El bosque

Federico Ivanier

Fragmento

LA LLEGADA

La música de los Ramones, furiosa, sonó por encima del traqueteo de la van. Justo en el momento en que comenzaba Surfin’ bird, el amortiguador trasero derecho resonó con un golpe hueco, de metal golpeando metal, como un eco. Atrás, todos recibieron el sacudón, Hernán se dio contra el vidrio de la ventana, su boca se cerró de improviso y sus dientes le pellizcaron el borde del labio superior.

Diego sonrió. Facundo también. Hernán notó cierta humedad extra sobre la lengua, un sabor a cobre. Una gotita de sangre. Pensó en buscar un pañuelo de papel para secarse, pero imaginó las bromas de Diego. Y su curiosidad por la sangre. Siempre pedía para ver cuando alguien sangraba. Hernán tanteó la herida con la lengua y empujó el líquido de sabor metálico rumbo a su garganta. No era mucho.

Afirmó sus pies contra el suelo. El camino de tierra, por el que iban, cruzando un campo vacío y ondulado, con rocas y matorrales, prometía más sacudones. Pero el día era agradable y siempre escuchar a los Ramones lo ponía de buen humor. De hecho, Surfin’ bird era una de sus canciones favoritas, aunque tenía una letra sin sentido. O al menos eso creía él.

—¿Vienen bien? —preguntó Omar, mientras manejaba.

Omar tendría treinta años, pero con el aire de alguien más joven. Llevaba el pelo muy corto y tenía un cuerpo cuidadosamente esculpido en gimnasio. Una bermuda negra que le cubría las rodillas y una remera naranja de surf dibujaba curvaturas en el nivel de los pectorales. Y escuchaba los Ramones. Era Diego el que lo había conectado para que los llevara hasta las ruinas del convento y ellos pudieran acampar allí durante la noche.

La van olía suavemente a éter y se utilizaba para el transporte de personas en situación de discapacidad. De hecho, Hernán buscó si no habría algo así como un botiquín por algún lado y llegó a ver una venda sin usar, suelta, que rodaba por el suelo, entre sus pies. Una vez más, Hernán se preguntó cómo era que Omar habría conseguido el vehículo, porque era una camioneta con chapa oficial. Pero luego recordó, una vez más, que el padre de Omar era el comisario, según había contado Diego.

Hernán lo miró de reojo. Diego iba sentado con los músculos relajados, con la mirada despreocupada.

—¿Estás bien? —preguntó Diego.

—Sí, sí —replicó Hernán.

Nadie más hablaba, pero Hernán supo que todos estaban contentos con el paseo. El cielo brillaba como una burbuja celeste. El aire, tibio, dorado, era una caricia en la piel. Sofía conversaba con todos, aunque hablaba sobre todo con Agustina: las dos iban con los brazos enlazados, mirándose como si se contaran chistes o secretos que solo ellas comprendían.

Hernán las envidió un poco. Notó la mirada insistente de Diego encima. Sus ojos eran grises, raros, con y sin vida al mismo tiempo. En ese instante, se dirigieron al campo abierto. Tierra oscura y piedras grises. Hernán suspiró. Facundo, por su parte, con su pose de deportista y chico popular, mascaba chicle y miraba hacia afuera, como si no hubiera nadie alrededor. Hernán ojeó hacia el sexto tripulante: su hermano Martín. Martín hacía tiempo que se mantenía porfiadamente callado, sobre todo desde lo ocurrido en… Bueno, no valía la pena volver con eso ahora. Él mismo estaba ya harto del tema. No, mejor pensar en otra cosa.

Miró hacia fuera. El camino era apenas una línea de tierra pelada. Los arbustos y las plantas espinosas trataban de invadirla, pero más que nada eran fantasmas de color que quedaban atrás, olvidados.

Un camino debería llevar a algún lugar, concluyó Hernán. Por ahora, lo único que había era campo y campo, campo abierto, sin nada humano que lo modificara: ni una casa a la distancia, ni un hilo de humo, ni cables donde se posaran cuervos. El cielo no mostraba una nube, ni siquiera una estela de aire removido dejada por un avión. Lo único que los acompañaba era ese olor a éter, Surfin’ bird de los Ramones, el golpeteo de los amortiguadores y la transmisión de la camioneta, forzando sus engranajes, y el acelerador, forzando los pistones del motor.

Hernán descubrió una mosca que repicaba contra una de las ventanillas. La mosca no quería estar allí dentro, pero no podía salir. Por primera vez en su vida, Hernán se sintió identificado con una mosca. Aunque quizá no del todo. Quizá la mosca sí sabía dónde ansiaba estar.

Se pasó la lengua por la herida abierta en su labio. Sabía a hierro.

La camioneta se detuvo de repente, tras llegar a una curva que rodeaba una loma repleta de apretados arbustos. Algo de polvo llegó hasta ellos y Martín estornudó.

—¿Ya está? —preguntó Sofía—. ¿Ya llegamos?

Resultaba evidente, por su tono de decepción, que el lugar no era lo que esperaba. Sus ojos negros lo escaneaban con desconfianza, no hacía ningún movimiento para bajar. Miró a Diego, que era su hermano mellizo y el que había ideado la ida hasta allí. Diego, por su parte, ojeó de un lado a otro, se recorrió la mandíbula con la lengua.

—Parece que sí —concluyó.

—¿Esto es el convento? —preguntó Sofía.

—No —sonrió Omar, volviéndose hacia ellos. Tenía una de esas sonrisas de candidato a presidente yanqui, demasiado llena de dientes demasiado blancos y demasiado parejos—. El convento está algo así como un kilómetro más adelante, pero no podemos seguir con la camioneta. La destrozaría.

—Es lo que hay —sonrió Facundo y Diego sonrió también.

Facundo y Diego eran excelentes amigos. Sofía era la hermana de Diego y la mejor amiga de Agustina. Y Agustina, por supuesto, era la novia de Facundo. Todos ellos parecían vinculados por un círculo que, tarde o temprano, lo dejaba a él, Hernán, afuera. ¿Qué hacía allí con todos ellos? ¿Cuál era su lugar? No era amigo de ninguno, no de veras. Tampoco era novio de ninguna de las dos chicas (ni de ninguna otra). El único vínculo era con Martín. Martín era su hermano menor. Pero tampoco se podía decir que Martín ansiara estar allí. De hecho, era imposible pensar que Martín ansiara algo.

Agustina se giró hacia Facundo, sofocando una risita al tiempo que se apartaba su fino cabello cobrizo, de rulos apretados. En cierto sentido, era más bonita que Sofía: más espigada, con caderas flexibles, de rasgos más simétricos, de boca mejor delineada, de pómulos más altos, pero, de todos modos, Sofía tenía algo que la volvía más atractiva, más cercana. Al menos, eso creía Hernán.

—¿Pero estamos en el lugar o no? —resopló Sofía.

—Más o menos. Estamos cerca —habló Facundo.

—¿Cerca? —resopló Agustina—. ¿Vamos a tener que caminar hasta ahí, entonces?

—¿Y qué? —se alzó de hombros Facundo. Las líneas de su rostro, firmes, se curvaron en una sonrisa. Cuando sonreía, daba la impresión de que se podía confiar en él. Eso y su cabello ru

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos