. Estaba en el Líbano cuando murió. Fue un accidente.
—Sin embargo sabemos que estuviste en el entierro… —soltamos.
—Volví por la muerte de él. Me llamaron de París a Beirut. “Murió Oscar Braun”, me dijeron. Tomé el avión… Alitalia, Roma-París y llegué.
Cuando le comentamos que circulaba una versión que indicaba que después de su muerte le había robado cheques y tarjetas de crédito se ofendió de verdad.
—No… Está mal la lectura que ustedes hacen de nosotros. Yo soy capaz, para que ustedes me entiendan… Miró el grabador y lo apagó con vehemencia.
—Yo soy capaz de agarrarles la cabeza a ustedes, bajarlas sobre la mesa y abrírselas con un destornillador. Soy capaz de agarrar una ametralladora y disparar a todo el local. Y lo haría pero no porque sea un psicópata asesino. Lo haría sólo si fuera una misión. Nosotros no peleamos ni matamos para robar guita. Yo no soy un killer…
En ese momento volvió Javier del baño. Ya había poca gente en el local. Llevábamos cinco horas con un té y una tostada. Hacía frío. El mobiliario del bar era bastante antiguo. Había sido un lugar de moda en los setenta. En un momento, Galimberti se levantó de la mesa para ver el calibre del tiro que había en un ventanal. “Es de la época de la guerrilla”, le aclaró el mozo, como si se tratara de una reliquia de la casa. Cuando volvió a sentarse, nos miró y nos recomendó que nos diéramos una inyección contra la gripe. “Llamen al médico y métanse en la cama. No sean boludos, no es paternalismo. En Europa hay una peste infernal. No van a poder terminar el libro…”. Teníamos mil preguntas. Dos muchachos entraron al bar y se sentaron en una de las mesas de atrás nuestro. Galimberti dijo que eran chorros. Se lo advirtió a Javier con un gesto. Puso los codos sobre la mesa. Daba la sensación de que si los pibes se movían, agarraba su arma y empezaban los tiros. Y nosotros en el medio, con la cabeza en la línea de fuego.
Seguimos conversando. Javier no les sacaba los ojos de encima a los nuevos clientes. Nos dimos vuelta. Parecían chorros de verdad. Hablando del periodismo argentino, salió el tema de Daniel Hadad. Galimberti estaba enojado con el artículo de su revista La Primera sobre los inmigrantes. “Yo se lo dije a Daniel. Es un mamarracho lo que hiciste. Aparte mal hecho. Le quitó un diente al boliviano que estaba en la tapa. Se comentó mucho eso. Aparte, me pareció que no fue generoso con cuatrocientos millones de latinoamericanos… ponerse a criticar la presencia de tipos que se están ganando la vida en nuestro país con trabajo… yo se lo dije… no lo comparto”.
—¿Y él qué dijo?
—Nada. Lo tomó como… Pero es grave. Me parece una política que no tiene destino y nos aisla de Latinoamérica. Nos hace un daño espantoso. Y ojalá que no le toque ir a vivir a Francia. Te digo por el color que él tiene. Cuando lo vean medio morochito en el aeropuerto y con el apellido Hadad, le van a empezar a mirar la cara.
Le preguntamos si compartía muchos negocios con ese periodista. Dudó un poco. Comentó que había recibido de su parte un reloj Bulgari con malla de bronce en un cumpleaños. “Todavía lo tengo”, acotó. Después comentó que tenía una “mesa de análisis” con Hadad y otros periodistas.
—¿Y qué hacen? —preguntamos.
—Cambiamos fichas. Nos sentamos, comemos. Comentamos informaciones, las condiciones económicas, qué va a pasar con el campo…
El mozo se clavó discretamente a un costado de la mesa y dijo que el bar tenía que cerrar.
El 2 de mayo de 2000, Galimberti nos presentó a Xavier Capdevielle en la cafetería. Era un francés bien educado, unos diez años más joven que él. Empezaron a recordar historias de Medio Oriente, la guerra entre israelíes y palestinos, los negocios de venta de armas. Capdevielle hablaba pausado, con un español muy simpático. Javier le alcanzó un sobre a Galimberti: había sido elegido como presidente de mesa para la elección de jefe de Gobierno de Buenos Aires. Justo estaba hablando de cómo la violencia había marcado su vida.
—Vos fijate que hoy que desarrollamos actividades legales, que comerciamos… somos muy parecidos a ayer. No cambiamos más. Renunciamos a la violencia, tenemos prácticas sociales distintas, pero de la forma en que te marca en la adolescencia y la juventud… no salís más.
—Es como cruzar una línea roja —dijo Capdevielle—. Una cosa muy especial. Es lo mismo que encontremos a un cana por la calle. Con el cana nunca vamos a ir a matar. Con vos sí. Nuestros amigos son más como vos. Nos podemos entender.
Galimberti recordó el día que levantó a Capdevielle de un aeropuerto.
—Había llegado con un cargamento de armas, entre ellas, un par de armas de regalo para mí que compró en Estados Unidos. Se tomó un avión y vino para Buenos Aires. Por supuesto a los dos minutos estaba preso adentro del avión. Bueno, lo voy a ver, dos años hace de esto, imaginate, el policía en el aeropuerto, los servicios de inteligencia, un francés en cana con fierros. Llego y digo, déjenmelo ver…
Capdevielle se reía. Llevábamos tres horas juntos. Parecía contento. En un momento le preguntó a Galimberti quiénes éramos.
—Escriben cosas en contra nuestra en la revista Noticias —le explicó Galimberti y le pidió a su asistente que abriera otra botellita.
—Queremos Johnnie Walker etiqueta negra. Como el que tomaba Jorge Born en Hard… —reclamamos.
—Noooo… Eso Jorge lo desmintió —aclaró Galimberti, fiel a su socio.
—Desmintió el color de la etiqueta… —especificamos. Después Galimberti empezó a hablar de su hermano.
—¿Qué pasó con tu hermano? —se interesó Capdevielle.
—Se pegó un tiro en la cabeza. ¿Nunca lo supiste?
—Una vez me contaste pero no te presté atención… —dijo, y siguió cortando su Cohiba con una navaja de combate.
El 4 de mayo de 2000 volvimos a llamarlo. “Mañana es mi cumpleaños. Quiero tomar una copa con ustedes”, nos pidió Galimberti. Cumplía cincuenta y tres. Al día siguiente no había espacio en el buzón de mensajes de su celular. El 7 le tomamos una foto con su pipa en el colegio León XIII, anotando los documentos de los votantes. El 8 lo encontramos sentado en la confitería Donney, a las cinco y cuarto. Esta vez sí, nos pidió, tenía sólo cuarenta y cinco minutos. Estaba solo. Nos había traído un sobre con sesenta páginas. Eran sus memorias.
—Se las dicté a un escritor amigo. Fíjense qué pueden usar…
Las revisamos unos minutos en silencio.
—No nos van a servir…
—Sí, ya sé… —admitió con algo de culpa—. Es que yo creía que con ustedes no había manera. No podían entenderme. Era una lucha espantosa. Le pedí al tipo que me grabara y después me desgrabara todo, y el tarado se puso a escribir. Viste la cosa de los escritores… Fue un infierno. Le pagué cinco lucas y le dije que era suficiente…
A las siete de la tarde pidió una picada completa. Se distrajo con una morocha de veinte años que se instaló en una mesa, sola. “Ese es mi sueño de mujer. Tiene una cosa de barrio… Y nosotros acá, hablando de huevadas que pasaron hace cuarenta años en vez de estar disfrazados de cualquier cosa para que esa mina nos dé bola…”, se lamentó.
Avanzamos en la entrevista. Sonó el teléfono. Era Javier, su asistente. “Cómo te va. En una hora levanto acá. Decile a los tipos que me esperen”, le aseguró. Le pedimos que cuando habláramos de cuestiones históricas no nos mintiera…
—Cuando me callo la boca es por las causas judiciales y por los tipos que están vivos. Es por la única razón. Hay un pedazo que ustedes no conocen. Qué lástima que no les pueda contar todo… —dijo.
Se levantó a buscar un cigarro de su auto. Le pedimos que se quedara.
—No sean boludos, no me voy a escapar. Esa es la boludez psicoanalítica de ustedes. “El anormal sale afuera, toma aire y dice, estoy entregándome…”. Voy a fumar un cigarro porque este es mi lujo. Ustedes son unos estúpidos. Yo disfruto con ustedes. No saben el dolor mío de ayer, de ver a los pibes de la izquierda. Eran iguales a nosotros. Ver sus caras, sus gestos, sus mochilitas… contando votos. Unos pendejitos maravillosos, equivocados en general, con la cabeza derruida por el marxismo, pero llenos de pureza. Y cuando ustedes llegaron para hacerme la foto me dio una alegría… Porque dije “mirá cómo estaremos terminados que ni estos forros aparecen…”. Yo les tengo afecto a ustedes, giles de goma. Les creo, les creo. Son tipos comprometidos con lo que están haciendo, que quieren seguir viviendo. ¿Ustedes entienden cómo ve la historia un tipo como yo? ¿Tienen idea de la sangre que yo vi? Las cabezas que corté. No es una metáfora. Nosotros jugábamos al fútbol con la cabeza de los adversarios en el Líbano. Ustedes no tienen idea de lo que es el horror. No hay límites para el horror. Cuando vos viviste eso no te importa más nada. Cuando yo veo el cuerpo de una mina lo veo descuartizado. Los miro a ustedes y veo un pedazo de carne. Lo único que puedo rescatar de ustedes es el espíritu.
Se acercó un chico de la calle a pedirle una limosna. Tendría cinco años.
—Este animalito de Dios que está acá, ¿cuánto vale? —preguntó y le acarició la cabeza. Le dio diez pesos y le advirtió—: Ahora, si vienen tu mamá o tu hermano a pedir los saco de una patada en el culo.
Volvió hacia nosotros.
—Ustedes no entienden cómo veo yo la vida. El drama de nuestra generación es que no les cuentan a las generaciones futuras cómo fue la historia.
Empezó a recordar con ternura sus años de combate. Le preguntamos qué les diría a sus compañeros de ayer. Miró el grabador: “Queridos compañeros… que estuvieron en la Columna Norte entre 1974 y 1977: sería un aporte valioso para la historia dar testimonio de la lucha que libramos, más allá de las diferencias que mantenemos hoy. Firmado, Rodolfo Galimberti”, dijo.
Después aseguró que la alianza con los Estados Unidos era el único futuro para la Argentina, y empezó a defender el capitalismo desenfrenado, la teoría económica del derrame, la dolarización. Dijo que la opción de este país era capitalismo o socialismo. Le preguntamos cuándo había comenzado a coincidir con el neoliberal Álvaro Alsogaray. “No coincido con Alsogaray. En mi reputa vida voy a coincidir con la burguesía mezquina, comisionista, miserable, que odia a los humildes. No tienen nada que ver conmigo”, remarcó.
Parecía un discurso contradictorio. Se lo advertimos. Lo rechazó con violencia. Sacó un arma y la colocó sobre la mesa. Era una Glock negra, .40. El equivalente a una 10 milímetros. En la otra mesa había cinco mujeres bien burguesas, que seguían tomando el té.
—Poneme el fierro en la cabeza ahora. No estoy borracho —dijo Galimberti.
Siguió con un discurso duro por cinco minutos. Empezó a insultar a ex guerrilleros que forman parte de la izquierda argentina.
—No les crean. No están dispuestos a morirse por lo que dicen. Les tirás una bomba de talco y no queda ninguno. Van a morir de artritis. Son unos payasos. Lo juro por los muertos que tenemos. En una revolución verdadera se muere o se triunfa. Nosotros pudimos estar equivocados, pero les juro que éramos sinceros. Amartillame un fierro en la cabeza y te voy a decir lo mismo, y así me muero tranquilo. A esta altura de la vida en la que estoy, con la situación que tengo, lo único que me importa es que digan la verdad. Aunque me den con un caño. Entiéndanlo. Yo no tengo miedo. Yo no me quiero salvar.
Nos invitó a jugar a la ruleta rusa para dirimir la cuestión.
—Les muestro las balas de la recámara para que vean… —Rechazamos la oferta.
—Siempre tuvimos mala suerte en el juego, Rodolfo. —Estábamos en una situación incómoda. En el local sonaba “El extraño de pelo largo”, versión Attaque 77. Debía estar sintonizada La Mega: la radio de Hadad.
—Guardemos el arma, Rodolfo —le sugerimos. No reaccionaba.
—Ahí viene el mozo… —le mentimos, como si estuviera por llegar la directora de su colegio.
—Me chupa un huevo. Lo mato ahora, acá en la mesa, y ustedes se hacen un pic-nic.
En el medio de su discurso, recordó un relato de Jack London: “Es de un tipo que discute con un ballenero sobre la existencia de Dios… y el tipo con el que discutía agarra una papa, la aprieta y la revienta en la mano. Y le dice… si usted cree en Dios, por qué no discute conmigo que yo lo voy a matar ahora… Esa es la realidad de los seres humanos”.
—Allí entró la policía… —dijimos. Esta vez era en serio. Se acercaron a la caja. La Glock seguía frente a nosotros. En la mesa de al lado seguían comiendo masas. El patrullero estaba en la calle. “O se llevan la pizza o nos detienen… o empiezan los tiros”, pensamos.
Galimberti se dio vuelta.
—Dos patos de la Federal… —comentó—. Esto es lo bueno del país actual, antes entraban esos tipos y nos hacían pomada.
—Vamos a tener problemas en serio, Rodolfo. Guardá el arma. No jodamos. Y lo peor es que todo esto no lo va a poder contar ninguno de nosotros.
—¿Tienen los originales del libro guardados para que sobrevivan, por lo menos…? —preguntó.
A fines de mayo realizamos la última entrevista en su casa. Fue corta —de tres horas— y sin brillo. Galimberti hablaba del peronista Vicente Saadi, ya fallecido, como si todavía estuviera en la clandestinidad.
—Nos querés adormecer… —le dijimos.
Esa noche dijo que estaba feliz por la recuperación del sur del Líbano por parte de los palestinos. No lo podía creer. Nos pidió que brindáramos juntos.
—Un hombre de negocios…
—Qué hombre de negocios, esas son boludeces.
Levantamos la copa y nos fuimos.
PARTE I
TRAGEDIA
CAPÍTULO 1
La historia del guerrero
Rodolfo Galimberti y Jorge Luis Borges eran parientes. Uno de sus antepasados en común fue el guerrero de la Independencia Manuel Isidoro Suárez. Nació en 1799. A los quince años fue cadete del Regimiento de Granaderos a Caballo. Cruzó los Andes con el Ejército del general San Martín, se batió en las batallas de Chacabuco y Maipú y sobrevivió a la derrota de Cancha Rayada. A pesar de su juventud, lo comisionaron para perseguir al presidente de Chile, a quien arrestó al tomar por asalto el bergantín español Águila. Por esa hazaña lo ascendieron a teniente. Su carrera militar siguió en el Alto Perú. En 1824 estuvo bajo las órdenes de Simón Bolívar. Al cabo de dos años, acusado de una conspiración, fue desterrado a Chile, donde vivió durante un año. Luego, la guerra contra el Brasil lo llevó otra vez al combate.
A estas conclusiones llegó don Ernesto Enrique Galimberti Merlo, en 1983, después de años de trabajo y estudio.1 Luego de alcanzar su jubilación en el Banco de Londres, al que sirvió durante casi medio siglo, dedicó el resto de su vida a reconstruir la genealogía de su apellido por vía materna, Merlo. Buscaba cumplir con una petición de su tía abuela, María Paula Merlo de Hidalgo, que deseaba probar ante el Ministerio de Marina que era nieta del almirante Hipólito Bouchard y que por lo tanto le correspondía percibir la pensión como familiar de un Guerrero de la Independencia.
Ernesto Galimberti se internó en archivos nacionales, eclesiásticos y parroquiales. Indagó en las bibliotecas de la Marina, el Centro Naval, el Jockey Club y distintas universidades. Se contactó con historiadores, leyó libros de heráldica, estudió la grafía de la época colonial. Exploró testamentos, sucesiones, partidas de nacimiento, casamiento y defunción de cada una de las ramas de su árbol genealógico y viajó a Montevideo y Colonia del Sacramento para revisar archivos municipales.
Los ataques cardíacos y los recurrentes accesos de epilepsia fueron demorando su tarea, pero apenas volvía a sentirse con fuerzas, proseguía. Al final, llegó a cumplir con su objetivo, aunque su tía abuela falleció a mitad de la búsqueda y no llegó a recibir su pensión. Toda la información reunida la volcó en un libro titulado Crónicas de las Familias Merlo y Gámiz y Cuevas, en el que narró los avatares de la investigación y también sus conclusiones. Desde entonces, las Crónicas… permanecen inéditas. Don Ernesto repartió la obra entre los pocos familiares y amigos que aún seguía viendo. En 1985, entregó un original mecanografiado y con notas manuscritas al pie a la Biblioteca de la Academia Nacional de Historia.
A los setenta y tres años, Ernesto Galimberti subsistía con el dinero de su jubilación y los cuidados de su hija Liliana. Vivía en un complejo de viviendas de Villa Celina, al borde de la ciudad de Buenos Aires. A su hijo menor, Rodolfo, lo había visto por última vez en 1975, en un encuentro casi sin palabras en una confitería del barrio de Belgrano. Desde entonces, y aunque no lo mencionara, buscaba noticias suyas a través de los diarios y vivía pendiente de una llamada telefónica. Murió el 18 de julio de 1987, sin llegar a despedirse.
Don Ernesto Galimberti había sido el primer instructor de su hijo Rodolfo. A las siete de la mañana de los domingos, entraba a su habitación y levantaba las persianas al grito de “Diana, diana”. Después, en el fondo de la casa, le acomodaba entre las manos una pistolita belga FN pavonada para que hiciera blanco sobre una chapa oxidada que colgaba de un árbol. Probaban puntería desde distintas posiciones. A los cinco años, Rodolfo aprendió a mantener el cuerpo rígido para soportar la presión del disparo, a cargar y descargar el arma, y luego a limpiarla y guardarla hasta la clase siguiente.
La madre de Rodolfo Galimberti se llamaba Arminda Castellucci.
Don Ernesto la conoció a principios de la década de los treinta en la misa de los domingos de la iglesia Santa María Goretti del barrio Mihanovich, en Flores Sur. El noviazgo fue inmediato. Él ya era cadete de la Escuela Naval Militar. Ella estudiaba piano y francés. Sus familias de origen habían ido perdiendo posición económica durante la Depresión de aquellos años. El padre de Ernesto, Enrique Galimberti, fue dibujante de arquitectura y tenía auto. Murió de cáncer en 1933, a los cuarenta y cinco años. El padre de Arminda, Antonio Castellucci, era italiano pero fue criado en Munich y llegó a la Argentina a los dieciocho. Se asentó en Olivos, y abrió un negocio de importación de cueros y hebillas de strass para zapatos donde le compraba la aristocracia porteña de fines del siglo XIX. Murió en 1926 dejando una fortuna que sus descendientes fueron dilapidando.
En su adolescencia, Ernesto Galimberti vivió bajo la protección de su madre, doña Carmen Merlo Rojas. De ella tomó el gusto por la lectura, el aprecio por los abonos al palco del teatro Colón, la fascinación por las conferencias de filósofos italianos que visitaban la Argentina. A ella le anunció, de un día para otro, su decisión de abandonar la carrera en la Armada —estaba en cuarto año— para casarse con Arminda.
Su madre no podía creerlo. Arrastraba a la futura nuera a rezar novenas a la iglesia para que su hijo continuara los estudios en la Escuela Naval. Dios no le hizo caso. La voluntad de Ernesto fue tan indeclinable entonces como lo sería luego su deseo de escarbar en la genealogía familiar. El 13 de noviembre de 1937, a los veintitrés años, se casó con Arminda Castellucci, de veintidós, en la capilla del “Santo Cristo” de la abadía de San Benito de Luis María Campos, en Belgrano, y dejó la Armada. A la semana, por la intermediación de una familia amiga de su madre, ya había conseguido empleo en la casa central del Banco de Londres. En mérito a su afinidad con las matemáticas, lo derivaron a la sección de Cuentas Corrientes.
Durante los primeros años, el matrimonio Galimberti-Castellucci vivió en una casa de dos plantas situada en Cuba y Republiquetas (actual Crisólogo Larralde). Al hogar se habían sumado la madre de Arminda y también sus hijos Clotilde, Dori y Mario. En la creencia de que implicaría un mejor entendimiento en la vida familiar, Ernesto inició una constante búsqueda de viviendas más espaciosas. A lo largo de diez años, se mudó de un lado al otro, siempre alrededor de Belgrano. Del primer domicilio pasaron a un amplio departamento en Avenida del Libertador y Olleros, frente a la estación de trenes del Golf, hoy Lisandro de la Torre. Allí nacieron los primeros hijos del matrimonio: Hugo Guido, el 14 de abril de 1941, y Liliana, un año y medio más tarde. Pero las mudanzas no terminaron. Después vivieron en una casa ubicada en la calle Vuelta de Obligado, hasta que por fin Ernesto consiguió un departamento en el 270 de la avenida Cabildo, a una cuadra de la iglesia castrense. Lo dividió en dos y ganó mayor privacidad para su esposa e hijos. En el Hospital Rivadavia, el 5 de mayo de 1947, nació Rodolfo Gabriel Galimberti, el último hijo de la familia.
