CAPÍTULO 1
Una adquisición vigilada
El capitán de navío Carlos Corti había servido como vocero de la dictadura militar argentina. Ahora tenía estatus diplomático con residencia en París. Corti era hombre del almirante retirado Eduardo Massera. Su misión era política. Intentaba presentar en Europa al ex jefe de la Armada como figura de recambio, el candidato ideal para la sucesión presidencial, y limpiar las denuncias sobre secuestros y desapariciones en el centro clandestino de la Escuela de Mecánica de la Armada.
En su faz pública, Corti era titular de la Subcomisión Naval de Compras Argentina en la República Francesa, designado por decreto de Estado. Este cargo, de manera imprevista, lo había obligado a nuevas tareas: la supervisión de la compra de catorce aviones Super Étendard (SUE) y diez misiles Exocet aire-mar 39 (AM-39), que las empresas Avions Marcel Dassault y Aérospatiale habían vendido a la Armada.
A fines de 1981 solo habían llegado cinco aviones y cinco misiles. Francia había priorizado la venta de cien misiles a Irak. Y había prometido completar el envío para abril de 1982. Pero ese mes la Argentina ocupó las islas Malvinas y la entrega se suspendió.
El capitán Corti quedaría enmarañado en la búsqueda de misiles en el mercado negro en medio de la contienda bélica. Lo haría hasta el día de la rendición.
El proceso de compra de aviones y misiles se había iniciado cinco años atrás. En 1977, los Douglas A-4Q Skyhawk estaban llegando al final de su vida útil y no había un avión seleccionado para suplirlos. La Armada quería que Estados Unidos le vendiera su variante más avanzada. O, en el peor de los casos, que le entregara repuestos para los A-4Q. Pero la enmienda de Humphrey-Kennedy a la ley de Asistencia Extranjera, aprobada por el Congreso norteamericano, bloqueaba las ventas de armas para la Argentina.
Frente a la necesidad de armamentos, en la Armada cada sector jugaba para su lado. Un grupo de marinos había iniciado tratativas per se para la compra de aviones británicos Harrier. Otro sector prefería insistir con la compra en Estados Unidos. En la jefatura de la Aviación Naval, que tenía entre sus facultades la adquisición de aviones, dos capitanes de corbeta también quisieron intervenir. Revisaron en un catálogo que presentaba las novedades de la industria aeronáutica y vieron el Super Étendard, armado con misiles de última generación. La Marina francesa había aceptado los primeros prototipos presentados por la empresa Marcel Dassault, pero el avión todavía estaba en proceso de fabricación.
Francia tenía una oficina para la exportación de su material militar aeronáutico. Dependía de su Ministerio de Defensa. Se denominaba Ofema (Office français d’exportation de matériel aéronautique). Su representante era Adrien D’Arboumont. El capitán de corbeta Carlos Ricaldoni, asignado en la Jefatura de Aviación Naval, y el capitán Julio Ítalo Lavezzo lo citaron en la sede de la Armada, el Edificio Libertad. Querían saber si el Super Étendard podía operar en el portaviones ARA 25 de Mayo. Necesitaban precisiones técnicas. D’Arboumont no quiso adelantar información. Le pareció que aquellos eran dos oficiales de baja jerarquía para gestionar compras de aviones y prefirió que el interés se diluyera: les dijo que los costos serían muy altos para la Argentina. La respuesta molestó a los marinos. Antes que el costo, querían conocer su factibilidad, si el avión podía adaptarse a las características del portaviones. Frente a la insistencia, D’Arboumont explicó: “Mi país quiere una nota oficial”.
Ricaldoni presentó un pedido de diez puntos con los requerimientos técnicos y lo firmó en soledad, sin el conocimiento de sus superiores. Pedía las dimensiones, las velocidades para la catapulta y el aterrizaje, precisiones sobre el sistema de cable de frenado. Francia tomó en serio la nota y el proceso evolucionó.
