Complemento

Silvana Berbel

Fragmento

1
Ángela

Un mes antes

Esa noche, mi existencia apacible se vio desbaratada. Podía compararse con un trompo que gira con gracia y perfecta armonía, hasta que de improviso, por un caprichoso suceso del destino, comienza a tambalearse desequilibrado.

Si esa noche mi auto no hubiera estado en el mecánico y, como de costumbre, hubiera conducido a Ciudad Universitaria en vez de ir en colectivo, entonces mi vida no habría sufrido ese cambio nefasto y radical.

Esa simple alteración de mi rutina marcaría un antes y un después…

El cuatrimestre había concluido. Sentía que el estrés hacía estragos en mi cuerpo y no podía permitirme semejante agotamiento físico y mental. Mis padres habían accedido a dejarme vivir con mi hermano Sebastián, en Buenos Aires, para estudiar la carrera de Diseño Gráfico, con la estricta condición de que tomara las cosas con calma y cuidara mi salud.

Me sobreprotegían a causa de una reiterada arritmia cardíaca, que papá, especialista en el tema, me detectó a muy temprana edad. Se negaban a aceptar que era capaz de llevar una vida perfectamente normal. Fue mucho el esfuerzo para convencerlos de que podía valerme por mí misma y quedarme con Sebastián, en nuestra casa de Vicente López.

Si bien era mi familia de sangre, no eran mis padres y hermano biológicos. Mis tíos me adoptaron de muy pequeña, luego de la muerte de mi madre, y, por supuesto, terminé llamándolos papá y mamá. Lo mismo ocurrió con mi primo: para mí, Sebastián siempre sería un hermano.

De mi padre biológico no sabía nada, mis tíos nunca lo conocieron y mamá jamás habló de él. Solo sabía que ella había tenido una aventura, durante el tiempo en que estuvo enemistada con su hermano, es decir, con quien ahora es mi papá. Cuando se reconcilió con él, solo mencionó que era madre soltera y necesitaba de su ayuda, porque le habían diagnosticado cáncer de páncreas terminal.

Yo no recordaba a mi madre biológica, porque su fallecimiento se produjo apenas dos años después de darme a luz. Fue a Irene y a Oscar a quienes reconocí como padres desde que tuve uso de razón. Eran tan amorosos y por demás protectores que, si hubieran imaginado lo que esa noche me sucedería, jamás me habrían permitido estar lejos de ellos, en Buenos Aires.

Bajé del primer colectivo con el celular pegado a la oreja, mientras hablaba con Aldana, una amiga de la facultad.

—¡Uf! ¡No llego más! —refunfuñé agotada, caminando los pocos metros que me separaban de la siguiente parada—. El colectivo tardó veinte minutos en venir y no quiero imaginar lo que voy a tener que esperar al siguiente.

—Los profesores ya llegaron y juntaron las libretas. ¿Por qué no vas a lo de Facundo y le pedís que te traiga con su auto?

Facundo, mi novio, vivía a cinco cuadras de ahí. Apenas hacía dos meses que salíamos. Nos habíamos conocido en la facultad, en clase de Tecnología.

—No, no quiero molestarlo. Está estudiando para el final de Comunicación —le expliqué.

—¡Qué bajón! —protestó Aldana, y estuve totalmente de acuerdo.

—¡Sí, ni me lo digas!

—Tomá un taxi.

—Lo que pasa es que soy una estúpida, no traje plata suficiente. Salí corriendo de casa y en la billetera solo tengo diez pesos y la tarjeta para el colectivo.

—Sí, una estúpida importante —se burló.

—¡Gracias! ¡Qué amorosa!

—¿Qué, no lo sabías? Emano amor por todos mis poros —bromeó y me arrancó una sonrisa—. No te preocupes; les pido a los profesores que te esperen.

—¡Gracias! ¡Te debo una! Voy a tratar de llegar lo antes posible. Nos vemos allá.

—¡Mua! —me saludó.

Corté y guardé el celular en la mochila. Ajusté el cuello del abrigo para evitar que el frío me congelara la garganta y seguí caminando apresurada hacia la parada del colectivo.

En verdad, la idea de ir hasta el departamento de Facundo era demasiado tentadora. Sabía que él no se negaría a llevarme. Siempre estaba dispuesto a consentir todos mis caprichos. Pensar en eso hizo que sintiera remordimiento.

Era tan cariñoso y dulce, y estaba tan comprometido con la relación, que me generaba culpa, porque yo aún no tenía esa seguridad. No sabía qué sentía realmente por él; por esa razón todavía no había aceptado que el noviazgo fuera más allá. Sin embargo, tenía que reconocer que estaba equivocada. Me sentía frustrada porque en ninguna de mis relaciones me había enamorado con locura, nunca había caído rendida a los pies de un chico; pero la culpa era solo mía por creer en una quimera, ese tipo de amor profundo no debía de ser real. Solo existía en las novelas.

Tenía que olvidarme de esa tonta ilusión y animarme a llevar a otro nivel nuestra relación. Era evidente que no existía el amor a primera vista, debía cultivarse, y yo tenía que aprender a amar.

A juzgar por el hecho de que cuando llegué a la parada la esquina estaba desierta, era muy probable que un colectivo acabara de pasar. Estaba claro que ese no era mi día. No había forma de llegar a tiempo a esa dichosa firma de libretas.

Miré a lo lejos, pero no había ni rastros del transporte público.

El viento soplaba fuerte. Los mechones de pelo me tapaban la cara con insistencia, ignorando todo intento de mi parte de colocarlos en su lugar. Una maraña de hojas secas y envolturas de golosinas alzaron vuelo y se arremolinaron en torno a mis piernas.

Llevaba cinco minutos esperando el colectivo cuando, sobresaltada, sentí una mano que aferró con brusquedad la manga de mi campera. Giré asustada: dos chicos, no mucho mayores que yo, me miraban con ansiedad. Uno de ellos sacudía nervioso un arma frente a mi cara. Nunca había visto una en vivo y en directo, y mucho menos apuntándome a la cabeza.

El corazón comenzó a latirme, desenfrenado.

—¡Dame la mochila! —exigió el que me sujetaba del brazo.

Quedé paralizada, incapaz de responder. Mis pulsaciones se estaban desbocando, y eso, en mi condición, era realmente preocupante. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal cuando el chico me zarandeó para hacerme reaccionar.

—¡Te dijo que le dieras la mochila! —masculló irritado el otro, sin dejar de sacudir el arma.

Mi cuerpo comenzó a temblar descontrolado. Nunca habían sido así de extremas las taquicardias. No sabía que el corazón podía llegar a latir a tanta velocidad.

El chico que me sostenía de la manga me miró perturbado. Sus ojos abiertos de manera desmedida se habían centrado en mi cara; parecía asustado. Entonces, me soltó y retrocedió trastabillando.

—¿Qué hacés, boludo? ¿Por qué la soltás? —gritó el que tenía el arma.

Comencé a respirar con dificultad.

—¡Mirale los ojos! —exclamó su compañero—. ¿Qué le pasa?

—¡Mierda! —el arma le tembló en la mano—. ¡No tengo la más puta idea! ¡Sacale la mochila de una vez y vámonos!

Así lo hizo; se acercó apresurado para arrebatarme de un tirón la mochila que colgaba de mi brazo. Ambos echaron a correr y al doblar la esquina se perdieron en una calle oscura. No pude reaccionar. Débil por los espasmos desenfrenados y por el sofocante latido del corazón, las piernas no me sostuvieron y caí sentada en la vereda.

Necesitaba con urgencia mi medicamento. ¡Debía calmar las pulsaciones! Pero recordé horrorizada que el remedio estaba en la mochila secuestrada.

Temblé más fuerte, los dientes me castañetearon. Destellos de luz estallaron en mi cabeza, aunque más que luces parecían imágenes. «¿Imágenes?». Sí, pero así como habían venido se perdieron en lo profundo de mi mente y no llegaron a anclarse en mi conciencia.