Cinco años después, Ernesto compró una casa en la calle Esmeralda 573 de San Antonio de Padua. La idea de mudarse hacia el conurbano bonaerense, esta vez, tenía un objetivo definido: el asma de Hugo. “Tiene que respirar aire más sano”, murmuraba Arminda.
Por ese tiempo, Juan Domingo Perón asumía la segunda presidencia. Evita participó de la ceremonia como pudo. El cáncer la estaba destruyendo. Llevaba muletas debajo de su abrigo, para saludar de pie al pueblo desde un Packard convertible negro. Agonizaba.
Cuando empezó primer grado inferior en el colegio San Antonio, Rodolfo Galimberti ya era un experto en el manejo de la pistola. Un tiempo después su padre lo hizo practicar con un rifle calibre 22. En el colegio, que pertenecía a la Iglesia, Galimberti sólo pudo cursar dos años, primer grado inferior y superior. El padre Antonio Arroyo, oriundo de Catamarca y director de la escuela, rechazó la inscripción a segundo. Fue por una pelea, una de las tantas en las que se involucró Rodolfo durante el año escolar, pero hubo un factor determinante: fue el propio cura quien recibió sus golpes.
Todo empezó en el aula, casi en la hora de salida, con una tiza que golpeó el pizarrón. La maestra preguntó quién había sido. Ningún alumno asumió la responsabilidad. Llegó el padre Antonio y pidió conversar a solas con el autor del hecho. Nadie levantó la mano. A la espera de la confesión, el sacerdote decidió que todo el curso permaneciera fuera de horario. Al mediodía, las panzas hacían ruido. “Dale, hablá, así nos vamos todos…”, le susurró Galimberti al que tiró la tiza. El chico se mantuvo en silencio y apenas le devolvió la mirada. Los compañeritos prometían venganza a la salida. Después de un largo rato, el padre liberó la puerta. Los alumnos fueron saliendo poco a poco para marchar a sus casas, pero Galimberti mantuvo su ánimo justiciero. Creyó que el otro no podía llevársela gratis y empezó a pegarle. Cuando apareció el cura a zamarrearlos y poner orden, Galimberti le estrelló un puño en la cara.
En la escuela, Rodolfo era un niño violento. Su hermana Liliana, que por la mañana le lavaba la cara, lo peinaba con gomina y se ocupaba de recogerlo al mediodía, siempre lo encontraba en medio de alguna pelea. Nunca intentaba separarlo, para no resultar lastimada. Dejaba que luchara hasta agotar su furia. Después le acomodaba el uniforme y lo llevaba a casa.
Por la noche, Rodolfo, Hugo y Liliana debían rendirle cuentas a su padre. Don Ernesto, que volvía a última hora de la tarde en el Ferrocarril Sarmiento, pasaba revista de la jornada. Los formaba de mayor a menor, revisaba la higiene de las uñas y empezaba a preguntarles por la evolución de sus estudios y las dificultades que presentaban las asignaturas. Controlaba que hubieran completado los deberes para el día siguiente. Si Arminda informaba de un mal comportamiento, don Ernesto mandaba al responsable al cuarto en señal de castigo. Rodolfo siempre llevaba la peor parte, porque discutía.
Pocas veces doña Arminda se animaba a contradecir o atenuar las órdenes de su marido. Cumplía con las tareas de la casa casi siempre en silencio, como si siguiera a distancia la vida cotidiana de la familia. Aunque gentil y cariñosa en el trato con sus hijos, mantenía a resguardo sus sentimientos. Era lo más parecido a una institutriz extranjera. Pasaba buena parte de la tarde leyendo literatura clásica en su dormitorio con cortinas de terciopelo dorado, bajo un retrato del general Perón. Sus ojos celestes tenían una profundidad insondable.
Mientras las clases medias progresaban con el gobierno peronista, los Galimberti no habían podido mantenerse en la posición de origen. Ernesto no tuvo un auto sino hasta bien avanzada la década de los sesenta. Para las pocas vacaciones que pudieron disfrutar en Córdoba o Mar del Plata, debieron trasladarse en ómnibus.
Ernesto Galimberti no pudo parar su leve pero irremediable descenso social durante la década de los cincuenta, pero no por eso dejó de inculcar una educación rigurosa a cada uno de sus hijos. Si bien las mayores expectativas estaban depositadas en el primogénito Hugo, que estaba dotado de una inteligencia que consideraban por encima de la media, no descuidaba la atención del menor. Cuando Rodolfo fue elegido como escolta de bandera en el colegio estatal número 9 de la localidad de Merlo, pasaron varias horas juntos ensayando el paso militar para el desfile del día siguiente. Don Ernesto le hacía inflar el pecho, levantar las piernas bien alto en cada paso y le mostraba las baldosas donde debía pisar la suela de sus zapatos.
El padre de Rodolfo Galimberti era un peronista nacionalista. Entendía que la línea histórica de la Nación que se forjó con el gobierno de Juan Manuel de Rosas se había interrumpido en la batalla de Caseros en 1852. Consideraba a los presidentes Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre como personajes nefastos para el destino de la Patria, y sentía que las mismas críticas que la historiografía liberal hizo pesar sobre Rosas, las sufría en carne propia el general Perón por parte de la oposición política de su gobierno, “la contra”. Por eso aspiraba a que con la completa literatura que acumulaba en su biblioteca (Rosas, los caudillos y las montoneras del siglo XIX) sus hijos alcanzaran una reconstrucción integral del pasado histórico.
Perón era un tema habitual en las conversaciones diarias y no pocas veces fue motivo de discusiones, en especial con Arminda, que se reconocía peronista, pero que también era católica practicante. A fines de 1954, el enfrentamiento de Perón con la comunidad eclesiástica la puso frente a un dilema. El gobierno promulgó la Ley de Divorcio, reconoció los derechos de los hijos ilegítimos, legalizó la prostitución y prohibió los actos religiosos públicos. En las concentraciones de la CGT y el movimiento justicialista se leían carteles con la inscripción “Ni curas, ni marxistas, peronistas”. En mayo de 1955, el Congreso aprobó la ley que abolía la enseñanza religiosa en las escuelas públicas —que la jerarquía eclesiástica consideraba vital para su misión espiritual—, y decidió anular la exención de impuestos a las propiedades de la Iglesia, que la afectaba desde un sentido material. El conflicto se profundizó al punto que la procesión de Corpus Christi del 11 de junio se transformó en una movilización antiperonista de más de cien mil manifestantes. Durante toda esa semana se investigó si habían sido los fieles católicos quienes quemaron una bandera argentina. El gobierno deportó dos obispos a Roma acusándolos por “actividades subversivas”. El Vaticano reaccionó con un decreto que excomulgaba a quienes habían ordenado la medida. La mañana del 16 de junio de 1955 el ambiente político estaba convulsionado. Se intentaba dilucidar si la orden de excomunión alcanzaba al propio Presidente cuando cayeron las bombas: la Armada, que desde hacía meses tramaba un golpe de Estado, se propuso asesinar al general Perón y tomar la Casa Rosada con comandos civiles e infantes de Marina. Durante varias horas fue bombardeada la Plaza de Mayo y sus alrededores. Un trolebús que avanzaba por la avenida Paseo Colón recibió un impacto y estalló en llamas. Los pasajeros murieron carbonizados.
Ese mediodía, Ernesto Galimberti escuchó el ruido de las explosiones desde el Banco de Londres, ubicado en Bartolomé Mitre y Reconquista, a poco menos de ciento cincuenta metros del epicentro del bombardeo. Se fue a las corridas para San Antonio de Padua en las primeras horas de la tarde. Su esposa y sus hijos Liliana y Rodolfo estaban conmovidos escuchando las noticias por una radio RCA Víctor que funcionaba a válvula. Pero Hugo no estaba. Tenía catorce años y estudiaba en el Colegio Marista de Morón, una institución católica. Ernesto fue a buscarlo. Le contaron que después del mediodía, la ultraderechista Alianza Libertadora Nacionalista había cargado estudiantes en camionetas para ir a Plaza de Mayo a defender al gobierno. Hugo se había subido a una de ellas.
Ernesto volvió al centro de Buenos Aires para buscarlo. La Plaza estaba arrasada. Había centenares de muertos dispersos sobre el asfalto y, bajo una lluvia fina y persistente, buscó entre los cuerpos a su hijo, pero no lo encontró.2 Las columnas obreras aparecían en la Plaza por sobre las estelas de humo de las últimas bombas. Al atardecer, Perón anunció que el levantamiento había sido sofocado. Más tarde, un grupo empezó a incendiar la Catedral. Saquearon los altares y las sacristías. Un párroco octogenario trató de impedirlo y lo mataron de un golpe. Hacia el fin de la noche, más de una docena de iglesias de Buenos Aires habían sido arrasadas por el fuego, sin que la policía ni los bomberos hicieran nada para evitarlo.
Ernesto y su hijo Hugo llegaron a San Antonio de Padua, cada uno por su lado, de madrugada. Unas horas después, Arminda se despertó indignada con su marido. Lo acusó de complicidad con Perón, a quien tenía por el máximo responsable de los incendios y le recordó el antecedente de la quema del Jockey Club. Ahora encontraba profética la frase que el General formulara hacía dos años: “Cuando haya que quemar, voy a ir yo a la cabeza de ustedes; pero entonces, si fuera necesario, la historia recordará la más grande hoguera que haya encendido la humanidad hasta nuestros días”.3
Durante tres meses, Arminda no le dirigió la palabra a su marido. Las cenas se desarrollaban en un silencio casi absoluto, matizadas por comentarios incómodos. El gobierno de Perón se fue descomponiendo poco a poco, a pesar de sus amenazas de que respondería a la violencia con una violencia mayor. El matrimonio Galimberti empezó a dormir en camas separadas. El 16 de septiembre de 1955 el general Eduardo Lonardi asumió la presidencia luego de dar un golpe de Estado y Perón se exilió en una cañonera paraguaya que estaba anclada en el puerto de Buenos Aires. El peronismo fue proscrito. Casi un año después, un grupo de militares y civiles que se organizaban para una sublevación contra la Revolución Libertadora fueron fusilados en un basural de José León Suárez. La masacre fue supervisada por el jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, el coronel Desiderio Fernández Suárez, y ordenada por el general Pedro Eugenio Aramburu, que había desplazado a Lonardi.
Para la familia Galimberti fue otra conmoción. El basural de José León Suárez se convirtió en el espejo de la Nación robada y perseguida. Después de que el doctor Arturo Frondizi ganara las elecciones de 1958, Ernesto tomó como un deber de buen peronista hacerle conocer a sus hijos el lugar donde sucedieron los hechos. Para llegar, se guió con un croquis que se publicó en la revista quincenal Mayoría. Primero cargó a Hugo en su moto Puma negra con filetes, modelo 37, y quince días después llevó a su hijo menor.
