I.
A la derecha del escenario hay una tarima, un micrófono rústico, una lámpara de lectura y un vaso con agua. Una luz cenital tenue contornea el espacio del orador. Sobre el frente de la tarima hay un escudo del PC (hoz y martillo con bandera argentina de fondo). En el lado izquierdo del escenario, dos sillones de un cuerpo, enfrentados; en la pared, un retrato de Sigmund Freud. El protagonista ingresa por la derecha y se para frente a la tarima. Lleva un discurso en sus manos. Se saca el reloj pulsera, lo deposita sobre la tarima. Y dice:
Es un Poljot auténtico, compañeros, un reloj maravilloso. Lo compré en Moscú cuando estuve en la Escuela Superior del Komsomol Leninista. ¡Y sigue funcionando! (Nostálgico) Ahhhh… Ninguno da la hora como el Poljot…
Breve silencio, comienza a leer:
“Camaradas del glorioso Partido Comunista de la Unión Soviética. Camaradas de las demás delegaciones extranjeras hermanas… Camarada secretario general del Partido Comunista Argentino… Camaradas de la dirección del Partido y de la Federación Juvenil Comunista… Camaradas delegados… Camaradas….”
“Guiados por el querido Partido Comunista de la URSS, los pueblos avanzan en su camino de lucha por un mundo mejor, sin explotadores ni explotados. Tres cuartas partes de la Humanidad ya viven bajo el sistema socialista. Gracias a la ayuda fraternal de las tropas del Pacto de Varsovia, Checoslovaquia pudo superar la conspiración contrarrevolucionaria. ¡El socialismo es invencible, está más unido que nunca!”
Se escucha, tenue, la música de La Internacional. Continúa:
“Camaradas: Nuestro país vive momentos de definiciones. La situación es compleja y contradictoria. Las masas peronistas profundizan su giro hacia la izquierda. El Partido Comunista, vanguardia esclarecida del proletariado, guía ese proceso. Pronto, peronistas y comunistas, integraremos el partido único de la clase obrera. Será el fin de este sistema oprobioso y el inicio de la mayor aventura a la que pueda aspirar un pueblo: construir una sociedad donde el hombre sea hermano del hombre y no lobo del hombre. ¡Avancemos, camaradas! ¡Por la acción de masas hacia la conquista del poder!”
“Pero eso sí, camaradas, tengamos en cuenta que —como decía Victorio Codovilla que decía Lenin— no alcanza con que los de abajo no quieran vivir como hasta ahora. Hace falta, además, que los de arriba no puedan seguir como hasta ahora. Las condiciones objetivas son favorables a la revolución.
Necesitamos, hoy más que nunca, forjar nuestra voluntad, nuestro espíritu de combate para crear las condiciones subjetivas para el triunfo final, el triunfo de la clase obrera y el pueblo.
¡Nuestro camino desemboca en la victoria! ¡Marchemos radiantes de esperanza a vencer todas las tempestades!
¡Viva la querida Unión Soviética!
¡Viva el glorioso Partido Comunista!”
Se va esfumando el cono de luz, se escucha barra aclamando e, inmediatamente, estalla el cántico: ¡Somos los bolches / los bolches de Argentina / los herederos de Victorio Codovilla / Somos los bolches / los bolches de Argentina / los herederos de…!
II.
Se enciende luz cenital sobre el sillón que enfrenta al que está debajo del cuadro de Freud, el protagonista está sentado allí, manifiesta tensión. Comienza el relato.
¡No, Mario, diván, no…! ¿Usted sabe el esfuerzo que tuve que hacer para estar acá? Mi viejo decía que los psicoanalistas son unos chantas… ¿Sabe? Yo tengo un tío psicoanalista. Pobre, mi viejo lo gastaba… Bueno, ustedes en la URSS no la pasarían muy bien. “Técnica burguesa, creada por Sigmund Freud…” Algo así dice el diccionario de la Academia de Ciencias, ¿no?
Y, yo acá…
Apesadumbrado, baja la cabeza, pero se recupera y vuelve al tono sarcástico:
¡Mi viejo y sus juicios! Tajantes… ¡Lapidarios! Para él, la voluntad curaba, la revolución dignificaba y la lucha era el catecismo de los ateos…
¿Freud? ¡Si me viera el viejo!
La voluntad, estimado doctor, la voluntad… Ése era el único tratamiento que, para él, realmente curaba.
¿Le conté lo del escorpión? …Estábamos en San Juan, en la localidad de Zonda. Yo tendría unos ocho años. Me llamó:
—¿Ves este bichito? —preguntó. Y con un palito, levantó el insecto.
—Es un escorpión. ¿Ves? ¡¿Ves?! Acercate más. ¿Ves…? Por este piquito lanza el veneno. Tocalo con la ramita. ¡Tocalo! Si te pica, morís… Jorge, tenés que aprender a conocer a tus enemigos —me dijo.