Necesitaba respirar hondo y tranquilizarme. Los músculos de la espalda me dolían de manera horrible, y un sudor frío me empapaba el cuerpo.

Inspiré profundo… y exhalé…

Inspiré… exhalé…

Inspiré… exhalé…

Seguí repitiendo el mecanismo de relajación hasta que, poco a poco, sentí que el corazón volvía a la normalidad.

Los temblores fueron menguando, hasta convertirse en leves y esporádicos espasmos. Momentos después, fui capaz de ponerme de pie, sosteniéndome con torpeza de un poste de luz.

Debía tomar el medicamento antes de que fuera demasiado tarde.

La solución surgió con claridad en mi mente: tomaría un taxi hasta el departamento de Facundo, él me prestaría dinero para pagarlo y luego me llevaría a casa a buscar el remedio.

Gracias al Cielo no tuve que esperar demasiado, enseguida vi acercarse un auto sin pasajeros. Estiré un brazo y lo paré. Subí, cerré los ojos, agotada, y le di al chofer la dirección de mi novio.

No tardamos en llegar. Le pedí al conductor que me aguardara mientras iba a buscar la plata.

Un hombre salió apresurado del edificio y dejó la puerta entreabierta. Aproveché para entrar y subir hasta su piso. Una vez frente a la puerta, llamé con insistencia. Esperé varios segundos, pero no hubo respuesta. Ansiosa, acerqué el oído a la madera y me pareció escuchar algunos ruidos.

Me impacienté, era absurdo esperar a que me abriera cuando sabía dónde él guardaba la llave de repuesto. Aparté el zócalo de madera de la pared y encontré el hueco en donde la escondía. Abrí y volví a escuchar ruidos. Esta vez, noté que provenían de la habitación. Parecía la televisión.

Me apresuré hasta el cuarto, desesperada por recibir un abrazo. Necesitaba consuelo, aún me sentía nerviosa y bastante desequilibrada.

Entré en la habitación y lo que vi me heló la sangre.

Mi novio estaba tendido en la cama, desnudo. Pero no estaba solo… ¡Una rubia exuberante, que sin duda las tenía hechas de plástico, se encontraba subida a horcajadas sobre él! Jadeaba… y se movía a un ritmo acelerado. Las manos de Facundo…¡No! No quise mirar dónde se encontraban las manos de Facundo. Lo que presenciaba resultaba tan impactante que fui incapaz de moverme… Entonces, solté el aliento con estrépito: me había olvidado de respirar.

En ese preciso instante, Facundo advirtió mi presencia y pegó tal salto por la sorpresa, que la rubia cayó de la cama con un golpe seco. Lo último que vi de ella fueron sus piernas desnudas, que se movían con frenesí, en un intento por enderezarse junto a la cama.

—¡Ángela! —exclamó Facundo, horrorizado, cubriéndose con la sábana. ¡Ja! Me asombraba que después de todo tuviera pudor—. ¿Se suspendió la firma de libretas?

No necesité escuchar ni ver nada más. Retrocedí y corrí fuera del edificio. Avergonzada, no presté atención al ruido de sus pies descalzos que me siguieron hasta la puerta de la vivienda. El taxista seguía esperando a que le llevara el dinero, pero volví a subirme al auto y le di la dirección de casa con voz estrangulada. Tenía dificultad para respirar, mi corazón estaba otra vez desequilibrado. Necesitaba llegar urgente para medicarme.

Sorprendida, comprobé que no estaba triste, solo herida en mi orgullo. Al fin y al cabo, sabía que no lo amaba. ¿Cómo podía amar a semejante idiota? No obstante, estaba muy dolida con su traición; había estado a punto de acostarme con un imbécil.

No me sentía bien, me dolían los músculos de la espalda como si fueran a desgarrarse. El corazón parecía que ya nunca me volvería a latir al ritmo normal y la cabeza amenazaba con estallarme. Cerré los ojos agradeciendo la oscuridad del vehículo, e intenté relajarme. Traté de masajearme las sienes para mitigar el dolor, pero mi respiración seguía entrecortada.

