I
Abrió los ojos y supo que ese no iba a ser un buen día. A lo lejos oyó los anuncios de los micros de Retiro. Siempre la había irritado el tono indiferente de la mujer, pero ahora pensó que la iba a extrañar. Después de todo era tranquilizador tratar de descifrar los mensajes en las noches de insomnio, oír la voz que iba y venía con el viento como una ola. No quería irse del departamento. Se había acostumbrado a vivir en ese único ambiente, a tener todo al alcance de la mano, a ver sus cosas en mitad de la noche cuando no cerraba las cortinas y la luz de la ciudad entraba por la ventana.
Se puso boca abajo y estiró los brazos y las piernas en cruz. Los dedos de los pies y de las manos tocaron las esquinas de la cama. Tuvo la sensación de haber hecho ese mismo movimiento en la niñez, pero entonces la cama la había rodeado como un mar inmenso. Se sintió adulta de golpe, como si hubiera crecido durante una breve distracción y tuviera que hacerse cargo de una vida que no estaba preparada para enfrentar. Si se dejaba llevar por la melancolía iba a llegar tarde a la entrevista con Filippis. ¿Por qué no la había cancelado? Lo había escrito en la agenda todos los días de esa semana, en rojo, con letras mayúsculas, el día anterior hasta lo había subrayado: último aviso, suspender la entrevista. Era tan obvio que no iba a estar de humor para una entrevista el día de la mudanza. Y ahora era tarde. Tenía que levantarse, seguir embalando, convertir su casa en un montón de envoltorios de papel de diario, guardarla en los canastos apilados. Si llamaba para cancelar la entrevista corría el riesgo de que no le dieran el trabajo, pero si no la cancelaba, Filippis creería que ella era siempre así: desencajada o aturdida. Después, cuando él no se llevara una buena impresión de ella, no habría nada más que hacer. Una vez más estaba dejando que las cosas le pasaran por encima.
Se levantó y encendió la luz. Todo su departamento estaba invadido por canastos y la mesa de la cocina era un caos de volantes de rotiserías, ovillos de piolín usado —para qué guardaba piolín usado— cuentas viejas, números de teléfono sin nombre. La noche anterior se le había ocurrido que necesitaba revisar los papeles para ver si había alguno que debiera llevarse. Era la idea más absurda que había tenido en mucho tiempo. Metió todo en una bolsa de consorcio y le tiró los restos del chop suey encima. Sintió una mezcla de alivio y desazón; quizás acabara de tirar algo fundamental, una nota de amor, un teléfono que ya no podría recuperar nunca más, una cuenta que le reclamarían como impaga y tendría que actualizar después de horas de cola y discusiones con una empleada pública malhumorada.
Puso a calentar agua y empezó a vaciar las alacenas. Era un buen momento para deshacerse de esos platos náuticos con rayitas rojas y azules —ni siquiera recordaba cómo habían ido a parar a su alacena—. Con el primer sueldo que se pudiera meter en el bolsillo se compraría un juego nuevo, blanco, con platos grandes como fuentes. Se preparó el café y se paró frente al ventanal que daba a Retiro. Iba a extrañar el paisaje de su departamento, el raro silencio de los trenes pasando a lo lejos, la lentitud de los barcos de carga, el dibujo de las vías, la salida de la luna en el río. Pero hacía bien en irse. Ese departamento pertenecía al pasado.
Mientras guardaba la ropa en el canasto alargado se puso a pensar en Filippis. ¿Qué sabía de él? Desde el primer momento lo había asociado a Jon Voight en Regreso sin gloria. Un jugador de polo de los sesenta que se había quedado paralítico hacía veinte años no podía parecerse en nada a un veterano de la guerra de Vietnam salvo en su parálisis, pero ella le había puesto a Filippis la cara de Jon Voight y los brazos fuertes y protectores sin darse cuenta de que la asociación le traía un aire romántico a su posible futuro trabajo. Descolgó su tapado y se quedó mirando el ropero vacío. Se había olvidado de separar ropa para la entrevista. El canasto estaba lleno y trató de encontrar algo que hubiese quedado a mano. Dio con una camisa y una pollera negras. No eran adecuadas, pero no iba a empacar todo dos veces. Las colgó de la ventana y fue al baño a lavarse las manos. El pelo se le había llenado de polvo y estaba muy pálida. Por un instante volvió a considerar cancelar la entrevista. Filippis no querría contarle su vida a una mujer como ella.