En 1958 Rodolfo Galimberti estudiaba en la escuela pública número 9 de Merlo. A sus compañeros de grado les impresionaba su presencia. Llegaba a clase con el pelo engominado, vestía un pulcro y rígido delantal blanco a tablitas y un moñito de tela azul al cuello. Pero después era el primero en saltar el alambre de púa que dividía el patio colegial del baldío para ir a remontar barriletes hechos con papel de diario, a jugar al voley, al tejo, la bolita, o al hoyo pelota. Por la tarde, Rodolfo y sus amigos solían preparar un fueguito y comer papas a la parrilla, o se escondían en los pozos que los obreros dejaban abiertos para colocar los caños de las cloacas, y se quedaban conversando durante horas.
Galimberti tenía dificultades para dominar la pelota cuando jugaban al fútbol. Lo mandaban al arco. También le tocaba contar a la hora de jugar a la escondida. Pero eso no implicaba que tuviera alguna debilidad de carácter: se peleaba por cualquier motivo contra quien fuera. Sus amigos debían frenarlo cuando, a modo de aviso, imitaba el gruñido de un perro y se lanzaba al ataque. No percibía el peligro de enfrentarse a la trompada de su circunstancial adversario. A lo sumo, si se veía en inferioridad de condiciones, agarraba un palo y se lo partía en el lomo. Pero no temía. Si resultaba muy castigado por los golpes, se levantaba del suelo y se marchaba a su casa, como si nada hubiera sucedido.
A fines de los años cincuenta la “revolución” de San Antonio de Padua era el cine. Cuando se inauguró el Sarmiento, cada función dejaba fuera de la sala a cerca de doscientos vecinos. En el cine de la iglesia, la proyección era al aire libre. Galimberti y sus amigos también iban al San Martín de Merlo, a ver películas prohibidas para menores de catorce. Chiflaron con ganas la tarde en que Isabel Sarli se les apareció por primera vez desnuda. Se conmovían con la llegada del circo de los Hermanos Rivero, que acampó durante varias semanas en la esquina de Noguera y Chaco, y nada los emocionaba tanto como acomodarse en el comedor de la casa de Luis Grancella, el primero que tuvo televisor, para ver El Cisco Kid y El Llanero Solitario, mientras la mamá les preparaba la leche. Y hacían turno para subirse a la Harley Davidson del hermano de Tito Mojica, que los llevaba en el sidecar por todo San Antonio de Padua.
En Navidad, la gente bailaba en las calles y los chicos se disfrazaban y salían a cantar casa por casa, y cargaban sus bolsillos de monedas para comprar caramelos. Para las fogatas de San Pedro y San Pablo, cada barrio se esmeraba por presentar el mejor muñeco. La competencia era feroz. Para mejorar las posibilidades del vecindario, la noche previa, Rodolfo y su amigo Aníbal Gallipoli salían a incendiar muñecos de los otros barrios para arruinarles la fiesta.
Les gustaba escapar de la misa para fumar cigarrillos Winston en las copas de los árboles de la iglesia, mientras decenas de familias hacían turno para confesarse ante los padres Almada y Lafuente, que también eran confesores de Rodolfo. Pero era el padre Antonio Arroyo, aquel que no quiso tenerlo más en la escuela, el que menos soportaba las travesuras. El párroco esperaba que Galimberti, Jorge Corizzo o Rubén Pantano se subieran a los naranjos para dispararles con un rifle calibre nueve. Los llenaba con sal en vez de balines, para que sus pecados les picaran en la piel.
La iglesia representaba un lugar de encuentro social para los vecinos de San Antonio de Padua. Hacia fines de la década de los cincuenta, Hugo Galimberti fundó con un grupo de amigos el Padua Rugby Club, en un terreno al costado de la iglesia, ubicado sobre Centenera y Garibaldi. Un domingo lo utilizaban para jugar al fútbol y otro, para el rugby. Los rituales religiosos y las actividades deportivas se integraban casi en un mismo ámbito.
Hugo no era un jugador destacado, pero aun con los límites físicos que le imponía el asma, llegó a jugar en la cuarta división. Su tarea más importante fue inscribir al club en la Unión Argentina de Rugby (UAR) y lograr que participara de los torneos oficiales. Los árbitros que visitaban la cancha se valían del enorme reloj del frente de la iglesia para controlar el tiempo de juego.
Por entonces, Rodolfo ya tenía con su hermano una pésima convivencia. Despertaban en la misma habitación a los golpes y no congeniaban en nada. Hugo intentaba ignorar cada uno de los laberintos por los que circulaba la vida del menor, y lo consideraba insoportable. Pero lo que más detestaba era su desenfado: Rodolfo le caía en gracia a sus amistades. Un día sucedió lo inevitable: un amigo de Hugo invitó a practicar a Rodolfo en las divisiones infantiles del club, confiado en su altura y en su físico fornido, algo excedido en peso. Por sus antecedentes en peleas callejeras, imaginaba que podía ser eficiente en el scrum. Para disgusto de Hugo, Rodolfo empezó a entrenar dos veces a la semana en el Padua Rugby Club. Era lento en sus desplazamientos e incurría en faltas elementales, que ponían en evidencia su desconocimiento de las reglas de juego.
Un jugador que a menudo lo arrastraba por el suelo era el “Vasco” Raúl Othacehé. A Rodolfo le impresionaba verlo correr aferrando la pelota con sus manos peludas. Era como un armario de roble que se le venía encima, empujado por la fuerza de un toro. Un íntimo amigo del Vasco, que también incursionó en el club, fue Dippi Hafford, el “Irlandés”, alto y también brusco aunque, de los tres, era el que poseía la técnica más depurada. Rodolfo hizo amistad con Othacehé y Hafford en la práctica deportiva. Solían incursionar por las canchas de Los Matreros de Morón o Deportiva Francesa, con resultados dispares.
A comienzos de la década de los sesenta, la casa de los Galimberti ya se había convertido en un polo social del barrio de San Antonio de Padua. Las visitas de parientes y vecinos eran obligadas cada fin de semana. Don Ernesto recibía a los invitados como un caballero inglés, vestido con saco y corbata, como si formara parte de un club de hombres distinguidos. Llegaban historiadores, escritores diletantes o gente de amplios intereses culturales, con los que intercambiaba ideas y comentarios. Si bien mantenía los modales de un príncipe, el anfitrión nunca se alejaba del universo compuesto por Perón, Rosas, el nacionalismo y los militares. A través de los años, Ernesto se mantuvo fiel a su pasión por la instrucción de tiro y a cada visitante que aceptara su oferta, le entregaba el rifle y acomodaba una chapa para que practicara. Arminda conversaba con algunas vecinas del barrio, Hugo llevaba a sus amigos del rugby y sus nuevos compañeros de la Facultad de Medicina, cuyos estudios apenas había comenzado. Rodolfo invitaba a los suyos del barrio o del colegio.
En el año 1960, Rodolfo Galimberti continuó su educación media en el Instituto Domingo Faustino Sarmiento, ubicado a una cuadra de la estación de San Antonio de Padua y a siete de su casa. A los pocos meses de clase, se formó a su alrededor un grupo de estudiantes, chicos de trece y catorce años, unidos por la certeza de saberse por encima del resto. Heredaban el compromiso político de sus familias, y tenían un fuerte impulso por conocer la historia real del país. Desconfiaban de los manuales. Las discusiones de Rodolfo con su profesor de historia, Grinberg, pronto se convirtieron en un debate historiográfico tan ríspido y abstruso, que pocos alumnos lograban desentrañarlo.
Galimberti evitaba el contacto con los compañeros que no consideraba a su altura. A veces, en los recreos, se lo veía solo y en silencio en el medio del patio, dando cortos pasos circulares, como un general que medita la estrategia de su próxima batalla. Por esa clase de actitudes era considerado un gordito arrogante.
La primera de sus amistades fue María Cristina Álvarez Noble, que escribía poesías y se había formado en el seno de una familia peronista. También Andrés Dimitriu, hijo de un rumano que en la Segunda Guerra Mundial peleó para los nazis. Con el correr de los meses, se sumarían al grupo el “Vasco” Héctor Mauriño, que se mudó al lado de su casa, y “Coco” Omar Estela, unos años menor. El grupo odiaba el tedio de las horas de siesta y la chatura intelectual de sus compañeros.
Pero todo su entusiasmo por las discusiones, las líneas de continuidad entre Rosas y Perón, las lecturas de la Divina Comedia de Dante Alighieri y el mundo que tenía en su cabeza a los catorce años, Galimberti necesitaba ponerlo en acción. Por intermedio de un amigo de su hermano, Augusto Pérez Lindo, que había militado en la Unión Nacional de Estudiantes Secundarios (UNES), tuvo su primer contacto con el Movimiento Nacional Tacuara (MNT) de la zona Oeste. Su primer jefe fue el “Gordo” Naya, de cuarenta años, ex candidato a intendente de Morón, que manejaba un grupo que vinculaba el pensamiento con la acción directa. En nada se parecía a aquellos tacuaristas de colegios católicos que en 1958 desafiaron la enseñanza laica. Parecía un hombre con algún contacto en el servicio de inteligencia del Ejército, pero era en esencia un nacionalista activo. El ámbito de actividad era su casa de remates. Allí coordinaba un grupo de choque de diez o quince personas de edades e ideas heterogéneas. Una alquimia donde se juntaban quienes peleaban por la imposición de un orden nazi-fascista, la reivindicación de la protesta sindical, y también algunos militares retirados que proponían el golpe de Estado para legalizar el peronismo. Galimberti se sumó al grupo con Othacehé y Dippi Hafford. Eran los tres duros del rugby de Padua.
Para tres adolescentes como ellos, que empezaban a vivir con resentimiento la proscripción del peronismo y buscaban referencias más allá de la formación familiar prusiana o las misas del padre Arroyo, ir a una cita al ámbito de Naya significaba encontrar la posibilidad de pelear contra algo. El mundo no era sólo el que mostraban en la escuela. A los catorce años, Galimberti se armó de cachiporras y manoplas. Empezó a seguir al grupo de Naya por donde fuera. En 1961, pisó por primera vez un sindicato: el que lideraba el metalúrgico Abdala Baluch, en el partido de La Matanza, que se oponía a la línea de su par Augusto Vandor. Aunque a los adolescentes como él les tocaba cebar mate, podían ver un espectáculo único: debates de obreros peronistas, mimeógrafos propios, publicaciones, y también algunas pistolas.