Le hice caso... y derroté al escorpión. ¿Se da cuenta? Vencí al enemigo. Fue el bautismo de fuego. Mi padre nunca se dio cuenta de que yo temblaba…
Baja la cabeza, está agobiado, casi llorando.
Tenía miedo… Mucho miedo…Pero él no se enteró… nunca se enteró.
Se esfuma la luz. El protagonista queda en penumbras.
Silencio.
III.
El personaje gira el sillón y queda mirando al público. La luz cenital vuelve a ser intensa. Se muestra dueño de la situación, emplea una oratoria fluida.
Sin darme cuenta, queridos amigos, me había convertido en dirigente. Eso era excitante… Recuerdo cuando me invitaron por primera vez a una reunión del Comité Central. ¡Una maquinaria perfecta! Presidencia, presidencia honoraria, gente que iba y venía trayendo bebidas, gente que nos cuidaba: grupos A (armas de fuego), grupos B (cachiporras). A las 11, sandwichitos de morcilla fría. A las 15, almuerzo. El Partido era todo… ¿Y en tiempos de clandestinidad? También… Nada de improvisación. Había camaradas preparando el lugar durante meses. Los delegados llegaban sin saber el destino. Y cuando entraban al sitio… ¡Impresionante! Salón de actos… Cuadros de Marx, Engels, Lenin y Codovilla… Habitaciones para todos… Las deliberaciones se extendían por una semana, o más. Nunca los servicios de inteligencia pudieron entender cómo funcionaba ese mecanismo invulnerable. ¡Los giles se enteraban por Nuestra Palabra!, “Enepé…” ¡Qué lo parió! A casa la traía todos los jueves el gordo Omar en un sobre de papel madera. Mi viejo rompía el envoltorio con los cuidados lógicos de un cirujano (hace un ademán como quien abre un paquete que contiene copas de cristal) y nos leía: “Órgano del Comité Central del Partido Comunista Argentino”.
Y sí… yo conocí al semanario “Enepé” antes que al diario La Nación…
Ahora que lo pienso, en realidad yo me hice comunista antes de mi primera erección…
Breve pausa.
Claro… con semejante currículo infantil, ¡cómo no iba a ser un cuadro joven! A los 14 firmé la ficha de afiliación, a los 17 viajé a Moscú a estudiar en la (solemne, voz impostada) Escuela Superior del Komsomol Leninista. Con ese viaje tuve por primera vez un nombre y un documento falsos…
Precoz, muy precoz…
¿Quién fumó un Cohíba, enviado nada menos que por Fidel Castro, antes de recibirse de bachiller?
Yo, camaradas…
En serio, me lo regaló el secretario general del Partido cuando nos visitó en la URSS… Él venía de La Habana, en donde se había producido un acontecimiento histórico: la reconciliación con los cubanos después de años de peleas por el tema de la lucha armada. “Está bien… (imita la entonación cubana) —le dijo, entonces, Fidel al jefe del PCA— estamos de acuerdo, el rol fundamental es de las masas, pero… una bombita de vez en cuando no viene mal, ¿no?”.
La cosa fue que yo ligué uno de los puros de ese armisticio.
Ah… me olvidaba. En la URSS, además, aprendí ruso.
Mi mamá hubiera preferido el inglés… Pero bueno, ella nunca entendió muy bien aquello de que el imperialismo estaba en baja y que el idioma del futuro era el ruso…
La vieja quería también que yo terminara abogacía. ¡Abogacía!
—Vieja, yo soy un revolucionario, ¿no entendés? —le explicaba.
—Ah, ¿sí? ¿Y de qué vas a vivir cuando seas grande? —me respondía.
Comprendí rápidamente que no valía la pena librar una batalla contra el sentido práctico femenino y el consabido temor de una madre. Y seguí mi senda…
¿Saben cuándo tuve mi primera custodia personal?
¡A los 19! En serio. Había una manifestación en Congreso y los muchachos de la Juventud Peronista se habían puesto pesados. Además, eran tiempos en que la Alianza Anticomunista Argentina, las Tres A, hacía estragos. La orden del Partido era “cuidar a los cuadros…” Yo era el jefe de los estudiantes secundarios de la Federación Juvenil Comunista, la Fede. Llegué a la plaza con cuatro guardaespaldas. Aclaro, era un grupo B (cachiporras), pero nos seguía de cerca un gigante con un 38.
¡Que respeto nos tenían, carajo! Hasta los Montoneros nos envidiaban. Es verdad… Una vez me lo confesó un monto de la primera línea: “¡Uy!, si nosotros tuviéramos el aparato que tienen ustedes no nos para nadie”.
¡Un relojito!
