La guerra de 6ºA 2 - Los empollones contraatacan

Sara Cano Fernández

Fragmento

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carachica.jpeg El círculo naranja del sol coincidía exactamente con el aro de la canasta. Un atardecer de postal para una tarde gloriosa, de esas para recordar, vamos. Me llevé la mano muy, muy despacito al bolsillo de la cazadora para sacar el móvil e inmortalizar el momento, luchando contra aquella incómoda postura de ventosa humana que me tenía pegada al suelo. Y, de repente, ¡zasca!

—¡Auuu! —me quejé. ¡El muy brutote me había arreado un manotazo!—. Pero ¿se puede saber qué te pasa? —le dije a Álber, intentando no gritar, aunque no lo conseguí.

—¡Que nos vas a descubrir! ¡Ahora no se hacen fotos! ¡Chitón! —me soltó, mirándome a través de unos prismáticos que le tapaban la mitad del careto. Se los había cogido prestados a su padre, que el año pasado le había dado por «avistar aves», y eran tan grandes que casi no podía con ellos. Lo mejor de todo es que el muy listo los estaba usando al revés, y el aumento de las lentes le hacía parecer un lémur con conjuntivitis. Él decía que era por la alergia, pero yo sabía que aquellos ojos inyectados en sangre se debían a otro motivo.

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—¿Chitón? ¿Te ha poseído tu madre o algo?

No pude evitar reírme, y esta vez los dedazos de Álber corrieron a taparme la boca. Lo que tardaron en encontrarse con mis dientes, claro.

—¡Ostras, Inés! —se quejó ahora él, sacudiendo la mano como un loco—. ¡Menudo bocao!

—Para que aprendas a estarte quietecito —respondí. Aproveché de paso para sacar el móvil y hacer la foto, aunque el melón de Álber ya me había fastidiado la composición.

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Max, que estaba tumbado boca abajo a mi lado, tuvo que taparse la boca con las dos manos para que una carcajada incontenible no delatara nuestra posición.

Álber le lanzó un rayo láser con los ojos y gruñó:

—¡Tienes menos seso que un zignarök de los pantanos, tío! ¡Que nos van a pillar!

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—Ja, ja… Cof, cof… Ja… Cof —a Max se le atragantó la risa a la mitad.

¡Menudo geniecito se gastaba Álber últimamente!

A ver, que Álber es mi mejor amigo desde la guardería y no está bien que me meta con él, pero es que ya me estaba poniendo de los nervios.

Desde que habíamos dejado por los suelos a las ratas de alcantarilla de 6ºB en la olimpiada escolar, a mi mejor amigo se le había ido la olla. Vale que no era para menos; no solo habíamos dejado en ridículo a los de 6ºB, nuestros enemigos mortales, sino que además habíamos ganado un pase de cinco días para que toda la clase pudiera asistir a la Gametrón Week.

¿La Geimichunqué? Ya, si ya sé que suena rarito (hace una semana yo estaba igual de pez que vosotros), pero no os preocupéis, que os lo explico en un momento. Resulta que la Gametrón Week es la mayor feria de videojuegos y nuevas tecnologías del mundo, y este año se celebraba en nuestro país. Habrá gente haciendo el mono disfrazada de sus personajes de videojuegos y pelis favoritos («¡cosplay, cosplay!», me gritaba Álber horrorizado cada vez que me oía decir «disfraces»), presentaciones de cómics y de películas de ciencia ficción, estands de efectos especiales y, ¡menos mal!, también de empresas dedicadas a las nuevas tecnologías. Vamos, un supermaxicombo de frikadas que duraba casi diez días (de week, nada).

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Pero no solo eso: además de las entradas para la feria, nuestra clase había ganado una masterclass con el mejor desarrollador de videojuegos del mundo, el megaídolo de Álber: Kokoro Kakari. Cualquier friki estaría dispuesto a meter en una trituradora su Gamemachine 4, el ultimísimo modelo de videoconsola inteligente (esto también me lo había explicado Álber), si con eso fuera a conseguir entradas para el evento. Y Álber no es un friki cualquiera, no: es el vicepresidente de los frikis, solo superado por Max, su otro mejor amigo, ese que estaba a mi lado a punto de ahogarse de la risa.

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Cuando ganamos la olimpiada, yo me olía que Álber iba a flipar en colores fosforitos, pero la cosa había resultado ser mucho peor de lo que esperaba: de repente, se había obsesionado con aprenderse de memoria todos los juegos de Kokoro Kakari, sus trucos, sus pasadizos, sus pantallas secretas y sus infinitas triquiñuelas para dejar pasmado a su ídolo en la Gametrón. Se había marcado unas sesiones de «entrenamiento» que me río yo de las de los ninjas. Vamos, que llevaba una semana que casi ni dormía de tanto viciarse a la consola.

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Lo peor era que no estaba disfrutando de la victoria: los de 6ºA nos habíamos convertido en los reyes del colegio. En serio, era muy fuerte. Tendríais que ver la cara de gorila estreñido que se les quedaba a los de 6ºB cuando veían que los profes prácticamente no nos ponían deberes porque «teníamos que dejar el listón bien alto en la Gametrón» (bueno, menos la Vieja, la de Mates, que es igual de vieja y tiene la misma mala leche que un tiranosaurio rex). Los de 5º nos trataban como si fuéramos dioses y nos iban siguiendo por todos lados, y los de 1º de la ESO ya no se apartaban de nosotros como si apestáramos, sino que nos miraban de refilón (que, en serio, es un honor muy grande). Simplemente pasar al lado de los de 6ºB bastaba para sacarlos de sus casillas. La expresión de retortijón estomacal que se le había quedado tatuada a Hugo —el chulito de la clase de 6ºB, rubio, guapo, y con unos ojos azules que ya habían perdido por completo el poder de hipnotizarme— no tenía precio. Daba ganas de usar todos los filtros de fotos del Splashchat para colgarlas en un museo. Una auténtica maravilla, un dónut de chocolate relleno de victoria, como diría el Estorbo. Un dónut que Álber se estaba perdiendo por aquella obsesión de empollarse todos los juegos del planeta Tierra.

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Así que, bueno, aunque me hubiera costado un mundo arrancarle el mando de la consola de la mano, y aunque estuviera siendo un poco grano en el culo, al final había conseguido que me ayudara a planear lo que estaba a punto de pasar. Era guay compartirlo con él: mi compinche de bromas no

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