A los catorce años Galimberti tuvo su primera acción política. Las huestes lideradas por Naya se sumaron a una huelga promovida por las 62 Organizaciones Peronistas contra el gobierno de Frondizi. Compuso una tropa de agitadores, y estrelló una bomba molotov contra una Lujanera estacionada en un playón de Ituzaingó. Le produjo un incendio parcial.
Hasta ese día la presencia de Galimberti en el ámbito de Naya había sido intrascendente. Sólo algunos militantes nacionalistas ligados al lonardismo reparaban en él apenas lo suficiente como para tararearle la marcha peronista, a modo de burla. Después del ataque incendiario, ganó cierta consideración porque había demostrado más arrojo que otros que se declamaban fascistas de vanguardia. Logró el aprecio de Hertz, hijo de un oficial de las SS alemanas que encontró refugio en el Gran Buenos Aires y decía atesorar jabones fabricados con sebo humano de judíos. Hertz empezó a elegirlo para sus incursiones. Una tarde pasó a buscarlo por San Antonio de Padua, junto a sus inseparables Othacehé y Hafford. Tenía un objetivo preciso: ir a provocar a un grupo de jóvenes de la Federación Juvenil Comunista (FJC), que solía reunirse en Belgrano.
Esa tarde, el cuerpo de milicias acampó en una plaza y marchó con paso agitado al bar del fondo de la Galería del Río de la Plata. Hubo un cruce de palabras, una silla voló por el aire y luego los grupos se enfrentaron en medio del estupor de las vecinas del barrio. A un comunista que se le abalanzaba, Galimberti le clavó su sevillana en la barriga y lo dejó sangrando en el suelo.
Fue su primera detención. Marchó esposado a la seccional 33 de la calle Mendoza. En el calabozo, se sintió un perseguido político. Como los trabajadores en huelga que iban presos por enfrentar el Plan Conintes de Frondizi. Como un peronista castigado por la partidocracia que lo excluía. Utilizó el discurso de la marginación política frente al subcomisario y la asistente social.
La noticia estalló como una bomba en su casa de San Antonio de Padua. Hugo, que fue el primero que llegó a la seccional, lo trató de idiota y lo insultó por hacer sufrir a la familia con sus actitudes infantiles. Rodolfo se sintió incomprendido por su hermano mayor. Confiaba en que su padre, en cambio, estaría orgulloso de su conducta. No fue así. Don Ernesto también lo reprendió, y a pesar del dolor que le produjo, no intentó ninguna gestión que impidiera que la primera causa penal contra su hijo siguiera su recorrido.
Por decisión del juez de Menores, Rodolfo Galimberti fue internado en el Instituto Luis Agote de la calle Charcas. Era conocido como “el reformatorio”, un lugar de readaptación social de niños huérfanos y pobres, adolescentes más o menos salvajes que debutaban en el delito, y tacuaristas aprehendidos en peleas callejeras contra judíos y comunistas.
En el Instituto, Galimberti se peleaba todos los días, aunque también vivió experiencias de solidaridad y afecto. Los dramas familiares y el padecimiento del resto eran mucho peores que los suyos. Se sintió avergonzado por no tener nada terrible para contar de su vida. Escuchó historias protagonizadas por adolescentes que parecían mitad monstruos y mitad humanos. Pero no entendió por qué uno que había quemado vivo a su hermano lloró cuando le arrancó una uña de cuajo en una pelea.
CAPÍTULO 2
Primeras armas
En 1961 Rodolfo Galimberti vivió durante tres meses en el Instituto Agote. Esa internación marcó la primera ruptura con su familia. Se sentía defraudado por su padre, quien, a su juicio, había mantenido una actitud ambigua frente a su primera rebeldía social. Consideraba que la acción en Belgrano por la que había sido arrestado no era otra cosa que la continuidad de las enseñanzas hogareñas de don Ernesto. Un fin de semana en que recibió su visita en el Instituto, trató de explicárselo.
—Si hablamos todo lo que hablamos sobre la proscripción del peronismo, si estamos todo el día puteando este sistema de mierda, ¿por qué no hacemos algo, papá? —le dijo.
Cuando salió del reformatorio, Rodolfo ya no volvió a vivir con él. Esta fue la segunda decepción grave que su padre le provocaba. La primera había sido cuando escuchó que hablaba en inglés con su superior del banco. Don Ernesto se sonrojó al advertir que su hijo era imprevisto testigo del diálogo. Algunos meses atrás, le había negado su ayuda para una prueba argumentando que no conocía el idioma.
—Vos tenés que entenderlo, Rodolfo. Tu papá no puede enseñarte inglés porque la considera una lengua cipaya, pero está obligado a hablarla porque trabaja en el Banco de Londres —intentó consolarlo Augusto Pérez Lindo, que era seis años mayor y oficiaba como su consejero.
Su mamá Arminda y su hermana Liliana le pidieron a la tía Clotilde que aceptara a Rodolfo en su casa. La tía vivía en Merlo y le cedió el sofá cama del cuarto de estar. A través de Liliana, Arminda le pasaba dinero para los gastos. Don Ernesto pagaba la cuota del colegio privado.
En el verano de 1962, el presidente Frondizi pensó que si levantaba la proscripción del peronismo y le permitía participar en las elecciones conseguiría un adecuado marco de legitimidad para su gobierno. Y prefería integrar al PJ dentro del sistema antes de que buscara una salida en la guerrilla de izquierda. Frondizi creía que, sin Perón presente, le podía ganar. Para los comicios a la gobernación de Buenos Aires, el voto peronista se expresó a través del partido Unión Popular. La candidatura tenía un perfil obrero: el sindicalista textil Andrés Framini. Y el 18 de marzo, Framini ganó. Forzado por el Ejército, Frondizi tuvo que anular las elecciones. Diez días después, los militares lo depusieron y lo confinaron a la isla Martín García. Lo sucedió el presidente del Senado, José María Guido, según resolución de la Corte Suprema.
El cambio del escenario político modificó los planes de Antonio Salonia, un docente mendocino de treinta y tres años que ocupaba la subsecretaría del Ministerio de Educación en el gobierno de Frondizi, y que por el golpe se vio obligado a alejarse del cargo. Al poco tiempo consiguió un empleo: el rectorado del Instituto Domingo Faustino Sarmiento de San Antonio de Padua.
El 20 de junio de 1962, en su segundo día de trabajo, golpearon a la puerta de su despacho. Era un alumno de tercer año, que le pedía una entrevista.
—Dígame, alumno, ¿qué necesita?
—Profesor, yo soy Rodolfo Galimberti.
—Mucho gusto en conocerte —dijo el rector y le tendió la mano.
—Vengo a decirle que yo soy de Tacuara —Galimberti intentaba escandalizarlo.
—Bueno, si ya definiste tus convicciones, me parece bien. Yo soy hincha de River. ¿Qué más?
—Soy rosista.
—Está bien. La escuela es abierta, pluralista —dijo Salonia—. Pero seguí con Tacuara en la calle. Acá adentro, no. Yo voy a respetar tu rosismo, pero también voy a lograr que respetes el sarmientismo que seguramente distingue a gran parte de los profesores y alumnos de esta escuela, que casualmente se llama “Sarmiento”.
Galimberti aceptó las reglas de juego. A pesar de que la militancia en Tacuara implicaba la fascinación por la acción directa, en el colegio su postura era sólo declamativa. Y tampoco lograba mover a sus compañeros de aula de su condición de indiferentes espectadores.
Esa misma anemia participativa la percibió Salonia, y para estimularla aconsejó a los estudiantes que formaran un Centro. También les propuso actividades recreativas, fuera de la currícula; esforzándose, inventó el Club Colegial. Los alumnos organizaron partidas de ajedrez, torneos de fútbol, certámenes de cuento y poesía, y un ciclo de charlas sobre política y cultura.
Esta última actividad interesó a Galimberti. Fue nombrado Presidente de Conferencias del Club Colegial. La primera charla que propuso fue sobre la vida, la obra y el martirologio del “Chacho” Peñaloza. Salonia carraspeó un poco ante la sugerencia.
—Profesor, usted es un hombre abierto y plural. Supongo que no va a tener inconveniente… —lo desafió Galimberti.
El primer domingo llevó al historiador rosista Norberto D’Atri, que era amigo de su padre y compartía las tertulias políticas en su casa, para que disertara sobre el caudillo de las montoneras del siglo XIX. Fue un fracaso parcial: apenas lograron convocar a una decena de estudiantes. Galimberti no perdió entusiasmo. Después invitó al historiador peronista Juan Unamuno, y luego al profesor ultranacionalista Luis Sevasco. Pero la rutina, domingo a domingo, iba perdiendo interés en la comunidad escolar. Finalmente, el ciclo de conferencias concluyó por falta de público.
Antonio Salonia constituyó una referencia importante en la adolescencia de Galimberti. En cierta oportunidad, cuando le expresó sus dificultades para entender a Hegel, el rector le recomendó que se iniciara con la lectura de Principios de Filosofía de García Morente. Y le regaló el libro. Tenían pensamientos incompatibles, pero Galimberti buscaba cualquier argumento para visitarlo en su despacho y debatir acerca de la actualidad política. A menudo, la dueña del colegio, Gogó Meschiorre, los interrumpía y mandaba al alumno a su clase.
Por esos meses, Salonia llevó a Galimberti y a un grupo de alumnos a conocer a Frondizi, que ahora estaba recluido en una quinta de Castelar.
—Yo soy peronista, doctor, y conspiré contra su gobierno —se presentó Galimberti. Su audacia generaba en los adultos una simpatía inmediata.
Por voluntad de Salonia, los alumnos del Instituto Sarmiento crearon una revista escolar que denominaron Vertical XXI. La dirección periodística estaba ideológicamente compensada: el director era Diego Orsali, que estaba en sintonía con las ideas desarrollistas del rector. Galimberti era el secretario de redacción (escribía proclamas nacionalistas con seudónimo). Y el tercer hombre era Pocovi, mucho más a la izquierda que los dos precedentes. Uno de los artículos de mayor repercusión de la revista fue un reportaje al entonces director de la Biblioteca Nacional, Jorge Luis Borges.1
Por entonces, en el aula del colegio, la broma de todas las mañanas era mencionar la palabra “Perón”. Según el decreto 4161, quien lo nombrara en público podía ir preso. La Revolución Libertadora se había propuesto borrar su recuerdo. Pero en el curso de Galimberti, citar al “tirano prófugo” era una rutina obligada: Edgardo Perón, que no tenía nada que ver con el asunto, portaba su apellido como una herida. A él iban todas las miradas. Y era tímido. Cuando llegaba su turno, se alzaba de su banco, sonrojado, y decía “presente”. El listado de alumnos parecía la síntesis del drama ideológico argentino: además, incluía a “Rosas, Ricardo” y “Sarmiento, Antonio”.