El viaje a casa se me hizo eterno y lo soporté a duras penas. Aterrada, temía no poder aguantar hasta el momento de tomar el medicamento.

Esa noche descubrí que era más fuerte de lo que creía, ya que logré llegar sin perder el conocimiento. Entré en la casa, gracias a que la llave había quedado en el bolsillo de mi abrigo, y busqué la plata para el taxista, que resultó ser una fortuna. Volví a salir y le pagué. Luego, fui hasta el botiquín del baño donde guardaba un blíster de repuesto y, con manos temblorosas, tomé apresurada la pastilla.

Sosteniéndome de los bordes del lavamanos, con los hombros hundidos, traté de respirar pausadamente. Esperaba que la droga hiciera efecto enseguida. En un intento por acelerar el proceso, me refresqué el rostro con agua fría. Alcé la cabeza, que estaba a punto de partírseme en dos, y me miré en el espejo.

Quedé petrificada…

Mis ojos se encontraban demasiado dilatados y las pupilas se veían enormes.

¿Qué me pasaba?

En ese instante me vinieron a la mente los rostros horrorizados de mis atacantes y su preocupación por mis ojos.

El susto que me golpeó fue demasiado para mi cuerpo maltratado. La habitación comenzó a girar de forma vertiginosa y se me nubló la visión. Un silbido agudo perforó mi cerebro y la oscuridad me cubrió, sofocante. Entonces caí inconsciente y me golpeé la cabeza contra el piso del baño.

2
Ángela

Sus ojos parecían caramelo líquido: ambarinos, cálidos y en extremo dulces. Nunca antes había visto una mirada como la suya.

Me daba la impresión de que sonreía solo para mí, aunque debía reconocer que era una sensación un poco absurda.

El pelo, de un castaño oscuro color caoba, corto y ondulado, se veía desordenado, aunque le quedaba genial. Las facciones angulosas le conferían un carácter fuerte.

Era demasiado atractivo. Tan perfecto que solo podía ser fruto de mi imaginación, y así era: caí en la cuenta de que estaba soñando, porque me hallaba en ese estado previo al despertar, en el que uno comienza a ser consciente, poco a poco, de la realidad.

¿De dónde habría sacado yo tanta imaginación para crear un ser así de perfecto?

Parpadeé, aturdida, e intenté mover el cuerpo para sacarlo del entumecimiento. Al instante, una ola de dolor me inundó la cabeza, causándome náuseas y haciéndome olvidar a aquel chico perfecto de mis sueños. Con un gemido, contraje el cuerpo en postura fetal y llevé las manos a la cabeza para protegerla de la nueva oleada que amenazaba con sumirme otra vez en la inconsciencia.

Por el resplandor que entraba desde el ventiluz noté que ya era de día y me horroricé: había pasado toda la noche tirada en el suelo frío del baño. Me tanteé la frente con los dedos; al parecer, me había hecho un chichón producto de la caída.

Me tomó varios minutos levantarme y caminar con dificultad, arrastrando los pies, hasta la heladera. Saqué hielo y lo puse en un trapo de cocina para bajar la inflamación de la frente, me dirigí a la sala de estar y me dejé caer, sin fuerzas, en el sillón verde.

En la mesita de mi derecha titilaba con insistencia la luz del contestador, avisándome que tenía cinco mensajes.

Suspirando, presioné el botón del aparato para escucharlos.

La voz de Facundo retumbó en la habitación con su tono culpable:

—Angi… ¿Estás en casa? Te estoy llamando al celular, pero no puedo comunicarme. Quiero darte una explicación… No es lo que…

Odié que me llamara Angi. ¡Sonaba tan frívolo en sus labios! Interrumpí el mensaje, pasando al siguiente llamado.

—¡Nena! Sé que estás ahí, contes…

«¿Nena? ¡Grr!». Volví a presionar el botón.

—¡Ángela! Tenemos que hablar…

Pasé al siguiente mensaje…

—¡Contesta…! Siguiente…

—No seas… —otra vez Facundo.

