La guerra de 6ºA 4 - Cero pixelero

Sara Cano Fernández

Fragmento

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carachica.jpeg—¡Aguanta! ¡No te despegues ahora!

El que suplicaba apretando los dientes era Álber: loco de los videojuegos, vago de manual, alérgico a los libros y las Mates y mi mejor amigo desde la guardería.

Y, en aquel momento, también nuestro campeón.

Porque, con los brazos estirados por encima de la cabeza y sudando a chorros, estaba entregado a la misión de defender el orgullo de nuestra letra.

—¡6ºA! ¡6ºA! ¡6ºA! —gritábamos todos, formando un corrillo tras él.

A su derecha, cronometrando el tiempo en su tablet, tenía a Max: enciclopedia ambulante, brillante estratega y friki como él solo.

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A su izquierda, yo le abanicaba todo lo fuerte que podía con mi cuaderno de Cono y le limpiaba con una servilleta las gotas de sudor que le bajaban por la frente.

—¡Quita, Inés! ¡Que me desconcentras! —me ladró con tanta fuerza que por poco me despeina.

Menudo pronto tiene a veces Albertito.

Pero aquel no era momento para discusiones. Así que me aparté un poco y me coloqué junto a Áurea, Alejandra y Adriana, esquivando una de sus patadas voladoras y dos golpes de pompón (porque las muy cucas se habían hecho pompones con tiras de servilleta). Las 3As: ágiles, cotillas, siempre estupendas y siempre sincronizadas.

—¡Vamos, Álber!

—¡Tú puedes…!

—¡… campeón! —animaban.

Dando saltitos detrás de ellas estaba, cómo no, su enamorado Antón: artista, buenazo y bocazas a partes iguales. Sujetaba una pancarta fabricada con una bandeja y un tenedor en la que había escrito, con patatas pegadas con kétchup: «¡ÁLBER, AMIGO, 6ºA ESTÁ CONTIGO!».

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Un lema que, estaba segura, era obra de Ro-róber: rapero, tartamudo y rimador profesional. Su mano cogía con fuerza la de la misteriosa María, alias la Sombra: tímida, silenciosa y leyenda urbana local. La pareja de moda de 6ºA hacía una especie de zumbido muy raro con la boca que recordaba a la música de riesgo de las pelis de acción y…

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—¡Ay, Joaco! ¡Que no veo! —me quejé.

Aquella mole que se me había plantado delante y que, como siempre, estaba zampando y pasando de todo, era el Estorbo: sabio supremo, estorbador profesional y ser excepcional de corazón gordito.

—Uy, perdón —dijo, y se sentó en medio del suelo.

La verdad es que éramos un espectáculo, y eso que aquella era solo la mitad del cuadro. Justo enfrente de Álber, en una postura idéntica a la suya, estaba Hugo: rubio, cachitas insufrible y líder de 6ºB.

Y, detrás de él, ese grupo de mocos resecos de Borja, Rodri, la Hugomanía y el resto de escorpiones venenosos de 6ºB.

—¡6ºB! ¡6ºB! ¡6ºB!

La tensión se podía cortar con un cuchillo. Y no era para menos, porque ya llevábamos catorce minutos y veinte segundos pendientes de los cuencos de postre que los gladiadores de las dos clases sostenían boca abajo en sus manos.

Y ninguno de aquellos pringosos y espesos grumos se había movido ni un milímetro.

El duelo de Resistencia de Postre Pegajoso (o RPP) es una modalidad de combate exclusiva del comedor. No sé cómo será la comida de vuestro cole, pero la del nuestro les daría repelús hasta a los zombis del Brain Eaters. El único que se atreve con ella es el Estorbo, que dice que «la belleza está en el interior» y siempre rebaña tan contento lo que nos dejamos los demás.

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Las reglas del duelo RPP son muy sencillas:

1) gana el postre que más tarde en despegarse del cuenco;

2) si ninguno llegara a despegarse, gana el que consiga mantener los brazos en alto más tiempo.

Casi siempre hay que recurrir a lo segundo, porque los postres de nuestro comedor llevan dos generaciones riéndose en la cara de la ley de la gravedad. (Va en serio: llevamos el registro en la Historia del Recreo, que inauguró el hermano del Estorbo cuando estaba en nuestro curso.)

El pringue de Álber empezó a deslizarse lentamente por la superficie del bol.

—¡Nooo! —Álber miraba impotente el lento blupblup de su postre.

—¡Sííí! —Hugo sonreía, encantado.

—¡Estamos a un minuto de superar nuestra mejor marca de RPP! —declaró entonces Max, deslizando el dedo por la pantalla de su tablet y enseñándonos un gráfico de barras.

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—Gracias, Max. Sin presiones —gruñó Álber entre dientes.

—¿En serio haces gráficas con los mejores tiempos? La Vieja estaría orgullosa de ti… —dije, con malicia.

A Max se le puso cara de estreñimiento mental al oír el nombre del Terror de las Mates y apartó la tablet de mi vista como si mis sucios ojos pudieran mancharla.

—Por supuesto —respondió él, chulito—. Es una de mis funciones como Árbitro Oficial de Marcas del Recreo del Comedor —aclaró, tendiéndome un trozo de cartulina plastificada—. La asignación del Tenedor de Oro depende de un registro riguroso de los tiempos…

—¡Tío, pero si esto te lo ha hecho Joaco! —le corté con una carcajada—. ¡Es su letra!

—No —respondió Max, subiéndose las gafas por el puente de la nariz—. Es la de Quique. Me la entregó él mismo en el Rincón del Gamer —el hermano del Estorbo, además de antiguo alumno de nuestro cole, es el dueño de la tienda de juegos en la que Álber y Max se pasan media vida—. Es la certificación original del torneo.

—¡Os queréis callar los dos de una vez! —estalló Álber en ese momento—. ¡Así no hay quien se concentre!

Todos aguantamos la respiración. Álber, con la lengua fuera, ladeaba ligeramente el cuenco y hacía toda clase de malabares para evitar el desplome de aquella masa viscosa, pero…

…un goterón repugnante se precipitó al vacío.

El principio del fin.

Aquel pegote asqueroso no llegó a estrellarse contra el suelo porque lo interceptó la boca del Estorbo. Normalmente tiene la velocidad natural de una babosa reumática, pero en cuanto hay comida de por medio se vuelve un superhéroe.

—¡Ñami! —dijo, atrapando el grumo al vuelo con toda la bocaza abierta.

—¡PUAAAJ! —gritamos todos.

—¡Hemos ganado! —exclamó Hugo, bajando los brazos.

¡CHOF! El resto del postre de Álber se desparramó sobre la mesa.

Max sonrió.

—Negativo —de

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