Fuera de la clase, Galimberti era un adolescente fanatizado, disponible a los fervores de cualquier idea. Compartía su voluntad justiciera con su cofradía del barrio y el colegio. En ese tiempo solía leer poesías o completar las tareas en la casa de María Cristina. Un día Galimberti encontró a su amiga al borde del llanto. Le dijo que el médico Cohen, al que había recurrido para una revisación, había intentado pasarse de vivo con ella. Antes que nada, Galimberti le pidió una reconstrucción verbal de los hechos para confirmar que no exageraba. Cuando tuvo la absoluta certeza de lo ocurrido, propuso una venganza reparadora:
—Vamos a ponerle una bomba en el consultorio.
No era una broma. Pero la parte instrumental del operativo ya era un asunto que competía a “Coco” Estela, que era el experto en el desarrollo de explosivos. Coco siempre había demostrado un especial interés por las clases de Aldo Capecce, el profesor de Química del colegio. Una noche de esa misma semana, con una mecha de retardo perfeccionada, que le daba a la creación un sello propio, Galimberti y los suyos hicieron estallar la bomba molotov contra la ventana del consultorio. Quedó calcinada. A partir de ese hecho, y en mérito a su pericia técnica, las bombas de Coco Estela fueron bautizadas “Cocof”.
En 1962 Galimberti tuvo su primera novia: Virginia Trimarco. Le decían “Moni”. Siete años más tarde la llevaría al altar de la iglesia de Santo Domingo. Era la prima del Vasco Mauriño, que por entonces ya se había convertido en su fiel amigo. Los dos abandonaron las casas de sus familias y empezaron a vivir juntos en un galpón, junto al criadero de pollos de un vecino de Padua, el señor Nachón.
Virginia visitaba el barrio en ciertas ocasiones porque vivía en Belgrano. Su padre era psiquiatra y su madre, profesora de Geografía. Para Galimberti, que no había conocido otras mujeres más que su madre y su hermana, se convirtió en su novia mágica. El elástico de su bombacha era mucho más firme que la democracia. Pero compartía con ella un mundo mucho menos turbulento que el de las manoplas y las cachiporras, y más excitante que el de su colegio. La veía sólo los fines de semana. Por la tarde se entretenían en bares o cines de Belgrano o del centro. Por la noche, cenaba en casa de sus padres; Galimberti aparentaba más edad que la de sus quince años. Sus sueños se parecían en poco a los de los adolescentes promedio. Obligaba a sus futuros suegros a soportar las razones de su ideario político y en cambio debía escuchar la jerga del padre de Moni y las críticas a Evita de su madre. En una de esas reuniones familiares, conoció a los tíos de Virginia. Eran militares en actividad. Uno se llamaba Domingo Trimarco, entonces coronel, que a fines de 1963 se pondría a las órdenes del director de Gendarmería Nacional, Julio Alsogaray, para reprimir a la guerrilla castrista en Salta. Juan Carlos Trimarco, en cambio, era teniente coronel con asiento en el Regimiento Blindado de Azul. Galimberti les resultaba un adolescente gracioso, a veces demasiado audaz. Lo invitaban a navegar al Tigre los fines de semana. Se fascinaba cuando le mostraban las armas. Unos años más tarde Juan Carlos Trimarco lo llevaría a probar puntería en el campo de tiro de su regimiento. Fue el primer hombre que le regaló un arma de importancia: una Malincher 7.63.
Galimberti vivía su adolescencia partida en pedazos. El galpón de Nachón, el Instituto Sarmiento, la cofradía del colegio, la acción directa en el grupo de Naya y la vida civilizada junto a Virginia y su familia militar. Ya había perdido el ámbito del rugby: cuando provocó una trifulca al distribuir una publicación de Tacuara. Pero el detonante se generó cuando pintó su símbolo con un tizón en las paredes del vestuario. El técnico del equipo decidió expulsarlo. Y el padre Arroyo estuvo de acuerdo.
Por entonces, a comienzos de la década de los sesenta, la fiebre tacuarista desbordaba los colegios de la Capital Federal. Los jefes, que se habían educado en colegios católicos y militaban en la ultranacionalista UNES, solían agitar a sus tropas en las inmediaciones. Las entradas y salidas eran traumáticas. Los adolescentes tacuaristas, hijos de la clase patricia en descenso, que vivían en los conventos de Barrio Norte, formaban un corredor de doble fila en el Colegio Nacional Sarmiento para cargar a golpes sobre los judíos y los que portaban apellidos de tradición liberal. Vestían camisas grises, corbatas oscuras, se peinaban con la cola de caballo a la gomina, y los más pudientes lucían en sus blazers azules la estrella federal o la Cruz de Malta de los caballeros templarios. Los tacuaras tenían una ideología imprecisa y a veces contradictoria que les permitía vociferar contra el “capitalismo judío internacional” o contra “los hijos de los que entregaron la Patria al imperialismo inglés”.2
Para ingresar en la organización se requería la aceptación y realización de ciertos actos rituales. Había uno imprescindible: la jura de fidelidad frente a la tumba de Darwin Passaponti, en el cementerio de Chacarita. Passaponti fue el único muerto de la movilización del 17 de octubre de 1945, a favor del coronel Perón. Cuando un tacuara desconocía la autoridad de su jefe o lo expulsaban de la agrupación, en cambio, era pasible de ritos menos emotivos: le hacían purgar sus culpas tragando aceite de ricino.3
A principios de la década de los sesenta, Galimberti conoció a Alberto Ezcurra Uriburu, jefe del Movimiento Nacional Tacuara (MNT). Augusto Pérez Lindo se lo presentó en la sede de Tucumán 415. Un intercambio de palabras, un saludo apenas, era la mejor bienvenida que podía recibir un adolescente que se sentía marginado de la Nación oficial.
Ezcurra Uriburu era un ex seminarista, de veinticinco años, que se definía “mitad monje, mitad soldado”. Dormía en el suelo del local como muestra de su estoicismo. Sus seguidores lo admiraban. Había recibido una herencia sin propiedades del patriciado porteño y soñaba con reverdecer la trilogía “Dios, Patria y Hogar”. Su corpus ideológico se limitaba a las lecturas del sacerdote Julio Meinvielle y del sociólogo francés colaboracionista del gobierno de Vichy, Jaime María de Mahie. También admiraba a José Antonio Primo de Rivera. El secretario de formación del MNT, Horacio Domínguez, en cambio, tenía una prolija formación fascista.
Sin embargo, las fuentes ideológicas de los jefes tacuaras dieron un vuelco imprevisto a partir de la toma del frigorífico estatal Lisandro de la Torre, del barrio de Mataderos, en enero de 1959. El gobierno de Frondizi había decidido privatizarlo. Los tacuaras resistieron junto a los obreros. Fue el primer contacto con el peronismo, un movimiento al que sentían menos ordenado que las formaciones romanas de Benito Mussolini, pero también más cercano emocionalmente. Empezaron a sumar a sus lecturas textos de Arturo Jauretche, José María Rosa y los hermanos Irazusta, entre otros autores, y reivindicaban la acción de las masas. Se integraron en las sedes de los sindicatos más combativos, como el del caucho, textiles o los farmacéuticos. La popular manopla alcanzó una etapa superadora. Los gremialistas que reclamaban el regreso de Perón les dieron acceso a un ámbito que permitía la discusión política, y también los beneficiaba con la instrucción armada. Deseosas de acción, las huestes tacuaristas actuaban como fuerzas de choque para la ocupación de fábricas y conflictos gremiales durante el gobierno del radical Arturo Illia. En pocos años, los que antes reclamaban la vuelta de un nacionalismo reaccionario y una sociedad jerarquizada por el orden cristiano empezaron a luchar junto a los gremialistas de las 62 Organizaciones Peronistas. Ezcurra adquirió tanta significación que Juan Perón, desde su exilio madrileño, intentó captarlo bajo su ala para conducir la entonces dispersa Juventud Peronista. Pero el ex seminarista no aceptó.4
La irrupción de Tacuara en el escenario político-gremial amplió la base social del movimiento pero también provocó rupturas internas. Con el correr de los meses se alejaron muchos de los estudiantes de clase alta, que habían luchado contra la enseñanza laica. Ni los hijos más selectos de la oligarquía nacional, ni mucho menos su mentor espiritual —el presbítero Meinvielle— aceptaron que se vincularan al peronismo. Ellos habían conspirado contra “el régimen” en 1955. En cambio, empezaron a llegar a Tacuara hijos de obreros y nietos de inmigrantes españoles o italianos, asentados en barrios periféricos de la Capital o del suburbio bonaerense. También fue una fuente de trabajo para personal de distintos servicios de inteligencia que se infiltraba en busca de informaciones o para promover operaciones.5
La última facción que prohijó Tacuara fue el Movimiento Nacional Revolucionario Tacuara (MNRT), a fines de 1962. Lo lideraba un dandy del nacionalismo, “Joe” Baxter, hijo de un irlandés, que con el apoyo de algunos comandos se rebeló contra la jefatura nacional de Ezcurra. El MNRT de Baxter mudó su eje ideológico: dejó de inspirarse en José Antonio Primo de Rivera y redujo su prédica antisemita. Rescató a la clase trabajadora como depositaria histórica de la nacionalidad, y también recogió enseñanzas del leninismo. Pero cuando se separó de los “tacuaras originales”, el MNRT perdió fuentes de financiación y cierta protección policial en algunas comisarías. La autonomía ideológica los obligó a buscar la independencia económica: salieron a robar autos, farmacias, terminales de colectivos, reducir guardias armados, incursionar en el Tiro Federal y en fábricas de armas, a fin de pertrecharse. La dinámica de la acción clandestina tomó fuerza organizativa. Durante varios meses el MNRT planificó su golpe maestro. Se consumó el 29 de agosto de 1963, con el asalto al transporte de caudales que llevaba el dinero de los sueldos del Policlínico Bancario de la Capital Federal. En el operativo, liderado por Baxter y José Luis Nell, dos empleados murieron por una ráfaga de ametralladora. El MNRT obtuvo 14 millones de pesos. Durante algunos meses la policía creyó que el asalto había sido obra de delincuentes comunes.6
A los dieciséis años Galimberti no participaba en las acciones de ninguna de las facciones de Tacuara de la Capital. Y quien no participara en acciones era considerado un “perejil”. Pero visitaba los comandos en busca de vinculaciones o para ganarse la atención de algún jefe. También se interesaba por los debates cívicos que organizaba el doctor Carlos Fayt en el Parque Centenario o la Plaza Italia, y al que concurrían nacionalistas, tacuaristas y comunistas.