En un arrebato de violencia, apreté con fuerza el botón de borrado y eliminé del aparato su voz, la que hasta hacía unas pocas horas me había sonado tan linda. No quería volver a escucharlo en lo que me quedara de vida. Todavía, al cerrar los ojos, podía ver a la rubia gimiendo arriba de mi exnovio, que por cierto parecía muy entretenido.

Deseché el tema de mi cabeza y miré la hora. ¿Dónde se habría metido mi hermano?

Suspiré…

Sin duda, con alguna novia nueva.

Sonreí pensando en él.

Sebas tenía siete años más que yo. Era uno de los seres más tiernos y divertidos del planeta. Sobreprotector al extremo conmigo y un inconstante en lo que a mujeres se refería. Le gustaba describirse como un alma libre, ya que ninguna chica podía retenerlo más de cuatro meses a su lado. Solía bromear diciendo que para él era suficiente con dos mujeres permanentes en su vida: nuestra madre y yo.

Sebas daba clases de educación física en el colegio Lasalle, donde ambos habíamos estudiado. Todas sus alumnas estaban irremediablemente enamoradas de él, por lo que iba dejando corazones rotos en su camino.

Suspirando, tomé el teléfono inalámbrico y el resto de la mañana me dediqué a denunciar el robo, dar de baja la línea del celular y tramitar una nueva tarjeta para el colectivo. Llamé a Aldana para explicarle por qué había faltado a la facultad y luego a mi médico particular, colega y amigo de papá desde sus épocas de estudio, para que viniera a verme. No me creí capaz de trasladarme sola hasta la clínica.

Con mucho cuidado, me sumergí en un baño de inmersión.

Estaba secándome con la toalla cuando recordé de pronto lo que había sucedido con mis ojos la noche anterior. Me aproximé al espejo y pasé la mano por la superficie para desempañarlo, ansiosa por lo que podía encontrar. En cuanto vi nítido mi reflejo, me relajé con un suspiro: todo en mí se veía normal. ¿Era posible que lo de la noche anterior solo hubiera sido una alucinación, producto de los nervios?

Convencida de esa idea, le resté importancia al tema y estudié mi rostro. Debajo de los ojos se extendían unas profundas ojeras violáceas, que hacían juego con el morado de la hinchazón de la frente. Mis facciones eran una máscara horrenda de agotamiento. Una cascada húmeda de pelo castaño enmarcaba mi rostro pálido, cayendo hasta la mitad de la espalda y enrulándose en las puntas.

Terminé de secarme y me vestí.

Me puse un pantalón cómodo de algodón y un pulóver abrigado.

Depositaba una taza de sopa instantánea junto al sillón en el momento en que sonó el timbre anunciando la llegada del doctor Gutiérrez.

Por suerte, no encontró nada fuera de lo habitual en mí. Solo le preocupó el enorme chichón en la frente y me recomendó que si sufría mareos o comenzaba a ver borroso me pusiera en contacto con él inmediatamente. En cuanto a la arritmia, pude tomar a tiempo los medicamentos y no sufrí complicación alguna. Aconsejó que llevara una vida tranquila durante los próximos quince días. De todas formas, me pidió una serie de estudios y análisis de rutina.

—Podrías irte de vacaciones a Córdoba con tus padres —sugirió el hombre, mientras guardaba el estetoscopio en el maletín—. Relajarte y disfrutar del paisaje, dejar que te mimen. No pensar en las responsabilidades ni por un instante, y descansar.

Su consejo resultaba tentador. En particular, ahora que quería estar lo más alejada posible de Facundo, y teniendo en cuenta que aún no había hecho planes para las vacaciones. Prometí considerar sus palabras y lo acompañé hasta la puerta. Justo en el instante en que el médico se subía al auto, vi a Sebastián estacionar su Peugeot 207 gris oscuro junto a él.

Sebas saludó con un gesto de la mano al hombre que se alejaba y luego se dirigió hacia mí, con el ceño fruncido. Lo noté preocupado. Su pelo castaño claro, casi rubio, revoloteó sobre su frente.