Emocionado, tararea: “El partido de Fidel / El partido de Fidel / el partido de Ho Chi Min / El partido de Ho Chi Min / El Partido Comuniiissta… / El partido de Lenin… / ea… ea… eaea… eae...”
Se esfuma la luz hasta apagarse.
Pausa.
IV.
Se enciende la luz cenital sobre el sillón. El protagonista está nuevamente sentado mirando al analista.
Mario, no sé muy bien cuándo empecé a quedarme sin aire (se toma el pecho, está angustiado). A mí me gustaba esa vida, pero… algo le faltaba. Por momentos hacía cosas que no sentía…
¿Cómo explicarlo?
Cuando empezó la carnicería de la Triple A todos tenían miedo… ¿Y yo? No sé… Algo me empujaba a seguir. Era un niño pero usaba un traje grande.
Recuerdo aquellas vacaciones de enero de 1975 en Perú. Mi novia, o sea “mi compañera”, perdió el pasaporte. Fuimos al consulado argentino. Había que esperar algo así como un mes hasta recibir la autorización para volver. ¡Un mes! ¡Cómo lloraba esa chica!
¿Sabe qué hice, Mario? La agarré de la mano, y le dije: “Mirá, Lina, yo tengo tareas en Buenos Aires y no puedo quedarme; allá las cosas están mal, está muriendo mucha gente, necesito volver. Lo lamento, me gustaría estar a tu lado, pero la responsabilidad me lo impide”.
¡Qué hijo de puta! Tengo esa imagen grabada acá (golpea la frente con la palma de su mano): ella contra el vidrio del aeropuerto de Lima, llorando como una nena. ¡Era una nena! Y yo, saludándola desde la escalerilla con cierta soberbia. Como ordenándole: “¡aguantá, aguantá, carajo, que hay cosas mucho más importantes, chiquita pequeño-burguesa-malcriada!”
¡Qué hijo de puta, me cago en la bendita revolución!
Titubea, trata de forzar una explicación:
Pero, ¿sabe?, algo de aquella representación de “duro” no me cerraba… No lo puedo explicar muy bien…
Cuando reconstruyo esos episodios, tengo sentimientos encontrados.
Era un actor profesional interpretando un papel sin demasiada convicción. Supongo que el “deber ser” funcionaba como un límite a las fragilidades del corazón. Por eso seguía, seguía y seguía…
¿Cómo terminó la historia de Perú?
Lina se enganchó un francés y, a los pocos meses, se fue a París…
¿Y yo?
Me quedé en Buenos Aires, haciéndome la puñeta con Lenin. Usted sabe, la militancia primero.
“No hay mayor felicidad que la lucha”, me explicó cierta vez Martínez, secretario del PC de la Capital que padecía un cáncer terminal. La enfermedad lo estaba consumiendo y él sentía alivio cuando imaginaba el mundo nuevo. Me atrevo a decir que los dolores retrocedían frente a ese mar de convicciones profundas.
Creo, Mario, que, a su manera, Martínez tenía razón. No sé si la lucha es la felicidad, pero la fe es un bálsamo para el alma.
¿Recuerda La Internacional?
Canta en voz poco audible:
El día que el triunfo alcancemos
ni esclavos ni hambrientos habrá
la Tierra será el Paraíso
de toda la Humanidad
Es hermoso creer…
Lástima que, cuando empiezan las filtraciones acá (se toca la sien derecha), eso que usted llama “lucidez”, ya no se puede volver atrás. La razón y la fe son dos elementos que deben mantenerse aislados, cuando se mezclan la combustión es inevitable.
(Apesadumbrado) Hice tantos esfuerzos, Mario, por no llegar a esto, para evitar la subversión de aquella fórmula perfecta de la felicidad. Yo quería ser como Martínez.
O... como el camarada Oscar.
¿Le hablé de Oscar?
Recuerdo aquel día con tanta nitidez…
Yo tenía 15 años, avenida Córdoba, ¡un frío del demonio! Oscar era un petiso retacón que andaría por los 60, un dirigente al que el partido le había encomendado “atender” a los estudiantes secundarios comunistas; o sea era nuestro referente más cercano. Caminábamos uno al lado del otro. Él me hablaba como se le habla a un alumno, pero sin hacerme notar la diferencia de edad. Al contrario, me explicaba las cosas como lo hace un amigo con experiencia, digamos… Yo sólo quería escucharlo, aprender, retener cada una de sus recetas…
Breve pausa.
De golpe, me hace una confesión:
—Ayer me enojé mucho con mi hija. Me planteó que quería dejar la militancia para dedicarse nada más que a estudiar. ¡Mocosa tonta!
—(…)
—Me indigné, le dije que lo pensara bien…
—(…)
—¡Mi hija, mi propia hija, Jorgito!
—Bueno… —atiné a interrumpir con aire conciliador. Él no escuchó, siguió con su discurso.