Toda su acción sucedía en la calle. Cumplía con su promesa de que las acciones de Tacuara no interfirieran con la actividad estudiantil. Sin embargo, en su último año en el Instituto Sarmiento, no pudo evitar mostrarse con una pistola en la cintura durante las horas de clase. El día que el doctor Salonia lo sorprendió, le advirtió que si reincidía lo expulsaría del colegio. A pesar de que en los ambientes de militancia tacuarista sentía cierto prestigio al decir que había sido echado de las aulas por “rosista”, Galimberti se recibió de bachiller nacional con orientación comercial como abanderado. En el promedio de los tres trimestres tuvo una calificación de 10 puntos en Higiene; 9,02 en Historia; 9 en Instrucción Cívica; 8,55 en Literatura y 8,50 en Filosofía. A comienzos de 1965 decidió estudiar la carrera de Derecho. Durante un año realizó un curso en el colegio Juan José Paso, de Merlo, que le convalidaba el ingreso a la Universidad de Buenos Aires.
Durante ese tiempo la relación con sus padres continuó a distancia. Su familia volvió a mudarse en 1964.7 Don Ernesto tomó un crédito del Instituto de Previsión Social para comprar un terreno de mil quinientos metros cuadrados y construir un chalet sin tejas, en una zona despoblada de San Antonio de Padua. Lo llamaban “la quinta”. Para su madre Arminda significó una aventura. El tendido de cables de luz no llegó al barrio durante varios meses, pero vivía esa carencia como una bendición: sentía un especial placer cuando llevaba lámparas de querosén o faroles para iluminar los ambientes, mientras preparaba la cena. Los domingos, don Ernesto se levantaba temprano y desandaba calles de tierra con saco y corbata, en busca del diario, que encontraba en la estación de trenes. A mediados de la década de los sesenta, Liliana había dejado de estudiar. Sólo lo hizo hasta el fin del secundario. Don Ernesto le había desaconsejado continuar una carrera universitaria porque iba a desatender las tareas de la casa. Y ella, en los años posteriores, siempre se lo recriminó. La estimuló, en cambio, para que se volcara a la pintura, como su madre. El primogénito Hugo se recibió de médico con calificaciones brillantes. La familia estaba orgullosa. Era un joven serio, muy culto y disciplinado. El líder de su grupo de amigos. Pasaba horas debatiendo ideas. Por entonces, a esa altura de su vida —veintitrés años— ya era decididamente nazi. No sólo porque había colgado un retrato de Adolf Hitler en su habitación, sino porque fundaba sus creencias basándose en la lectura de los filósofos e intelectuales del espíritu nacional alemán. Vibraba con Schopenhauer y Nietzsche y se quemaba las pestañas estudiando alemán en el Instituto Goethe: quería leer sus escritos en el idioma original. Hugo hizo público su desprecio por “las democracias decadentes”. Empezó a interpretar el peronismo nacionalista de su padre y su hermano Rodolfo como un fenómeno folclórico. Se puso cada vez más aristocrático. Lo fascinaba la idea del dominio del destino, de la sangre y del espíritu. Leía Mi Lucha de Hitler o a Oswald Spengler. El alma era su fuerza motriz. También leía a Buda.
En 1964 Perón intentó regresar al país. Se decía que volvía porque se estaba muriendo. En Buenos Aires, cientos de pintadas con carbón clamaban sobre los muros: “Perón vuelve este año”. El país continuaba dividido en torno a su figura. Era tal la devoción de Galimberti por el General que su cofradía se sumó a la procesión hasta Luján que, para rezar por su vuelta, había organizado el Comando de Organización de la Juventud Peronista (CdeO). Perón vivía en Puerta de Hierro, Madrid, luego de haber migrado en su exilio por Paraguay, Panamá, Venezuela y República Dominicana. Se había casado con Isabel Martínez, una bailarina que conoció en un cabaret centroamericano. En su residencia, cuidaba a sus tres caniches y recibía visitas de políticos y gremialistas para quienes tenía siempre instrucciones contradictorias. Ellos salían de su residencia con cierto barullo en la cabeza, pero emocionados, portando un mensaje para el pueblo peronista. En el tiempo que llevaba de destierro, Perón había adoptado la intriga y la confusión como la mejor estrategia para conducir el movimiento a distancia. Temía que su poder se desmembrara. Augusto Vandor, que lideraba la Unión Obrera Metalúrgica, era un fuerte contendiente. Se había propuesto superar la impotencia institucional del Partido Justicialista con el desarrollo de “un peronismo sin Perón”. Su objetivo fue integrar a las masas al proceso electoral, sin el mandato de su líder.
A fines de 1964 el General fracasó en su intento de volver al país.8 Y en sintonía, sus devotos vivían la lucha por el regreso con una gran impotencia: se planificaban acciones que luego no se realizaban; se urdían insurrecciones que resultaban infiltradas por servicios de inteligencia… De alguna manera, la imagen de Perón regresando a Madrid era el resumen de las frustraciones.
Por ese tiempo Galimberti sufrió en carne propia la desdicha política. Empezó a frecuentar como espectador atento las convocatorias del “Comando de la Juventud Peronista para el Retorno de Perón”, un grupo con base en Morón que integraban Jorge Rulli, Luis Torreta, Gustavo Rearte, Envar “Cacho” El Kadri y Alberto Brito Lima, jóvenes que a los veinte años ya tenían tiroteos y varios meses de cárcel encima. Junto a ellos también participaba una célula de suboficiales de la COR, la Central de Operaciones de la Resistencia, que ya había intentado un golpe contra Frondizi en diciembre de 1960, con la toma de un regimiento en Rosario. Uno de los suboficiales propuso una operación armada que reivindicara la memoria de los fusilados de José León Suárez: atentar contra la vida de Desiderio Fernández Suárez, el jefe de policía de la provincia de Buenos Aires que cumplió la orden de fusilar a los militares peronistas.
El ahora general vivía en un edificio de las Barrancas de Belgrano. Le encomendaron a Galimberti que hiciera inteligencia y vigilara sus movimientos a fin de elaborar un plan: horarios de entrada y salida, oficiales de guardia, calles para la retirada. El primer domingo que Galimberti fue a inspeccionar la zona, Fernández Suárez estaba lavando su Ford Falcon en la calle. Ese rasgo de cotidianeidad lo dejó paralizado. Llevó su informe a un suboficial de la COR. El domingo siguiente, fueron con un grupo a certificar los datos y planificar la operación. Pero esta vez el general no apareció. Galimberti ya había tomado el hábito de vigilar sus movimientos cada domingo por la mañana, antes de ir a almorzar a la casa de la familia Trimarco. Pero con el paso de las semanas, el grupo fue sufriendo escisiones internas. La operación no se consumó.
Galimberti lo vivió con gran impotencia. Buscaba participar en algo. Cualquier cosa, y donde fuera. Por acercarse al palco en un acto, se metía en la lucha de las huestes de los sindicalistas José Alonso contra Vandor. Iba a la manifestación de repudio contra la invasión norteamericana en Santo Domingo, donde se enfrentaron los comunistas y el CdeO, que dejó un muerto por cada lado. En su afán por incorporarse a la agitación política, también se integró en las charlas de la Escuela de Conducción Superior Peronista, que estaba a cargo de Héctor Flores, un militar de la Resistencia. Flores era el secretario del mayor Bernardo Alberte, el delegado de Perón. Galimberti les hizo saber que era un experto en temas militares y empezó a dar clases de adiestramiento técnico, con la instrucción que había recibido de su padre y luego de los hermanos Trimarco.
En 1965, junto al Vasco Mauriño y a su novia Virginia, había empezado a cursar algunas materias de la Facultad de Derecho. Pero el estudio le apasionaba mucho menos que la militancia. Hizo un contacto con el nacionalismo de derecha que se aglutinaba en el Sindicato Universitario de Derecho (SUD), que manejaba el Centro de Estudiantes. El líder era Antonio Valiño. Galimberti buscaba interceptarlo por las escaleras para hablar con él, pero no lograba que se detuviera. Para hacer valer su historia y despertar el interés de la militancia decía que era un activista del MNRT del Comando General Belgrano, junto a Jorge Caffati y Amílcar Fidanza, del grupo que asaltó el Policlínico Bancario. Al tiempo, Galimberti se convirtió en un seguidor “periférico” del SUD. Trataba de involucrarse en cualquier pelea contra los comunistas, participar en la rotura de vidrieras, sentarse en primera fila en las conferencias de Emilio Berra Alemán, uno de los últimos jefes del Tacuara original, que tenía la “trompada prohibida”, por su ferocidad.
A mitad de 1966, el general Juan Carlos Onganía desplazó el débil gobierno de Arturo Illia y tomó el control del país. Galimberti saludó su llegada con expectativa. Lo imaginaba “un golpe nacionalista”. El mismo general Perón recomendó desde Madrid: “Hay que desensillar hasta que aclare”. Los sindicalistas vandoristas se pusieron el saco y la corbata para la asunción del nuevo presidente y fueron a la Casa Rosada. Uno de los pocos peronistas que alzó la voz contra el golpe fue el ex diputado John William Cooke, referente de la “izquierda” peronista, que apoyaba la revolución cubana.
Galimberti ya tenía diecinueve años. Después de un lustro de militancia constante pero dispersa, en ámbitos nacionalistas, de la Resistencia Peronista, de tacuaristas o fascistas, era poco lo que había acumulado. Comprendió que tendría un mejor destino en la política desde un ámbito propio. Un lugar donde pudiera reclutar a sus amigos del barrio, de la iglesia, del rugby, del colegio, de la facultad y también con aquellos que creyeran que la bomba Cocof podía ayudar a romper el sistema de prohibiciones que los agobiaba. Decidió fundar su propia agrupación.
CAPÍTULO 3
El mundo entre mis manos
JAEN se fundó en el bar La Perla, a media cuadra de la Plaza Once, en marzo de 1967. El nombre original que Galimberti había llevado a la mesa era “JAIN”. Significaba: “Juventudes Argentinas por la Independencia Nacional”. Augusto Pérez Lindo se opuso. Dijo que sonaba demasiado árabe.
—Pongámosle JAEN. Juventudes Argentinas por la Emancipación Nacional. “Emancipación” tiene más que ver con la idea de independencia de Raúl Scalabrini Ortiz —completó.
Todos estuvieron de acuerdo. La mesa fundacional la integraron Rodolfo Galimberti; María Cristina Álvarez Noble; Coco Estela y el Vasco Mauriño, ex alumnos del Instituto Sarmiento; Dippi Hafford, y el Vasco Othacehé, del grupo Tacuara de Castelar y el club de rugby; Mario Izzola, primo de Moni Trimarco, y los profesores Pérez Lindo y Norberto D’Atri. Eran nueve.