***
Teo miró por última vez la ropa que el ayudante había acomodado sobre la cama y decidió cambiar la camisa celeste por una blanca de lino. El ayudante la buscó dentro del ropero y se la mostró.
—Perfecta —le dijo Teo, cerró los ojos y empezó a tararear en voz alta la obertura de Tannhäuser.
Siguió cantando con los ojos cerrados mientras el ayudante le abrochaba los botones del suéter y se lo acomodaba sobre los hombros con pequeños pellizcos hacia atrás.
—Decime la verdad, Víctor: ¿estoy hecho un dandy? —le preguntó.
—No sé.
—¿No sabés si estoy hecho un dandy o no sabés qué es un dandy?
Víctor no contestó.
—No sabés qué es un dandy. ¿Hora?
—Las cinco y media.
—Keppler debe estar por llegar. No te olvides del perfume.
Víctor abrió el placard y buscó en uno de los estantes.
—¿Paco Rabanne? —preguntó.
—¿Acaso ves algún otro?
Víctor se echó Paco Rabanne en la palma de las manos y las pasó por el cuello y la cabeza de Teo. Se volvió a echar perfume en las manos.
—Basta. No quiero un baño. ¿Qué hora es? —volvió a preguntar Teo.
—Las seis menos veinticinco.
—Estamos bien. Prepará el balde de hielo y decile a Rosa que arme un plato con el jamón crudo y que haga unas tostadas. Armá la bandeja con el whisky y los vasos largos. Los de diario. No. Mejor poné los vasos finos. ¿Pusiste el champagne en el freezer? —Víctor asintió—. Bajalo antes de que se congele. No lo traigas con el whisky. Si la mina prefiere champagne yo te lo pido.
Víctor cerró la puerta del ropero.
—Las minas siempre prefieren champagne —dijo Teo.
De pronto le pareció oír el timbre y le pidió a Víctor que fuera a abrir la puerta. Cuando se quedó solo retomó la obertura. Marcando el ritmo con la cabeza, miró una colección de trofeos ordenados sobre la cómoda. Dejó de silbar.
—No era acá —dijo Víctor.
—Estoy cada día más sordo —dijo él—. Hay que comprar una vitrina. Tiene razón Keppler: estos trofeos tendrían que estar en el living. Anotalo y vamos que este es puntual como yo. ¿Qué hora es?
—Las seis menos veinte.
Víctor se paró al lado de la silla, se agachó y le pasó un brazo por debajo de las axilas y el otro por debajo de las rodillas. Bajó un poco más, respiró hondo y lo alzó de un solo movimiento. Una vez arriba lo acomodó mejor y caminó hasta el living, ligeramente inclinado hacia atrás por el peso.
El sol de la tarde entraba por la ventana iluminando los bordes de los sillones de cuero gastado y la superficie de una mesa ratona de vidrio con bordes de bronce.
Víctor se acercó al sillón opuesto a la ventana y bajó a Teo hasta sentarlo bruscamente.
—¡Cuidado! —protestó Teo.
Había quedado inclinado hacia la derecha con los pantalones subidos hasta la mitad de la pantorrilla. Víctor le enderezó las piernas y el ángulo del torso hacia la derecha se hizo más pronunciado.
Teo resopló. Víctor se apuró a enderezarlo. Después le acomodó el suéter y le cubrió las piernas con una manta escocesa.
—No, no, sacá eso que la mina va a pensar que además de paralítico soy un anciano. Acomodame los pantalones. No pienso mostrarle las piernas en la primera cita —dijo, y festejó su propio chiste con una carcajada corta.
Víctor, imperturbable, se puso en cuclillas y tiró de los pantalones hacia abajo. Sonó un timbre.
Minutos más tarde, un hombre de traje con el pelo hasta los hombros y la corbata floja entró al living.
—¡Keppler! ¡Hebreo maldito! —lo saludó Teo—. ¿Cuándo llega mi futura novia?
***
Se había sentado en el piso y estaba envolviendo una foto enmarcada cuando sonó el timbre. Las cinco y media. ¿Quién podía ser? No tenía tiempo para ninguna visita. En una hora tenía que terminar de guardar todo, bañarse, cambiarse, maquillarse, darles todas las instrucciones a los de la mudadora y aparecer en lo de Filippis con una sonrisa distendida y toda su capacidad de seducción puesta en conseguir el trabajo. Imposible. Por enésima vez en el día tuvo la tentación de cancelar la entrevista. El timbre sonó otra vez.