—¿Qué hacía Gutiérrez en casa? —preguntó, extrañado. En ese preciso instante vio el golpe en mi frente y entornó, intranquilo, los ojos grises—. ¿Estás bien? —su voz sonaba distorsionada por la preocupación.

Me abrazó y entramos nuevamente en la casa. Fuimos hasta el sillón y me hizo sentar junto a él.

—Sabía que no debía pasar la noche afuera —se recriminó, molesto—. ¿Qué pasó?

—Todo está bien, Sebas. No te preocupes. Solo tuve una mala noche.

—¿Quién te hizo esto? —exclamó con rabia contenida, tocando con suavidad la zona circundante del moretón.

—Nadie, fui yo… Me desmayé en el baño —le conté, avergonzada.

—¿Por qué te desmayaste?

Suspiré, considerando si sería prudente contarle todo con lujo de detalles. Temí que decidiera mandarme con nuestros padres a Córdoba. De todos modos, resolví ser sincera, sabía muy bien que las mentiras tienen patas cortas. La mentira de Facundo era prueba más que suficiente. Me mordí el labio inferior, nerviosa, y a continuación, comencé a hablar:

—Fue una noche larga… Primero, me asaltaron en la parada del colectivo y se llevaron mi mochila con los medicamentos. Por si esto no fuera suficiente, cuando fui en busca de ayuda al departamento de Facundo, lo encontré en la cama, muy entrelazado con una rubia con siliconas. Por último, al llegar a casa, me desmayé en el baño por los nervios.

—¿Qué? —exclamó estupefacto.

—Creo que lo mejor es que te cuente todo con detalle, y desde el principio —reconocí al mismo tiempo que frotaba las palmas de las manos en mis muslos, con intranquilidad.

—Yo creo que sí —aseguró mi hermano, apretando la mandíbula.

Relaté los sucesos de la noche anterior, sin omitir dato alguno. Sebas me bombardeó con infinidad de preguntas sobre los asaltantes mientras me estudiaba con cuidado, buscando algún signo de maltrato en mi cuerpo. Agradecí que me creyera, sin dudar, que el golpe me lo había hecho al desmayarme. Luego, cuando le conté lo sucedido con Facundo, su rostro pasó de la preocupación a la furia contenida.

—Voy a ir a decirle unas cuantas verdades a ese hijo de… —explotó, levantándose del sillón, pero lo interrumpí:

—¡No! —rogué, tomándolo del brazo—. No vale la pena —traté de convencerlo—. Me di cuenta de que, en realidad, no siento nada por él. No sufro por lo que hizo, solo tengo el orgullo herido.

Sebas me abrazó con fuerza.

—¡Es un mal tipo! Siempre lo supe.

—Si lo viste apenas dos veces —reí sin fuerzas.

—Creeme, fue suficiente para catalogarlo. Qué mejor prueba para demostrar que es un idiota que haberte engañado, encima con una de plástico. Solo tiene que mirarte. ¡Está ciego! ¡Sos hermosa!

Sacudí la cabeza, divertida y avergonzada a la vez.

—¿Qué vas a decir? ¡Sos mi hermano!

Me miró serio, haciéndose el ofendido.

—Soy completamente sincero.

—¡Gracias! —le sonreí con cariño y volví a acurrucarme entre sus brazos, pero sin querer choqué la frente contra su mandíbula y solté un gritito de dolor.

—¡Perdón! —se disculpó, apenado—. ¿Duele mucho?

—Sí, creo que debo de haberme golpeado con el piso al caer.

—¡Uf! ¿Qué dijo Gutiérrez? Se ve muy feo.

—Que no duerma por unas horas, pero ya me quedé dormida en el baño. Y que me tome las cosas con calma durante las vacaciones. Su consejo es que vaya a descansar a Córdoba con papá y mamá.

—¡Es una buena idea!