La Perla estaba abierto las veinticuatro horas. Era un amplio salón al que llegaban estudiantes con libros, jóvenes con pelo largo y guitarras, y también ex tacuaristas con la estrella federal y militantes juveniles comunistas. En La Perla se podía pasar una tarde o una noche entera con un solo café. Si se acomodaban algunas sillas contra la pared, también podían dormir. Nadie los echaba. Pero lo que tenían prohibido era tocar la guitarra dentro del local. Era usual que la música sonara desde el baño.1
Para los integrantes de JAEN, esos muchachos que luego se revelarían fundadores del rock nacional, vivían como zombies. Dilapidaban un tiempo y una energía que ellos en cambio preferían volcar a la política.
Distintos adolescentes empezaron a formar parte de JAEN, incluso desde la diversidad ideológica.
Hugo Galimberti, que por entonces era ayudante de la cátedra de Microbiología, conoció a la “Negra” Martha Roldán, una morocha muy sensual que venía del Interior. Ella estaba formando un grupo peronista en la Facultad de Medicina. En la tarea la acompañaba su novio, Ernesto Jauretche, el sobrino de don Arturo, el historiador. Ernesto hacía el mantenimiento de una máquina en una fábrica y colaboraba con el diario El Economista. Militaban en un local del barrio de Colegiales. Por ahí pasó Hugo, una tarde. Pero declinó la oferta de integrarse en el grupo.
—Yo no tengo interés, pero el que les puede servir es mi hermano Rodolfo, que está más loco que un plumero. Es insoportable. Anda boludeando por todos lados.
En 1967 Rodolfo Galimberti obtuvo un empleo como miembro de la Comisión de Reestructuración Académica de la Universidad del Salvador, por gestión de su amigo Augusto Pérez Lindo, que era profesor de Introducción a las Ciencias Políticas. Galimberti leía y analizaba monografías y ensayos sobre políticas universitarias y participaba en la elección de la bibliografía de distintas disciplinas. Pero no le interesaba trabajar. Lo consideraba una pérdida de tiempo. Tenía una frase predilecta que siempre repetía: “Para hacer política, hay que vivir, pensar y dormir políticamente, poner toda la vida en función de un proyecto político”. Pero el empleo significaba una ayuda económica.
Martha Roldán y Ernesto Jauretche se sumaron a JAEN. Con ellos lo hicieron Daniel Golberg, estudiante de Medicina, y Juan Carlos Sánchez, empleado de ordenanza de la Comisión Nacional de Energía Atómica. Unos meses después llegaría otro empleado de la CNEA, Roberto “Beto” Ahumada, que era químico industrial y ocuparía un papel vital en la agrupación.
La Universidad del Salvador hizo otro aporte importante en JAEN. Un ex seminarista jesuita, licenciado en Letras que dictaba Literatura. Se llamaba Carlos Grosso y tenía veinticuatro años. Grosso fumigaba bares por las madrugadas y acompañaba su sacrificio diario con una frase de León Trotsky: “Cuando la vida de las naciones es normal, cada cual puede realizar las actividades que elige individualmente. En una sociedad revolucionaria, en cambio, todos deben comprometerse con este proceso y ser militantes”.
Grosso empezó a trabajar junto a Pérez Lindo, Norberto D’Atri y Galimberti en el “grupo científico” de JAEN. Lo denominaron Grula: Grupo de Estudios Latinoamericanos. Funcionaba como un espacio de reflexión intelectual, con marcada preocupación por el tema de la pobreza y la marginalidad. Al discurso nacional y peronista, sumaban las lecturas teológicas y del cristianismo social. D’Atri, que entonces tenía cuarenta años, se ocupaba de administrar esa diversidad.
El Grula se reunía una vez a la semana en un local de la UCRI de la avenida Belgrano, con la autorización del ex gobernador de Buenos Aires, Oscar Alende. En cada encuentro se incorporaba gente nueva. Avanzado el año 1967, Coco Estela, que cursaba el primer año de Bellas Artes, logró reclutar a dos chicos de su curso. Uno se llamaba Emilio del Guercio. El otro, de pelo rizado hasta pasados los hombros, era Luis Alberto Spinetta. Los dos tenían diecisiete años.2
Del Guercio y Spinetta eran amigos del barrio y se sentaban en el mismo banco del Instituto San Román. Habían egresado en 1966. A los dos les interesaba el arte y la música. Spinetta formaba parte del coro de la iglesia y su papá cantaba tangos en audiciones de radio. Le gustaban Piazzolla, Los Beatles, Waldo de los Ríos, Bill Haley. También amaba la literatura. Andaba siempre con Rayuela bajo el brazo. En ese tiempo, quien no tenía una teoría sobre cómo armar el libro de Julio Cortázar era considerado un marciano. Por eso se entusiasmaba cuando conversaba con Grosso de literatura.
Del Guercio estaba más politizado. Su padre era peronista. Pero tanto él como Spinetta estaban influidos por lecturas cristianas. Iban a los retiros espirituales del padre Jorge Adur, que era una autoridad del Instituto. También les encantaba componer música. Spinetta tenía un stock de canciones desde la escuela primaria. En los últimos años del secundario Spinetta cantaba con Los Larkings. Emilio del Guercio, en cambio, estaba en Los Sbirros con Edelmiro Molinari. Sin embargo, en 1967, la banda de Spinetta se paralizó porque a Rodolfo García, el baterista, le tocó la conscripción. Entonces Los Larkings y Los Sbirros se fusionaron. Armaron una banda a la que todavía no le habían puesto el nombre.
Del Guercio y Spinetta llevaron a JAEN a dos amigos que egresaron del San Román. Ricardo Mitre, el “Turco”, que buscaba un lugar para canalizar sus inquietudes políticas, y Luis Alberto Vuistaz, “Lucho”, hijo de una familia acomodada del norte argentino, que también quería participar.
Después de algunas charlas en el Grula, el Turco y Lucho, que estudiaban Abogacía, pasaron a integrar el “Frente 17 de octubre” de JAEN en la Facultad. El líder era Galimberti y el Vasco Mauriño lo secundaba. (En ese tiempo al Vasco le decían “Sombra”). JAEN fue una de las primeras agrupaciones que reivindicó al peronismo en Derecho en los años sesenta. A pesar de que Galimberti era sólo dos años mayor que los egresados del San Román, la diferencia entre ellos era marcada. Tenía un mayor conocimiento de la realidad política. Discutía y negociaba la firma de documentos con dirigentes de otras agrupaciones. Impactaba por la rapidez para ofrecer respuestas. Pero, sobre todo, era su actitud actoral, cuando daba un discurso en el bar de la Facultad, lo que terminaba de cautivarlos.
Galimberti reivindicaba en JAEN la línea del revisionismo histórico: San Martín, Rosas y Perón. Pero cuando al “Che” Guevara lo fusilaron en una escuela rancho de Bolivia lo sumó al santoral. Además, la fecha de su muerte —8 de octubre— coincidía con el cumpleaños de Perón. Un acto de homenaje podía incluir a los dos.
Cada día de su vida Galimberti salía en búsqueda de su oráculo. Solía ir al bar Castelar, en Córdoba y Esmeralda, para sentarse a conversar en la mesa de Arturo Jauretche y preguntarle por su militancia en FORJA, pero a los pocos minutos don Arturo se desprendía de su presencia.
—Bueno, pibe, correte que estoy esperando gente y tengo que hablar de cosas importantes.
También visitaba a Juan José Hernández Arregui en el bar de Santa Fe y Guise. Era un poco más flexible con el tiempo que le dispensaba, pero igual de determinado para finalizar la conversación.
En 1967, su etapa embrionaria, JAEN no tenía un afincamiento real: se reunían en bares, departamentos de amigos o casas prestadas para discutir tareas organizativas. En la primera reunión de la que participó en la casa de Mario Izzola, en Coghlan, Spinetta intentó precisar la identidad política de la agrupación. En medio de un debate, preguntó:
—¿Debemos llamarnos compañeros o camaradas?
La confusión era lógica. JAEN era un ámbito de interacción de ideas, recogía voluntades de distintos orígenes, que se definían como peronistas, nacionalistas, revolucionarios, cristianos, y hasta desarrollistas. Pensaban que de esa conjunción iba a nacer un movimiento social y político, “el Movimiento Nacional”, que superaría —pero no excluiría— al peronismo. Ese movimiento terminaría con la represión, las injusticias y la exclusión social.
María Cristina Álvarez Noble, que estudiaba Filosofía y Letras, trajo un aporte novedoso para la agrupación: Jorge Raventos, su novio. Tenía un discurso cercano al marxismo nacional. Se había formado con Jorge Abelardo Ramos en el Partido Revolucionario de la Izquierda Nacional —PRIN—, pero luego algunas diferencias políticas los separaron y formó el PSIN —Partido Socialista de la Izquierda Nacional.3
A Galimberti su incorporación le pareció muy valiosa.
—Es bastante trotskista y todo trotskista es un buen anticomunista. Nos va a ser muy útil —concluyó.
Galimberti tenía respeto y admiración por aquellos que generaban ideas porque eso le permitía discutirlas, reelaborarlas y apropiarse de ellas. Grosso y Raventos, que provenían de matrices ideológicas diferentes, enriquecían su discurso político. Él no era un cuadro con gran formación teórica. Lo consideraba una carencia personal. Tenía en cambio una fuerte confianza en su destino histórico como líder e imaginaba que su lucha podía costarle la vida. Sentía que no había nada más bello y heroico que una muerte joven. Lo analizaba desde una perspectiva estética, pero a la vez se preocupaba por lo que dirían de él después de muerto.
—Si mi biografía la escriben los intelectuales me van a hacer mierda. Se van a aprovechar de mis debilidades teóricas —decía.
Hacia fines de 1967, después de casi seis años de ausencia, Galimberti volvió a vivir con su familia. Si bien dormía en una habitación separada de la de su hermano Hugo, ninguno de los dos hacía esfuerzos por disimular sus rencores. Rodolfo presentó a sus padres a su novia Moni. Los domingos empezó a invitar a sus amigos de JAEN: Grosso, Spinetta, Del Guercio, Jauretche, Raventos, entre otros. Los iba a buscar a la estación de San Antonio de Padua: era un líder suburbano guiándolos por calles de tierra. Hablaba de su barrio, recordaba aventuras con amigos de la infancia. Era una caminata de casi veinte cuadras. Preferían ahorrarse las monedas del autobús. Cuando llegaban a “la quinta” los presentaba a sus padres y hacía una corta alocución sobre cada uno. También compartían esos encuentros los “nativos” del barrio: el Vasco Othacehé, Dippi Hafford, Coco Estela, María Cristina, y el Vasco Mauriño, que era considerado como uno de la familia.
Con tanta gente reunida, los domingos, “la quinta” de los Galimberti brillaba. Sus padres eran anfitriones exquisitos. Don Ernesto continuaba con la transmisión de saber