Espió por el lente de la mirilla. Un chico de gorrito con los ojos muy cerca del cristal y el resto de la cara alargada hacia atrás esperaba en el palier. Abrió la puerta. El chico, parado frente a la entrada del departamento, estaba rodeado de un jardín de rosas rojas.
—¿Y esto? —dijo ella.
—Rosas —dijo el chico, y le mostró un renglón en una planilla llena de nombres y firmas.
—Firme acá, por favor.
—¿Son para mí?
Era una pregunta retórica, pero el chico la miró con fastidio y ella firmó en silencio cuando reconoció la letra imposible de Pablo en un sobre pegado al borde de uno de los floreros.
—Los floreros son de regalo —dijo el chico en un tono magnánimo antes de calzarse los audífonos del walkman.
Un instante después se alejó tarareando por la escalera y la dejó sola frente a siete floreros de cerámica blanca llenos de rosas rojas.
Los entró uno por uno apartando la cara para no rasparse y los dejó en el piso. Siete ramos de rosas: uno por cada año juntos, cada florero con un sobre numerado con la letra de Pablo pegado al borde con cinta Scotch. Era típico de Pablo mandarle algo así a pesar de saber que ella se estaba mudando ese mismo día a un departamento nuevo y que no quería verlo nunca más en su vida. Era un pésimo momento para ponerse a leer mensajes y ordenar ramos de rosas.
Abrió el sobre con el número uno, un palito desgarbado, minúsculo y autoritario. Leyó: Mi amor, dos puntos, y volvió a guardar la tarjeta en el sobre. Se sentó en el piso, entre las rosas y los canastos. Prendió un cigarrillo. Miró la ropa que colgaba contra la ventana. Esa pollera y esa camisa le quedaban horribles. Filippis le había dicho a Keppler que sólo le contaría su vida a una mujer hermosa. Mona, había dicho él. Ella no se sentía hermosa y seguramente él no querría contarle su vida a un buitre. Miró su ropero con las puertas abiertas de par en par, vacío; su biblioteca desierta, los blancos que habían dejado sus cuadros en las paredes; su casa desnuda, despojada de todos sus adornos. Miró las rosas. Lloró apurada. Había una cosa que sí sabía de Filippis: era un tipo que odiaba la impuntualidad.
***
Se acercó al espejo del ascensor e hizo una mueca. El rouge era demasiado oscuro. Ya bastante oscura estaba con esa ropa. Buscó un pañuelo de papel en la cartera y se lo pasó por los labios. El ascensor se detuvo y ella abrió la puerta y siguió buscando algún otro rouge en la cartera. Lo único que encontró fue la manteca de cacao. Debería haber chequeado si tenía otro antes de despintarse; ahora parecía que se había estado besando con alguien. Iban a pensar que era por eso que estaba llegando tarde. Se bajó del ascensor con la clara sensación de estar en uno de esos días que sólo empeoran.
En el palier de lo de Filippis había olor a tostadas. La voz de Keppler y una risa ronca se oían a través de la puerta. Tocó el timbre y se quedó mirando su reflejo en el vidrio de un grabado colgado en la pared. La luz le iluminaba una mitad de la cara y la otra mitad se desdibujaba sobre un fondo de jinetes ingleses en una cacería de zorro. Volvió a estallar la risa. Lo iba a tratar de usted y le iba a dar la mano. Golpeó la puerta con un llamador de bronce, una cabecita de caballo igual a una que tenían sus abuelos en la casa de Mar del Plata. Un segundo después, un hombre joven vestido con un buzo verde abrió la puerta.
Keppler estaba sentado en un sillón de dos cuerpos contra la pared. De espaldas a la puerta, en un sillón de un solo cuerpo se veía la cabeza de un hombre que debía ser Filippis.
—Adelante —dijo con voz ronca el hombre de espaldas.
A contraluz, detrás del respaldo, su cabeza giró apenas hacia el costado y ella tuvo la impresión de que él podía verla con las orejas. Keppler se paró con una sonrisa paternal, como si estuviera presentándola en sociedad.
—Julia Báez —dijo, hizo una pausa satisfecha—, Teo Filippis.