En febrero de 1978, con un aviso de último momento, aterrizó una misión francesa en Buenos Aires con diez personas. El contralmirante Rafael Serra, de la jefatura de Aviación Naval, preguntó quién los había convocado. Los expertos del Super Étendard se presentaron por su cuenta en el Edificio Libertad. Se trataba de un jefe de Operaciones, un jefe de Armas y un señalero. Abrieron las carpetas, presentaron los folletos.
La Armada los llevó a la Base Aeronaval Comandante Espora, en Bahía Blanca, para que expusieran sobre el avión y su sistema de armas frente a los oficiales. Los franceses conocieron a los pilotos y caminaron sobre el portaviones 25 de Mayo.
La jefatura de Aviación Naval recomendó la compra al jefe de la Armada, almirante Armando Lambruschini. El presupuesto inicial era de 272 millones de dólares. Incluía catorce aviones, diez misiles Exocet para integrar al sistema de armas, repuestos para cuatro mil horas de vuelo, un simulador a instalarse en la Base Espora, y el entrenamiento en Francia para los pilotos y el personal de mantenimiento.
La Armada francesa, que había programado con Dassault la compra de setenta y nueve aviones Super Étendard, sacó catorce de la línea de la producción para vendérselos a la Argentina. El “contrato bandera” se firmó en noviembre de 1979. Participaron distintas fábricas: Dassault para el avión, Thomson-CSF para el radar Agave, Snecma para el motor, Aérospatiale para los misiles.
El contrato especificaba el costo por la estadía de los pilotos en Francia, el alojamiento y la atención médica. Todas las eventualidades estaban contempladas. Excepto la guerra.
La compra generó un tropiezo comercial y geopolítico. Estados Unidos interpuso obstáculos. Argumentó que la computadora del avión que conectaba al sistema de armas, la central inercial, era de producción norteamericana, y por ende debía ser incluida en la enmienda Humphrey-Kennedy. El Super Étendard no podía venderse a la Argentina.
En su interés de hacer caer la operación con la Armada francesa, Estados Unidos modificaría su rigidez inicial. Aceptó vender dieciocho turbinas que se necesitaban como repuesto para los aviones A-4Q Skyhawk.
Una comisión de la Armada voló a una base militar norteamericana y trasladó el material en un avión Electra. La operación, realizada en secreto, había vulnerado el bloqueo, pero de todos modos el proceso de compra con Francia continuó.
La Base d’aéronautique navale de Landivisau, en la región de Bretaña, fue elegida como centro de adiestramiento para los pilotos argentinos. Se utilizarían para las pruebas los aviones comprados por la Armada.
El capitán Lavezzo, que había sido el factótum de la operación, fue incorporado a la Subcomisión Naval de Compras. Viajó a París para supervisar la recepción de los aviones y los misiles junto al capitán Corti y otros tres marinos: el capitán de corbeta Carlos Alberto Quintana Casalot, el capitán de corbeta ingeniero Alberto Etchegaray y el teniente de navío ingeniero Rubén Alfredo Fernández.
Esta fue la misión permanente de la Subcomisión, designada ad hoc por decreto oficial en noviembre de 1979, que luego, tras el desembarco argentino en las islas Malvinas, tendría que salir a pisar el mercado negro en busca de misiles.
La compra de aviones Super Étendard le permitía a la Armada Argentina mantener actualizados sus planes militares, con Chile y las islas Malvinas como hipótesis de conflicto. Así lo venía haciendo desde los años sesenta. Era la única fuerza que tenía bases y guarniciones en Tierra del Fuego. Sus pilotos se adiestraban en el sur. Volaban en forma visual. No tenían cartas aeronáuticas de la zona, pero conocían cada una de las estancias. Habían pintado los techos de los galpones con un número rodeado de un círculo blanco, que observaban desde el avión para tener una referencia de donde estaban. El sector de la Ruta Nacional 3 próximo a la base de Río Grande había sido ensanchado para los aterrizajes de emergencia, desde la estancia Las Violetas, en el norte, hasta Punta María, en el sur.