—Sí, estaba considerándolo, pero…

—Bien, no lo pienses más —ordenó, tomando el teléfono y pasándomelo—. Llamá a mamá y programá tus vacaciones. No puedo acompañarte, ya tengo otros planes, pero ellos te van a mimar. Es todo lo que necesitás.

La idea era tentadora, hacía varios meses que no visitaba a mis padres. De pronto, estar relajada sobre una piedra junto a un lago, bajo el sol cálido, me pareció vital y de extrema necesidad.

Decidida, marqué el número de la casa de Córdoba.

—¿Hola? —atendió mi madre.

—Hola, ma.

—¡Hola, Ángela, querida! ¿Qué tal va todo por ahí? —su voz dulce resonó en el parlante, colmada de alegría.

—Todo bien —le mentí—. ¿Papá?

—En el jardín. Ya sabés cómo es. Ni el frío invernal impide que les dedique tiempo a sus plantas.

Sonreí, divertida.

—¿Y tu hermano?

—Acá, a mi lado.

—¡Hola! —exclamó Sebas, acercándose al teléfono.

—¡Hola, mi vida!

Sebas revoleó los ojos por la expresión cariñosa, pero demasiado empalagosa, de su madre.

—Bien, las dejo para que conversen entre mujeres.

Saludó a mamá, se levantó del sillón y se internó en la cocina. Por los ruidos pude notar el momento exacto en que comenzó a hurgar en la heladera.

—Llamaba para darles una noticia.

—¿Aprobaste todas las materias?

—No… Bueno, sí, aprobé las cuatrimestrales —aclaré—, pero no era eso lo que quería decirte.

—¡Contame!

—¡Voy a ir a visitarlos para las vacaciones!

—¡Ay, no! Qué mala suerte, hija —se lamentó, mortificada—. Tu padre y yo teníamos planes para ir con amigos al Sur. No esperábamos que vinieras, como por lo general no solés venir en invierno… —Pensó un momento y después me propuso, esperanzada—: quizá podríamos hablar con ellos y dejarlo para el verano.

Sentí gran desilusión, pero tampoco quería que mis padres cancelaran el viaje.

—¡No! Por supuesto que no. No cambien sus planes por mí. No se preocupen. Yo voy a ir de todos modos y me voy a quedar en casa para descansar. Cuando regresen puedo volver a visitarlos.

—¿Sola? —protestó.

—Mamá… ¿te olvidás que vivo sola la mayor parte del año? Sebas tiene sus responsabilidades, no estamos juntos todo el tiempo. Sé cocinar y lavar la ropa. No me voy a morir de hambre —le hablé en tono cariñoso—. En serio, no se preocupen por mí. Voy a estar bien.

3
Ángela

Una semana después ya me sentía como nueva, y manejaba mi querido y viejo Ford Falcon naranja por la Ruta Nacional 9, camino a la ciudad de Villa General Belgrano.

El día en que cumplí 18 años les pedí a mis padres que me regalaran el antiguo auto familiar que ellos pensaban vender, pero se negaron con firmeza, escandalizados. Creían que una chica tan menuda no podría con un carromato semejante. Entonces les rogué que me dejaran probarles que estaban equivocados, y lo cierto es que lo hice tan bien que hasta terminé asombrándome de la facilidad con que manejaba ese mastodonte sin dirección hidráulica.

Sebastián terminó de convencerlos al argumentar que ese auto sería la mejor elección para mantenerme segura: ante un accidente grave, los demás vehículos terminarían plegados como acordeones, en tanto que el mío quedaría intacto por su robusta carrocería. La actitud sobreprotectora de mis padres hizo que aceptaran la idea al instante.

Yo amaba ese auto descascarado, fuerte y macizo; un coche confiable, de los que ya no se fabrican. Así que desde ese día, el querido Falcon se había convertido en mi compañero inseparable.

Ya había recorrido la distancia a Villa General Belgrano, junto con Sebas, en contadas ocasiones; por lo cual, conocía el camino casi de memoria.

Al enterarse de que papá y mamá no estarían en casa, mi hermano quiso cambiar sus planes y acom

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