Julia se acercó al sillón y quedó frente a Filippis. Trató de sonreír, pero tuvo la sensación de que la boca se le iba descontrolar si la movía. Había algo desproporcionado en Filippis —la cara hinchada quizá, las piernas muy flacas—. Ella odiaba las presentaciones, los comienzos de cualquier relación. ¿Qué estaba pensando el hombre que acababa de escuchar la presentación de Keppler como si realmente no supiera quién era ella? Estiró la mano para saludarlo. Él no se movió. Filippis no era como Jon Voight; Jon Voight podía mover los brazos. Le hubiera pedido perdón. ¿Cómo podía haber sido tan torpe? Pero había sido sólo un instante. Se agachó para besarlo. El perfume de Filippis le trajo una ola de melancolía que la tomó por sorpresa. Juan.
—Sentate —le dijo él.
Keppler le hizo un lugar en la punta del sillón más cercana a Filippis.
—Terminá de contarme de tu mina —le dijo Filippis a Keppler—. ¿Treinta años tiene?
Julia se sintió invisible, pero la alivió que siguieran hablando; no la habían estado esperando entonces con la ansiedad que había imaginado. ¿Cómo se le había ocurrido darle la mano?
—Está al borde del abismo —siguió Filippis, y ella tuvo la idea absurda de que estaban hablando de ella—. ¿Por qué no te buscás una de veinte?
Keppler se rió y se pasó los dedos por el pelo.
—Nos agarraste en medio de un interrogatorio sobre mi nueva novia —le dijo a ella—. Teo pensó que ya no venías.
Entonces sí la habían estado esperando, no se les había pasado su impuntualidad. Se disculpó —era siempre tan puntual—, pero, titubeó, había sido un día muy complicado.
—¿No te dije, Teo? Para que ésta llegue tarde... Yo ya pensaba que te había pisado un auto —dijo Keppler.
Julia resistió la tentación de explicar lo de la mudanza, de decirles que estaba triste, que ese no era un día para una entrevista, pero necesitaba el trabajo, lo iba a hacer bien, mañana sería otro día, ella era como el ave Fénix, ya verían.
—Un día muy complicado —repitió Filippis con indiferencia—. ¿Cómo dijiste que se llamaba tu novia? —le preguntó a Keppler.
—Vanessa —dijo Keppler con poco entusiasmo.
No era un buen comienzo. Filippis no le estaba prestando ninguna atención. La mirada de Keppler iba de Filippis a ella sin saber qué hacer.
—Vanessa es la mujer más increíble que haya conocido en mi vida —dijo después de un silencio demasiado largo—. Ya se las voy a traer.
—Antes de que cumpla treinta y uno, por favor —dijo Filippis, y soltó una carcajada alegre.
Julia pensó en la frase de Keppler. Ya se las voy a traer. Se lo imaginó con una Barbie tamaño natural bajo el brazo. Como una baguette.
—¿Por qué antes de los treinta y uno? —dijo; era hora de participar en la conversación.
Filippis la miró como si hubiese entrado al living en ese preciso instante.
—¿Qué sos de Eladio Báez y Mónica? —dijo. Julia no pudo imaginar por qué Filippis le hacía la pregunta ahora, pero lo sintió convertirse lentamente en un hombre atento, hasta amable, que les decía a Keppler y a ella que Mónica Báez era una de las mujeres más monas de su época, impresionante. Sí, claro que lo sabe, siempre le dicen lo mismo; el comentario tiene una vez más el efecto de hacerla sentir poco atractiva, como si la belleza de su madre fuera excluyente. Se mira las uñas. El día entero envolviendo sus cosas con papel de diario las resquebrajó. Parecen sucias. Su madre nunca tuvo las uñas así, hacía las mudanzas con guantes de algodón. Julia cruza los brazos para esconder las manos. Tiene ojos claros Filippis, de un color miel con un borde oscuro que hace más difícil definir el color real. ¿Por qué si él está siendo tan amable, si la mira abiertamente y le sonríe como si se conocieran hace mucho; por qué, si esta podría ser una conversación amena, liviana, ella tiene la sensación de que él la acecha, de que le da vueltas alrededor y la mira desde todos los ángulos posibles?
—Vos no sabés las fiestas que hacían los padres de esta mujer —le dice Filippis a Keppler—. Tenían una casa en Punta del Este, cerca de El Mejillón. ¿Vos te acordás o eras muy chica?