En sus orígenes, la Segunda Escuadrilla de Caza y Ataque de la Aviación Naval, a la que le serían asignados los Super Étendard, volaba con los cazas norteamericanos Corsai, que estaban entre los mejor considerados por sus prestaciones en la Segunda Guerra Mundial: había llegado a derribar setenta aviones japoneses en solo cinco días de combate. El Corsai se desplegaba desde el portaviones ARA Independencia y de las bases aeronavales del sur como patrulla de exploración y ataque por incidentes fronterizos con Chile, o para la detección de submarinos no identificados en el mar argentino —estaban equipados con cargas de profundidad—, e incluso formarían parte de las contiendas bélicas internas de las Fuerzas Armadas. Dos aviones Corsai habían sido derribados por el fuego antiaéreo del Ejército en ocasión de la disputa entre las facciones castrenses de “azules” y “colorados” en abril 1963, cuando la Aviación Naval atacó los cuarteles militares de La Plata y Magdalena.
Para la instrucción en Francia se conformó una escuadrilla de diez pilotos, seleccionados entre aquellos que tenían determinada cantidad de horas de vuelo en Douglas A-4Q Skyhawk y experiencia como señaleros de aterrizaje en portaviones.
El plan era que cada piloto pudiera formarse con cincuenta horas de instrucción básica. La instrucción era “de avión a avión”, con el instructor francés dando las indicaciones desde la otra aeronave.
Los oficiales estaban al mando del capitán de corbeta Jorge Luis Colombo. Era el mayor de todos. Su primer enganche en un portaviones había sido en 1965. Tenía 38 años. Siempre recordaba que a la Argentina el portaviones le había costado sangre, sudor y lágrimas. Como docente de la Escuela de Aviación, había visto matarse a pilotos cuando aterrizaban, delante de él, en el Independencia y el 25 de Mayo.
El capitán Colombo fue designado comandante de la Segunda Escuadrilla de Caza y Ataque de la Aviación Naval para los aviones Super Étendard. Además de Colombo, la escuadrilla estaba integrada por los capitanes de corbeta Augusto Bedacarratz, Roberto Agotegaray, Roberto Curilovic y Alejandro Francisco, los tenientes de navío Luis Collavino, Julio Barraza, Armando Mayora y Carlos Machetanz, y el teniente de fragata Juan José Rodríguez Mariani.
La mayoría de los pilotos habían llegado a Francia con sus familias y tenían cierto conocimiento del idioma francés. Apenas se postularon para integrar la escuadrilla habían comenzado a estudiar en la Alianza Francesa; otros tomaron lecciones en la base de Landivisau. Cada uno se pagaba su estadía, pero podía compensarlo con un plus salarial por la permanencia en el exterior.
Además de los pilotos, también participaban del adiestramiento sesenta mecánicos de la Armada de distintas especialidades. Había ingenieros hidráulicos, de motores, electrónicos, de radares y del sistema de armas. El funcionamiento de la escuadrilla era parecido al de un team de Fórmula 1.
El Super Étendard les sentaba cómodo a los pilotos. Tenía un equipamiento electrónico y capacidades de vuelo superiores a los A-4Q, aunque quizá menor capacidad de resistencia. Pero lo gravitante era que tenía adaptación para misiles y el A-4Q no.
El Super Étendard permitía, por primera vez en la historia de la aeronáutica, la posibilidad de impactar contra blancos navales desde una distancia de al menos 40 kilómetros y luego regresar a una base aeronaval o a un portaviones. Hasta entonces, los ataques aéreos se mantenían como en la Segunda Guerra Mundial. Los aviones debían atravesar el fuego antiaéreo de los buques —que lanzaban misiles guiados, o activaban sus artillerías o ametralladoras— y, si superaban esa barrera, podían descargar las bombas sobre su blanco.
En 1981, cuando los pilotos de la Segunda Escuadrilla se instruían en Francia, todavía no había experiencia de combate del Super Étendard y su sistema de armas. En los primeros entrenamientos, la Armada francesa había realizado pruebas no del todo exitosas. De los cinco misiles que habían lanzado sobre un blanco que no se movía, con las mejores condiciones meteorológicas, solo había impactado uno.
