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CRISTINA BAJO

Al promediar la tarde de aquel día...

CRISTINA BAJO nació en Córdoba, Argentina, en 1937. Educada entre la literatura, la historia y el arte, comenzó a escribir siendo niña, fue maestra rural, se casó, tuvo dos hijos, abrió una librería y siguió escribiendo. En 1995, Ediciones del Boulevard publicó Como vivido cien veces (primer tomo de la saga de los Osorio), que agotó varias reediciones; le siguieron En tiempos de Laura Osorio y Sierva de Dios, ama de la muerte. Recopiló leyendas para adolescentes (La señora de Ansenuza) y para niños (El guardián del último fuego, La madre del agua). En Sudamericana editó Tú, que te escondes (relatos histórico-góticos), además de La trama del pasado, Territorio de penumbras y Esa lejana barbarie. El jardín de los venenos (antes Sierva de Dios…) se tradujo a cuatro idiomas. En 2008 lanzó Elogio de la cocina —memorias y recetas de su casa natal—, que obtuvo el Primer Premio de la Cámara Argentina de Publicaciones a los libros mejor impresos e ilustrados en Argentina. Recibió el Premio Literario Academia Argentina de Letras, el Jerónimo Luis de Cabrera, el Ricardo Rojas de la Ciudad de Buenos Aires y el Reconocimiento de la Facultad de Arquitectura (UNC). Es miembro de la Academia Argentina de Historia de la Gastronomía y Madrina de la Manzana Jesuítica. Sus trabajos son de Interés Provincial y diversas universidades sudamericanas y de Estados Unidos estudian su obra. Ha sido seleccionada, entre otros, por la Real Academia Española para participar en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Córdoba en 2019. En la actualidad da cursos, prepara un libro sobre capillas coloniales, está formando una editorial de cuentos clásicos infantiles y colabora con distintos medios periodísticos.

A veces, en el invierno, en esas tardes frías y oscuras, se me da por recordar las desgracias de la familia, y me consuelo pensando que lo peor ya pasó, que son pocas las cosas que, al final de la vida, pueden lastimarnos.

Las Desgracias; así las llamo yo, con mayúsculas. La Desgracia del Lalo y la Aventura de Josefina. Y todo en un solo año: 1938. No me puedo equivocar porque fue el año en que se suicidó don Leopoldo Lugones, que escribía versos tan lindos. Las Niñas los recitaban, por eso me aprendí el que decía: “Al promediar la tarde de aquel día, cuando iba mi habitual adiós a darte...”

Recuerdo bien a don Leopoldo porque solía cenar en esta casa. Una vez, cuando le llené la copa, me dijo muy comedidamente: “Gracias, hijita”, con tanta cortesía como si yo fuera una de las señoritas de la familia.

Pero volvamos a la Desgracia. Recuerdo que estábamos en la sala de música, la Niña Nacha tocando el piano muy bajito y Josefina declamando con esa voz que ponía la piel de gallina:

Era un país de selva y amargura

Un país con altísimos abetos

Con abetos altísimos, en donde

Ponía quejas el temblor del viento...

Yo les cebaba mate, sentada en un rincón, sin perderme una palabra y con un nudo en la garganta, porque nadie, nadie de la familia, sabía lo mío…

De las Niñas, yo me entendía con Josefina, pero Nacha, Blanca y Charo eran como malditas. De los muchachos, mi preferido era el Lalo.

Es cierto, todos los varones de la familia murieron jóvenes, pero la muerte del Lalo fue la peor. Han pasado años y todavía la recuerdo.

Por la baraja se metió en líos; le gustaba mucho jugar. Siempre andaba por esos tugurios marginales, como los llamaba Josefina, sentándose a la mesa con gente de cuidado, con hombres peligrosos, malvivientes sin duda. Y luego, cuando los líos le caían encima, siempre, siempre, acudía a su madre para que le diera la plata y así pagar las deudas de juego.

Pero aquella desgraciada vez doña Sabina se había ido a La Cruz, a asistir a su suegra, que era de allá.

Así que estábamos solitas, las Niñas y yo, cuando oímos unos golpes terribles en la puerta de calle. Me mandaron a ver quién se atrevía, y al mirar por el balcón de la sala grande me di con un mal encarado que preguntó por el Lalo sin ningún respeto. Yo sabía qué hacer en esos casos, así que le dije que no estaba y le cerré los postigos en las narices. Pero el hombre no se fue; se quedó en el umbral, a los gritos y aporreando la puerta.

Bien que nos asustamos, con doña Sabina ausente, don Ignacio en el Comité y Lalo sin dar muestras de aparecer, así que Josefina fue al dormitorio de su hermano y le dijo: “¿Vas a salir, o querés que te abochorne encargándome yo de ese tipo?”.

Como estaba detrás de ella, pude verlo, tan flaco, la barba crecida, la mirada para adentro, como si no durmiera en años. Me dio pena. Era bueno conmigo, el más considerado. Nunca me mandoneaba, y cuando ganaba, me regalaba unos pesos “para que le guardara la suerte”; por mi defecto lo decía: soy renguita y él me besaba la rodilla —con respeto, no se crean— cada vez que se iba al Tropezón, que allá estaba la guarida de esos maleantes.

Cuando Josefina me ordenó que le buscara el revólver de su padre, él se levantó sin ganas. “No hagás cáscara, que ya voy”, le dijo; después se acomodó el pantalón y se arregló el pelo con los dedos, ¡como si lo viera hoy!

Los golpes seguían, pero en cuanto Lalo salió se hizo el silencio. Era muy de él llevar las cosas por las buenas. Tenía algo... no s

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