Julia se acuerda perfectamente. Se acuerda de las risas y la música fuerte, de los gritos de las mujeres que pasaban corriendo por el pasillo, de los amigos de su papá y su mamá entrando por equivocación al cuarto cuando querían ir al baño. Y sobre todo se acuerda del olor rancio que quedaba en la casa, de las copas sucias y los ceniceros llenos de colillas, de las botellas pegajosas al sol, de las largas mañanas con la niñera.
—Me acuerdo. A papá y mamá les encantaban las fiestas —dice, y se da cuenta de que el tono de su voz no acompaña la alegría de Filippis.
Keppler se para de un salto y revolea el saco sobre su hombro.
—Ahora que ya se conocieron, los dejo —dice, y los está mirando con cierto orgullo (con un aire casamentero, piensa Julia).
—Por fin —dice Filippis—. Pensé que te ibas a quedar de chaperón hasta mañana a la mañana.
Ella podría aprovechar para reírse, podría tratar de relajarse un poco en lugar de enderezarse en el sillón con cara de institutriz alemana.
—Hasta nunca, hebreo maldito —grita Filippis por sobre su hombro.
La puerta se cierra detrás de Keppler, y por un instante —tan breve que después pensará que es producto de su imaginación— Julia siente la mirada franca y desesperada de Teo fija en ella.
***
En el silencio que sigue Julia busca algo para decir sobre los veranos en Punta del Este; tiene que relajarse, facilitar las cosas, él está esperando que ella despliegue sus encantos. Suena el teléfono que está apoyado en una mesita al lado de Teo.
—Ponémelo sobre las piernas —dice él.
Julia toma el aparato que sigue sonando y lo acomoda lo mejor posible sobre las piernas de Teo. Con una lentitud angustiante, él levanta el brazo y deja caer la mano, de canto, sobre una tecla.
—Aló —dice en dirección al micrófono.
El saludo de un hombre con voz grave sale por el altavoz.
—Esperá, Gabriel —dice Teo y empuja el tubo con la muñeca hasta ponerlo contra su estómago. Lo deja ahí como si fuera a hablar a través del ombligo y un segundo después lo empieza a arrastrar con el brazo hacia arriba. No parece algo mecánico, Julia se da cuenta de que cada centímetro le cuesta a Filippis un esfuerzo de concentración supremo; el movimiento parece sostenido por un hilo muy delgado, invisible, que en cualquier momento —si ella hace un ruido, por ejemplo— se va a cortar y entonces el teléfono se soltará y caerá sobre las piernas de Filippis y algo tan simple como atender el teléfono se habrá convertido en una catástrofe. Siente el impulso de ayudarlo pero no se atreve a hacer ningún gesto. Cuando el tubo llega al hombro Teo hace un movimiento combinado del hombro y la cabeza para dejarlo contra el cuello y lo aprieta a la oreja. Después vuelve a dejar caer el canto de la mano sobre la tecla.
—Qué hacés, zapato —dice y entabla una conversación en voz baja.
Por primera vez ella le mira las manos con atención. La entristece de golpe la vulnerabilidad de las palmas laxas, los dedos curvados. Sabe, aun sin haberlas visto nunca antes, que las manos de Teo fueron de una impactante belleza.
—Ojalá —dice él antes de cortar.
La casa se ha ido quedando a oscuras. En un rincón cerca de la ventana las hojas de dos arecas altísimas brillan con las luces del pulmón de manzana.
—¿De dónde lo conocés a Álvaro Keppler? —le pregunta Teo.
—De dónde lo conozco a Álvaro Keppler —repite Julia—. Era amigo de mi primer novio.
Juan. Usaba el mismo perfume que usted. Hoy cuando entré y lo saludé. Aquellas pequeñas cosas de las que habla Serrat nos acechan detrás de las puertas; hacía tanto que no olía el perfume de Juan. Se debe estar volviendo loca. ¿Cómo va a decirle eso?
Él no deja de mirarla. La luz de la lámpara le aclara los ojos.
—¿Qué edad tenías cuando tuviste tu primer novio?
—Dieciocho.
—¿Perdiste la virginidad con él?
La pregunta la toma por sorpresa y ya es tarde cuando piensa que no debería contestarle. Acaba de decirle que sí.
—