—Me duele, no lo voy a negar, imaginaba otro destino para ella. En fin… Una chica joven, criada en las mejores tradiciones revolucionarias, siempre soñé con verla en la primera fila de la lucha. Pero… vivimos tiempos difíciles, llenos de tentaciones burguesas. ¿Qué hacer frente a eso? Nada, Jorgito, nada… Seguir adelante.
—¿Sabés a qué conclusión llegué? —y agregó sin esperar respuesta—: Una hija, es algo importante… Pero, ¿querés que te diga algo? No es lo más importante...
¿Se da cuenta, doctor? Comparado con el destino del mundo, una hija desertora es una anécdota, un pequeño obstáculo en el camino. ¿Qué se hace con una astilla incrustada en el cuerpo? Se la extrae, y a otra cosa.
¿Era el camarada Oscar un insensible?
De ninguna manera… Yo lo vi algunas veces llorando. Cuando murió Victorio Codovilla, presidente del Partido, estaba destrozado… Al ver imágenes de los vietnamitas despedazados por las bombas de napalm, irradiaba amor mezclado con odio, esa amalgama que sólo logran los que sienten.
No, no, el camarada Oscar no era insensible. Sucede que los sentimientos también se pueden acomodar. Se los coloca en una estantería y se los va tomando de acuerdo a un orden establecido: primero éste, después este otro y así… Es una cuestión de prioridades.
Hay una novela que explica ese espíritu de época como ninguno. Se llama El gran corazón y se publicó por entregas en un diario moscovita allá por 1957.
Como los comunistas éramos iguales en Moscú, Budapest o Buenos Aires, le traje un pasaje de esa obra para que entienda mejor lo que quiero decirle.
Escuche: (lee lentamente)
“Olga guardaba silencio.
“—¡Ah! —exclamó Vladimir—, ¿por qué no podrás amarme como yo te amo a ti?
“—Yo amo a mi país —dijo ella.
“—Y yo también —dijo él.
“—Y hay algo que amo aún con más fuerza —continuó Olga, librándose del abrazo del joven.
“—¿Y qué es? —quiso saber él.
“Olga posó en él sus límpidos ojos azules, y respondió con rapidez:
“—El Partido.”
¿Comprende, Mario? Nuestras batallas estaban cargadas de épica. Se jugaban cosas trascendentes… (acentúa los artículos): La Humanidad, La Patria, El Sistema Socialista Mundial, El Partido, La Revolución… Siempre había enemigos visibles o invisibles a los que derrotar, tentaciones de las que escapar. Y un fantasma dando vueltas como un cuervo, buscando su próxima presa: la debilidad.
Entenderá, entonces, el drama que comencé a vivir cuando me asaltaron las primeras dudas…
Yo no quería aflojar, no podía aflojar. Así que espantaba los malos pensamientos y le daba para adelante…
En algún momento pensé que me estaba volviendo loco, que yo era el único que tenía estas… cómo decirlo… estas vacilaciones.
¿Se imagina al camarada Oscar encerrado en el baño de su casa preguntándose si no hubiera sido mejor hacer otra vida? ¿Otra vida? ¡Imposible! Dudar era un verbo que no figuraba en el manual del buen combatiente.
Usted no va a creer esto, a veces podía ocurrir que algún compañero viniera con excusas “extrañas”: que quería dedicarse a su familia y pedía licencia por un tiempo… que quería irse a Europa… o dejar a la novia… o casarse por iglesia…
En el Partido a eso se lo denominaba “tener ideas”. “El camarada tiene ideas” ¿Entiende? ¡Tener ideas propias era pecado! Se lo interpretaba como un indicio de individualismo, de desviación, era el huevo de la serpiente, una amenaza al espíritu de cuerpo…
Interrumpe su relato, tono irónico-inquisidor:
Oiga, Mario, ¿esto no lo estará grabando?
No, ya sé… el secreto profesional... Pero comprenda que yo soy “un dirigente…”
Risa socarrona, se acomoda en el sillón.
¡Pensar que estoy aquí porque me mandó el Partido!
¿Se da cuenta? Si viviéramos en Polonia, nos fusilaban a los dos.
¿Vio lo que le pasó al pobre Schneider?
Sí, el mismo, el famoso obstetra, el alemán que decía (imita acento alemán): “con todos los partos que atendí en mi vida podría llenar de comunistas el Luna Park yo solo”.
¡Cómo lo cagaron! Mire que si había alguien bolche, bolche, ése era él...
Resulta que, en plena dictadura, escribió un librito, se lo editó el Partido. Lo tituló El sexo y la revolución.
Estaba todo bien hasta que alguien de la Comisión de Control y Vigilancia Revolucionaria…
Interrumpe y retoma inmediatamente el relato:
¡No se ría, se llama así! Son los cuadros que cuidan a los cuadros para que no dejen de ser cuadros (risa)