Después, los instructores franceses —los mismos que adiestraron a los argentinos— les enseñarían a los iraquíes el uso del avión y el misil para la guerra contra Irán. O los adaptarían a helicópteros Super Puma para atacar a buques petroleros y destilerías. La necesidad armamentística convertiría al líder iraquí Saddam Hussein en el principal acopiador del mundo del misil AM-39. Pero nadie, hasta 1981, había lanzado un Exocet en un combate real desde un avión Super Étendard.
El adiestramiento en Francia duró siete meses. En julio de 1981, toda la escuadrilla volvió a la Base Espora, con excepción de Curilovic y Barraza, que continuaron su capacitación en portaviones seis meses más.
Para esa época, los pilotos no tenían ninguna percepción de una hipótesis de guerra con Gran Bretaña. En principio, la adquisición de los SUE respondía a una política de reequipamiento de su sistema de defensa para el control del mar argentino. Su autonomía de vuelo, de alrededor de 500 kilómetros, 270 millas náuticas, se lo permitía. Y, además, podían reabastecerse en el aire.
La entrega de los primeros cinco aviones y cinco misiles se cumplió en las condiciones programadas, aunque no sin sospechas. La compra había activado a la contrainteligencia británica, que se informó sobre las características del Super Étendard y el adiestramiento de los pilotos argentinos.
El Servicio Secreto de Inteligencia (SIS), la agencia de ultramar de la inteligencia británica, más conocido como MI6 (Inteligencia Militar Sección 6), recibía informes de sus espías en el exterior y de servicios como la Agencia Central de Inteligencia (CIA) o la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), y de otros países aliados, amigos o con los que compartían intereses puntuales.
Un cuerpo de criptógrafos que descifraban mensajes, expertos en radiofrecuencias, programadores, operadores de escuchas y agentes encubiertos en distintos territorios, en su rutina de trabajo, enviaban materiales que distintos equipos del SIS procesaban, analizaban y valoraban política y estratégicamente, valoración que llegaba al Comité de Inteligencia Conjunto (Joint Intelligence Committee), el centro de la inteligencia británica.
Para el caso de los Super Étendard y los pilotos argentinos, el SIS tenía la autorización de sus pares de la Seguridad Exterior francesa para el espionaje sobre las actividades de la Subcomisión Naval de Compras en París.
Francia, que consideraba aliados a los británicos y amigos a los argentinos, fue leal hasta donde pudo con las partes en conflicto. Asistió a Gran Bretaña en sus indagaciones sobre el reequipamiento militar argentino y también le informó al embajador argentino Gerardo Schamis que tanto Corti como Lavezzo, y él mismo, estaban siendo escuchados por el SIS.
El traslado a la Argentina de los aviones SUE y los misiles Exocet se realizó bajo extremos recaudos de seguridad. Los materiales, embalados por partes, fueron custodiados por la Gendarmería Francesa hasta su llegada al puerto de Saint-Nazaire. Un grupo de comandos anfibios viajó desde Mar del Plata para verificar que el buque de la Armada ARA Cabo de Hornos, que transportaría el material, no tuviese explosivos.
Los cinco aviones y cinco misiles zarparon hacia Puerto Belgrano, Bahía Blanca, a principios de noviembre de 1981. El resto de la entrega de la compra quedaría postergado para abril de 1982. Según Francia, la demora se debía al cambio del sistema inercial y a la prioridad del contrato de Aérospatiale con Irak.
La entrega, para un objetivo bélico, hasta ese momento era inocua: Francia no había proporcionado a la Argentina la información de los coeficientes de la computadora central —el coeficiente de armamento (CDA)—, que permitía establecer el “diálogo electrónico” del Super Étendard con el Exocet. Los aviones podían volar, pero los misiles no podían lanzarse.
El 8 de diciembre la primera remesa de los SUE fue recibida por el jefe del Ejército, general Leopoldo Galtieri, en un acto oficial en la Base Nav